Posts Tagged ‘homenaje a los restos de los caudillos de la independencia

12
Oct
12

Nuevo capítulo: los «huesos patrios» en tiempos de la transparencia.

Una historia bicentenaria más, que todavía no se acaba.

Dicen que la cabra siempre tira al monte. Y las obsesiones son las obsesiones, y las historias largas se van desarrollando en capítulos que, en tiempos de la llevada y traída transparencia, resultan más o menos sonados. La historia de los restos de los caudillos y personajes relevantes del movimiento independentista mexicano tiene un nuevo episodio. lo que demuestra que, al menos por un rato más, los mitotes bicentenarios seguirán dando de qué hablar, y los respetables despojos que ya fueron y vinieron a la Columna de la Independencia, es la hora, oh, hermanos, que no pueden descansar en paz.

Si Miguel Hidalgo, Ignacio Allende y José María Morelos hubieran sabido que sus huesos iban a ser materia de tan sistemática pachanga, a lo mejor disponen la desaparición de todo rastro de su paso por la tierra. El fervor por las reliquias laicas, dos años después de terminado el fandango bicentenario, sigue siendo motivo de pleito y jaloneo. Y esta vez el numerito corre a cargo del Instituto Federal de Acceso a la Información (IFAI), que ha decidido acogotar al Instituto Nacional de Antropología e Historia, y dispone que la entidad responsable de la salvaguarda de nuestro patrimonio histórico está obligada a proporcionar a un particular solicitante  «los estudios de antropología física y osteología» practicados a los ilustres huesos en 2010, cuando el (des)coordinador de las conmemoraciones tuvo la puntada de sacar los restos de la Columna -y en el pecado llevó la penitencia- para someterlos a estudios antropológico-forenses y, de paso, administrarles una mano de gato que, por lo que cuentan, ya les hacía bastante falta, como si, llegado el momento, y si acaso sonara la trompeta del Juicio Final, el Padre de la Patria y sus cuates de aventura tuvieran la necesidad de presentarse con los nobles esqueletos remineralizados y reforzados, a fin de hacer mejor impresión a los ojos del Creador.

Cuando los restos de los insurgentes volvieron a su cripta en la columna en julio de 2011, después de haber pasado un año fuera del nido de piedra donde los pusieron en 1925, todo parecía asunto de paciencia y buena fe. Seguramente, pensaron los inocentes, el INAH  meterá tercera en sus quehaceres, y con la misma velocidad que el respetable público ve en un capítulo cualquiera de CSI o mejor aún, de la popular «Bones», en dos patadas quedarían listos los estudios, mediciones y reconstrucciones históricas que hubiesen menester.

Pero no fue así.  Con 2010 se acabó la temporada de spa que se le administraron a los «huesos patrios» -escalofriante expresión ésta, inventada en los años 20 del siglo pasado por la audacia e inventiva de un habitual de este blog, el reportero Jacobo Dalevuelta- y, lejos de enterarnos de las desdichas y aventuras que los restos habían experimentado en vida, hubimos de conformarnos con verlos en una espantosa capilla fúnebre encajada en Palacio Nacional, con  recargados tintes decimonónicos y música de fondo -loqueras del (des)coordinador, ya saben- , con la vaga promesa de que «pronto» los investigadores del INAH, guiados por la sapiencia histórica del INEHRM, podrían decirnos vida y milagros de los despojos de los héroes de la patria. Vamos, si en su momento hasta el difunto Alonso Lujambio, con el optimismo que tiene aquel al que no le han contado todas las cosas truculentas del regalito que le han dado, asumió que el rescate y restauración de los ilustres huesos sería motivo de interés multitudinario para todo mexicano que se precie de ser un poquitín patriota.

Antes de lo que se dice se-levanta-en-el-mástil-mi-bandera, ya estaban refunfuñando, en las páginas del periódico Reforma, algunos de los responsables del estudio antropológico-forense, a cargo del INAH, para decir que los #FuertesIndicios (término de moda por razones que ya resulta ocioso comentar) históricos que permitían decir que este cráneo pálido es el del padre de la Patria y no el de color oro viejo con una «M» en la frente, no eran, hasta eso, tan fuertes como en su momento el INEHRM presumió.  Hubo quien asegurara que la tropa de investigadores del INAH había hecho la mayor parte del trabajo. Pero la sangre no llegó al río, y los compañeros del INAH continuaron desarrollando sus tareas,  lejos de los alborotos públicos que perturbaron la versión edulcorada de lo que fueron nuestros centenarios.

No obstante, insisto, la pasión por las reliquias laicas no se desvaneció. Haya sido un reportero, o un curioso simplemente, el caso es que apareció uno de esos productos prototípicos de la transición democrática: una solicitud de información que requería del INAH pelos y señales del proceso de análisis de los aún ilustres, pero a estas alturas ya medio hastiados restos humanos. Aseguro que no fui yo, pero ganas no me faltaron. Y si no lo hice fue porque, recurriendo a las técnicas del oficio periodístico, hice algunas preguntas en las usuales «fuentes bien informadas», amigos enterados de los procedimientos de trabajo del INAH. Fue así como me enteré de que los investigadores del área de antropología del mencionado instituto, habían registrado todo el análisis de los huesos ilustres como su proyecto de investigación, y que, los protocolos del INAH conceden hasta dos años para llevar a cabo el proyecto en cuestión y ofrecer los resultados del trabajo. Así de sencillo. Nada de oscuras conspiraciones para ocultarnos el pasado contenido en una «revoltura de huesos» -como escribieron nuestros tatarabuelos- ni silencios ocasionados por el hecho inconfesable de que los restos mentados no eran de quienes llevábamos 187 años pensando que eran.

Es uno de esos casos en los que la respuesta más sencilla es la correcta. Una vez iluminada por mi fuente bien informada, decidí que, algún día, más tarde o más temprano, los investigadores terminarían su trabajo, que se traduciría en una interesante publicación del INAH, y que bien valía la pena ser educado, paciente y esperar. En frecuentes conversaciones en Twitter, cada vez que se tocó el tema, esa fue mi posición. He de decir que no todos estaban de acuerdo con esa actitud, tal vez porque no poseían la misma información que yo -un gol más en la coladera de la comunicación institucional-  o porque la saturación de las audiencias mexicanas respecto a la información de las glorias de la investigación forense han generado la creencia, entre el respetable público, de que eso de andar definiendo la identidad del propietario del fémur que uno trae entre manos toma, exactamente, y con comerciales incluidos, una hora. Nada más lejos de la realidad.

De manera que el particular o reportero, decidido a conseguir a como diera lugar la información existente sobre el spa de los huesos ilustres, se fue por el recurso cómodo de pedirle al INAH los datos,  conforme a la Ley Federal de Transparencia y Acceso a la Información Pública. La acción, que produce tanto placer como clavarle una banderilla a un toro que nos es ligeramente antipático, tiene la ventaja de que es más o menos ineludible: te contestan porque te tienen que contestar, aún cuando hay bastantes que dedican un ratito a consumir neurona para soltar lo menos que sea posible, y, en algunos casos, si se puede, no soltar prenda.

En el caso que nos ocupa, en lugar de explicar por la buena de qué se trataba la investigación y los tiempos de realización, además del protocolo de trabajo de los compañeros antropólogos, el INAH optó por la usual reacción de muchas entidades de gobierno: enconcharse, proporcionar la menor cantidad de datos posible e invocar, a toda prisa, al Comité de Información respectivo para declarar reserva sobre tópicos y asuntos que, no afectando la seguridad nacional ni lesionando las finanzas del país, no tenían por qué tenerla.

Claro que, cuando el particular solicitante vio que desde el INAH le pintaban un violín respecto a su solicitud de información, hizo lo que todo preguntón o curioso aficionado a incordiar entidades gubernamentales por medio de solicitudes de información: encajarle al Instituto un recurso de revisión, que, una vez analizado por los comisionados, derivó en una conclusión más o menos previsible: el INAH tendrá que caerse con la información que le habían pedido desde endenantes.

La nota publicada ayer jueves 11 por el semanario Proceso, y que puede leerse aquí    resulta más divertida cuando se sabe que el INEHRM, por boca de su titular, el otrora (des)coordinador de las conmemoraciones de 2010,  en algunas semanas más pondrá a circular un libro que, se dice, será gruesecillo, porque además de c0ntener cuanto acercamiento histórico se generó en torno a los entrañables huesos, es decir, la reconstrucción histórica de sus destinos originales, de sus viajes y de las pachangas en sentido literal, que se armaron a su paso por el Bajío, camino al homenaje y la apoteosis que les administraron al llegar al Valle de México, se adjuntarán los famosos análisis antropológicos y osteológicos, así como su informe final, que, hasta donde sí ha trascendido, nos garantiza que tendremos reliquias patrias y laicas casi casi hasta el fin de los tiempos.

Evidentemente, al IFAI le traía sin cuidado lo que estuviera planeando el INEHRM, como rescoldo del breve destello bicentenario. Como finalmente el organismo encargado de garantizar la transparencia de la información pública en tierras mexicanas no está obligado a recuperar todos los elementos que puedan sustentar sus juicios y sus disposiciones para dar cumplimiento a uno más de los muchos recursos de revisión que seguramente recibe a diario, acabó por disponer que el periodo de reserva ha transcurrido ya, y dos recursos de revisión más tarde, se supone que ya deberemos saber qué ocurrió y qué les ocurrió a los despojos de los padres de la patria. Tal vez la semana que viene, o tal vez en unas semanas, cuando el libro anunciado por el INEHRM aparezca y nos podamos entretener en los dictámenes finales.

Pero como nada es perfecto, y menos la comunicación institucional en estos tiempos, hay quienes piensan que estos estudios se hicieron para determinar si los restos pertenecen a quienes creemos que pertenecen, es decir, si los huesos de Hidalgo son de Hidalgo, si los de Allende son de Allende, y así. De algunos de los personajes analizados, como Leona Vicario y su esposo, don Andrés Quintana Roo, no hay muchas curiosidades; sus decesos están bien documentados, sus inhumaciones y sus exhumaciones igual. En cambio, los restos de los primeros caudillos insurgentes tuvieron horas azarosas y ese modo de contar de los decimonónicos tempranos a veces desespera. Pero de eso hablamos un poco más tarde.

MEA CULPA

Tiempo tiene este blog viviendo de sus glorias, pero con una perra carga de remordimiento. Tanto es el vértigo a veces, que la lista que se titula: «buenos temas para el blog» se va alargando y alargando. Pero ya para qué decir más. Sólo queda hacer acto de contrición y prometer a los paseantes que se aventuran por este reino, que no habrán de menudear las ausencias. Estamos de regreso.

 

 

 

 

 

 

 

17
Ago
10

¿Sabe usted qué cosa es «volar»? La historia de Jacobo Dalevuelta y el falso robo de los restos de José María Morelos

Volar”, en el lenguaje peculiar de los periodistas, es inventar, crear una historia que a veces toca los linderos de lo inverosímil; en otras, de tan bien hecha, resulta completamente verosímil.  Si la suerte acompaña al reportero volador (el que vuela, el que inventa historias), su “volada” pega, funciona, cunde, se reproduce hasta niveles insospechados.  

Hoy, cuando faltan 29 DÍAS para que estemos conmemorando el Bicentenario del inicio de la Independencia, y a la hora en que iniciaba el segundo recorrido en este año, de los restos de los próceres de la insurgencia (a los que me niego a llamar “restos patrios”) hallo en el periódico un dato encantador: a la hora de remover los restos en la Columna de la Independencia, se ha encontrado una tarjeta personal perteneciente a un reportero, a Fernando Ramírez de Aguilar, conocido por su nombre de guerra, “Jacobo Dalevuelta”.  Ahí está su impronta, para dar fe de una de las voladas más exitosas de los últimos cien años; tan exitosa que, desde su publicación en 1925, en el periódico El Universal (el mismo de este 2010), cada tanto los colegas se enteran de la versión y le vuelven a dar la primera plana.

Me refiero a la historia del robo de los huesos de Morelos,  que empezó a surgir en el papel impreso hace ya casi 85 años, en vísperas del traslado de los restos de los próceres insurgentes de la Catedral Metropolitana a la Columna de la Independencia. Pero para hablar  del asunto primero veamos qué es eso de andar volando:

“Volar” es cruzar esa franja que separa al buen periodismo de la literatura; rara vez los efectos son estrictamente noticiosos,  eso sí, son de un dramatismo muy llamador. Hay “voladas” memorables, como la de aquel reportero que llegó a su periódico con una espléndida crónica de la escenificación de la Batalla del 5 de Mayo allá en el Peñón… misma que se había suspendido. 

Los reporteros que vuelan han inventado asesinos de delincuentes y extraterrestres, y eso por hablar de los casos más llamativos. Cuando entre los del gremio leemos una nota muy desplegada, que a la hora de una revisión minuciosa, le faltan elementos que sustenten lo escrito, algunos dirán que se trata de “una nota muy volada”.  Cuando alguien empieza a dejar que le suba el nivel de invención en la sangre, algún colega le dirá: “¡¡estás volaaandooo!!”. Aún andan por allí algunos personajes que llevan volando una buena porción de años; el detalle es que sus creaciones aparecen en los periódicos, en los noticieros de radio o televisión; no son carne de novela. Lo suyo es la noticia que impacta, que emociona, que engancha al lector.

A veces, en el trabajo cotidiano hay algún indicio de nota, una semilla, un pequeño dato; a veces, con ese mero indicio, el reportero busca a alguna de sus fuentes para redondear el asunto, para que la invención tenga, al menos, cimientos interesantes que eviten el oso del desmentido. “A esto se le llama volar con instrumentos”, me dijo una vez, con un guiño,  un amigo muy querido, una tarde que estábamos construyendo la nota principal de una sección.

Toda esta explicación antropológico-gremial es necesaria para entender lo que pasó con las voladas de Jacobo Dalevuelta. A la hora de pensar en lo que ha sido este siglo, esta es una de las historias definitivamente divertidas que hay que rescatar.

DE CÓMO DALEVUELTA CONCLUYÓ QUE LOS RESTOS DE MORELOS HABÍAN SIDO ROBADOS

De un «posiblemente», de un «a lo mejor»; de un «es posible que…», se sigue, para decirlo en buena lógica, cualquier cosa. La historia de Dalevuelta y los restos de Morelos es un ejemplo cabal de ello.  De un «posiblemente», Alguna vez, platicando del tema con mi buen amigo Humberto Musacchio, él me decía con una especie de bondad, no exenta de ternura hacia esos reporteros de 1925, que a lo mejor no eran precisos como instrumentos de medición, pero que tenían una pasión por su oficio que hoy, muchas veces, se echa de menos: «piensa que esos reporteros no tenían más que papel y lápiz para trabajar». Entre eso, la sed de la notoriedad periodística inherente a todos los del gremio, el estilo periodístico de aquellos días, y el juicio apresurado, es que se fabricó esta sensacional volada sobre los restos de José María Morelos.

Respecto a lo que ocurrió con los despojos mortales del cura de Carácuaro hay dos momentos. El primero, el origen de la leyenda urbana según la cual, el hijo de Morelos, Juan Nepomuceno Almonte, que pareciera haber necesitado ayuda siquiátrica para resolver sus conflictos con la figura paterna, se habría llevado los restos de la cripta de la Catedral para hacer con ellos «algo» que a la fecha sigue siendo motivo de especulación: las hipótesis abundan. Desde aquella idea que tenía don Ernesto Lemoine acerca de los restos arrojados al mar, hasta las versiones mucho más sólidas acerca de cómo se revolvieron los restos de todos los insurgentes trasladados a catedral en 1823.

El segundo se refiere a estas curiosidades del gremio periodístico, donde “volar” puede convertirse en todo un arte. Y, aunque entre gitanos no nos leemos la buena ventura, lo cierto es que la hazaña de Dalevuelta merecería formar parte de una antología con las grandes puntadas del periodismo de este país.

DOS PALABRAS ACERCA DE JACOBO DALEVUELTA

Jacobo Dalevuelta (Oaxaca, Oax.,1887-Ciudad de México,1953) es un personaje interesantísimo. Sobre él,  el Diccionario de Seudónimos, Anagramas, Iniciales y otros Alias, de María del Carmen Ruiz Castañeda y Sergio Márquez Acevedo (UNAM, Instituto de Investigaciones Bibliográficas, 2000) dice que tenía por apodo “Machín”, porque fue el primer reportero que usó una máquina de escribir portátil (o sea, “Machín”, de “machine”). Otra versión indica que llegó de su natal Oaxaca ya con el apodo y que se refería a su manera de ser.

Hacia 1904, se sabe que escribía en una revista deportiva oaxaqueña, El Secre. En septiembre de 1907 ya trabajaba como mecanógrafo en El Imparcial de la ciudad de México. Durante la Revolución trabajó como corresponsal de varios diarios, entre ellos El Imparcial.

En 1919 comenzó a trabajar como reportero de El Universal (el mismo que hoy conocemos por ese nombre); en 1922 ya era jefe de redacción.  Además de reportear, escribía la crítica de libros. El diccionario Milenios de México de Humberto Musacchio afirma que, en El Universal, Jacobo Dalevuelta fue jefe de información.

Se interesaba por asuntos históricos y formó parte del comité organizador del Primer Congreso Nacional de Historia Patria (1933). Fue, varias veces, secretario del Sindicato Nacional de Redactores de la Prensa. Hay noticia de que también escribió en otros periódicos: El País, El Independiente, El Hogar, El Demócrata y El Universal Ilustrado.

Escribió varios libros. A continuación, algunos títulos: Oaxaca: de sus historias y sus leyendas (1922), Desde el tren amarillo (1924) La odisea de los restos de nuestros libertadores (1925 y sobre el cual volveré más adelante); El canto de la victoria: escena chinaca en 1867 (1927); Nicolás Romero, un año de su vida (1929), Estampas de México (1930), Vicente Guerrero, síntesis de su vida (1931). En coautoría con Manuel Becerra Acosta padre, compiló  las Visiones de la Guerra de Independencia (1929, reeditado en 1982 por el PRI).

Dice además el Diccionario de Seudónimos que el nombre “Jacobo Dalevuelta” es una traducción de otro seudónimo, usado por el escritor francés Anatole France (1844-1924): “Jacques Menetrier”, que también es personaje de algunas de las obras del propio France. Hurgando en el tema, el “Dalevuelta” (traducción poco exacta y que se refiere a “dar vueltas” como en un rosticero) del personaje de France, no acaba de convencer.

Me parece más verosímil que el seudónimo de Dalevuelta provenga de otra más de las costumbres del periodismo mexicano: cuando a algún medio “se le ha ido la nota”, es decir, se les ha escapado divulgar o publicar una información relevante porque el reportero estaba practicando el sutil arte de chiflar en la loma, el intenso deporte de papar moscas o de plano estaba tan agobiado en cubrir seis o siete fuentes al mismo tiempo (como parece que se empieza a estilar en algunos medios), de tal modo que, inevitablemente, alguna vez, otros medios ganan la nota.

Entonces, a modo de curita, para restañar el orgullo herido del medio en cuestión, para no fingir demencia y no dejar de publicar la información importante, alguien habrá en la redacción que diga: “dénle la vuelta a la nota (algo así como cambiarle el look, reescribirla, modificarla en lo superficial) y métanla (a la edición o programa del día siguiente)”. Eso es “darle la vuelta a una nota” y creo que el nombre ficticio del reportero Ramírez de Aguilar  tiene mucho más que ver con este otro rasgo del folclor periodístico mexicano.  (Continuará….)

16
Ago
10

Agosto 15: Miguel Hidalgo regresa a la plaza de la constitución

Por Cinco de Mayo entró Miguel Hidalgo al Zócalo. Es la segunda ocasión que lo hace... y en ambas ya estaba muerto

I. LOS HECHOS

Una cosa es cierta: después de dos mesecillos y medio de SPA, los restos de los próceres de la insurgencia llegaron a la Plaza de la Constitución, en un capítulo más de esta trama histórico-simbólica donde los mexicanos seguimos sintiendo el deber, la obligación moral de desagraviar a esta doce.. no,  rectifico, a estos catorce personajes (a eso regresaremos luego) de los primeros días de la guerra de independencia. Ayer atestiguamos un nuevo recorrido desde el castillo de Chapultepec hasta Palacio Nacional, lo que, siendo estrictos, es una absoluta ventaja para los propósitos iniciales de Miguel Hidalgo e Ignacio Allende. En efecto, han entrado a Palacio Nacional, a diferencia de las dos veces anteriores (1823 y 1895), cuando los paseos de huesos tenían otras rutas: la primera, desde la Villa de Guadalupe hasta la Catedral, y la segunda, apenas fue un breve tour de Catedral al edificio del Ayuntamiento, del Ayuntamiento al edificio de la Aduana (la parte antigua de la actual SEP, a un par de cuadras, en la plaza de Santo Domingo) y de la Aduana a la Catedral, con el pequeño avance de salir de la cripta del Altar de los Reyes  para irse a la capilla de San José.

La parte que podríamos llamar «de magro consuelo», es que llegan a Palacio con 200 años de retraso, en calidad de restos áridos y transformados en reliquias laicas (desde el punto de vista estratégico, arribar al sitio planeado al inicio de una campaña militar, en calidad de huesos, digamos que no resulta muy exitoso). Pero han llegado.  Y el operativo, tranquilo y plácido para una mañana de domingo, resultó, me parece, discreto, tal vez más de lo que debería, pero elegante y marcial. Los hay en esta mañana de lunes que opinan que qué chiste, si ya los habíamos visto en mayo pasado. Propósitos ulteriores aparte, el recorrido nos da elementos acerca de la manera en que los chilangos se asoman al Bicentenario del Inicio de la Independencia.

Hay que decir que los cierres de calles no fueron tan atroces como han sido en otros momentos. De hecho, la avenida Cinco de Mayo, por donde entró el cortejo que se sigue definiendo como fúnebre, empezó a bloquearse apenas una media hora antes de que se aproximaran restos, cadetes, soldados, caballos y demás comitiva. Desde luego, había, como siempre, quienes no tenían la más peregrina notica de los acontecimientos de la mañana, y, decididos a pasar su domingo en santa paz, desayunaban en el Majestic, o en el Holiday Inn, o en La Blanca, o andaban en misa, o simplemente papaloteando por el centro, después de haber dejado el auto estacionado en Cinco de Mayo, donde uno se puede estacionar, en principio sin broncas, en domingo. El problema, para variar, es que a nadie le habían avisado desde temprano que en algún momento tendría que mover su auto para que los restos ilustres pasaran por allí. La policía de tránsito, al principio se comportó de manera adecuada: oiga, por favor, mueva su carro, etc, etc, etc, qué no ve que ahí viene el padre Hidalgo, no sea gacho, quite su carrito, que nos están correteando. La mayor parte de la gente reaccionó bien y pronto: los autos se reacomodaron, se metieron a los estacionamientos con una prisa educada. Para los casos extremos (cuatro o cinco autos «abandonados» en pleno Cinco de Mayo por sus propietarios, que ganduleaban en alguna parte del centro), y ya con algún grado de desesperación, los responsables de despejar la ruta optaron por llamar a los malos de la historia: las eternas y siniestras grúas blancas del gobierno de la ciudad que, habilidosos en lo suyo, en tres patadas se habían llevado un Tiida, un Tsuru, un Toyota y un par de autos más.

Lo cierto es que, diez minutos antes de la llegada de los huesos ilustres a la esquina de Cinco de Mayo y Plaza de la Constitución, la calles estaba despejada, la gente alineada en una filita, si bien no densa, sí constante. Así llegaron, como reza el librito simpático de Paco Ignacio Taibo II, el cura Hidalgo y sus amigos.

II. LA GENTE

Es posible que ocasiones como esta nos acerquen a la idea de la generación de transición de la que ya hemos hablado en este Reino; esa en la que convergen diferentes maneras de acercarse al pasado y conmemorarlo. El comportamiento de los chilangos en esta mañana de domingo da señales interesantes.

Curiosidad, morbo incluso, patriotismo, las ganas de no perderse algo que no ocurría desde hace décadas, «interés científico», oscuras motivaciones sociológicas: razones había  de sobra para ir a mirar. Se conjuntan ideas, posiciones ideológicas, ganas de quedarse con una imagen que los que vengan después de nosotros no conocerán sino por las hemerotecas, los discos compactos y dvds y chácharas tecnológicas que se inventen para hacer un transfer que les permita llegar al 2110, y demás maneras de resguardar memoria de las cuales hoy disponemos. Pero tal vez estas texturas, esas miradas, los gestos, los pasos, eso es algo que habría que ver si somos realmente capaces de transmitir, como no sea en los pequeños recuentos de días para recordar.

Cuando se afanaban las grúas en arrastrar los últimos autos, un cincuentón moreno, flaco, en mangas de camisa, gruñó: «Están despejando la calle para que pase el pinche espurio». Nadie le hizo eco. En cambio, una treintona embarazada, a medio metro de distancia, le decía al marido, con evidentes segundas intenciones: «Nunca faltan esos que prefieren hablar de política antes que ser patriotas». Después de la indirecta, satisfecha, sonriente, se frotaba la panza de seis o siete meses, ansiosa de que llegara el cortejo.

Mucha gente mayor, sesentones, setentones, arracimados en el inicio de la plaza. Cierto, había gente de todos colores, edades, sabores e ideas, pero ciertamente mucha de esa gente que creció con una idea de la historia, probablemente más uniforme que la que hoy día las generaciones más jóvenes se esfuerzan por delinear; quizá más formados en la tradición del culto a las reliquias de la patria, menos historia como proceso y más historia de épicas, personajes y hazañas. Es probable que la diversidad de interpretaciones aún no sea tan evidente; los resabios de una cierta manera de aprender la historia -aunque le pese a José Antonio Crespo y a los que exigen una historia para aprender en las escuelas «con aliento democrático», que no ensalze guerras ni violencia- que nos vincula más a Justo Sierra de lo que muchos están dispuestos a reconocer.

Los impulsos colectivos se manifiestan en estos días memorables por muchas razones; los soldados, la policía militar, los cadetes del Colegio Militar reciben aplausos a su paso, la gente también le aplaude a la urna con los cuatro cráneos que durante años colgaron de las mentadas jaulas en la Alhóndiga de Granaditas. Eso no lo pueden evitar todos los afanes de ciertos sectores de la «opinión educada e ilustrada», como les dice don Pepe Fonseca, que, sin pensar en su significado, querrían borrar de un golpe de tecla dos siglos de culto a las reliquias laicas de la insurgencia. Tampoco puede evitar el ceremonial militar, que dispone un «cortejo fúnebre» para el traslado de estos huesos ilustres, que la gente le aplauda a cuatro cráneos, que salen a la calle bastante más blanquitos que como los vimos en mayo. Ni la norma, a la que habría que volver a pensar, ni las reformas educativas, han bastado para frenar ese vínculo que no acaba de ser cariño, que tiene sus buenas dosis de imaginario épico, que sobrevive acicateado por la curiosidad y dibuja uno de estos Días Bicentenarios.

Tan es así que, ingresados los restos a Palacio Nacional, a puerta cerrada, sin una pantalla de leds como las de hace unos meses, o de perdida un megabafle para que la gente escuchara, muchos, unos cuantos cientos, se acomodaron en las vallas, sin oír, sin ver, acaso percibiendo el eco de los aplausos de los invitados que habían llegado en los autobuses estacionados en la calle de Moneda. Esperando algo no muy claro, aún después de marcharse las escoltas de los restos, vistosas y elegantes en todo momento. Esperando, un signo, un guiño de Miguel Hidalgo.

Me quedo con el diálogo entre un chiquito como de ocho años y su padre, un treintón, integrantes de esa clase media baja que la libra día con día a base de terquedad y esfuerzo. El niño preguntaba quiénes eran los personajes cuyos restos acababa de ver pasar, custodiado por soldados y cadetes; rodeados de sables y banderas. Su padre, más con intuición que conocimiento, que no exento de sabiduría, le contestó:

-Esos, m’ijo, son los meros meros.

 

III: TREINTA DÍAS PARA EL BICENTENARIO

Nada más, pero nada menos. Tomen sus providencias.

 

 

22
Jun
10

Pasear huesos 5: Cuentos desde la cripta

 

Como los representó la prensa mexicana en su paseo de 1895

Los huesos de los padres de la patria se quedaron guardaditos en 1823 y todo mundo se regresó contento a sus quehaceres, a grillarse, a pelearse, a escribir constituciones, a soportar invasiones y demás peculiaridades que suelen ocurrir en los países recién nacidos. Lo bueno es que, por ese pudor peculiar que les dio a los artífices del despósito, de no dejar a la vista de todos los restos colocados en el altar de los Reyes, los próceres de la independencia no pudieron atestiguar tantas barbaridades como cometimos los mexicanos en las siete décadas que siguieron a su llegada a la Catedral Metropolitana.

Claro que tampoco presenciaron algunos acontecimientos trascendentes, otros heroicos y otros más hasta triunfales. Bueno, no se dieron por enterados de la Guerra de Reforma, ni siquiera cuando don Juan José Baz rondaba en las cercanías con las nada sanas intenciones de echarle piqueta a los muros del templo.

Han surgido leyendas urbanas, brotadas de una errata del libro que sobre la Catedral metropolitana escribió Manuel Toussaint en 1948, con una reimpresión de 1973, según las cuales, en 1865, durante el imperio de Maximiliano habría tenido lugar una curiosa exhibición de los restos, que habrían sido llevados al palacio del Ayuntamiento y les habrían puesto coronitas de flores.

 Convendrán que en plena intervención francesa el hecho resultaba demasiado fuerte para la sensibilidad de los liberales que, desperdigados en el país, hacían resistencia, cada quien a su manera, junto a don Benito o sin don Benito, peleados con él o decididos a morirse en la raya con él y por él. Lo curioso es que una revisión de la correspondencia de algunos de ellos, de los textos que publicaron, de los periódicos que hicieron, de los testimonios que dejaron muestra que no hay huella de tal acontecimiento, que a no dudarlo, hubiera resultado una ofensa de calibre mayúsculo para todos. ¿Cómo es que el usurpador austriaco se atrevía a ir a perturbar el descanso de los padres de la patria para sacarlos al Ayuntamiento? Evidentemente, el reclamo habría rebotado de aquí para allá, en el territorio dominado por los liberales republicanos. No está, ni siquiera como para que, a toro pasado, y siguiendo la famosísima Teoría de la Costra de don Miguel León Portilla, los señores, en plena República Restaurada, siguieran abriéndose las venas por la puntada de Max. Igualito a como le hicieron en 1861, recién terminada la guerra de Reforma. Se acababa enero de ese año, y seguían publicando poemas a la memoria de los Mártires de Tacubaya, que habían adquirido la calidad de tales desde 1859.

En concordancia con estos liberales que no dejan testimonio de indignación por un «evento» que nunca pasó, y en respaldo de esta idea de «leyenda urbana», hay que decir que Agustín Rivera, que fue muy acucioso (que no necesariamente significa ser preciso) en la recolección de testimonios, papeles y materiales para sus Anales Mexicanos: la Reforma y el Segundo Imperio, no deja dato al respecto y sí, en cambio, de las actividades de Max en Dolores, cuando hizo, para escándalo del conservadurismo, su propia ceremonia del Grito, tan cercana a lo que conocemos hoy.

Para tranquilizar momentáneamente mi conciencia (y digo momentáneamente, porque en cuanto haya tiempo, le rasco un poco más a algunas fuentecillas interesantes que por allí aguardan), agrego que tampoco hay dato alguno en el México desde 1808 hasta 1867 de Arrangoiz, pero sí puede verse el berrinche del que fue embajador de Maximiliano en Londres por la ceremonia de Dolores de 1864, donde acusa al archiduque austriaco que se quería convertir en emperador mexicano, de «lenguaje impolítico, falso ofensivo a los antepasados de Maximiliano, a la familia reinante de España, al partido conservador»; de 1865 ni se ocupa, entretenido como está don Francisco, en reprocharle al emperador sus actitudes liberales.  Pero tampoco hay huella del hecho indignante en las Revistas Históricas de don José María Iglesias, que, en cambio, sí cuenta que en ese 1865,  en Chihuahua, un grupo de jóvenes mandaron a decir una misa en la capilla de San Francisco, donde enterraron originalmente los cuerpos decapitados de los caudillos insurgentes, sin otro adorno que una bandera mexicana a media asta y con crespón negro. Añado que en la correspondencia y escritos de mis queridos liberales decimonónicos no hay huella del chisme. Ahora resulta que hay unas «memorias secretas» del Nigromante publicadas en 2009 o principios de este 2010, pero de esas hay que hablar luego porque hay allí una peculiar colección de barrabasadas mezcladas con historias de familia.

¿Qué sí hay en varias fuentes? El dato de que el último día de septiembre de 1865 se inauguró la estatua de Morelos, originalmente ubicada en la Plaza de Guardiola (asunto que disgustó bastante a Agustín Rivera) y que hoy día se encuentra en la colonia Morelos (pues sí) y cuya réplica se podía ver hasta el domingo pasado en el Museo Nacional de Arte. Ese dato nos servirá para hablar otro día de Morelos.

El caso es que, en principio, los restos de los caudillos insurgentes se la pasan más o menos en paz hasta 1895, cuando esos aguafiestas que con frecuencia somos los periodistas publicaron en diversos periódicos algo que ya era la idea contemporánea de «noticia»: aquel hecho que tiene, además de novedad, impacto colectivo. En esos días ya existían esos que iban por el mundo presentándose como reporters o incluso réporters, que convivían con la tierna imagen de don Guillermo Prieto, yendo a la redacción de El Universal de entonces (que no tiene nada que ver con El Universal de hoy, ni por contenido, ni por sentido ni por linaje familiar) a dejar sus textos aún escritos a mano para que se convirtiesen en tinta y papel impreso.

Se acababa julio de 1895, y en la prensa aparece la denuncia: la cripta donde se encuentran los restos de los insurgentes está llena de polvo, tierra y telarañas y que la urna que los contiene prácticamente se ha deshecho por la humedad y la falta de atención. Parece que la bronca había sido detectada desde los primeros días del año, pero, para variar, nadie había hecho caso. Desde entonces se había asentado que los cráneos tenían letras que permitían distinguirlos (ajá, sí, ¿cuál M es la de Morelos y cuál la de Mina y cuál la de Moreno?), y la otra cosa: hablaban de todos los restos «en un ataúd» (o sea, todos revueltos como parecía que andaban desde 1823) y de una fragilidad tal, debido a la humedad y al descuido, que ni para tocarlos estaban.

Así pues, se acababa julio de 1895, se sabe que algunos personajes entre los que no faltan los periodistas (andan en el asunto Angel Pola y Luis González Obregón) bajan a la cripta y ratifican los dichos de los periódicos: eso está para llorar. Algunos restos están «casi deshaciéndose», la imaginería se desata: hasta se dice que los albañiles que hacen arreglos en la catedral se ponen a jugar con los restos. Con mayor certeza, se afirma que al tomar uno de los cráneos, el ilustre despojo casi se les desmorona. Se arma el consecuente escándalo y el necesario mitote.

En un clásico caso de «sociedad civil» llenando los huecos que la autoridad deja, una corporación, la «Gran Familia Modelo», abre una suscrpción para reunir fondos y pagar una nueva urna, bella y decorosa en donde resguardar los dichosos restos. Y entonces, mientras se junta el dinero (los 350 pesos que iba a costar la cháchara en cuestión), pasan cosas deliciosas, prodigiosas y definitivamente mexicanas: 

En una demostración de que, tan cierto hace un siglo como hoy, la buena fe no necesariamente va acompañada de cordura e inteligencia, los restos ilustres reciben un tratamiento de limpieza: los lavan con jabón y estropajo (así estarían), parece que algunos fragmentos de huesos se deshacen en el operativo, y después, para que sequen y blanqueen, se quedan un par de días en un patio de la Catedral que le llaman «de los Coloraditos», en unos tablones. Díganme si no les suena a que la revoltura de restos ya iba como en su sexta vuelta, porque, aparentemente, es en esa sesión de SPA donde les vuelan algunos pequeños indicios de identificación.

Ahí expuestos, reciben la visita del fotógrafo de El Mundo Ilustrado y del señor Cruces (de Cruces y Campa). Aparentemente, de esos momentos es la foto, preciosa, de los restos absolutamente mezclados en un mini-osario, donde, en un cajón, están cinco cráneos, y en divisiones inferiores, ordenados por tipo de hueso y tamaño (los fémures con los fémures, las vértebras con las vértebras y por ahí le siguen) los padres de la patria contemplan a la posteridad.

Eso de la exhibición de los restos da lugar a situaciones interesantísimas: dice la prensa que asiste gran cantidad de personas a ver a los antiguos insurgentes; como los han colocado sin más ceremonia en los tablones donde deberán secar, El Mundo Ilustrado patalea y se queja de tamaña falta de respeto. El sacristán de Catedral se cae con cuatro cirios que arden en torno a los huesos los dos días que los sacan a tomar el fresco; otros dos espontáneos llevan coronas de flores (si se fijan es lo mismo que arriba mencionaba como la referencia de Manuel Toussaint). Un individuo que un periódico identifica como Eliodoro Orellana y Roldán, llega con su sobrinito Idelfonso, ofrece dos coronas de flores blancas y pide, atentamente, permitan que el chamaquito le de ¡un beso! al cráneo de Miguel Hidalgo, cosa que, ciertamente, le autorizan. El periódico se abstiene de consignar las opiniones del escuincle.

La urna, dibujada por El Universal de 1895.

Al día siguiente, 29 de julio de 1895, se llevan los restos al edificio del Ayuntamiento, donde otro ilustre, Leopoldo Batres, los somete a una seria revisión. De ahí, los trasladan al edificio de la Aduana de Santo Domingo, el actual edificio de la Secretaría de Educación Pública, que es engalanado tan abigarradamente como le gustaba a nuestros ancestros de fines del siglo XIX, con crespones negros, telones rojos, lanzas, armas y águilas y palmas y veinte cosas más, todas colocadas en un estético amontonamiento, para ofrecer digno escenario a la ceremonia civil de homenaje, antes de regresarlos a Catedral, donde los montarán en un catafalco para que escuchen su responso antes de mandarlos a dormir a la capilla de San José.

Así como es de pequeño el trayecto de la Aduana a Catedral, hay guardia solemne y la gente se agolpa en las calles a contemplar su paso: de esos momentos quedará la plana de periódico que he puesto al principio, dibujada por los habilidosos del Gil Blas Cómico. El problema es que la caballería suelta golpes de sable y de animal para contener a los curiosos, y los gendarmes reparten garrotazos. Todo mundo se apelotona en la capilla para presenciar el espectáculo y hay empujones, broncas, apretones y varios raterillos se hacen de fistoles y relojes.

Como en estas cosas nunca se queda bien con todos, muchos reclaman la poca delicadeza de las fuerzas del orden, otros se quejan en la prensa de que el numerito fue «churrigueresco», con tanta pompa como el Jueves de Corpus de los días de Santa Anna.  El caso es que, pasado el número, la procesión y el homenaje, a medio camino entre lo religioso y lo laico, ahí se quedan los huesos ilustres treinta añitos más, hasta que Plutarco Elías Calles decida que les hará bien cambiar de aires y se los lleve a la Columna de la Independencia.

 NUEVOS ECOS DEL  5 DE MAYO.

Escuchando radio, mientras iniciaba esta entrada, me entero que en las cercanías del estadio sudafricano donde habían de jugar al rato los futbolistas mexicanos y franceses, hay un contingente de poblanos vestidos… de indios zacapoaxtlas (y, de quienes, lamentablemente, no he podido hallar ninguna foto), con el argumento de que es un buen modo de dar ánimos a los once señores que NO tienen en las piernas el honor nacional, porque al fin y al cabo, alegan en su defensa,  ya les «hemos ganado» a Francia, en ocasiones como el 5 de mayo de 1862.  Estas cosas sí me dan como escalofrío, disculpen ustedes.

Pero tengo que admitir y aprender que el partido de futbol del jueves es un fenómeno interesantísimo y aleccionador para que no nos clavemos en la fantasía y el anhelo de que tooodo el país tiene (ni tiene por qué tenerlas) las mismas ideas que tenemos algunos acerca del pasado y de la utilidad de la historia . Ya podemos darle veinte vueltas al asunto, llevarlo a una emisión de «Discutamos México» (¿es que hay alguien que aún lo vea?) y ejercer el derecho al pataleo, pero lo cierto es que la gente usa el conocimiento histórico que posee PARA ESTO: para decir que un triunfo futbolístico es casi  (no, sin el casi) tan memorable, tan grande, tan relevante, tan trascendente, como la única gran victoria militar de la historia mexicana (porque a mí no me digan que la batalla de Camarón es como para sentirse muy orgullosos), y que una victoria es una victoria, y que el partido del jueves 17 será tan recordado como el combate en Loreto y Guadalupe. Y la pachanga consecuente, tan grande que alcanza a todo mundo. He sabido de un prestigioso encuestador que ha recibido este mensaje: «Las armas nacionales se han cubierto de gloria: Ignacio Zaragoza y Javier Aguirre».  Otros han festejado una variación de la frase inmortal: «las piernas nacionales se han cubierto de gloria» y hasta han acusado al pobre sargento De la Rosa de «inspirar» a los futbolistas mexicanos (gulp).

Hay que añadir que en la prensa de ese jueves 17 de junio hay al menos dos cartones, para ser más exactos, en la edición del diario Milenio que amalgaman la batalla del 5 de mayo con el futbol. Independientemente de lo que pensemos algunos y de lo que opine Ignacio Zaragoza donde quiera que esté (porque una cosa es el servicio a la patria y otra muy diferente es reaparecer en la prensa mexicana junto al entrenador de la selección nacional de balompié), aprendamos la lección: aún pervive entre los mexicanos, y goza de cabal salud, esa «historia patria» que muchos critican de oídas o porque no les tocó vivirla o porque se la imaginan como uno de los perversos complots del Estado mexicano de los tiempos del priato, destinada a construir un discurso de blancos y negros, de buenos y malos y todos esos discursos que a estas alturas espero que ya no sorprendan a nadie, porque todavía hay por ahí uno que otro que, agarrado de ese discurso, aún pretende venderse como el inconoclasta que se opone valiente, heroicamente, con frases medio escandalosas, a ese fantasma de la «historia oficial». Está bien ser críticos, pero no a lo bestia, diría yo.

Nomás para documentar el asunto, ahí les van los cartoncitos, que, desde luego, son de los compañeros de Milenio.

Sin comentarios

El otro cartón también está como para echarle una pensadita…

Ups… esta entrada sí está terminando como un auténtico Cuento desde la Cripta… que nos sirva de lección: mensajes desde lo que mi querido don Pepe Fonseca llama, con toda razón, el México Real.

03
Jun
10

Pasear huesos 3: una novela que ya dura 187 años

Siendo absolutamente estrictos, debiéramos dar gracias de que hay huesos paseables. Para el propósito para el que los queramos. Para dejarlos ahí guardaditos, para exhibirlos, para escribir una novela, eso no importa para lo que quiero decir. Tal ha sido la historia de estos restos humanos, que es de llamar la atención que quede algo más o menos sólido. Pero de esas determinaciones (la solidez) se hará cargo el INAH, responsable, por ahora, de hospedar y mandar al SPA a los padres de la patria.

Y es que desde 1823 se cuentan unas historias impresionantes y que tienen que ver con nuestra afición a las reliquias. Y, al rascar un poco, lo que nos encontramos en aquel lejano 1823, es una disputa por el poder y la trascendencia entre un emperador y un congreso, y una muy clara idea de que a estos restos ha de hacérsele las honras fúnebres de las cuales muchos de ellos carecieron en el momento exacto. Alrededor de estos huesos ha habido más de una bronca política. Es inevitable, ese ha sido, si le quieren decir así, su destino, desde el mismo momento en que Miguel Hidalgo le dijo a sus compañeros que había que ir a coger gachupines.

Vamos por partes. Rascando entre mis papeles, me hallo una entrevista que el 9 de marzo de 1994 concedió Enrique Krauze a José Luis Perdomo Orellana y a mi amigo Oscar Enrique Ornelas para El Financiero, a causa del lanzamiento de un libro bastante disfrutable: Siglo de Caudillos. En aquella oportunidad, los reporteros interrogan a Krauze acerca de los restos de Porfirio Díaz que siguen en el cementerio de Montparnasse. Antes digan que a nadie se le ha ocurrido resucitar el tema, porque se vuelve a armar la bronca de hace algunos años, cuando volvió a cobrar fuerza la idea de traer los mentados restos de regreso (la segunda, de hecho. Hubo una primera hace aún más años, donde anduvieron involucrados algunos de los artífices de la paseada de huesos del domingo). Los juicios de EK que a continuación reproduzco son adecuados para la coyuntura:

-Si por usted fuera, ¿los despojos de Porfirio Díaz no estarían en Montparnasse y sí aquí en México?

Sí, pero tampoco le haría yo ningún tipo de recibimiento, de arco triunfal, día de fiesta nacional y repique de campanas y Te Deum y misas. Yo simplemente digo que es un poco ridículo exiliar a una persona post mortem.

Y agrega esto, que es lo interesante:

Somos un pueblo muy dado a adoptar actitudes muy extrañas con respecto a los huesos… quizá nos venga de la cultura mediterránea esa santificación de las reliquias y huesos

Ese «muy extrañas» que Krazue dijo hace dieciséis años se traduce en la tendencia a andar almacenando huesos, vísceras y demás materia humana perteneciente a personajes relevantes. En descargo nuestro hay que decir que no somos los únicos, aunque se nos dé bastante esta afición, y no entre todos los mexicanos, para aplacar los reclamos que surjan en este punto. Nomás echémosle un rápido vistazo a algunos ejemplos llamativos.

En muchas partes del mundo se guardan las reliquias de alguien; a veces pesa el asunto  mágico-religioso, a veces no. En la catedral de Colonia guardan en un cofre de oro y plata tres cráneos que se atribuyen a los Reyes Magos.  Recuerdo muy nebulosamente y no he vuelto a verla, una imagen de un esqueleto en exhibición de una monja coronada que se aseguraba era Santa Rosa de Lima. El cuerpo incorrupto de santa Bernadette Soubirous se exhibe en una vitrina encristalada en Nevers, en Francia. Por cierto, una empresa que se dedica a elaborar maniquíes de alta costura, se ofreció a aplicarle a la santa, en cara y manos, una capa finísima de cera, por aquello de la buena apariencia.

 Ah, y unos que SÍ pasean huesos, de hecho un cráneo, son los fieles de San Yves (1253-1303), santo medieval, abogado para más señas, con fama de justiciero y protector de los pobres. Es el santo patrono de Bretaña (Francia) y de los abogados y cada año sacan el cráneo del pobre hombre a pasear desde la catedral de san Tugdual hasta la población de Minihy-Tréguier, donde nació san Yves. Lo llevan en andas abogados prominentes y hasta donde se sabe es considerada una gran distinción formar parte del séquito del cráneo.

Otros restos famosos, motivados por la moda y el usual miedo a la muerte, son las momias de Palermo, bastante espeluznantes y que están en la iglesia de los frailes capuchinos de esa ciudad siciliana. Se trata de momias, digamos, artificiosas, porque saltaron a la fama el día que los frailes se dieron cuenta de que el tipo de tierra que había bajo su  iglesia conservaba los restos humanos. De hecho, no conserva los cuerpos tal cual antes de la muerte, más bien los deseca. Pero los frailes se entusiasmaron con la idea. Hicieron un experimento con un pobre fraile que se murió hacia 1600 y tuvieron la ocurrencia de exhibirlo públicamente. Acto seguido, tooodos los ricos de Palermo querían un servicio igualito para cuando les tocara marcharse de este mundo.

Las catacumbas de Palermo llegaron a tener como 8 mil personas que habían optado por este tratamiento. Pero si en el siglo XVII lo consideraron un lujo que algunos podían darse, cien años después la cosa se volvió alucinante: las catacumbas eran ya un club de ricos: estaban divididas por género, profesión y clase social. En pleno Siglo de las Luces, los palermitanos llevaban allí a sus muertos, ataviados con sus mejores vestidos, en muchas ocasiones escogidos por los difuntos como una de sus últimas voluntades, y no contentos con ello, los visitaban con frecuencia, les llevaban flores y les contaban las novedades de la familia. Este es, hasta donde conozco un ejemplo espléndido de lo que podríamos llamar «teoría presencial de las virtudes de los restos humanos» que, evidentemente, acabo de inventar para referirme a esta curiosa idea (por llamarla de algún modo) según la cual hay que tener enfrente lo que queda de nuestro héroe, pariente o celebridad preferida para que entendamos a cabalidad las virtudes que lo adornaron, y que me parece, se ha mencionado en uno o dos sitios en los últimos días. La diferencia  es que los habitantes de Palermo lo hacían en el siglo XVIII.

En el siglo XXI hay otra vertiente científico-comercial: la de los cadáveres «plastinados» del médico alemán Gunther Von Hagens, que detonan grandes escándalos dondequiera que se exhiben, excatamente por lo mismo que algunos han reclamado en el México del 2010: a los muertos, opinan, hay que dejarlos descansar, no andar manipulándolos. Una versión mexicana de esta habilidad científica puede verse en la entrada del Museo de Medicina de la UNAM, el antiguo palacio de la Inquisición. Allí hay un cuerpo humano tratado con algo que en el cedulario se llama «carbowax» y que genera un efecto parecido a la plastinación de Hagens.

Algunas, digamos «reliquias funerarias laicas» del siglo XX son, claramente, producto de un uso político del pasado. Son conocidas las fotos de los cuerpos momificados de Lenin y Stalin esperando juntitos el fin de los tiempos a la vista de todo mundo. Otro ejemplo y que tiene una larguísima leyenda atada al féretro es el cuerpo de Eva Perón y que está admirablemente narrada en el libro de Tomás Eloy Martínez «Santa Evita». El mecanismo de la reliquia religiosa es el mismo. Y los mexicanos procedemos igual: ¿acaso no conservamos aún, en su frasco, el corazón de Melchor Ocampo en Morelia? ¿Acaso no siguen los restos de Iturbide en Catedral, y abajo de su urna, el corazón de Anastasio Bustamante? ¿Acaso no estuvo, durante años, el brazo de Álvaro Obregón en su monumento, en el parque de la Bombilla de la ciudad de México? De Álvaro Obregón no sorprende nada si uno revisa los elementos del «culto cívico» (y la expresión no la inventé yo) que los gobiernos posrevolucionarios fomentaron en torno a él, por lo menos en los veinte años posteriores a su asesinato en el parque de La Bombilla, donde permanece el monumento. Este es el uso cívico-histórico que durante siglos han tenido los restos de algunos personajes históricos.

Hay otros usos absolutamente comerciales, como los que ejercen los encargados del panteón de Guanajuato, que cobran la entrada a su famoso Museo de las Momias, venden souvenires en las tiendas que prosperan a la salida del panteón, firman contratos para su exhibición en el extranjero y ya se preocupan por la inminente competencia que les significará el rescate de un conjunto de cuerpos momificados descubiertos recientemente en Zacatecas.

 

El corazón de Melchor Ocampo, como podemos verlo hoy en el antiguo Colegio de San Nicolás, en Morelia

En materia de pertenencias no nos quedamos atrás.  Las pertenencias de los personajes históricos se tratan con la misma reverencia que el rosario, el anillo, el báculo o hasta las astillas del ataúd, como en el caso del beato mexicano, jesuita para más señas, Miguel Agustín Pro. Aquí se las enseño:

A veces, estas estampas con reliquia del beato Pro se consiguen en la iglesia de la Sagrada Familia, en la colonia Roma de la ciudad de México

Los restos de los protagonistas de la Independencia no se escapan de todos estos usos: la veneración laica que imita y sucede a la religiosa, la exaltación de las virtudes de las personas que alguna vez fueron esos restos y los usos políticos, faltaba más. Ahora también se les aplica la «curiosidad científica». Sello de los tiempos ha surgido la duda en el espacio público: ¿serán, no serán de quienes decimos que son?  Aunque, probablemente, esas preguntas debimos hacérnoslas hace 187 años, cuando se dispuso trasladar los restos de los insurgentes a la capital mexicana.

1823: Cuando dejamos de ser imperio.

Edmundo O´Gorman narró de manera deliciosa, en su discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Historia, la manera en que el emperador Agustín de Iturbide y su Congreso se enfrentaron por una cuestión de trascendencia histórica: quién era el artífice de la Independencia de México. No estaba en juego cosa menor: nada más y nada menos que el paso a la historia de Iturbide, y por otro lado, las aspiraciones republicanas de muchos congresistas que le oponían, a los sueños de trascendencia del emperador, la imagen de Miguel Hidalgo como real constructor de la independencia. Ese pleito iba a durar mucho tiempo y, de alguna manera, hay sectores de la sociedad que siguen en ésas. En un folleto, José Joaquín Fernández de Lizardi puso a discutir a ambos personajes, en el más allá, y no hubo manera de que se pusieran de acuerdo.

Pero en el México de 1823, a la caída de Iturbide, una de las primeras preocupaciones de los congresistas fue construir un panteón cívico propio, fincar en él elementos de unión y de identidad para el jovencísimo país que éramos, acabar en definitiva con la idea de que Iturbide era el gran hacedor de la Independencia, y por eso se apresuraron a emitir un decreto, el 19 de julio de aquel año, donde declararon (artículo 13 del decreto) beneméritos de la patria a Hidalgo, Allende, Aldama, Jiménez, Morelos, Abasolo, Matamoros, Leonardo y Miguel Bravo, Hermenegildo Galeana, Mina, Víctor Rosales y Pedro Moreno. Además,»sus padres, mujeres e hijos y así mismo las hermanas» sobrevivientes de Hidalgo, Allende, Matamoros y  Morelos serían pensionadas por el gobierno mexicano. Como pueden ver, por la redacción del decreto, nadie estaba tirado al drama por la posibilidad de que algún cura tuviese más parentela, además de sus hermanas.

El artículo 14 del decreto es, me parece, esencial para entender por qué hacemos con estos «restos patrios» lo que hacemos: «Y respecto que al honor mismo de la patria reclama el desagravio de las cenizas de los Héroes consagrados a su defensa, se exhumarán las de los beneméritos en Grado Heroico que señala el artículo anterior, y se depositarán en una caja que se conducirá a esta Capital, cuya llave se custodiará en el Archivo del Congreso.»

El desagravio es fundamental, conseguido el objetivo político: muchos de los personajes beneficiados por el decreto habían fallecido de muerte infamante: fusilados por la espalda como traidores, cuatro de ellos decapitados y separados los cráneos enviados a la Alhóndiga de Granaditas para susto y escarmiento del pueblo, y afrenta final de parte de sus contrincantes. El Congreso reivindica a la insurgencia: son beneméritos, son héroes. Explicitada su valía, el país se apoyaba en las virtudes de esos personajes como el cimiento de la nueva construcción.

El decreto mentado dispuso, emitido en julio, que las exhumaciones tenían que hacer se para que tooodos los restos llegaran a la ciudad de México para que los depositaran en la catedral «con toda la publicidad y pompa», el 17 de septiembre de ese mismo año. Medida inconsciente, si las hay, pensando en lo complicado que era en 1823 ir a toda carrera a Chihuahua, rescatar los restos, juntarlos con las cabezas que estaban en Guanajuato, ya no en las jaulas de las esquinas de la Alhóndiga, sino sepultadas en el panteón de San Sebastián de Guanajuato, a donde habían ido a dar el 28 de marzo de 1821, por órdenes de Anastasio Bustamante.

Así, pues, se procedió, aparentemente, con la idea de «aprisa» que se podía tener en aquel entonces: hay documentos fechados en Chihuahua el 18 de agosto de 1823 (nomás un mes después) , según los cuales se dieron instrucciones para que a la brevedad sacaran el cuerpo de Hidalgo de la Capilla de la Tercera Orden y los de Allende, Aldama y Jiménez del cementerio de la ciudad. Cosa, que, según los documentos, se apresuraron a cumplir.

 Prácticos como ya eran desde entonces los chihuahuenses, ellos sí pensaron en prevenir que no se les revolvieran. José de la Fuente, en su «Hidalgo Íntimo» reproduce las instrucciones emitidas en Chihuahua donde dispone que, «acomodados con la separación conveniente los restos de cada Benemérito difunto, separado e individualmente en términos de que con facilidad presten indubitable convencimiento de a quién corresponda, se depositen en una caja…». Es decir: si a alguien se le revolvieron en el proceso, no fue a los señores de Chihuahua.

 Se consigna en el documento que la exhumación se efectuó el 20 de agosto de 1823 y que, puestos en una caja cubierta «de bayeta azul» (algo como una funda de tela), se trasladaron «por cordillera» hasta Guanajuato, para reunir los cuerpos con las cabezas. El sistema de cordilleras era un mecanismo de comunicación en el cual un mensajero recorría con un documento un circuito integrado por diversas poblaciones.  Usualmente portaba documentos que la autoridad de cada pueblo copiaba. La idea, probablemente, se refería a recorrer las ciudades y poblaciones ya definidas en el sistema, como ruta segura para llegar a tiempo a la capital.

Y sí… llegaron, más o menos a tiempo… después de numerosas fiestas y actos que eran el gran desagravio que los mexicanos le ofrecían a los caudillos insurgentes. Al mismo tiempo, andaban en el Cerro del Bellaco desenterrando a Xavier Mina; rescatando de la hacienda de la Tlachiquera, en León, el cuerpo decapitado de Pedro Moreno (la cabeza, hasta donde se sabe, nunca se recuperó; Isauro Rionda indica que «un pariente» la rescató en Santa María de los Lagos en Jalisco y luego la enterró quién sabe dónde). Los restos de Chihuahua habrían llegado a Guanajuato el 1 de septiembre, se habían reunido cuerpos con cabezas y se habrían entregado a un teniente Luna. Pasaron el día 3 a San Miguel el Grande donde se les recibió con gran fiesta y ceremonia. De ahí, a Celaya, el día 4 en Apaseo el Grande y luego a Querétaro el día 5 (para estas alturas eso ya parecía tour de estrella de rock). El 6 de septiembre andaban por un poblado conocido como La Cañada y de ahí tomaron camino hacia la Villa de Guadalupe… y ahí los dejamos, reviajando, hasta mañana.

Para que pasen buena jornada, les dejo uno de los poemas guanajuatenses que se escribieron y circularon en esa época, esta vez en honor a Allende:

Octava

Libertad resonó en el pecho amante,

del Ilustre campeón americano,

y con valor intrépido y constante,

sacudió el yugo del soberbio hispano

De Allende esta virtud tan relevante

cual Héroe le fijó en el fasto Indiano;

mas por salvar la Patria ¡ay, Dios! perece,

y mayor en la tumba resplandece.




En todo el Reino

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