Ya sé que suena muy feo el título de esta entrada, pero eso fue exactamente lo que ocurrió. Y acá tenemos una variante en esta trágica historia de las piezas que conforman el patrimonio artístico de los mexicanos y que son objeto, para decirlo de manera fina, «poco cuidadas». Y ese «poco cuidado» a veces termina en desastre, y a veces, por la mano de no sé qué divinidad protectora de las obras de arte desamparadas, estas piezas la libran y siguen su periplo, que a veces resulta asombroso y aterrador. Esta es la historia de una pieza de presumible alcurnia, pero que, a semejanza de aquellos «hijos ilegítimos» del siglo XIX, a causa de su condición se vio involucrada en las más aterradoras peripecias. Seguro que muchos de los queridos visitantes de este reino conocen la imagen. Se trata de la alegoría de la Constitución de 1857, pintada por don Petronilo Monroy, uno de los artistas importantes del siglo XIX mexicano, alumno adelantado de la Academia de San Carlos, y mexiquense nacido en Tenancingo, y de quien se dice hizo sus primeras armas en esto de la creación bajo la mirada protectora y las enseñanzas de su hermano don José María.
Petronilo Monroy pintó muchas de las piezas importantes que nos quedan del siglo XIX. Muchas de ellas, bastante conocidas, desde un tierno Abrazo de Acatempan, hasta los retratos que de Iturbide y de Morelos (cuánta coherencia, la verdad) le fueron encargados al artista en tiempos de Maximiliano de Habsburgo. Muchas veces reproducida, aunque no necesariamente reconocido su autor, es esta, la espléndida alegoría de la Constitución de 1857, pintada por don Petronilo en plena República Restaurada, en 1868.
Poderosa, volátil a la vez que sensual, esta patria que acuna en su regazo a la constitución liberal simboliza todo el proyecto de país por el que duramos tres años agarrados de la greña a mitad del siglo XIX, por el que Francisco Zarco se volvió agente clandestino que editaba el Boletín ídem y por cuya causa y defensa el mismo redactor jefe de El Siglo Diez y Nueve se pasó un rato a la sombra en la infecta cárcel en la que lo encerraron sus no-amigos conservadores, para contraer el mal que lo mandó a la tumba.
Por este proyecto y esta constitución, los liberales puros entre los puros, que veían mal a don Benito por indulgente, acabaron disciplinándose junto al presidente oaxaqueño cuando hubo necesidad de resistir la invasión francesa. Poco autóctona, con escasos «rasgos mexicanos» (así dicen hoy día los payasos cuando quieren referirse a los más morenitos y de cabellos oscuros y renegridos de entre nosotros), es una patria liberal que no piensa sino en la formación de buenos ciudadanos, aunque para llegar a serlo no haya de otra que olvidar el pasado indígena, aún cuando se trate de la propia herencia personal, como fue, evidentemente, el caso del propio Benito Juárez o de Ignacio Manuel Altamirano.
Tan poderosa fue, en su momento, esta imagen de don Petronilo Monroy, que engalanó uno de los tomos de «México a Través de los Siglos», en una reproducción que no hizo don Petronilo, y que por tanto fue, comparativamente… digamos… desafortunada. Sin embargo, todos los contemporáneos del artista entendieron, los caballeros liberales metidos hasta las orejas en las letras y la política, los primeros: La obra de don Petronilo pertenece hoy día al patrimonio artístico-histórico de la Presidencia de la República, y se encuentra en Palacio Nacional. Es una pieza de esas cuyo valor se resume, simplemente en «incalculable» -casualmente, como nuestro Caballito-. Se trata de una pieza muy grande, lo que explica que, en el siglo XIX nadie se aventara la puntada de ir a fotografiarla y que, por ello, tuviésemos réplicas menos hermosas circulando en otras versiones de la historia nacional. Tener una pieza muy grande, implica bastantes problemas técnicos a la hora de siquiera intentar moverla, ya no digamos las broncas de aseguramientos y cuidado de la obra en su traslado, aunque sea a la habitación de junto. Eso explica por qué la pieza no se mueve del lugar que se le ha asignado en Palacio Nacional, y por qué la Presidencia de la República, del color que sea, se hace la occisa cuando se le pide en préstamo la pieza en cuestión.
Yo sé de dos proyectos museográficos, de los tiempos recientes, en los que se aspiró a exhibir la espléndida obra de Monroy. En uno de los dos casos, la solicitud a la Presidencia fue, sencillamente, ignorada. En el segundo caso, calculo que la ruta fue muy similar. Hasta cierto punto lo comprendo. Moverla sería un verdadero problema. Nomás de pensar en la necesidad de mandarle a hacer un embalaje, pues es posible, sólo posible que no lo tenga, me dan escalofríos. Hace años, cuando participé, por unos meses, en un barco que navegaba en tempestad, llamado conmemoraciones de 2010, me di cuerda con un ex amigo, y pensamos en que podríamos exhibir en la planta baja -es decir, un piso más abajo, sin mayores enredos- varias de esas piezas que representan a los próceres de nuestra narrativa épica.
Los conservadores de Palacio nos miraron con una expresión que se traducía más o menos como «Están de broma, ¿verdad?», y nos dejaron reproducir lo que nos dio la gana, pero de mover los cuadros, ni hablar. E insisto, razón no les falta. No querría ni imaginarme la bronca que sería intentar sacar «El Perdón», ese famoso megacuadro, también de Palacio Nacional, donde Nicolás Bravo indulta a un montón de realistas. De locos sería también intentar embalarlo y encontrarle un transporte. Hace años, bajándome de un auto en la plaza Tolsá -sí, el hogar de nuestro Caballito- vi a unos caballeros que llevaban al aire un cuadro inmenso, probablemente de unos cinco metros de largo por unos tres de alto. Sin embalaje, nomás con mucho cuidado. Y es que, puestos a pensar, ¿cómo le iban a hacer?
Por eso comprendo que el cuadro de don Petronilo no haya sido prestado en las dos ocasiones que conocí: una, para la Suprema Corte de Justicia, que pretendía, como lo logró, montar una interesante exposición sobre referencias artísticas sobre la Patria y la constitución, y otra, la muestra puesta en el Palacio de Iturbide llamada «México, Liberalismo y Modernidad, (1876-1917)» coordinada por mi querida maestra, historiadora Gloria Villegas, en la segunda mitad de 2008.
En cambio, existe una gemela de esta alegoría, una copia que se atribuye también a don Petronilo Monroy, y que pertenece, según entiendo, al Tribunal Superior de Justicia del Estado de Zacatecas. Por eso fue que conocí la pieza, y esta es la historia:
Hará unos 8 o 9 años, la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuitos fue invitada a participar, mediante la exhibición de la famosa «Patria» de Jorge González Camarena, que estaba, en aquellos días, bajo mi cuidado y custodia, en esta pequeña muestra de la SCJN a la que aludí en el párrafo anterior. las piezas eran interesantes. Había, entre ellas, una alegoría de la constitución de 1824, en escultura, prestada por el MUNAL.
Allí fue cuando me enteré de la existencia de esta «gemela» del cuadro de don Petronilo, pues, en vista de que Presidencia se había hecho la desentendida cuando le pidieron en préstamo a la niña creada por nuestros liberales, el muy competente abogado e historiador Salvador Cárdenas, quien coordinaba el proyecto y tenía noticia de la existencia de esta gemela, echó una llamada al tribunal zacatecano, que no se puso moños a la hora de ordenar el traslado de la pieza a la ciudad de México, para integrarse al proyecto de la Corte.
Esa fue la circunstancia que me permitió asomarme a una historia con mucho de escalofriante. La muestra se desarrolló como Salvador Cárdenas y la SCJN esperaban. El mitote empezó a la hora de desmontar la exhibición. Todos llegaríamos un mismo día y en horarios coincidentes por nuestras piezas. Cuando llegué por la tierna «Patria», ya había un alboroto bastante crecido, porque, a la hora de revisar las piezas para su entrega, alguien le había descubierto un golpe, a la altura de los pies, a la hija más o menos legítima de Petronilo Monroy. Don Salvador Cárdenas, un chihuahuense de piel muy blanca, tenía más bien el color de la ceniza. Y no era para menos, pues la Corte había tenido la decencia -que por falta de voluntad o de recursos no tienen todos los que piden prestadas piezas para una exposición- de generar su propia póliza de aseguramiento para cada obra expuesta. Nada más de pensar en lo que le podría salir el chiste a la SCJN, resulta muy comprensible la inquietud de don Salvador.
El personal de la Corte sintió que sus almas regresaban a sus respectivos cuerpos cuando Luis Gallardo, curador de la colección de la Conaliteg, examinó el trancazo que, efectivamente, tiene la pieza en la parte inferior, y determinó que el golpe era viejo, es decir, no era bronca de la SCJN. Don Salvador recobró su color. Yo, de pie junto al cuadro, miré hacia arriba, sólo para encontrarme con que, en la parte superior del cuadro, estaba la huella inconfundible de un trapo mojado que había sido aplicado, en un generoso, inocente e irresponsable intento por darle una limpiadita a la alegoría de la constitución liberal. No sólo se veía el manchón del dichoso trapo mojado, sino que, a lo largo de un buen trecho de la obra, se veía, con toda claridad, lesionando el barniz, el escurrimiento del excedente de agua que albergó el rementado trapo. Pero todo era asunto muy viejo, de modo que los entusiastas organizadores de la muestra en la Suprema Corte, recobraron la calma… por unos minutos más.
Porque, público inteligente y conocedor, la tranquilidad se volvió a desvanecer cuando aparecieron, llegados desde Zacatecas, un par de personajes, un tanto desaliñados, que se presentaron como los responsables de trasladar a la hija semilegítima de Petronilo Monroy a su hogar en Zacatecas. Lo que siguió fue inolvidable: con una seguridad que generó inquietud inmediata, firmaron de recibido, descolgaron el enorme cuadro y se arrancaron escaleras abajo, pues el transporte contratado por el tribunal zacatecano para llevar de regreso a su niña liberal, esperaba en la calle a espaldas del edificio de la SCJN.
Por esas #PerrasDudas que asaltan a la gente inteligente cuando ve una muestra de tal temeridad, toda la concurrencia, unos por llevar hasta el final el encargo, y otros por vulgar morbo mezclado con curiosidad, bajó junto con Salvador Cárdenas, para ver arrancar al transporte que devolvía el cuadro a su sitio.
Pero el espectáculo era digno, oh público inteligente, de ser contado ahora que llegan las fiestas de Muertos y se suelen compartir historias de horror: el transporte en cuestión era uno de esos camiones de redilas con estructura y techo de lona plástica. Con rapidez y eficacia, los enviados de Zacatecas habían medio envuelto el cuadro con colchonetas y sarapes -qué embalaje temporal ni qué nada- y, acostado, lo habían metido en el camioncillo. El problema adicional es que ni siquiera de trataba de un camión GRANDE, donde cupiera la pieza en su totalidad.
Así resultó que sobresalía de la caja del camión, al menos medio metro del cuadro, y el «copete» tallado en madera, de factura antigua, que lucía en la parte superior. Don Salvador Cárdenas volvió a palidecer intensamente.
Para estas alturas, todos los presentes estábamos al borde del llanto histérico. Lo primero que preguntamos era si creían que el cuadro iba seguro. Con esa tranquilidad que da la certeza de tener todo bajo control nos dijeron que sí, y mostraron el tinglado de mecates con que habían sujetado la pieza, entre su pijama de cobijas y colchonetas, Nos quedamos mudos.
Por los canijos remordimientos de conciencia que nos hubieran quedado de mantener cerrada la boca, varios señalamos el riesgo que corría el copete del marco y el extremo del cuadro, si se arrancaban por la libre en esas condiciones. Los zacatecanos nos miraron con extrañeza. Pero no vacilaron: «eso lo arreglamos ahorita», dijeron. Y ¡sopas! de la nada apareció un desarmador, con el que se abalanzaron sobre el cuadro. En tres patadas desatornillaron el copete tallado en madera. Les digo que esos son los casos en los que el estupor paraliza, porque cuesta trabajo asimilar tales actos de audacia extrema. Finalizada la maniobra, los enviados envolvieron en otro sarape el copete, dando a entender muy bien que lo hacían por mera deferencia a aquella pequeña tropa de chilangos naturalizados o de nacimiento, que hacían tanta alharaca por algo que a ellos no les parecía tan grave. La pequeña tropa, al mismo tiempo, estaba ocupada en recoger del suelo sus quijadas.
Don Salvador Cárdenas hizo un último intento. Con extrema educación le solicitó a los zacatecanos más audaces del estado considerar que estaban transportando una pieza antigua y valiosa. ¿No sería preferible llamar a Zacatecas, y pedir que enviaran un transporte donde, por lo menos, la gemela medio legítima de la constitución de 1857, cupiera completa? Los responsables de la aventura se negaron en redondo. Argumentaron que ese era el transporte que había pagado ya el Tribunal Superior de Justicia de Zacatecas, y en ese llegaría la muchacha liberal a su hogar. De modo que saludaron muy atentamente, un tercer chalán se trepó a la caja del camioncillo, para ir vigilante y atento, y el expreso Suprema Corte-Zacatecas se arrancó tendido, dejándonos en el alma una leve inquietud.
Pasó el tiempo, La historia se volvió una buena pieza en el anecdotario. Unos años más tarde, cuando mi maestra, la querida Gloria Villegas, generosa, nos regaló una visita guiada por ella a la muestra «México, Liberalismo y Modernidad, (1876-1917)», al entrar al Palacio de Iturbide, lo primero que vi fue a la hija legitimada de Petronilo Monroy, como pieza inicial de aquel proyecto museográfico. Había sobrevivido, y allí estaba, con todo y el copete de madera tallada, restituido en su sitio.
Recuerdo que se me salió una enorme sonrisa al encontrarme de nuevo con el cuadro. Me acerqué, y, en la parte baja, continuaba el golpe. Miré hacia arriba, y seguía allí la señal dejada por una señora con trapo mojado. Pero ahí seguía, hermosa, rotunda, aquella representación de la patria, confiada en el futuro que garantizaba la constitución que acunaba en el regazo. Ya no recuerdo a quién le aprendí aquello de que Dios protege a los inocentes. Hija de una educación laica y liberal, estos son los casos en los que me cuesta trabajo explicarme estas raras historias de supervivencia. Pero no puedo negar que algo, alguien, alguna deidad muerta de risa, acompañó a la otra hija de Petronilo Monroy en su centelleante viaje de regreso a Zacatecas.
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