Joaquín Casasús escribió en Washington la crónica de la muerte de don Nacho en 1906. La dirigía a Micrós (Ángel de Campo), también antiguo alumno de su suegro. El abogado devenido en embajador estaba atacado de la misma nostalgia del hogar que Altamirano había sentido en París. Mucho le había consolado, en su misión diplomática en Estados Unidos, que un buen amigo (Micrós) se asomara a la casa de la calle de los Héroes para ver cómo andaban las cosas, y reportar que la amada biblioteca se mantenía a la espera del día en que su propietario volviera a acariciarla. Curioso que Casasús se refiera su casa como ubicada «en la calle de Humboldt», aunque la duda se disipa si recordamos que la calle de Héroes, en aquellos años en que no había este cruce monstruoso de avenidas en Hidalgo y Paseo de la Reforma, se abrió en continuación a la línea trazada por la calle de Humboldt, que aún existe, azarosa y discretamente, a grado tal que sorprende saber que la vieja y coqueta casa del Club Primera Plana dice estar en Humboldt. Héroes sería, de hacerle caso a algunos planes -y planos- que aún se conservan, la calle que llevaría al Panteón Nacional, historia de huesos ilustres, que finalmente nunca se construyó.
En ese proyecto de remodelación urbana es que había nacido el hogar de los Casasús. Los recuerdos compartidos con el amigo de muchos años lo motivó a recordar, y a rescatar la memoria de los últimos días del coronel Altamirano. Comenzó por decir que, a su llegada a Europa, advirtió de la gravedad en que se encontraba don Nacho. Además, a la distancia, aseguró que Altamirano jamás se percató de que lo estaba matando la tuberculosis. Es más: papá Nacho se ufanaba de tener buenos y sanos pulmones porque, de chico, en su pueblo, los había fortalecido masticando trozos de ocote. Y, sin embargo, para los días en que se hallaban en San Remo, a ninguno de la familia le cabía duda de que la tuberculosis era el mal bicho que. lentamente, les arrancaba a su querido Papá Nacho.
La Villa Garbarino tuvo la virtud de reanimar a don Nacho: le encantaban los jardines, el sol del cual podía disfrutar en la terraza. Las semanas previas a la mudanza de alojamiento, hasta él mismo ya se había hecho a la idea de que moriría muy pronto. La belleza de la villa le reanimó. Incluso, se puso a hacer planes: estaba seguro de que viviría para ver la primavera, y aventó al cesto de la basura algunos proyectos de viajes por Europa, que la familia había fraguado, con la esperanza de verlo alegrarse al pisar algunos de los sitios emblemáticos de la cultura clásica, que tanto amaba. Ya no quería ir a Grecia, ya no se le antojaba visitar Roma, dejó de importarle conocer Alejandría. Quería, sin más, regresar a casa, a México. Y volvería, volvería, pero no en vida.
Cuenta Casasús que, si bien no era muy grande, la casa era muy cómoda, con balcones que miraban al mar, y desde ellos, en esos días, podía verse, a lo lejos, la isla de Córcega. En el jardín había naranjos, camelias y enredaderas. Emocionados por la alegría de don Nacho, la familia entera se puso a hacer planes: en abril, no bien hiciese el mejor tiempo para viajar, se irían en vapor, desde Génova a Nueva York. De ahí, otro barquito los trasladaría a Veracruz, del puerto se irían por ferrocarril a la ciudad de México, y en coche, corriendo a casa, seguros de que, una vez en el hogar, la vida del abuelo se prolongaría.
Y, sin embargo, la familia, en el fondo, se tragaba la desesperanza, el dolor de ver su querido enfermo todavía débil. El mismo Altamirano tenía tan claro el final de sus días, que desarrolló un ritual que enternecía a sus parientes, pero también les lastimaba el alma: todas las mañanas, al despertar, Héctor, el mayorcito de los hijos de los Casasús, entraba al cuarto de su abuelo, a saludarlo y, como se estilaba en ese entonces, a besarle la mano. Entonces, Altamirano tomaba la cabeza del niño entre sus manos, y le acercaba el rostro. Se entablaba cada mañana el mismo díálogo, originado en una obsesión: «el maestro no quería ser olvidado». Habla Casasús:
-«¿Tú sabes quién soy yo?
-Sí, papá Nachito -contestaba Héctor
-¿Y te has de acordar de mi?
-Sí -respondía
-Y, ¿Cuando seas hombre, tendrás presente mi fisonomía?
-Sí -volvía a contestar una vez más.
Y aquel diálogo se repetía siempre el mismo, todos los días; porque si él podía conformarse con el olvido de algunos, con la ingratitud de muchos, con las veleidades de sus amigos y aun con los desdenes de su patria, quería que, cuando menos, mis hijos conservaran un culto a su memoria y lo amaran y lo veneraran siempre como el patriarca de la familia, como el que diera el pan a su madre, la instrucción a su padre, y el amor, la dicha y la felicidad a todos».
Hasta aquí Joaquín Casasús. Todas las mañanas, también, llegaba de visita el doctor Vio Bonatto, que atendía a don Nacho desde los días parisinos. Lo auscultaba, le aplicaba una inyección que no nos cuenta Casasús qué era, le administraba calmantes para paliar los ataques de tos que le impedían dormir -a mí se me ocurre que seguramente, entre esos medicamentos, habría algo así como perlas de éter, populares en el siglo XIX para broncas de tos, tuberculosa o no- y luego se ponía a contarle historias heroicas a don Nacho; historias de las luchas italianas contra el papa y contra los austriacos; Altamirano debe haberse emocionado muchos con aquellas narraciones que tanto se parecían a las que él había vivido en México.
Fue Bonatto quien le presentó a la familia a un colega suyo, el doctor Maragliano, para que diese una segunda opinión. El resultado fue deprimente: el médico no sólo confirmó el diagnóstico de tuberculosis agravada por los otros males de don Nacho. Afirmó, con una seguridad que resulta escalofriante de leer, que Altamirano moriría en febrero. La familia, que deseaba con todas sus fuerzas que el médico italiano se equivocara.
Así transcurrió el fin de año, y supongo que una parte de enero. Casasús cuenta que se enfrascó en preparar un libro y una conferencia que debía pronunciar en Lyon. Marchó a hacer su encargo, y cuando volvió, se dio cuenta de que no había mejoría alguna; en efecto, Ignacio Manuel Altamirano se moría, poco a poco.
Una mañana, posiblemente a fines de enero, cuenta Joaquín Casasús, el día amaneció bueno y soleado. Don Nacho quiso sentarse en la terraza, y la familia tomó la idea como una buena señal: a lo mejor el abuelo se sentía mejor; tal vez tendría mejor destino; tal vez sí lograrían llevarlo a México con vida.
Pero no fue así. Una vez acomodado en la terraza, hizo que su yerno se sentara junto a él, y procedió, sin prisas a dictarle su testamento, para consternación de Casasús. Pero bien decía el antiguo discípulo: como don Nacho siempre había vivido pobre, no había fortunas de legar ni pleitos familiares que dirimir por adelantado. Tampoco tenía deudas. Lo más importante de aquel documento eran las diposiciones de Altamirano sobre el destino final de su cuerpo. Así, le dictó a Casasús:
«No quiero que me dejen en tierra extranjera; y como el medio más seguro para volver a la patria es la cremación de mi cadáver, después de que yo muera imponga usted su voluntad y mi deseo, y lleve a la patria mis cenizas».
No era extraña la precisión de la indicación de don Nacho. En aquellos tiempos era una absoluta extravagancia, teñida de herejía, que a alguien se le ocurriera incinerar sus restos. Peculiares como eran los mexicanos del siglo XIX, estaban muy acostumbrados a la idea de embalsamar cristianos al punto de la perfecta conservación, pero eso de incinerar cadáveres…. como se verá, la decisión de don Nacho, que católico al modo de su época, digamos que no era, armó cuatro o cinco mitotes domésticos cuando en México se supo del tema, pues algunas versiones indican que el cadáver de Altamirano fue el primero en ser cremado en el mundillo decimonónico mexicano.
Después de aquella mañana, ni don Nacho ni su yerno volvieron a hablar de la muerte. Casasús opinaba que, liberado de sus inquietudes y dejando en él la responsabilidad de actuar como cabeza de familia, el escritor pareció descansar de sus inquietudes y temores. Pero, sabedores de que el final se aproximaba, la casa estaba silenciosa; prohibieron a los niños jugar y reír para no perturbar al abuelo en sus últimos días.
Una mañana de febrero, llegaron dos visitantes: un par de mexicanos, médico uno de ellos, que acudían a interesarse por la salud de don Nacho. Esperanzados, rogaron al galeno examinara al abuelo enfermo. En amable conversación transcurrió el examen, y al terminar, el doctor habló con la familia. Con alguna extrañeza les dijo que no escuchaba nada en los pulmones de Altamirano que indicara tuberculosis. Detectaba, en cambio, que el mal se hallaba en los bronquios. Tal vez era posible que el abuelo no padeciera la terrible enfermedad. Aconsejó que marcharan a Génova, a unas pocas horas en tren, con una muestra de la saliva de don Nacho. Allí, en el Instituto Bacteriológico, podrían confirmar su apreciación: el bacilo de Koch no era lo que mataba al antiguo coronel.
Toda la familia se esperanzó: a lo mejor sí era bronquitis; a lo mejor, con un poco de ayuda, Papá Nacho se repondría y regresaría a México a jugar con sus nietos en el jardín soñado en la calle de los Héroes.
Con presteza, Joaquín, Catalina y el pequeño Héctor, se aprestaron a emprender el viaje. En su cotidiana visita, el doctor Bonatto fue puesto al corriente de la opinión del médico mexicano. Su respuesta, que aquí cito del texto de Casasús, es una deliciosa muestra de cómo procedían los médicos antiguos, bien entrenados en el sentido originario de la semiótica: «Los médicos viejos -me dijo- hemos diagnosticado siempre, sin temor de errar, la tuberculosis, tomando el pulso a nuestros enfermos. Jamás tuvimos necesidad, para el diagnóstico, de que Koch nos hubiera revelado la existencia del microbio que destruye el organismo humano». Todo un caballero, el doctor desechó la posibilidad de sostener una junta con su colega mexicano, y animó a los Casasús a marchar a Génova para convencerse: No había necesidad de discutir con el paisano del enfermo, dijo, «de cuya ciencia y experiencia no quería dudar».
Salieron para Génova el lunes 13 de febrero. Llegados a la ciudad, y entregadas las muestras, en la mañana del día 14 tendrían en sus manos los resultados. Pero Joaquín y Catalina perdieron la noción del tiempo porque el pequeño Héctor se enfermó aquella noche. Entretenidos en atender al pequeño, no se enteraron de lo que ocurría en San Remo: No bien se marcharon, la respiración de don Nacho se debilitó. Aurelio telegrafió a Génova: «Nacho, en agonía. Vénganse. Aurelio». El deterioro fue rapidísimo, y, sabedor de que se trataba del fin, llamó a su lado a Aurelio y lo tomó de las manos. La cercanía de la muerte asustó al guerrerense que había peleado decenas de batallas sin pestañear. Sabía que se estaba muriendo. Con la voz ahogada le dijo a Aurelio «¡qué feo es esto!»
Quizá no haya mejores palabras para describir a la muerte. Quizá no haya expresión tan clara para explicar la certeza del fin, salida de la boca de alguien que ama la vida. Apenas don Nacho pronunció esas últimas palabras, murió. Aurelio volvió a telegrafiar: «Nacho ha muerto. Aurelio». Los enredos y los azares hicieron que Catalina leyese primero este último telegrama, y rompió en llanto. Solo entonces Casasús halló el otro mensaje. Se apresuraron a volver a San Remo, ese día 14, al mediodía.
En la villa Garbarino, Casasús se dispuso a cumplir la voluntad de su suegro. Pasó por el trámite necesario para sacar las cenizas de Italia, llevarlas a Francia y de allí a América. Para su buena suerte, en San Remo sí había horno crematorio, establecido por una asociación de librepensadores que deseaban dar destino similar a sus restos. Así, completó los trámites para incinerar a Altamirano.
Era 15 de febrero -escribe Casasús que era Miércoles de Ceniza- cuando sacaron el cuerpo de la villa. En la entrada, se encontraron a una comisión de estos librepensadores, quienes, enterados de la muerte de un antiguo liberal (masón, por cierto), patriota y hombre de letras, deseaban homenajearlo, y acompañar el cuerpo al crematorio. Es cierto que también lo hacían por respaldar el procedimiento. Según Casasús, alegaron que Altamirano, con su última voluntad, iba a «dar un ejemplo a esta ciudad, digno de ser imitado y es muy justo que tomemos participación en esta que juzgamos importantísima ceremonia».
Joaquín Casasús recordaría que, horas más tarde, cuando regresó al crematorio, con una urna de madera de olivo, forrada de seda blanca por Catalina, alcanzó a ver en el horno, que abrieron ante sus ojos, «una forma blanca, como el mármol, que iba deshaciéndose a medida que salía». Las cenizas hicieron el periplo que la familia entera había soñado para regresar a casa: San Remo-París-Nueva York-Veracruz-México. Al principio, se resguardaron en la tumba de un viejo conocido de don Nacho: don José María Iglesias. Después, reposaron durante años en una capilla que Catalina mandó hacer para su padre, en el Panteón Francés de la Piedad.
Allí se quedaron hasta que, en 1934, en el centenario del natalicio de don Nacho, las trasladaron a la Rotonda de los Hombres Ilustres, después de grandes homenajes en la Cámara de Diputados. Allá le llevo flores en Día de Muertos, y algunos otros días al año. También saludo a su busto de bronce cada vez que voy al viejo edificio de la Secretaría de Educación Pública. Ahora que veo tantos desfiguros públicos e impunes en la vida política e intelectual del país, me doy cuenta de que creo en muchas de las cosas en las que creía don Nacho: coherencia y honestidad, para empezar. Si él viviera, no me cabe duda que haría enormes corajes de ver tantas trapacerías como se cometen a diario.
Pero en fin, que, a su muerte, proliferaron los homenajes en París y luego en México. En uno de ellos, su amado discípulo, Justo Sierra, lo invocó: «Gracias, maestro. No nos has abandonado, no nos abandonarás». Su linaje intelectual llegó hasta nuestros días. Alumnos suyos, que no de aula, pero sí de tertulia, debate y redacción de periódicos, fueron Justo Sierra, el fundador de nuestra Universidad Nacional, y Luis González Obregón, cronista y custodio de nuestro Archivo General. En sus manos se quedó el original de la espléndida novela que es «El Zarco», que, finalmente, se publicó 13 años después de aquel 13 de febrero de San Remo.
En la vejez de don Luis, un muchachito de ojos azules le ayudaba a ir y venir de la tertulia en librerías, y le leía en voz alta, cuando se quedó ciego. Ese chamaco creció en el mundo del periodismo. Se llamó Fernando Benítez, y además de ser uno de los grandes artífices y promotores del periodismo cultural mexicano del siglo XX, dio clases, por años, en la carrera de Periodismo y/o Comunicación de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Allí nos dio clase a muchos que ahora andamos en esto del periodismo. Era barquísimo con la escala de calificaciones, pero nos contaba decenas de historias deliciosas de este que Gabriel García Márquez ha llamado «el mejor oficio del mundo».
Como ya apunté, hubo en México quien se sacara feamente de onda al enterarse de que don Nacho había decidido ser cremado. Para variar, mi querido Guillermo Prieto entre ellos. Para una velada de homenaje, en junio de ese mismo 1893, don Guillermo preparó un extenso poema para el amigo muerto. Pero el asunto de la incineración, con todo y los argumentos de modernidad, higiene y libre pensamiento que se quisieran no le bastaban al anciano Romancero, de manera que deslizó unos cuantos versos al respecto:
…En el cadáver, la vida
de nosotros se transmite,
parece que oye, que admite
nuestra querella sentida.
Es la forma aunque dormida,
son sus ojos, son sus manos…
mas la ciencia en sus arcanos
quiere que todo sucumba
haciendo un fraude a la tumba
y una burla a los gusanos…
Lo dicho: don Guillermo era fantástico. Vaya puntada. Don Nacho debe haberse carcajeado, a dondequiera que haya ido.
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