En verdad que éramos buenos para eso. Éramos buenísimos para embalsamar cadáveres y conservarlos casi en el mismo estado en el que nuestro pariente, amigo o cliente estaba antes de irse al mundo de los muertos. Uno más de los múltiples recursos que, a lo largo de los siglos, los hombres han inventado para timar a la muerte, o al menos, para hacer el intento. Si lo que nos horroriza de la muerte, además del ya-no-ser, del ya-no-estar, es el deterioro que nuestra pobre carne, tan terrenal, experimenta, también hemos intentado exorcizar dicho espanto jugando a los zombies, poniéndolos a luchar contra Abraham Lincoln, imaginando que Jane Austen pudo haber escrito una novela decimonónica con ellos, convirtiéndolos en estrellas de serie de televisión. La verdad es que nuestras diversiones posmodernas no son sino máscaras de carnaval oscuro, con las que intentamos olvidar por un rato la vieja máxima medieval, colocada junto a los esqueletos burlones de las danzas macabras europeas: más tarde o más temprano, todos seremos polvo, y uno que otro será víctima del INAH o de instancias similares para evitar que lleguen a su destino natural, por aquello de que la carencia de nuestras reliquias laicas también nos da un poco de miedo al vacío y a la falta de referencias patrias. Pero en el siglo XIX, le peleábamos a la muerte el espacio por medio de nuestras habilidades técnicas para que no se notara que nos había ganado: éramos los mexicanos excelentes embalsamadores, capaces de lograr que nuestro cadáver querido no comenzara a parecer tal, y, en cambio, pudiéramos hacernos la ilusión de que el pariente o amigo no estaba sino echándose una siestecita de larga duración. Desde luego, sobrevivía a las tropelías de la muerte aquel que tenía dinero para pagar el servicio… y al que le conseguían un buen embalsamador. Las turbulencias de la vida nacional en el siglo XIX también nos dejaron unas cuantas historias interesantes en la materia. Quizá algunos de los cadáveres embalsamados más famosos de nuestro pasado son los tres caballeros que murieron fusilados en el Cerro de las Campanas el 19 de junio de 1867: el archiduque Fernando Max, el general Tomás Mejía y el general Miguel Miramón. Sus historias post-mortem son un digno cierre a la complicada historia del segundo imperio mexicano, y lo cierto es que algunas son en verdad enredadísimas, gracias a las humanas pasiones y a los rencores añejos, tan propios de la condición humana. La más light de esas tres historias es la del general Miguel Miramón. Gente decente, niño héroe que vivió para contarlo, pretendiente tenaz y marido amoroso aunque un tanto mujeriego, quizá es el que peor la lleva en la debacle imperial. Expresidente de la República, le daba a Maximiliano un cierto recelo, no se le fueran a ocurrir cosas raras como, por ejemplo, querer disputar el poder de nueva cuenta. Por eso lo mandaron en misión extravagante a Europa, y cuando regresó a poner su espada al servicio del Kaiser Max, la verdad es que ya no había mucho que poner a salvo. Pero Miramón era un tipo con un sólido sentido del honor, y se quedó al lado del emperador, que a ratos se paseaba por las trincheras queretanas, en busca de un empujoncito de plomo que lo ayudara a salir de broncas y responsabilidades. A la hora del fusilamiento, y entre los llantos y quejas de la gran Concha Lombardo, esposa del general Miramón, al Joven Macabeo -su sobrenombre de los tiempos de la Guerra de Reforma- le cupo en suerte conseguir que un tipo competente lo embalsamara. No tenemos una foto del cadáver embalsamado de Miguel Miramón -que no sería extraño que un día diésemos con una- pero sí tenemos los testimonios de que fue un excelente trabajo. Doña Concha cargó con su familia y con el cadáver embalsamado de su esposo, le dio sepultura en el patio pequeño del muy popis Panteón de San Fernando, le dijo un par de cosas muy desagradables a los militares conservadores que aún quedaban y se fue con sus peques al destierro. Se tardó una década en regresar, por ahí de 1877, solamente para hacer uno de los berrinches más grandes que ha documentado la historia nacional, al enterarse de que el gran enemigo de su Miguel, don Benito Juárez, dormía el sueño de los justos en un nicho a unos pocos metros de la tumba del general conservador. La bronca que armó Concha en las oficinas del panteón fue, por lo que se sabe, de antología; seguramente los gritos se escuchaban hasta San Hipólito. No hubo poder humano que la disuadiera de sacar de San Fernando a su marido, al que, por otro lado, tenía mucho que no le preocupaba quién era su vecino de tumba. Con la enorme pataleta atravesada, Concha decidió llevarse a su marido a la catedral de Puebla, donde continúa. Lo que se cuenta del momento en que sacaron al general de su pequeño y sobrio mausoleo, es que «parecía dormido»… hasta que se le cayó un pie. Sin preocuparse mucho por el detalle -total, habían transcurrido diez años-, Concha agarró camino para Puebla con familia y cadáver exhumado, y una vez cumplida su tarea, se volvió a ir del país. Hay que decir que la viudez le generó a la pobre Concha algunos problemas operativos. Además de moverse para todas partes con sus niños, recién muerto el general, tenía la costumbre de andar acarreando un frasco… con el corazón del general, y solo dejó tan curioso hábito el día en que su confesor se puso severo y la obligó a desprenderse de él. Si la persona que embalsamó a Miguel Miramón era tan buena como la que hizo el mismo trabajo en el cadáver de Tomás Mejía, seguramente el general sí tenía aspecto de estar echándose un coyotito, porque de Tomás Mejía, sus contemporáneos nos dejaron una imagen alucinante: Sí, es el general Mejía… muerto, embalsamado y sentado en algo que puede ser la sala de su modesta casa de la colonia Guerrero, con unas veladoras a sus pies. A él sí hubo oportunidad de retratarlo porque Tomás Mejía dejó a su familia en la miseria más completa, y su viuda, de la que nada más sabemos que era muy joven y que tenía un bebé de pocos meses en junio de 1867, no tenía dinero para pagar la sepultura del general. Un chisme histórico asegura que Benito Juárez, enterado de la miseria de la viuda -de la que ni siquiera conocemos el nombre- promovió una colecta para reunir lo necesario para costear una tumba en San Fernando. Si esto es cierto, la sepultura se concretó y allí está todavía Tomás Mejía, que, en vida, tenía este aspecto: Al que no le fue nada bien con su embalsamamiento fue al pobre de Maximiliano. En un caso de chambonería escandalosa, el gobierno mexicano le encargó el trabajito a dos médicos que respondían por Ignacio Rivadeneyra y Vicente Licea, respecto del cual se dijeron en su momentos cosas de lo más horrorosas, puesto que Rivadeneyra no sabía gran cosa acerca de conservar muertos -Ratz dice que el señor era como ginecólogo de la época-, Licea tomó las riendas del asunto.
Mientras que, por un lado, el legajo de documentos acerca del embalsamamiento de Max asegura que Licea hizo su chamba como se debía, entorpecida por una multitud de curiosos que se metieron a presenciar lo que no les tocaba, birlándole al médico algunas pertenencias del archiduque y hasta parte de su instrumental de trabajo, los testimonios de personas como la indignada Concha, aseguran que Licea se puso a vender fragmentos de la barba del emperador de una manera totalmente desvergonzada. Licea dejó un informe, según el cual, el médico de Maximiliano el dr. Samuel Basch, habría estado presente en el proceso y que, incluso, le proporcionó a Licea algunos de los materiales propios del embalsamamiento de cadáveres. incluso, refiere Licea, Basch le proporcionó un excelente «aceite egipcio» con el cual barnizó tres veces el cuerpo. Si le hacemos caso al dicho del sujeto, no habría razones para que el gobierno mexicano se viese obligado a rehacer el embalsamamiento del desafortunado archiduque.
Es más; en sus escritos, Licea chilla y chilla de que, en el borlote -que erróneamente permitió- armado en torno al cuerpo del emperador, y donde se metió hasta la galopina de la cocina «para ver» (como corresponde a nuestras mexicanísimas costumbres), le robaron parte de su instrumental de trabajo, sin que, después, hallara a quién reclamarle que se los devolvieran o se los repusieran. En este punto, me imagino a Sebastián Lerdo, ministro de Relaciones Exteriores y responsable de todo lo referente al real cadáver, llorando de risa al leer los chantajes sentimentales del médico incompetente, al que, por otro lado, algo le hallaron, porque a Licea lo metieron al bote un ratito por andar comerciando con reliquias austriacas.
Licea reporta que al cadáver de Max, lo colocaron en un «baño compuesto de reactivos» y le aplicaron una mezcla de bicloruro de mercurio con agua, combinación útil para «absorber las humedades». Licea dice que los ojos se reemplazaron por unas piezas «de esmalte de gota» que traía en su caja de instrumentos, aunque la tradición dice que echó mano de una imagen de Santa Úrsula para dotar de ojos -negros- a los despojos de Max. Después de todo esto, y de colgar el cuerpo para que se secara, Licea explica que procedió a vendar el cadáver en su totalidad: extremidades, dedos, cuello y todo el tronco. Después de las vendas, aplicó una capa de una sustancia llamada dextrina, que se usa como pegamento soluble en agua, como espesante o aglutinante. Licea repitió el procedimiento dos veces más, de modo que el cadáver de Max quedó bien cubierto de vendas y selladito. La tercera y última capa, anota Licea, se fijó con suturas. A ese momento, en los 8 días que duró el embalsamamiento de Maximiliano, corresponde el dibujo que hizo el fotógrafo Francois Aubert, al que le permitieron presenciar el fusilamiento, pero no fotografiarlo. A cambio nos dejó algunos dibujos, uno de ellos el del cuerpo de Max, con el aspecto de momia egipcia, porque ÉSE era el método que más o menos sabía desarrollar el pillo de Licea, porque era lo que había estudiado.
Licea tuvo que escribir largos informes debido a sus pillerías y a sus descuidos. En esos ocho días que embalsamó a Max, parece que se asomó al lugar todo Querétaro, de modo tal que, pasada una semana, los únicos que no habían ido a ver el espectáculo, eran Miramón y Mejía. En una de esas visitas, un joven diplomático austriaco, Ernst Schmit Von Tavera, que iba a darle una vuelta a su archiduque, casi se infarta al llegar y ver a Max colgando de una cuerda. Licea explicó en ese momento -y luego lo puso por escrito, que nada raro había en eso de andar colgando a «la momia», porque lo mismito habían hecho a la hora de embalsamar a Luis XVIII de Francia.
En el viaje a la ciudad de México, a «la momia» le fue de la patada. Un testimonio afirma que, efectivamente, cerca de Arrollozarco (sic), al cruzar un arroyo, el carro se volcó, «con las reliquias del señor archiduque», que en buen español quiere decir que el cadáver momificado fue a dar al agua. La experiencia se repitió, según esto, en las cercanías de una Hacienda de los Ahuehuetes. Tan descuidados fueron con el traslado del real fiambre que, siendo junio época de lluvias, «la momia se mojó» -aquí vuelvo a imaginarme a Sebastián Lerdo, ya revolcándose de la risa- . La mezcla de barniz egipcio -haya sido lo que haya sido-, las vendas y la dextrina, deben haber hecho un mazacote espeluznante sobre el cuerpo del pobre Max. Lo que sigue es ya delirante. Cito el informe de Licea: «la acción del agua que penetró permaneció en contacto con el cadáver, lo maceró y produjo en las partes que estuvieron en contacto con el agua la degeneración grasosa llamada adiposiva». En suma, la reacción química estaba generando grasas que, naturalmente, son mucho más deteriorables que los arreglos estilo egipcio del doctor Licea. Otro poco y el pobre Max empezaba a echar espuma.
El caso es que, llegado a la capital, fue evidente que el embalsamamiento de Querétaro ya estaba para llorar. Hubo que hacerlo de nuevo. Después de un rato de labor, Max quedó más o menos presentable, el pobre:
No contento con todo el relajo en el que estaba metido, Licea tuvo el poquísimo tino y la poquísima progenitora de proponerle una venta al almirante Tegethoff, que al mando de la fragata Novara, había llegado a México para llevarse los reales despojos. Licea quería venderle al austriaco, háganme favor, «los efectos personales» del desdichado Max, en la bonita suma de 15 mil pesos. Tegethoff, por toda respuesta, lo denunció ante el gobierno de Juárez. Inmediatamente, la autoridad se apersonó donde Licea, le requisó las pertenencias del archiduque y sin más preámbulos las entregaron al almirante austriaco. A Licea le abrieron proceso y lo guardaron un rato, y a Max o lo que de él quedaba, se lo llevaron a la cripta de los Chapuchinos en Viena, al pobre. Por esos siete meses, entre el fusilamiento y la llegada del cuerpo a Austria, ya era suficiente como para que Max hubiera purgado todas sus tropelías. A otros les fue mucho mejor, como a Francisco Zarco, pero de eso les escribo al rato.
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