Posts Tagged ‘Restos de José María Morelos

02
Nov
12

Mil maneras de vencer a la muerte: curiosidades imperiales decimonónicas

En estos muros viejos abundan historias, por decir lo menos, insólitas. En verdad que éramos buenos para eso. Éramos buenísimos para embalsamar cadáveres y conservarlos casi en el mismo estado en el que nuestro pariente, amigo o cliente estaba antes de irse al mundo de los muertos.  Uno más de los múltiples recursos que, a lo largo de los siglos, los hombres han inventado para timar a la muerte, o al menos, para hacer el intento. Si lo que nos horroriza de la muerte, además del ya-no-ser, del ya-no-estar, es el deterioro que nuestra pobre carne, tan terrenal, experimenta, también hemos intentado exorcizar dicho espanto jugando a los zombies, poniéndolos a luchar contra Abraham Lincoln, imaginando que Jane Austen pudo haber escrito una novela decimonónica con ellos,  convirtiéndolos en estrellas de serie de televisión. La verdad es que nuestras diversiones posmodernas no son sino máscaras de carnaval oscuro, con las que intentamos olvidar por un rato la vieja máxima medieval, colocada junto a los esqueletos burlones de las danzas macabras europeas: más tarde o más temprano, todos seremos polvo, y uno que otro será víctima del INAH o de instancias similares para evitar que lleguen a su destino natural, por aquello de que la carencia de nuestras reliquias laicas también nos da un poco de miedo al vacío y a la falta de referencias patrias. Pero en el siglo XIX, le peleábamos a la muerte el espacio por medio de nuestras habilidades técnicas para que no se notara que nos había ganado: éramos los mexicanos excelentes embalsamadores, capaces de lograr que nuestro cadáver querido no comenzara a parecer tal, y, en cambio, pudiéramos hacernos la ilusión de que el pariente o amigo no estaba sino echándose una siestecita de larga duración. Desde luego, sobrevivía a las tropelías de la muerte aquel que tenía dinero para pagar el servicio… y al que le conseguían un buen embalsamador. Las turbulencias de la vida nacional en el siglo XIX también nos dejaron unas cuantas historias interesantes en la materia. Quizá algunos de los cadáveres embalsamados más famosos de nuestro pasado son los tres caballeros que murieron fusilados en el Cerro de las Campanas el 19 de junio de 1867:  el archiduque Fernando Max, el general Tomás Mejía y el general Miguel Miramón. Sus historias post-mortem son un digno cierre a la complicada historia del segundo imperio mexicano, y lo cierto es que algunas son en verdad enredadísimas, gracias a las humanas pasiones y a los rencores añejos, tan propios de la condición humana. Don Miguel, vestido de civil. Probablemente no lo enterraron así.   La más light de esas tres historias es la del general Miguel Miramón. Gente decente, niño héroe que vivió para contarlo, pretendiente tenaz y marido amoroso aunque un tanto mujeriego, quizá es el que peor la lleva en la debacle imperial. Expresidente de la República, le daba a Maximiliano un cierto recelo, no se le fueran a ocurrir cosas raras como, por ejemplo, querer disputar el poder de nueva cuenta. Por eso lo mandaron en misión extravagante a Europa, y cuando regresó a poner su espada al servicio del Kaiser Max, la verdad es que ya no había mucho que poner a salvo. Pero Miramón era un tipo con un sólido sentido del honor, y se quedó al lado del emperador, que a ratos se paseaba por las trincheras queretanas, en busca de un empujoncito de plomo que lo ayudara a salir de broncas y responsabilidades. A la hora del fusilamiento, y entre los llantos y quejas de la gran Concha Lombardo, esposa del general Miramón, al Joven Macabeo -su sobrenombre de los tiempos de la Guerra de Reforma- le cupo en suerte conseguir que un tipo competente lo embalsamara. No tenemos una foto del cadáver embalsamado de Miguel Miramón -que no sería extraño que un día diésemos con una- pero sí tenemos los testimonios de que fue un excelente trabajo. Doña Concha cargó con su familia y con el cadáver embalsamado de su esposo, le dio sepultura en el patio pequeño del muy popis Panteón de San Fernando, le dijo un par de cosas muy desagradables a los militares conservadores que aún quedaban y se fue con sus peques al destierro. Se tardó una década en regresar, por ahí de 1877, solamente para hacer uno de los berrinches más grandes que ha documentado la historia nacional, al enterarse de que el gran enemigo de su Miguel, don Benito Juárez, dormía el sueño de los justos en un nicho a unos pocos metros de la tumba del general conservador. La bronca que armó Concha en las oficinas del panteón fue, por lo que se sabe, de antología; seguramente los gritos se escuchaban hasta San Hipólito. No hubo poder humano que la disuadiera de sacar de San Fernando a su marido, al que, por otro lado, tenía mucho que no le preocupaba quién era su vecino de tumba. Con la enorme pataleta atravesada, Concha decidió llevarse a su marido a la catedral de Puebla, donde continúa. Lo que se cuenta del momento en que sacaron al general de su pequeño y sobrio mausoleo, es que «parecía dormido»… hasta que se le cayó un pie. Sin preocuparse mucho por el detalle -total, habían transcurrido diez años-, Concha agarró camino para Puebla con familia y cadáver exhumado, y una vez cumplida su tarea, se volvió a ir del país. Hay que decir que la viudez le generó a la pobre Concha algunos problemas operativos. Además de moverse para todas partes con sus niños, recién muerto el general, tenía la costumbre de andar acarreando un frasco… con el corazón del general, y solo dejó tan curioso hábito el día en que su confesor se puso severo y la obligó a desprenderse de él. Si la persona que embalsamó a Miguel Miramón era tan buena como la que hizo el mismo trabajo en el cadáver de Tomás Mejía, seguramente el general sí tenía aspecto de estar echándose un coyotito, porque de Tomás Mejía, sus contemporáneos nos dejaron una imagen alucinante: Sí, es el general Mejía… muerto, embalsamado y sentado en algo que puede ser la sala de su modesta casa de la colonia Guerrero, con unas veladoras a sus pies. A él sí hubo oportunidad de retratarlo porque Tomás Mejía dejó a su familia en la miseria más completa, y su viuda, de la que nada más sabemos que era muy joven y que tenía un bebé de pocos meses en junio de 1867, no tenía dinero para pagar la sepultura del general. Un chisme histórico asegura que Benito Juárez, enterado de la miseria de la viuda -de la que ni siquiera conocemos el nombre- promovió una colecta para reunir lo necesario para costear una tumba en San Fernando. Si esto es cierto, la sepultura se concretó y allí está todavía Tomás Mejía, que, en vida, tenía este aspecto:   Al que no le fue nada bien con su embalsamamiento fue al pobre de Maximiliano. En un caso de chambonería escandalosa, el gobierno mexicano le encargó el trabajito a dos médicos que respondían por Ignacio Rivadeneyra y Vicente Licea, respecto del cual se dijeron en su momentos cosas de lo más horrorosas, puesto que Rivadeneyra no sabía gran cosa acerca de conservar muertos -Ratz dice que el señor era como ginecólogo de la época-, Licea tomó las riendas del asunto.

Mientras que, por un lado, el legajo de documentos acerca del embalsamamiento de Max asegura que Licea hizo su chamba como se debía,  entorpecida por una multitud de curiosos que se metieron a presenciar lo que no les tocaba, birlándole al médico algunas pertenencias del archiduque y hasta parte de su instrumental de trabajo, los testimonios de personas como la indignada Concha, aseguran que Licea se puso a vender fragmentos de la barba del emperador de una manera totalmente desvergonzada. Licea dejó un informe, según el cual, el médico de Maximiliano el dr. Samuel Basch, habría estado presente en el proceso y que, incluso, le proporcionó a Licea algunos de los materiales propios del embalsamamiento de cadáveres. incluso, refiere Licea, Basch le proporcionó un excelente «aceite egipcio» con el cual barnizó tres veces el cuerpo. Si le hacemos caso al dicho del sujeto, no habría razones para que el gobierno mexicano se viese obligado a  rehacer el embalsamamiento del desafortunado archiduque.

Es más; en sus escritos, Licea chilla y chilla de que, en el borlote -que erróneamente permitió- armado en torno al cuerpo del emperador, y donde se metió hasta la galopina de la cocina «para ver» (como corresponde a nuestras mexicanísimas costumbres), le robaron parte de su instrumental de trabajo, sin que, después, hallara a quién reclamarle que se los devolvieran o se los repusieran. En este punto, me imagino a Sebastián Lerdo, ministro de Relaciones Exteriores y responsable de todo lo referente al real cadáver, llorando de risa al leer los chantajes sentimentales del médico incompetente, al que, por otro lado, algo le hallaron, porque a Licea lo metieron al bote un ratito por andar comerciando con reliquias austriacas.

Licea reporta que al cadáver de Max, lo colocaron en un «baño compuesto de reactivos» y le aplicaron una mezcla de bicloruro de mercurio con agua, combinación útil para «absorber las humedades». Licea dice que los ojos se reemplazaron por unas piezas «de esmalte de gota» que traía en su caja de instrumentos, aunque la tradición dice que echó mano de una imagen de Santa Úrsula para dotar de ojos -negros- a los despojos de Max. Después de todo esto, y de colgar el cuerpo para que  se secara, Licea explica que procedió a vendar el cadáver en su totalidad: extremidades, dedos, cuello y todo el tronco. Después de las vendas, aplicó una capa de una sustancia llamada dextrina, que se usa como pegamento soluble en agua, como espesante o aglutinante. Licea repitió el procedimiento dos veces más, de modo que el cadáver de Max quedó bien cubierto de vendas y selladito. La tercera y última capa, anota Licea, se fijó con suturas. A ese momento, en los 8 días que duró el embalsamamiento de Maximiliano, corresponde el dibujo que hizo el fotógrafo Francois Aubert, al que le permitieron presenciar el fusilamiento, pero no fotografiarlo. A cambio nos dejó algunos dibujos, uno de ellos el del cuerpo de Max, con el aspecto de momia egipcia, porque ÉSE era el método que más o menos sabía desarrollar el pillo de Licea, porque era lo que había estudiado.

Licea tuvo que escribir largos informes debido a sus pillerías y a sus descuidos. En esos ocho días que embalsamó a Max, parece que se asomó al lugar todo Querétaro, de modo tal que, pasada una semana, los únicos que no habían ido a ver el espectáculo, eran Miramón y Mejía.  En una de esas visitas, un joven diplomático austriaco, Ernst Schmit Von Tavera, que iba a darle una vuelta a su archiduque, casi se infarta al llegar y ver a Max colgando de una cuerda. Licea explicó en ese momento -y luego lo puso por escrito, que nada raro había en eso de andar colgando a «la momia», porque lo mismito habían hecho a la hora de embalsamar a Luis XVIII de Francia.

En el viaje a la ciudad de México, a «la momia» le fue de la patada. Un testimonio afirma que, efectivamente, cerca de Arrollozarco (sic),  al cruzar un arroyo, el carro se volcó, «con las reliquias del señor archiduque», que en buen español quiere decir que el cadáver momificado fue a dar al agua. La experiencia se repitió, según esto, en las cercanías de una Hacienda de los Ahuehuetes. Tan descuidados fueron con el traslado del real fiambre que, siendo junio época de lluvias, «la momia se mojó» -aquí vuelvo a imaginarme a Sebastián Lerdo, ya revolcándose de la risa- . La mezcla de barniz egipcio -haya sido lo que haya sido-, las vendas y la dextrina, deben haber hecho un mazacote espeluznante sobre el cuerpo del pobre Max. Lo que sigue es ya delirante. Cito el informe de Licea: «la acción del agua que penetró permaneció en contacto con el cadáver, lo maceró y produjo en las partes que estuvieron en contacto con el agua la degeneración grasosa llamada adiposiva».  En suma, la reacción química estaba generando grasas que, naturalmente, son mucho más deteriorables que los arreglos estilo egipcio del doctor Licea. Otro poco y el pobre Max empezaba a echar espuma.

El caso es que, llegado a la capital, fue evidente que el embalsamamiento de Querétaro ya estaba para llorar. Hubo que hacerlo de nuevo. Después de un rato de labor, Max quedó más o menos presentable, el pobre:

No contento con todo el relajo en el que estaba metido, Licea tuvo el poquísimo tino y la poquísima progenitora de proponerle una venta al almirante Tegethoff, que al mando de la fragata Novara, había llegado a México para llevarse los reales despojos.  Licea quería venderle al austriaco, háganme favor,  «los efectos personales» del desdichado Max, en la bonita suma de 15 mil pesos. Tegethoff, por toda respuesta, lo denunció ante el gobierno de Juárez. Inmediatamente, la autoridad se apersonó donde Licea, le requisó las pertenencias del archiduque y sin más preámbulos las entregaron al almirante austriaco. A Licea le abrieron proceso y lo guardaron un rato, y a Max o lo que de él quedaba, se lo llevaron a la cripta de los Chapuchinos en Viena, al pobre. Por esos siete meses, entre el fusilamiento y la llegada del cuerpo a Austria, ya era suficiente como para que Max hubiera purgado todas sus tropelías. A otros les fue mucho mejor, como a Francisco Zarco, pero de eso les escribo al rato.

01
Sep
10

La sonrisa de Jacobo Dalevuelta: cómo una volada eficaz se puede convertir en una curiosidad historiográfica

Si nos atenemos al orden de la cripta de la Columna de la Independencia, en orden descendente: Morelos, Bravo y Matamoros

En fin, hoy PRIMER DÍA DE SEPTIEMBRE,, cuando faltan 16 DÍAS para el Bicentenario del Inicio de la Independencia, podemos decir que la historia del robo o desaparición de los restos de Morelos publicada y cacareada en 1925 fue una mera conjetura que se remonta a una época en la cual los reporteros suplían algunos rasgos de exactitud por un buen aliento literario. No se grababan las entrevistas, no había manera de hacerlo. La libreta de apuntes, el lápiz y la buena memoria eran los instrumentos fundamentales de la chamba reporteril. Luis González Obregón, a través de la escritura del reportero de El Universal, afirmó, con muchos asegunes,  la desaparición de los restos, pero no la probó. Como lo harían numerosos personajes del siglo XX.

Dalevuelta le echó la culpa a Juan Nepomuceno Almonte, hijo mayor de Morelos, a partir de los supuestos de don Luis González Obregón. Dalevuelta lo publicó y le dio seguimiento, a grado tal que , ahora que los restos salieron a pasar el verano en el castillo de Chapultepec,  en las urnas, (exactamente en dónde no han dicho), apareció una tarjeta personal de Dalevuelta, detalle que me encanta. Al fin y al cabo, aunque estuviera volando y estuviera persiguiendo un fantasma que nunca se apareció, se dedicó al asunto con bastante empeño. Pero tampoco pudo probar la desaparición de los restos, además de no demostrar el robo. Convirtió un “probablemente” en un hecho y las afirmaciones de la sustracción de los restos, hechas a partir de fuentes, digamos, laicas. Nos falta volver a leer algunas cosillas interesantes en cuanto a fuentes para acabar de explicarnos cómo fue que todos compramos el boleto.

La volada de Dalevuelta ha sido, con el paso del tiempo, acogida con interés y hasta con solidaridad, al menos en cuatro ocasiones más por la prensa mexicana. Esa leyenda creciente tuvo hasta consecuencias historiográficas, pasadas por alto las circunstancias de las confusiones y revolturas de los restos. Sin embargo, la leyenda llamó en alguna época, la atención de algunos historiadores, y propició que uno de los grandes estudiosos de Morelos,  Ernesto Lemoine, ya fallecido, llegara a aventurar la hipótesis de que, robados los restos, habrían sido arrojados al mar por Almonte cuando abandonó México, a la caída del imperio de Maximiliano.  Si le hacemos caso a este planteamiento, definitivamente Almonte no necesitaba un siquiatra; estaba ya para que lo amarraran y lo encerraran en uno de los horripilantes sanatorios para enfermos mentales de la época. La explicación del maestro Lemoine no deja de ser entretenida, basada como está, en construir el perfil de un Juan Nepomuceno Almonte bastante acomplejado, traumado porque su santo papacito nunca le dio su apellido.

Coherente, si se quiere, con la notita que Maximiliano dejó en su «libro secreto» acerca de Almonte: «El carácter de Almonte es frío, avaro y vengativo». El librito en cuestión dice unas cuantas cosas feas y adicionales sobre Almonte, pero esta es la frase que al maestro Lemoine le da para sus propias reflexiones, apuntando que «en un acto insólito, que quizá únicamente hubiera podido explicar el doctor Freud, sustrajo los restos de Morelos a la veneración del pueblo mexicano y los hizo perdedizos» (De «Morelos y la Revolución de 1810».  La nota de pie de página del maestro Lemoine tiene el mismo pequeño defectito que los rollos de Dalevuelta. Vean nomás: «Se supone (yo supongo, tú supones, él supone…)  que antes de partir a Europa (abril de 1866) [una diferencia con la hipótesis de los desenterradores de Almonte, que ubicaban el «robo» de restos en 1865… gracias a la errata de un libro sobre la catedral], Almonte penetró secretamenteen la cripta de la catedral, «robó» los restos de su padre….» y todo lo demás que ya sabemos. Lemoine escribe en 1979, y cita los artículos que para esos días ya se habían publicado en la revista Siempre!, citando una carta del Dr. Jesús García Tapia, donde se abundaba en el mentado robo de huesos. Añade Lemoine: «Basta que el gobierno mexicano se interesara en el caso, para solicitar de la autoridad parisiense respectiva la apertura de la  tumba de Almonte en el cementerio de Pére Lachaise y de esa manera confirmar si es verídica la historia…» Le agarraron la palabra, como veremos a continuación.

Con todo, es poca la gente que indaga en las hemerotecas lo que realmente se publicó en ciertos días, y eso es la razón de que, aún en el siglo XXI, las notas de Jacobo Dalevuelta tengan resonancias bastante entretenidas en la prensa.

El tema se volvió a abordar hacia 1972 en Siempre! por el reportero José Natividad Rosales, a partir de una carta enviada a Siempre!, en 1971 por el señor García Tapia que menciona Lemoine; me cuentan que Rosales era aún uno de esos reporteros al antiguo modo, con gran habilidad literaria, y con una persistencia escandalosa, deliciosa y que ya quisieran para un domingo muchísimos de los reporteros de ahora, que no sacrifican un descanso por una nota buena, que son capaces de despreciar una exclusiva porque coincide con sus días de vacaciones. No, suspiramos en este punto don Pepe Fonseca y yo; ya no los hacen como antes.

Porque las cosas publicadas en Siempre! en esos tempranos setentas le dieron algunos quebraderos de cabeza al entonces director del Museo Nacional de  Historia, don Antonio Arriaga. El pobre, en un memorandum al respecto, escribió: «Considero que el periodista José Natividad Rosales debe presentar copias de los documentos que dice poseer el Dr. García Tapia, con objeto de evitar un escándalo sobre la antigüedad de los restos de los insurgentes que se encuentran en la Columna de la Independencia». No lo logró, como podemos verlo, pero ya apuntaba la posibilidad de ir a París abrirle el féretro a Almonte.

Los textos de José Natividad Rosales son deliciosos, claro reflejo de ese viejo modo de hacer periodismo (se pueden quejar por el uso de los adjetivos como si fuera confeti, pero si lo comparan con el espantoso español que perpetran algunos reporteros (y no voy a mencionar nombres, pero agarren un periódico, cualquiera, y verán lo que afirmo), hay más de un siglo de diferencia.  Acá la volada se agarra de las notas de Dalevuelta, una vez más. «Siempre! quiere dar a los mexicanos de una respuesta definitiva. Por principio de cuentas adelantamos la hipótesis de que los restos de don José María Morelos NO ESTÁN EN MÉXICO, sino en París…».  Recreó, agarrado de la biografía de Morelos que Ezequiel Chávez publicó en 1931, los últimos momentos del cura de Carácuaro. Pero después, al contar la exhumación de 1823, hay líneas que son verdaderamente geniales:

«»Y fue el 16 de septiembre de 1823, casi ocho años después de haber sido sepultados, cuando el féretro del Héroe fue abierto. Una súbita y repentina oleada de luz iluminó el cráneo de Morelos [bastante lógico], envuelto en un halo dorado [en la torre], como si la irradiación de su pensamiento no terminase aún [uuuuuuffffffff]. Al ser izado hubo una leve sombra en las cuencas, como si mirase con piedad y asombro a la patria redimida [me quedo sin palabras], e hizo parecer a los presentes que el espíritu del Generalísimo había sobrevolado el sitio [Bueno, ¡¡¿¿qué cosa se metía don José Natividad??!!].

Don José refiere que la biografía de Alfonso Teja Zabre se nutre de las voladas de Dalevuelta y, por lo tanto, no le ve bronca en recuperar los datos. Pero agrega los datos que obtiene de la carta del señor García Tapia: amigo de un sacerdote vinculado a al arzobismo Arciga y Ruiz de Chávez, que había sucedido al arzobispo Clemente de Jesús Munguía , quien se quejaba del grandísimo berrinche que le había provocado que Almonte se hubiese llevado los huesos de su padre. El pequeño detalle es que seguimos en el mundo de la leyenda urbana: ni una sola prueba sólida. Una constante en esta historia de religiosos, es la presencia de un tal canónigo Jacinto Pallares, que fue el que andovo contando la historia, porque ayudó a bien morir al obispo Munguía y a Almonte. Y, si se sigue el asunto de esta sub-trama, resulta que, en esta línea, el culpable del mitote es el dichoso canónigo Pallares, porque el testimonio que nos llega de cuarta o quinta mano es que él con sus ojitos vio que a Almonte lo sepultaban con los huesos de Morelos.

El éxito de la volada de Dalevuelta prosiguió en la década siguiente: a fines de los 80 y principio de los 90 del siglo XX por Excelsior, Jueves de Excelsior y Unomásuno, periódicos que dieron seguimiento y admitieron artículos sobre el tema, a partir de las inquietudes de Luis Reed, periodista e historiador, y José Manuel Villalpando, abogado e historiador, quienes obtuvieron apoyo oficial y recursos federales (y de algunos abogados con dinero) para viajar a Francia, abrir la tumba de Juan Nepomuceno Almonte, cosa que sí hicieron, y comprobaron que Almonte no había sido sepultado con los restos de su padre ni de nadie más. Cosa rara este canónigo Pallares.

En 1993, sostenidos del texto de Dalevuelta, Reed y Villalpando dieron por buena la historia del robo de los restos de Morelos, porque, aseguraron en el recuento de su investigación, que el texto del periodista, escrito en 1925, “denuncia y prueba plenamente la ausencia de los restos de Morelos” . Sí lo denunciaba, pero como ya hemos visto, no probó nada. El texto resultado de aquella investigación, «Los restos de don José María Morelos y Pavón: Itinerario de una búsqueda que aún no termina» asumía que Dalevuelta  estaba diciendo la verdad.  En descargo de los autores del librito y artífices de la investigación, hay que decir que, simplemente,  engrosaron una lista de personajes que compraron el boleto entonces y de los que, después, han seguido comprándolo.

Un ejemplo más: Uno de los materiales clásicos de consulta inicial, básica para el estudio de la Independencia es el Diccionario de Insurgentes de José María Miquel I Vergés. editado en 1969, cuando su autor llevaba cinco años muerto. La ficha de José maría Morelos acota: «Cuando se trasladaron a la Columna de la Indep. los restos de los héroes de la emancipación, los de Morelos no se encontraron [??] y es probable [Chihuahua, es probable otra vez] que el hijo de éste, Juan Nepomuceno Almonte los sacara del lugar donde fueron despositados, no se sabe con qué fin, y los escondiera en un lugar hasta hoy desconocido» (p. 407) Y lo más bonito es que, entre las fuentes de las cuales se nutrió la referencia del Diccionario, adivinen qué está: Exacto. La Odisea de los Restos de Nuestros Libertadores, de un tal Fernando Ramírez de Aguilar, o sea, Jacobo Dalevuelta. ¿a poco no es bonito? (continuará)

25
Ago
10

De cómo Jacobo Dalevuelta dio por robados los restos de José María Morelos

En 1925, ya muy cerca el 15 de septiembre y el traslado de los restos de Miguel Hidalgo y sus amigos, de Catedral a la Columna de la Independencia, este ilustre reportero mexicano, Fernando Ramírez de Aguilar, que firmaba sus escritos periodísticos e históricos como JacoboDalevuelta, dio a conocer un librito de su autoría, editado -con evidente apresuramiento, por la gran cantidad de erratas que tiene- por la Secretaría de Educación Pública (caramba, qué coincidencia): La Odisea de los Restos de Nuestros Libertadores, que se explicaba a sí mismo: “Compilación de documentos, por Fernando Ramírez de Aguilar (Jacobo Dalevuelta), Repórter (como se llamaban en esa época los reporteros) de “El Universal”, Miembro activo de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, y de la Sociedad para el Estudio de la Historia Local de México”. Esta «compilación de documentos» reúne varios materiales: un artículo de don Luis González Obregón sobre sus andanzas relacionadas con los huesos de los próceres de la insurgencia y los materiales publicados por Dalevuelta en El Universal respecto a los trajines que desde 1823 habían sido el rasgo distintivo del tratamiento a los restos de los insurgentes.

Se trata de un librito hecho al calor de la oportunidad, apoyado fundamentalmente, como se reconoce en la «Advertencia» de la primera página, por un buen amigo de Dalevuelta: el entonces secretario de Educación Pública, José Manuel Puig Casauranc. «Dedicado especialmente a los niños de las escuelas». Como puede verse, las aspiraciones que acerca de la enseñanza de la historia tienen en este 2010 personas como José Antonio Crespo (si se quieren morir de risa lean el prólogo y las conclusiones de su libro «Contra la Historia Oficial») tampoco son novedosas: esa idea de que los niños de primaria TIENEN que saber TODA LA HISTORIA de México (ese «TODA» puede ser muy elástico) desde chiquitos, muy chiquitos (y entonces la mochila solamente les alcanzaría para llevar su Larousse de Historia de México) es, en buena proporción, el motor que animó a Dalevuelta a armar la obrita. Tuvo la suerte de que su amigo Puig lo apoyara y que, al calor del inminente traslado de restos, mezclado con las tensiones harto conocidas entre el presidente Plutarco Elías Calles y la Iglesia Católica, resultara que este acto de «cuatismo»,  motivado por una legítima curiosidad histórica, adquiriera materialidad sin que nadie se indignara o se quejara o se retirara del twitter.

Uno de los primeros elementos importantes para explicarnos algunos mitotes del siglo XXI es que Dalevuelta nos deja la afirmación de que la cripta donde los restos se echaron su siesta de 85 años se estaba construyendo «a gran prisa». Eso explica por qué no pusieron todos los nombres que debían (lo que ha dado  lugar a los pataleos que hemos leído recientemente), como ocurrió con el laguense Pedro Moreno y el zacatecano Víctor Rosales.

En este librito, Dalevuelta compila los materiales periodísticos publicados en El Universal acerca de una presumible desaparición de los huesos de Morelos. Explica en su “Advertencia inicial”, y esto es importante, porque a confesión de parte…

“Fui el primero en proclamar la desaparición de los restos del héroe máximo de la Guerra de Independencia, el Serenísimo señor generalísimo de las armas, don José María Morelos y Pavón, vencedor en Oaxaca. Una vez en pie el asunto, me sirvió, generosamente para mi investigación: en primer lugar mi distinguido amigo el culto historiador don Luis González Obregón, y después los periodistas retirados don Angel Pola y don Aurelio J. Venegas”

Al grito de “los niños deben saber estas cosas”, Dalevuelta reseña los diversos traslados de los restos de los próceres insurgentes, desde 1823. Aunque acude a las fuentes que hoy día nos explican en detalle muchos acontecimientos, como el Diario Histórico de Carlos María de Bustamante (que hoy día se puede conseguir en CD), no advierte que en los testimonios de 1823 hay elementos para determinar que, desde entonces, los restos humanos se revolvieron. Como ese no era el tema que le interesaba, no reparó en ello. Recupera de los testimonios de Bustamante, eso sí, que a la villa de Guadalupe, donde fueron reunidos todos los restos de los insurgentes, llegaron los de Morelos “enteros”.

Afirma Dalevuelta que para redondear su trabajo consultó algunas fuentes bastante interesantes: los periódicos La Aguila Mexicana y El Sol, los documentos de Hernández y Dávalos, la famosa compilación de leyes de Manuel Dublán, las actas de Cabildo de la Villa de Guadalupe de 1823 y un artículo de Nicolás León acerca de la falsa mascarilla de Morelos. Es posible que los revisara, porque del Diario Histórico de Bustamante se desprende la posibilidad de hallar estos materiales (en el cd que hoy día podemos consultar vienen los suplementos de La Aguila Mexicana y El Sol sobre el paseo de huesos de 1823). Pero, si los revisó, ¿por qué no se dio cuenta de que algunos elementos de las crónicas del momento apuntaban a que muy, muy ordenados, los restos ya no estaban?

La otra gran fuente del trabajo de Dalevuelta es una entrevista que le hace a Luis González Obregón, cronista de la ciudad, alguna vez director del Archivo General de la Nación, sesentón para la época. González Obregón le habla del depósito de los restos en el Altar de los Reyes, su posterior olvido, la urna que mandaron a hacer Lucas Alamán y José María Agreda y, nuevamente, el abandono de los restos en la catedral.

Refiere Dalevuelta, citando la conversación de González Obregón, que en 1893, examinan los restos otra vez José María Agreda, Adalberto Leduc, González Obregón y los periodistas Angel Pola y Aurelio J. Vanegas. “Yo bajé a la cripta –dice mi entrevistado-y vi aquella revoltura de huesos”.  Refiere González Obregón, en la entrevista, que en ese año la prensa publicó algunos llamados a rescatar y cuidar esos restos, pero no ocurrió nada sino hasta 1895 cuando sí se sacaron los restos y esta vez la sociedad obrera “Gran Familia Modelo” reunió por cooperación dinero para renovar la urna que los contenía.

Se sabe que en esa oportunidad los restos fueron sometidos a un lavado (esas son las cosas que nomás a nosotros se nos ocurren) y luego puestos  al sol en un patio, que llama Dalevuelta “De Infantes” de la Catedral, y, otro periódico, el Monitor Republicano, del 30 de julio de 1895, “de los Coloraditos, anexo a Catedral” (y esos periódicos no fue a verlos Dalevuelta, por cierto).

Lo que llama la atención es que el reportero Dalevuelta no advirtiera que el cronista de la ciudad le estaba hablando de una “revoltura de huesos”. De esta “revoltura”, sólo recientemente (cosa de tres años) se ha vuelto a hablar, cuando Salvador Rueda, director del Museo Nacional de Historia Castillo de Chapultepec, junto con un grupo de investigadores, revisaron los periódicos de la época y se enteraron del lavado y reacomodo de restos. De esos días queda una foto que puede verse en la Historia Gráfica de los hermanos Casasola y que allí se dice que se trata de los restos de los insurgentes.

El siguiente capítulo del libro de Dalevuelta se llama “Se perdieron los restos del gran Morelos” (evidentemente, la cabeza de la nota publicada originalmente) donde el reportero narra cómo, hablando con uno de los integrantes de la Junta encargada de los preparativos del traslado de los restos a la columna de la independencia, se entera de otra cosa:

“Supe, además, que había cierta incertidumbre respecto de la existencia de los restos del gran Morelos”. No le interesó citar quién o quiénes tenían «cierta incertidumbre».  Continúa Dalevuelta, dando por hecho el asunto: “Y bien, esas dudas están fundadas [aunque no dijo en qué]. Los restos del generalísimo don José María Morelos y Pavón, no existen; desaparecieron, quién sabe cuándo [¿no que sí sabía?], y ninguna de las personas que en 1823 trataron de identificar la calavera que tiene una “M” como marca, aseguraron que ella correspondiera al inmaculado héroe de Cuautla”.

Como acotación podemos decir que el hecho de que los encargados de los restos en 1823 no hayan asegurado que el cráneo de la “M” fuese el de Morelos no quiere decir que no lo fuera, pero Dalevuelta pasa por alto un asunto de pura lógica.

Según el reportero Dalevuelta, los integrantes de la junta de 1925 conjeturaban que  Morelos seguía enterrado en Ecatepec, lugar de su fusilamiento. Pero, para aclarar las cosas, Dalevuelta vuelve a citar a González Obregón, para afirmar que los restos de Morelos sí llegaron a la Villa de Guadalupe y luego a catedral en 1823. Agrega a sus argumentos un testimonio que él le achaca a Carlos María de Bustamante (bastante posible, en cuanto a las similitudes en estilo en las que se apoya para atribuirle la autoría de la crónica) para referir que alguien, en ese barullo del primer traslado, se quedó, como recuerdo, “un pedazo de la bota del gran Morelos” [nunca falta uno de estos].

Se remonta Dalevuelta al momento en que Alamán y Agreda bajan [nunca ubica la fecha, solamente afirma que «después de algunos años»] y al ver deshecha la gran urna de cristal, bronce y láminas de plata»  en que los hombres de 1823 metieron a la mayor parte de aquellos primeros restos (digo la mayor parte porque al padre Mariano Matamoros lo dejaron aparte, «en un baulito enlutado»),  mandan a hacer y pagan una nueva urna para los restos.

A partir de ahí, Dalevuelta da por “perdidos» los restos de Morelos: “Los restos del invicto cura de Carácuaro ya no estaban desde esa época”. Bueno, si «ya no estaban desde esa época», y don Lucas Alamán pasó a mejor vida después de hacer diablura y media, en 1853, ¿a qué viene echarle la culpa a Juan Nepomuceno Almonte, el hijo de Morelos, la desaparcición de los restos del cura de Carácuaro?

Dalevuelta no ofrece elementos para probar la culpabilidad del pobre Almonte, que de por sí tiene tantos problemas con la historia y con su propia personalidad, para que encima le echen la bronca de haber raptado los ilustres huesos  de su ilustre padre. Es posible conjeturar que los huesos, de por sí revueltos en 1823, habrían quedado a la vista (y a la mano) de cuanto visitante de la cripta pasara por allí y eso propiciara la complicación de cualquier revoltura de huesos que ya hubiera. Pero no es más que eso: una conjetura. El dato de esa visita de Agreda y Alamán a la cripta es, además, poco sólido: José María de Ágreda nació en 1838 y murió en 1916. Lucas Alamán, que además tenía muy pocas simpatías por Miguel Hidalgo, a quien conoció, nació en 1792 y falleció en 1853, Para que esa visita hubiera ocurrido, José María de Ágreda debió ser un muchachito de 15 años para acompañar a Alamán, el mismo año en que murió el autor de la Historia de Méjico, a la cripta del Altar de los Reyes.

 Así, el capítulo de esa segunda urna mandada a hacer por Alamán y alguien más es muy poco fiable. Pero Dalevuelta ya estaba encarrerado. Decide acudir a González Obregón y lo interroga. El diálogo es muy interesante y es el meollo de la invención del robo de los huesos de Morelos. Lo transcribo:

“…hubo un momento en que, desorientado, casi desesperado, le pregunté:

-¿El cráneo señalado como de Morelos no perteneció al héroe?

-No, me contestó categóricamente. No, volvió a repetir. Puedo asegurarlo, concluyó.

Mi desorientación fue entonces mayor.

-¿Cuándo desaparecieron entonces, los restos de este héroe máximo de la independencia?

Y la hipótesis del señor González Obregón surgió en seguida:

-Es posible [ojo, sólo “es posible”] que Almonte, durante sus épocas de poderío [hacia 1863, cuando forma parte de la Regencia que preparó la llegada a México de Maximiliano de Habsburgo y luego, en 1864, asume el cargo de Gran Chambelán de la corte de Maximiliano, es decir al menos una década después de la muerte de Alamán] haya bajado secretamente [o sea que realmente no lo sabemos ni lo sabía González Obregón] a la cripta y haya recogido los restos, haciéndolos desaparecer; enterrándolos en algún sitio cuyo secreto lo haya llevado hasta su tumba. [Evidentemente, las especulaciones sobre que los huesos ya no estaban en la época de Alamán ya se había ido al caño]

-Entonces yo llamé la atención del ilustre maestro González Obregón sobre el hecho de que también la urna de cristales [la que habrían sustituido Alamán y Ágreda]  no estaba ya en la Cripta cuando bajaron a ella Alemán [Alamán] y Andrade [¿Agreda? Hay varias erratas notorias en el librito]

-es posible, agregó mi entrevistado [otra vez, sólo posible] que hasta la urna –esa urna- se haya sacado entonces [este «entonces» se pierde en la noche de los tiempos].

-¿Cómo señalaron el cráneo que tiene como marca la “M” como perteneciente a Morelos?

-No, dijo, No; es necesario aclarar, agregó. Cuando [Ángel] Pola inició la cuestión [no aclara si Pola fue el de la idea de verificar el descuido en que estaba los restos o el asunto de los restos de Morelos] me invitó a bajar a la Cripta, todos tuvimos en nuestras manos los cráneos. Fuimos revisando uno por uno, y no pudimos determinar, ni remotamente, que el que tiene la “M” fuera el del señor Morelos [pero tampoco que no lo fuera]. Yo creo, agregó, que ese cráneo debe pertenecer o a Morelos [es decir, no hay nada seguro y a la mitad del camino, don Luis González Obregón ya había perdido parte del hilo. No nada más fueron los aceleres de Dalevuelta] o a Mina. Los restos de Morelos no estaban en la Cripta. [¿quiere decir que, a esas alturas, de Morelos sólo quedaba, en el mejor de los casos, un cráneo? tampoco se ofrecen datos en ese sentido, pero Dalevuelta los da por desaparecidos]

Después, como una reminiscencia, agregó: “Los cráneos por separado y los restos revueltos [y, nuevamente, Dalevuelta ignora esta idea de que los restos estaban revueltos], fueron retratados entonces por Felipe Torres.”

Dalevuelta busca corroborar su versión. Acude al periodista retirado Ángel Pola e interroga por carta a Aurelio J. Vanegas, compañeros de González Obregón en esa incursión a la cripta de 1893. Escribe que “… estos dos señores… están de acuerdo en que los huesos del gran Morelos no fueron identificados [lo cual no garantiza que no estuvieran allí]”. Don Ángel Pola me dijo: -Es cierto. El cráneo de Morelos no quedó identificado. ¡quién sabe en dónde estarán las cenizas de ese héroe inmortal! [ahí juntito nomás, don Ángel]

Dalevuelta recupera una nota escrita por Pola en El Universal de 1893 [que no es el periódico que conocemos hoy día] donde narra su descenso a la cripta y describe la colocación de los huesos que resulta relevante para el tema:

“…Rompí el silencio [Angel Pola] levantando la tapa de la urna. Inmediatamente, ansiosos,, clavamos la mirada en el fondo, y estuvimos contemplando seis cráneos encima de una confusión de huesos.”

Pola explica cómo fueron sacando, uno por uno los cráneos y midieron sus circunferencias. Del de Hidalgo, refirió que era “color oro viejo”, y tenía la letra “H”; el criterio para hablar del cráneo de Morelos es interesante y llama la atención que, una vez más, Dalevuelta no haya considerado las afirmaciones: él ya había comprado su propia conjetura y la había convertido en realidad:

“Después el [cráneo] que supimos que era el de Morelos, por estar en mejor estado…”  El juicio es muy atinado. Morelos no fue decapitado, ni se dejaron sus restos a la intemperie. Además, fue ejecutado cuatro años después que Hidalgo. Allende, Aldama y Jiménez. Es muy natural que ese cráneo, marcado con una “M” estuviera en mejores condiciones.

Dalevuelta, en 1925, escribe que fue a asomarse a la capilla de san José, donde estaban los restos de los insurgentes y dijo haber visto, solamente, “una urna de cristales donde sólo había cinco cráneos”. El dato llamativo es que, entre 1895 y 1925, después de la revoltura combinada con el lavado, los huesos fueron “reacomodados” una vez más [y esto es conjetura mía] en urnas diversas.

El librito de Dalevuelta, como puede verse, proporciona horas de sano esparcimiento a quien lo lea con cuidado. Reflejan una conversación que pareciera, a ratos, tocaba los linderos del surrealismo:

DALEVUELTA: ¿Cómo señalaron el cráneo que tiene como marca la «M» como perteneciente a Morelos?

LUIS GONZALEZ OBREGÓN: … Fuimos revisando uno por uno y no pudimos determinar ni remotamente que el que tiene la «M» fuera del del señor Morelos. Yo creo -agregó- que ese cráneo debe pertenecer o a Morelos [!!!!] o a Mina. Los restos de Morelos no estaban en la cripta. [o las erratas del librito son escalofriantes y el encargado de la edición estaba decididamente borracho, o a don Luis ya se le iba la onda de muy fea manera]

Tal vez, intuyendo, dentro de su euforia, que había algunos puntos flojos, Dalevuelta se agarró de los datos que le ofrecía don Ángel Pola: «me dijo, coincidiendo con las interesantes afirmaciones de González Obregón, que no se identificó el cráneo de la «M» como el del generalísimo José María Morelos» [Y yo me pregunto, ¿cómo pensaban hacerlo en ese lejano 1895?]    (Continuará…)

SHALALALALA

Nos pudo haber ido peor. Yo no entendía eso de que el «shalalalalala» forma parte de la música mexicana hasta que tomé uno de los dos discos que tengo de Aleks Syntek y me di cuenta de que la cosa pudo haber sido más radical.  En eso de los estribillos, el compañero Syntek tiene un amplio repertorio. ¿qué tal si en vez del Shalalalalá opta por el «bibubibubibumbobombom» (o algo así) de su pieza «De noche en la ciudad»? ¿o qué tal el «skibidayhey sikibidayhooo» (o algo así) de la segunda parte de esta misma canción?

El problema, se me hace no era la música. En descargo de Aleks Syntek creo que tiene dos canciones espléndidas («Sexo, Pudor y Lágrimas» y «Duele el Amor»). Me parece que, en especial, los reclamos multitudinarios van sobre la letra, primero, porque los de cierta edad (cincuentones, para ser exactos) ponen en duda que ESO lo haya escrito Jaime López; en segundo término, porque es absolutamente incomprensible: yo NO le entiendo a eso de que «el futuro es milenario». Me parece que también, puestos a darle vueltas al tema, podría ser centenario, o semanario. El tercer punto que mueve a risa es que, en esta comedia de absurdos, la lluvia (y no precisamente de agua) ha caído sobre el cuate que hizo la música, no sobre el culpable de la letra, que decidió quedarse en un rinconcito, con el hociquito perfectamente cerrado, esperando que pasara la tormenta. En esas estaba cuando Xavier Quirarte, del periódico Milenio, logró sacarlo a tirones de su madriguera, y la cosa salió peor. Lo bueno es que los cazadores de cabezas ya se habían saciado con Syntek, después de haberle propinado cientos de «puñaladas en el estómago», porque López salió con la humorada de que, como no les habían encargado «un himno», no entendía por qué tanto irigote. Pero cedámosle la palabra: «Yo he visto cuestionamientos más bien frívolos (?); si me van a atacar con eso no tengo ningún problema (??), porque realmente voy de lo superfluo a lo profundo (?????!!!), es parte de mi trabajo (¿¿ir de lo superfluo a lo profundo??), si me piden una canción por encargo no tengo ningún problema (ESO ya lo vimos)». Con esta pequeña muestra, me parece, queda claro quién tiene el problema semántico. 

 

17
Ago
10

¿Sabe usted qué cosa es «volar»? La historia de Jacobo Dalevuelta y el falso robo de los restos de José María Morelos

Volar”, en el lenguaje peculiar de los periodistas, es inventar, crear una historia que a veces toca los linderos de lo inverosímil; en otras, de tan bien hecha, resulta completamente verosímil.  Si la suerte acompaña al reportero volador (el que vuela, el que inventa historias), su “volada” pega, funciona, cunde, se reproduce hasta niveles insospechados.  

Hoy, cuando faltan 29 DÍAS para que estemos conmemorando el Bicentenario del inicio de la Independencia, y a la hora en que iniciaba el segundo recorrido en este año, de los restos de los próceres de la insurgencia (a los que me niego a llamar “restos patrios”) hallo en el periódico un dato encantador: a la hora de remover los restos en la Columna de la Independencia, se ha encontrado una tarjeta personal perteneciente a un reportero, a Fernando Ramírez de Aguilar, conocido por su nombre de guerra, “Jacobo Dalevuelta”.  Ahí está su impronta, para dar fe de una de las voladas más exitosas de los últimos cien años; tan exitosa que, desde su publicación en 1925, en el periódico El Universal (el mismo de este 2010), cada tanto los colegas se enteran de la versión y le vuelven a dar la primera plana.

Me refiero a la historia del robo de los huesos de Morelos,  que empezó a surgir en el papel impreso hace ya casi 85 años, en vísperas del traslado de los restos de los próceres insurgentes de la Catedral Metropolitana a la Columna de la Independencia. Pero para hablar  del asunto primero veamos qué es eso de andar volando:

“Volar” es cruzar esa franja que separa al buen periodismo de la literatura; rara vez los efectos son estrictamente noticiosos,  eso sí, son de un dramatismo muy llamador. Hay “voladas” memorables, como la de aquel reportero que llegó a su periódico con una espléndida crónica de la escenificación de la Batalla del 5 de Mayo allá en el Peñón… misma que se había suspendido. 

Los reporteros que vuelan han inventado asesinos de delincuentes y extraterrestres, y eso por hablar de los casos más llamativos. Cuando entre los del gremio leemos una nota muy desplegada, que a la hora de una revisión minuciosa, le faltan elementos que sustenten lo escrito, algunos dirán que se trata de “una nota muy volada”.  Cuando alguien empieza a dejar que le suba el nivel de invención en la sangre, algún colega le dirá: “¡¡estás volaaandooo!!”. Aún andan por allí algunos personajes que llevan volando una buena porción de años; el detalle es que sus creaciones aparecen en los periódicos, en los noticieros de radio o televisión; no son carne de novela. Lo suyo es la noticia que impacta, que emociona, que engancha al lector.

A veces, en el trabajo cotidiano hay algún indicio de nota, una semilla, un pequeño dato; a veces, con ese mero indicio, el reportero busca a alguna de sus fuentes para redondear el asunto, para que la invención tenga, al menos, cimientos interesantes que eviten el oso del desmentido. “A esto se le llama volar con instrumentos”, me dijo una vez, con un guiño,  un amigo muy querido, una tarde que estábamos construyendo la nota principal de una sección.

Toda esta explicación antropológico-gremial es necesaria para entender lo que pasó con las voladas de Jacobo Dalevuelta. A la hora de pensar en lo que ha sido este siglo, esta es una de las historias definitivamente divertidas que hay que rescatar.

DE CÓMO DALEVUELTA CONCLUYÓ QUE LOS RESTOS DE MORELOS HABÍAN SIDO ROBADOS

De un «posiblemente», de un «a lo mejor»; de un «es posible que…», se sigue, para decirlo en buena lógica, cualquier cosa. La historia de Dalevuelta y los restos de Morelos es un ejemplo cabal de ello.  De un «posiblemente», Alguna vez, platicando del tema con mi buen amigo Humberto Musacchio, él me decía con una especie de bondad, no exenta de ternura hacia esos reporteros de 1925, que a lo mejor no eran precisos como instrumentos de medición, pero que tenían una pasión por su oficio que hoy, muchas veces, se echa de menos: «piensa que esos reporteros no tenían más que papel y lápiz para trabajar». Entre eso, la sed de la notoriedad periodística inherente a todos los del gremio, el estilo periodístico de aquellos días, y el juicio apresurado, es que se fabricó esta sensacional volada sobre los restos de José María Morelos.

Respecto a lo que ocurrió con los despojos mortales del cura de Carácuaro hay dos momentos. El primero, el origen de la leyenda urbana según la cual, el hijo de Morelos, Juan Nepomuceno Almonte, que pareciera haber necesitado ayuda siquiátrica para resolver sus conflictos con la figura paterna, se habría llevado los restos de la cripta de la Catedral para hacer con ellos «algo» que a la fecha sigue siendo motivo de especulación: las hipótesis abundan. Desde aquella idea que tenía don Ernesto Lemoine acerca de los restos arrojados al mar, hasta las versiones mucho más sólidas acerca de cómo se revolvieron los restos de todos los insurgentes trasladados a catedral en 1823.

El segundo se refiere a estas curiosidades del gremio periodístico, donde “volar” puede convertirse en todo un arte. Y, aunque entre gitanos no nos leemos la buena ventura, lo cierto es que la hazaña de Dalevuelta merecería formar parte de una antología con las grandes puntadas del periodismo de este país.

DOS PALABRAS ACERCA DE JACOBO DALEVUELTA

Jacobo Dalevuelta (Oaxaca, Oax.,1887-Ciudad de México,1953) es un personaje interesantísimo. Sobre él,  el Diccionario de Seudónimos, Anagramas, Iniciales y otros Alias, de María del Carmen Ruiz Castañeda y Sergio Márquez Acevedo (UNAM, Instituto de Investigaciones Bibliográficas, 2000) dice que tenía por apodo “Machín”, porque fue el primer reportero que usó una máquina de escribir portátil (o sea, “Machín”, de “machine”). Otra versión indica que llegó de su natal Oaxaca ya con el apodo y que se refería a su manera de ser.

Hacia 1904, se sabe que escribía en una revista deportiva oaxaqueña, El Secre. En septiembre de 1907 ya trabajaba como mecanógrafo en El Imparcial de la ciudad de México. Durante la Revolución trabajó como corresponsal de varios diarios, entre ellos El Imparcial.

En 1919 comenzó a trabajar como reportero de El Universal (el mismo que hoy conocemos por ese nombre); en 1922 ya era jefe de redacción.  Además de reportear, escribía la crítica de libros. El diccionario Milenios de México de Humberto Musacchio afirma que, en El Universal, Jacobo Dalevuelta fue jefe de información.

Se interesaba por asuntos históricos y formó parte del comité organizador del Primer Congreso Nacional de Historia Patria (1933). Fue, varias veces, secretario del Sindicato Nacional de Redactores de la Prensa. Hay noticia de que también escribió en otros periódicos: El País, El Independiente, El Hogar, El Demócrata y El Universal Ilustrado.

Escribió varios libros. A continuación, algunos títulos: Oaxaca: de sus historias y sus leyendas (1922), Desde el tren amarillo (1924) La odisea de los restos de nuestros libertadores (1925 y sobre el cual volveré más adelante); El canto de la victoria: escena chinaca en 1867 (1927); Nicolás Romero, un año de su vida (1929), Estampas de México (1930), Vicente Guerrero, síntesis de su vida (1931). En coautoría con Manuel Becerra Acosta padre, compiló  las Visiones de la Guerra de Independencia (1929, reeditado en 1982 por el PRI).

Dice además el Diccionario de Seudónimos que el nombre “Jacobo Dalevuelta” es una traducción de otro seudónimo, usado por el escritor francés Anatole France (1844-1924): “Jacques Menetrier”, que también es personaje de algunas de las obras del propio France. Hurgando en el tema, el “Dalevuelta” (traducción poco exacta y que se refiere a “dar vueltas” como en un rosticero) del personaje de France, no acaba de convencer.

Me parece más verosímil que el seudónimo de Dalevuelta provenga de otra más de las costumbres del periodismo mexicano: cuando a algún medio “se le ha ido la nota”, es decir, se les ha escapado divulgar o publicar una información relevante porque el reportero estaba practicando el sutil arte de chiflar en la loma, el intenso deporte de papar moscas o de plano estaba tan agobiado en cubrir seis o siete fuentes al mismo tiempo (como parece que se empieza a estilar en algunos medios), de tal modo que, inevitablemente, alguna vez, otros medios ganan la nota.

Entonces, a modo de curita, para restañar el orgullo herido del medio en cuestión, para no fingir demencia y no dejar de publicar la información importante, alguien habrá en la redacción que diga: “dénle la vuelta a la nota (algo así como cambiarle el look, reescribirla, modificarla en lo superficial) y métanla (a la edición o programa del día siguiente)”. Eso es “darle la vuelta a una nota” y creo que el nombre ficticio del reportero Ramírez de Aguilar  tiene mucho más que ver con este otro rasgo del folclor periodístico mexicano.  (Continuará….)




En todo el Reino

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