Encontré esta imagen en el vértigo de las redes sociales. Uno de los muros de las celdas de la Torre de Londres. Hay más, muchas más inscripciones. Todas pertenecen a prisioneros que por las más diversas razones fueron enviados allí a pudrirse en vida, esperando la muerte. No todo mundo tuvo la relativa fortuna de Catalina Howard y Ana Bolena, las dos esposas de Enrique VII a las que ejecutaron allí mismo en fast track. No todos los prisioneros de la Torre hicieron mutis discreto aunque sangriento, como los dos sobrinitos de Ricardo III, legítimos aspirantes a la corona inglesa, a los que su tío les recetó unas vacaciones todo incluido en la susodicha Torre y nadie volvió a verlos más. Creo recordar que en algún momento de los años setenta del siglo pasado, alguien dio cuenta del hallazgo de un esqueleto infantil en las obras de restauración de la Torre. De todas maneras, las reinas ejecutadas y los principitos han ido a engrosar la enorme lista de fantasmas ingleses que hacen las delicias de los aficionados a las curiosidades paranormales.
Pero los autores de las inscripciones que aquí veo son otra cosa: escudos de armas, crucifijos, nombres grabados en la piedra para evitar que se perdieran en la noche del tiempo. Buscando algunas referencias me encuentro con que muchas de estas inscripciones datan del siglo XVI, cuando el conflicto religioso derivado de las pugnas entre Enrique VIII -otra vez el mismo- y la iglesia católica, sumado a los líos de faldas que ya conocemos, llenó estas celdas de señores que un día fueron poderosos y que decididos a defender su fe, fueron a dar con sus huesos, anglicanos y papistas por igual, porque esa baraja de monarcas que sucedieron al terrible Enrique, dieron para largos días de persecución religiosa.
Pero, después de casi quinientos años, la piedra permanece. De Enrique VIII quedará un poco de polvo, algunos huesecillos. De sus reinas, poco más o poco menos. De sus hijas, la desdichada Bloody Mary y la formidable -y conflictiva- Gloriana, Elizabeth I, no ha de quedar mucho más. De todos estos prisioneros, es difícil decir el paradero de sus despojos. Pero sus nombres están ahí, en la piedra rascada, tallada como estrategia para no volverse locos en la cárcel, pero también para dejar testimonio de una prisión injusta y una persecución en una tierra polarizada. Caramba, qué coincidencia.
Ahí están los nombres y los símbolos y los escudos de armas en la piedra, y que la piedra siga ahí, que la Torre permanezca en pie y que aún hoy, con trabajos podamos leer sus nombres: Tyrrel, Howard, Arundel, Peverel y muchos otros más. La justicia está en la piedra; en la permanencia de la piedra, triunfando sobre la muerte.
maravilloso ARTÍCULO
¡Gracias! ¡Muchos saludos!
Me encantó este artículo. creo que el hecho de valorar estas antiguas inscripciones es para reconocer que muchos de estos prisioneros fueron injustas. Ahora por otra parte valdría considerar que estas inscripciones, seguramente, en su tiempo fueron como lo que son los grafitis actuales; sin embargo hoy son fuentes documentales del pasado.
Tal vez no sean exactamente como los grafitis contemporáneos, querido Gabriel. Las celdas de la torre no eran, estrictamente, sitios públicos. Se me ocurre un efecto involuntario: acaso el que llegaba a esa celda podía sentirse acompañado, de algún modo, pues antes que él estuvieron otros que se negaron a dejarse devorar por el olvido. Hoy, que cualquier turista puede entrar a las celdas y verlas, genera este efecto: los nombres que vuelven a pronunciarse; los muertos que por unos instantes vuelven a vivir. Los rescatamos del olvido.