Posts Tagged ‘Panteón del Campo Florido

13
Ene
15

El destino final de Manuel Acuña y algunas maledicencias decimonónicas.

guillermo_prieto cuarenton

Don Guillermo Prieto, en una época en que aún no adquiría su aspecto de ancianito inofensivo.

 

Pasaron los años, y del tremebundo caso del suicidio de Manuel Acuña, desesperado porque Rosario de la Peña rechazó sus propuestas amorosas, se dejó de hablar como uno de los sucesos escandalosos de la república de las letras de la última parte del siglo XIX. No obstante, la historia, descrita a grandes rasgos, sin incluir el asunto de Laura Méndez, y con énfasis en el famoso «Nocturno» que le quitó texturas al trabajo poético del saltillense, se incrustó para siempre en la sensibilidad popular del pueblo, al que le encantan las historias trágicas que le permitan solidarizarse con el héroe de la narración. Así fue con Manuel Acuña, a quien sus cuates dejaron tranquilo en su tumba del panteón del Campo Florido… unos cuantos años, hasta 1890 cuando decidieron trasladar lo que del poeta quedara al panteón de Dolores.

Rosario de la Peña, en tanto, continuó su vida de musa, tocada también por la tragedia de sus amores frustrados por la sífilis de Manuel M. Flores. Pero su reputación pública adquirió un marbete imborrable: Acuña se había suicidado por ella y no había más que decir. Aquella acusación que don Nacho Altamirano le había lanzado no bien corrió por la ciudad la noticia del suicidio, «Rosario, ¿qué ha hecho? ¡Acuña se acaba de matar por usted!» se convirtió casi en un tatuaje que no se desprendió ni cuando, medio siglo después, ella decidió poner las cosas en su lugar.

ACUÑA SALE DEL CAMPO FLORIDO.

Manuel Acuña fue afortunado, porque para 1890 tenía aún amigos que lo quisieron tanto, que se ocuparon de que sus restos no desaparecieran en el vértigo de la transformación de la ciudad de México. Cuando Acuña fue llevado a enterrar, el Panteón del Campo Florido estaba casi en las afueras de la ciudad de México. Como ocurrió con el cercano Panteón General de la Piedad, fue una burrada monumental la elección de esos emplazamientos para construirle cementerios a una ciudad que ciertamente los requería a gritos, pues los viejos camposantos heredados de los años previos a la Reforma, aparte de estar enclavados en las parroquias de la ciudad, eran objeto, un día sí y otro también, de críticas y recelos debido a los «miasmas» que los panteones verticales podían esparcir por toda la ciudad. Ya se acababa el siglo XIX, y había muchos a los que no se les olvidaba que en varios de aquellos cementerios, Santa Paula y San Fernando incluidos, reposaban las víctimas de las  grandes epidemias de cólera que habían azotado en otros tiempos a la capital mexicana.

De modo que para 1890, al Panteón del Campo Florido ya se lo había llevado la tristeza. Es que cuesta trabajo entender cómo es que, sabiendo que el llamado Campo Florido desde hacía más de un siglo, era zona chinampera -es decir que allí había lago todavía- se le hizo fácil al Ayuntamiento de esta sufrida ciudad acceder a otorgar una concesión para trazar y desarrollar un cementerio. Es cierto que la necesidad era mucha, en especial de la gente más pobre, pero, como en tantas otras ocasiones ha ocurrido para mal de esta antigua y pacientísima capital, la ocurrencia tuvo feas consecuencias.

Por el deterioro sistemático que sufrió el cementerio, el Campo Florido se volvió muy pronto un cementerio de pobres, donde había tumbas hasta de sexta clase, pero la calidad del lugar era tan mala, que una tumba de primera clase en ese lugar equivalía a las de segunda clase en el resto de los panteones de la ciudad. Y aunque unos años antes Altamirano se había referido a Campo Florido como «un potrero horripilante», el dinero recolectado solamente alcanzaba para enterrar allí a Acuña.

Cuando llegó allí el cortejo fúnebre, la honorable concurrencia sabía muy bien en dónde dejaba a su querido muerto: el año anterior, se había tenido que abrir una zanja como probable desagüe; el sismo del 27 de marzo de 1872 había causado daños importantes que debieron repararse, y, ya entrado en gastos, al Ayuntamiento se le ocurrió que era una buena idea pintarlo y numerar los nichos. Para 1873, año del sepelio de Acuña, los arreglos ya sumaban la nada despreciable cantidad de mil 800 pesos.

Pero el deterioro era imparable. Cadáveres y humedad nunca han hecho buena combinación. Tres años después del funeral de Acuña, en 1876, los vecinos del barrio del Campo Florido, que con los años se convertiría en parte de la Colonia de los Doctores, le escribieron al Ayuntamiento: solicitaban la clausura del panteón. Como no les quedaba otra que apechugar con la enorme regada, las autoridades de la ciudad accedieron dos años después. Ese mismo año, 1878, se cayó una de las bardas del cementerio; el Ayuntamiento se dedicó a sacar costales y costales de «tierra salitrosa». De ahí en adelante, la expresión «caerse a pedazos» se pudo considerar un claro reflejo de lo que pasaba en el Campo Florido.

Para 1884, la puerta del camposanto ya estaba inservible. Un año después, el Ayutamiento tomó parte de los terrenos del panteón para abrir una vía «de tránsito público», y así nació la calle, aún existente, de Doctor Andrade. En 1888 con otra caída de barda de por medio, el Ayuntamiento se hizo de otra parte del panteón para «prolongar la  4a. Calle Ancha», que hoy existe aún y se llama Doctor José María Vértiz, a la altura de la avenida Dr. Leopoldo Río de la Loza. Al iniciar la última década del siglo XIX, en los documentos oficiales ya se hablaba del «extinguido» panteón del Campo Florido.

Como en esta ciudad el proceso de desaparición de un cementerio ha sido, o bien muy rápido o bien escandalosamente lento, siempre que uno revisa los archivos antiguos se encuentra con historias de horror: en el Campo Florido sucedieron derrumbes de bardas y monumentos; y sólo hasta 1894 el Ayuntamiento asumió la totalidad de la situación y propuso la traza de calles en los terrenos del cementerio: nacía la Colonia de los Doctores y el proyecto engullió al maltratado panteón.

Viendo cómo estaban las cosas, los amigos de Acuña se aplicaron a rescatar los restos del poeta, y en 1890 se le exhumó y se le llevó al panteón de Dolores, endiabladamente lejano, pero sólido y sin problemas. Además, el ayuntamiento, generoso, ofreció y puso una tumba de primera clase para acoger los despojos del poeta. Insisto en que Acuña fue afortunado, porque todavía en 1910 continuaban las exhumaciones del Campo Florido para trasladar restos a Dolores; primero aquellos que tenían familia o amigos que les reclamaran. A ellos se les canjeaba el lote del panteón clausurado por una nueva fosa. Pero a todos los que no tenían ya quienes vieran por ellos, fueron exhumados y trasladados en aterradora multitud, en un carro, para ser depositados en el osario del mismo Dolores. Puesto que la familia de Acuña estaba en la lejana Coahuila, y su hijo también dormía la eternidad en el Campo Florido, no había parientes que rescataran los restos. Por fortuna, sus amigos, leales, por un lado, y por otro encantados de prolongar la leyenda romántica, recogieron sus despojos y los pusieron a salvo hasta que en 1917 fueron llevados a la Rotonda de los Coahuilenses Ilustres, en Saltillo, donde aún permanecen. De lo que pasó con los restos del bebé Acuña Méndez, nota melancólica, no he encontrado ninguna referencia.

CHISMES, ESPECULACIONES, MALA FE.

Mílada Bazant, biógrafa de Laura Méndez Lefort, asegura que Rosario se dejó entrevistar en 1919, cuando tenía 72 años, por un sacerdote llamado José Castillo y Piña quien, en un libro de recuerdos publicado en quién sabe dónde, por quién sabe quién, ¡veintidós años después! o sea en 1941, vertió las confidencias de la presunta culpable directísima de la muerte de Manuel Acuña. Pedro Caffarel, otro biógrafo del suicida, afirma que Castillo y Piña era confesor de Rosario en los años de vejez de la dama y alude al mismo título de memorias..

Como ocurre a veces cuando se trabaja ese género peculiar que algunos historiadores contemporáneos desprecian, llamado biografía, es evidente que Bazant acabó por tomar partido por su personaje a la hora de hablar del asunto Acuña, para examinar un verdadero chisme, promovido por la mala fe de alguien que supo, en su momento, de todos los sucesos y dramas pasionales que hasta aquí he narrado; que presenció y probablemente fue partícipe de las maledicencias en torno a la poco convencional -para la época- vida personal de Laura Méndez y que, si hacemos caso a Bazant, que recupera los rollos del presbítero Castillo y Piña, contó Rosario en aquella ocasión.

Suena a chisme, verdaderamente se trata de un chisme: esta versión asegura que Rosario habló mal de Laura y de la manera en que se involucró «carnalmente» con Manuel Acuña, orillada por la desventura, el frío y una repentina calentura. Bazant dedica unas líneas a demostrar que la maledicencia es imposible, pues ubicaba el suceso en un trance de enfermedad y agonía del padre de Laura, en tiempos y fechas donde tales cosas no ocurrieron. El detalle sirve, no obstante para que la investigadora tilde a Rosario de la Peña de mezquina, de amargada y además de «ruin», si ella fuese la inventora de la perversa historia, porque esta Rosario que construye el chisme, habría asegurado que, desde esos tiempos, y enredado con Laura Méndez, le nació al poeta la idea de suicidarse.

Especula Bazant si estas confidencias hechas por Rosario al cura Castillo y Piña no tuvieron el secreto impulso de los celos: celos de no haber sido la única en el corazón de Acuña. Si algún día damos con la referencia seria de esta entrevista, y la diéramos por sólida, parecería que el fin ulterior perseguido por Rosario sería endilgarle a Laura Méndez el dudoso honor de ser la culpable del suicidio del coahuilense y sacarse de encima cualquier responsabilidad que ella hubiese podido tener, pese a lo que en su momento dijera Ignacio Manuel Altamirano.

Los maledicencias en torno a la tragedia de Acuña no tienen una única fuente: Bazant recupera otra historia, publicada en la biografía de Acuña que Francisco Castillo Nájera dio a conocer en 1950, publicada por la Imprenta Universitaria, y que culpa al Romancero, al entrañable Guillermo Prieto, de todo cuanto de trágico se desencadenó en la vida de Manuel Acuña.

Habituados los capitalinos de buena parte del siglo XIX a ver a Guillermo Prieto en calidad de cronista, testigo o protagonista e la mitad de los hechos notables ocurridos en el país, hasta raro sería que en esta historia, cuyos protagonistas son escritores, poetas y periodistas, estuviera ausente el travieso y vivísimo Fidel.

La conseja recuperada por Bazant señala que don Guillermo le tenía viva antipatía a Acuña por haberle «volado» a una chica a la cual el Romancero galanteaba: Laura Méndez. El origen de esta narración está, evidentemente, en que Prieto fue maestro de Historia de Laura en la Escuela de Artes y Oficios, de la cual, como ya he contado, el poeta, periodista y político, aparte de dar clase, formaba parte de la Junta Directiva.

Hay que decir que, para 1867, año de creación de la escuela, Guillermo Prieto era ya un señor que le pegaba al medio siglo, que, en aquellos días, significaba estar dentro de ese conjunto que hoy llamamos «de la tercera edad». Un viejo, pues. Si a ello le agregamos que don Guillermo sí parecía viejito -barbita, güero y canosón- desde los años de la Guerra de Reforma, su aspecto de venerable abuelito empezó a promoverse cuando al buen hombre todavía le quedaban treinta años largos de andar en este planeta.

Y no sería la primera vez que Prieto, con su pasión por andar metiéndose en lo que le importaba y en lo que no le importaba, sería personaje de chismorreos y anécdotas: una conseja, esta sí completamente falsa, con un montón de pruebas, lo señalaba como el facilitador inconsciente de la muerte de Benito Juárez… envenenado. Una vieja tradición, que lleva décadas entusiasmando a los partidarios de la derecha católica antiliberal, asegura que Juárez murió envenenado con el extracto de una planta llamada veintiunilla -porque a los 21 días exactos de ingerirla se va uno a criar malvas-,  administrada por una mujer que, enferma de rencor por el triunfo liberal de 1867, que le había costado la existencia del amor de su vida, se había apersonado en la capital cinco años después, y, haciendo gala de su belleza y uso de su encanto, había fascinado al pobre de don Guillermo, que no vaciló en llevarla a la ópera y a una tertulia donde estaba el presidente. La vengadora en cuestión se las habría arreglado para verter en la copa del presidente oaxaqueño un poco del veneno fatal, con las consecuencias históricamente conocidas. A estas alturas del partido, esta narración se ha comprobado como falsa, no solamente por historiadores, sino por médicos interesados en el tema.

Lo que sí es cierto, narrado en diversos testimonios, es que don Guillermo dio clases largos años en la Escuela de Artes y Oficios, y las colegialas lo apapachaban, lo acompañaban y cuidaban de él. Este chisme que lo involucra en el caso Acuña afirma dos cosas: la primera, que Prieto, insigne poeta, veía mal, por simple competencia profesional, el talento del joven Acuña. La segunda, que el Romancero porfiaba en cortejar a Laura Méndez, y cuando fue sabido que ella andaba en relaciones amorosas con el poeta joven, a don Guillermo lo invadieron los celos y la mala voluntad, mismos que lo llevaron a contarle a Rosario todo lo que sabía de la vida amorosa de Acuña, provocando que la musa echara de su vida al de Coahuila con cajas destempladas, para llevarlo derecho al suicidio.

Probablemente esa fue una de las muchas cosas que en su momento se dijeron acerca de los móviles que pudo tener Manuel Acuña para quitarse la vida. Finalmente, algunas de estas historias fueron confirmadas y otras aclaradas por Rosario cuando llegó el cincuentenario luctuoso del poeta malogrado y la, para entonces, viejecita, se encontró con uno de esos personajes aún extraños en la vida cotidiana del México de la tercera década del siglo XX: un reportero.

01
Ene
15

Adiós a diciembre: muerte y funeral de Manuel Acuña.

Manuel_Acuña

 

No existe sino esta imagen del que fue estudiante de medicina y poeta Manuel Acuña. Quiso el azar que llegara a mis manos un volumen recién editado por Conaculta en el otoño de este año que se va, y que contiene la poesía completa del trágico saltillense. Es en este diciembre que hoy acaba cuando se cumplieron 141 años de que este hombre decidió hacer mutis por voluntad propia y se administró una considerable dosis de cianuro para dejar de sufrir de amores, para dejar de tragar depresiones y para librarse de unos cuantos problemas.

Con su suicidio ocurrido el 6 de diciembre de 1873, el poeta consolidó su halo trágico, se afirmó como uno de los grandes personajes dramáticos de la república de las letras del México decimonónico, dejó su obra a salvo del olvido masivo, y de paso, se llevó por delante la tranquilidad y algo de la reputación de la señorita Rosario de la Peña, cuya imagen y prestigio se quedó anclada para siempre a las broncas existenciales del poeta, transformada en el personaje casi central del famosísimo «Nocturno», y digo «casi», porque como recordará bien la honorable concurrencia, por encima de todas las cosas, «como un dios», estaba la santa mamacita del señor Acuña.

Invariablemente se recuerda a Acuña por su sonadísimo final, aunque la mayor parte del público masivo solamente conozca de él el «Nocturno» y ese otro poema tan a juego con su vocación autodestructiva, «A un cadáver».  Bien dice mi querido amigo don Susanito Peñafiel y Somellera que Acuña y sus compinches, los románticos de la segunda mitad del siglo diecinueve, eran como los emos de entonces.

Aún hoy, en el muro sur del hoy Museo de Medicina de la UNAM, sede de la Escuela de Medicina en tiempos del poeta, y en alguna época palacio inquisitorial, se conserva una placa, colocada por esa interesantísima empresa que fue la Cigarrera El Buen Tono, donde se señala que, del otro lado del grueso muro, en un espacio que hoy está dedicado a la exposición permanente del lugar, estuvo la habitación que ocupó -y en la que murió- el estudiante de medicina Acuña. Es claro que el lugar le encantaba, con toda su carga histórica negativa, con un añadido que seguramente le resultaba sumamente atractivo.

Esa celda de humilde estudiante era la misma que, poco más de una década antes, había ocupado otro alumno de la Escuela de Medicina que también le hacía a la poesía y a la narrativa: Juan Díaz Covarrubias, amigo muy querido de Ignacio Manuel Altamirano, y que pasó a la historia política del país no tanto por su aún joven obra, ni por sus simpatías liberales, sino porque, con algunos otros aspirantes a médicos y algunos ciudadanos sin peculiaridades, murió asesinado en abril de 1859, en uno de los incidentes más feos de la guerra de Reforma, que le proporcionó al bando liberal su dotación de mártires. De hecho así se les conoce aún tantos años después: los Mártires de Tacubaya,  convertidos en tales por el que es verdaderamente el villano químicamente puro de la historia mexicana, y del que los desmitificadores no han dado plena cuenta (probablemente porque no lo conocen): el general Leonardo Márquez. Todo el asunto, bastante trágico ciertamente, y fuente de sistemático rencor liberal contra los conservadores, dio para mucha poesía, muchos manifiestos y muchas conmemoraciones a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX. Acuña, que probablemente hallaba algunos puntos de coincidencia entre su propio perfil y el de Díaz Covarrubias, le escribió un largo poema al colega malogrado, donde se halla una décima, la única que yo conozco, dedicada al Tigre de Tacubaya:

Un monstruo cuya memoria

casi en lo espantoso raya,

el que subió en Tacubaya

al cadalso de la historia,

sacrificando su gloria

creyó su triunfo más cierto,

sin ver en su desacierto,

y en su crueldad olvidando,

que un labio abierto y cantando

habla menos que el de un muerto.

A ratos, ha surgido alguna especulación en torno a la muerte de Acuña, según la cual, el coahuilense habría sido asesinado. Tal es la idea que sostiene el periodista César Güemes en su novela, editada hará unos cinco años, titulada «Cinco balas para Manuel Acuña», donde sostiene que una mirada al entorno, a lo que vivía el poeta en aquel diciembre de 1873, no da solidez al principio de autodestrucción que lo habría llevado al suicidio. Tal es su interpretación del pasado.

Pero una lectura atenta de ese mismo diciembre de 1873, del pasado inmediato que había vivido Acuña, de sus problemas personales, que no eran pocos, de su no muy sólida salud, de sus altibajos anímicos  y de este volumen que reúne su poesía, permiten ver a un personaje que a lo largo de ese año fue clavándose en la contemplación de la muerte, en el elogio de la muerte que a su fragilidad emocional comenzó a parecerle indiscutiblemente atractivo.

Muerto a los 24 años, Acuña tuvo tiempo de hacer unas cuantas cosas más que enamorarse de Rosario de la Peña.  Llegado a la ciudad de México a los 16 años, sus inquietudes literarias lo llevaron a formar parte de esa espléndida pandilla liberal que, pasada la época de la confrontación armada, y pastoreados de buena de por don Nacho Altamirano, vivían en redacciones y tertulias, escribendo y reconstruyendo el mundo que habían ganado a fuerza de guerrilla de pluma, la mayor parte de ellos, y con la espada añadida, en los casos concretísimos del propio Altamirano, Vicente Riva Palacio y algunos otros a los que les gustaba la grilla combinada con las  letras.

Es muy probable que Acuña llegara a este ambiente del brazo de su cercanísimo amigo Juan de Dios Peza, que desde que era un chamaco quinceañero andaba en las reuniones donde Prieto lo apapachaba, el Nigromante le corregía los poemas y Altamirano lo enrolaba en sus proyectos culturales. Lo cierto es que Acuña adoptó muy pronto el ideario liberal. Y si hacemos caso a Peza, quien cuenta que Altamirano «mimaba como hijo» al muchacho de Saltillo, era inevitable que el joven poeta acabara involucrado, como ocurrió en las grillas y peleas a las que don Nacho era muy aficionado, empeñado como estaba en pisotear de mala manera a los bichos conservadores que, agazapados en sus nidos después de la derrota de 1867, aguardaban alguna circunstancia favorable para reaparecer.

Eso explica que Acuña publicara escritos y poemas en varios periódicos de aquellos años, entre otros, El Libre Pensador, periódico que armó don Nacho con la intención de apalear a los conservadores católicos que hacían una cosa llamada La Voz de México, que primero apareció como una agrupación que aspiraba a promover el ejercicio de la caridad y el apoyo a los necesitados y que luego decidió hacer su publicación de evidente corte conservador y cuyos autores vivían agarrados de la greña, sistemáticamente con Altamirano, quien los pateaba y fustigaba cada vez que tenía tiempo y ganas -que era casi siempre- y los otros le repelaban y rezongaban en sus páginas. Receloso Altamirano, como seguramente lo estaban algunos de sus amigos en el gobierno, de que los conservadores intentaran rehacer su presencia pública, decidió, en complot con algunos de sus amigos, hacer un periódico, «El Libre Pensador», dedicado a fastidiar conservadores por la vertiente del debate político y la reflexión religiosa.

«El Libre Pensador» tuvo una corta vida, pues se suponía que el periódico iba a ser subvencionado, es decir, financiado por la mano generosa del gobierno juarista. Pero ocurría que el gobierno juarista siempre andaba escaso de fondos, y lo que ofrecía pagar lo pagaba escasamente y tarde. No obstante, Altamirano estaba en toda la disposición de ayudar, y embarcó a varios de sus amigos en el proyecto, ya fuera para editar, como ocurrió con José Batiza, quien apareció como director del periódico, ya fuera para traducir, como hizo con el músico y botánico alemán Luis (Ludwig) Hahn o para aportar trabajo poético, como hizo con Acuña. Pero en ese 1870, donde la grilla y el esfuerzo por apretar la piedra sobre la cabeza de las alimañas conservadoras, convirtió la conmemoración del 5 de mayo en un asunto apoteósico, apareció el Libre Pensador como órgano de la Sociedad de Libreprensadores y Manuel Acuña dio a conocer un poema en honor de Melchor Ocampo, asesinado en 1861 por una gavilla de conservadores en derrota pero llenos de rencor. En esas andaba también el muchacho Acuña, hasta que el periódico, por falta de fondos -nunca le dieron a don Nacho la subvención prometida- cerró, lo que ocurrió a fines de ese mismo año.

Se equivoca quien imagine a Acuña solamente haciendo poesía por pura estética: incursionó en la poesía patriótica en torno a la conmemoración del 5 de mayo, e hizo varias composiciones respecto a la conmemoración del inicio de la guerra de independencia, y el largo poema a la memoria de Díaz Covarrubias era más que la mera simpatía por el colega asesinado. Era inevitable, en tiempos de la República Restaurada, estar metido en el mundo de la literatura y los periódicos y no inmiscuirse en los intensos agarrones políticos que caracterizaban la vida intelectual de la época.

Grillas aparte, si seguimos con atención la trayectoria que describe la poesía de Acuña, advertimos sus pasiones, sus aficiones y sus amores. Hay varias composiciones dedicadas a la Sociedad Filoiátrica y de Beneficencia de los Alumnos de la Escuela de Medicina, todas ellas centradas en el deber ético y moral del médico. A medida que avanza el ordenamiento de la poesía de Acuña toda ella publicada en periódicos y revistas, y solamente compilada al año siguiente de su muerte (1874) aparecen temas que hablarían, en el lenguaje de la época, de la fragilidad de sus emociones y de su espíritu, impresionado por la finitud de la vida, trátese de médicos, de actrices de la época o del mismísmo Ruiseñor Mexicano, doña Ángela Peralta.

Ese es el proceso de inquietud, de depresión que se refleja en la poesía de Acuña. Si se articula el contenido de su obra con las escasas memorias que de él nos dejaron sus contemporáneos, tenemos a un coahuilense de temperamento depresivo, de salud débil, adicto a un café que Peza describe espesísimo, generalmente sin un centavo. A Altamirano, que también le daban esos ataques melancólico-depresivos (nada más que él se los aguantaba a valor mexicano), le debe haber inspirado simpatía y le nació alguna peculiar identificación con el joven Acuña.  El suicidio del coahuilense, sus rebotes, enredos y ramificaciones, se iba a convertir en uno de los chismes más sonados del mundillo intelectual -que no dejaba de ser una élite- del México de la República Restaurada.

Cuando el 6 de diciembre de 1873, Juan de Dios Peza encontró muerto a Acuña en su cuarto de estudiante, el sentimiento colectivo fue aparatosísimo. Exaltado, y en un ataque de acelere, Nacho Altamirano se lanzó a la casa de Rosario de la Peña, distante unas pocas calles de su domicilio -la casa que fue de Altamirano aún existe en la esquina del Eje Central Lázaro Cárdenas y Tacuba, y la de Rosario estaba en la calle de Santa Isabel, donde hoy se encuentra el Palacio de Bellas Artes-, entró corriendo hasta las habitaciones de la muchacha, y le gritó: «¡Rosario! ¿qué ha hecho? ¡Acuña se acaba de matar por usted!»

A la distancia, y con lo que hoy sabemos del incidente, la frase puede verse como uno de los arrebatos de don Nacho, que en ocasiones se aceleraba, y hablaba o escribía al calor de sus exaltados sentimientos, y en algunas ocasiones hubo de retractarse o intentar componer el exabrupto. Que sepamos, Altamirano no se retractó esta vez.

En cuanto al «Nocturno», tenido por muchos como lo último que hizo Acuña antes de envenenarse, asegura Juan de Dios Peza que tenía, por lo menos, tres meses de andar rebotando en las tertulias y reuniones del círculo del poeta, e incluso ya se lo sabían. Sin embargo, en el imaginario colectivo se quedó como el último poema escrito por el suicida.

El funeral de Acuña resultó bastante aparatoso. La Escuela de Medicina entera, con el doctor Leopoldo Río de la Loza, entonces director, a la cabeza, lloraron y negociaron para que, en vez de que el cadáver se llevara al hospital de San Pablo, que después se llamó Juárez para hacerle la autopsia, ésta se le hiciera en la propia escuela. A la hora de la hora no le hicieron autopsia: les bastó con el testimonio de Peza y algunos otros compañeros que acudieron a los gritos del amigo del alma, que reconoció, como escribió, «el olor de las almedras amargas» en los labios de Acuña, que identifica a quienes se han administrado un cafecito endulzado con unas cuantas cucharadas de cianuro. Peza añade que con una bombita sacaron del estómago del cadáver lo que quedaba del veneno, y ahí se acabó la historia.

Llevaron a Manuel Acuña al Panteón del Campo Florido, en lo que hoy es la colonia de los Doctores. Era un cementerio de pobres, y quizá en el mitote del suicidio y el sepelio, les pareció más adecuado que el Panteón General de la Piedad (que estuvo en lo que hoy es la orilla sur de colonia Roma y que desapareció a principios del siglo XX). Si en algo valió en esos momentos la opinión de Altamirano, debe haberse inclinado por el Campo Florido, primero porque nadie nadaba en oro, y en segundo término porque, unos meses antes, en septiembre, don Nacho, en su calidad de primer secretario de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, se había visto en la necesidad de sepultar en La Piedad a Luis Hahn, integrante de la organización, compañero de grillas y amigo querido, que había muerto solo y pobre. Para cuando se enterró allí al bueno del profesor Hahn, ya se habían ido al caño todas las expectativas que el Ayuntamiento, la ciudad entera y Altamirano en particular (él había pronunciado, un año antes, el discurso inaugural), tenían sobre un cementerio que se anunció como moderno e higiénico.

A fines de septiembre de 1873, el médico responsable de supervisar las buenas condiciones del Panteón de la Piedad, notificó al Ayuntamiento que urgía arreglar el cementerio y armarle un buen desagüe, porque el lugar se anegaba brutalmente en época de lluvias. Además, cada vez que se cavaba una fosa, apenas se llegaba al metro de profundidad y ya empezaba a brotar agua del suelo. El cementerio había sido un fracaso, y aún faltaban tres décadas para que el Ayuntamiento se decidiera a desaparecerlo. Sabiendo todo esto, optaron por enterrar a Acuña, con el dinero obtenido por colecta, en el Panteón del Campo Florido, que tampoco era una maravilla, como ya se sabía y se iba a comprobar años después.

Salió el cortejo de la plaza de Santo Domingo y cruzó las pequeñas calles para salir a San Francisco (hoy Madero),  y tomar luego por la vieja San Juan de Letrán y el Niño Perdido -en sentido contrario de como hoy fluye el Eje Central Lázaro Cárdenas- y en la calle del Hospital Real dieron vuelta a la derecha para entrar directo al cementerio. La única huella que hoy queda de ese cementerio, es la iglesia que sobrevive.

Allí quedaron los restos de Manuel Acuña, y la historia trágico-romántica de sus amores fracasados, porque Rosario de la Peña nunca le correspondió, quedó en la imaginación del pueblo, donde permanece hasta ahora. Porque la parte del sonadísimo enredo sentimental entre Acuña, Rosario, dos mujeres más, un amigo del poeta, y hasta Guillermo Prieto e Ignacio Ramírez, todo mundo se la calló, a pesar de que era asunto muuuy sabido. Enterrado Acuña a principios de diciembre de 1873, unas pocas semanas más tarde, en enero de 1874, se daba sepultura, en el mismo Campo Florido, a un bebé de unos pocos meses, llamado Manuel Acuña Méndez, hijo del suicida. La madre era la misma Laura a la que el poeta le había dedicado hacía mucho un largo trabajo. De ella, poeta y escritora con mérito propio, de los enredos con un par de viejos liberales, uno de ellos enamorado y otro con pasión por el chisme, y de lo que finalmente contó Rosario medio siglo más tarde, les cuento mañana, el año que viene, que espero nos sea propicio a todos.

 

 

 

 

 

23
May
13

Las necrópolis desaparecidas: procesos de muerte lenta.

Tiene razón mi colega -que es también periodista e historiador- Héctor de Mauleón cuando escribe que caminamos sobre muertos, en alusión a los cementerios desaparecidos de nuestras calles, que son, en principio, muchos. De Mauleón escribió  este lunes, y lo pueden leer acá, acerca de dos de los más notorios cementerios decimonónicos de la ciudad de México: Santa Paula y el Campo Florido. Pero esos son apenas un par de los múltiples lugares de enterramientos que los habitantes de Tenochtitlan tuvimos en algún momento.

Con mucho sentido común, la investigadora del INAH Ethel Herrera ha elaborado una lista de 73 sitios, en la zona central de esta ciudad, que fueron cementerios o bien, que, a la luz de las costumbres de los siglos de vida virreinal, son emplazamientos donde muy probablemente hubo pequeños cementerios.

La lista inicia con la Catedral Metropolitana -hay muchas referencias dispersas sobre el panteón de la catedral- y acaba en Santa Paula, pasando por parroquias,  conventos de religiosos, conventos de religiosas -remember el coro bajo de San Jerónimo y don Francisco de la Maza mirando cómo sacaban a paletadas tierra y huesos de contemporáneas de Sor Juana- , colegios, hospitales y espacios dedicados a los muertos poco apreciados, como los criminales ajusticiados, que hallaron reposo en dos sitios, el desaparecido panteón de la Santa Veracruz, que recibía los cuerpos de los ajusticiados por el Tribunal de la Acordada, y la Casa de la Misericordia, en la orilla norte de la ciudad, a donde iban a dar los despojos de quienes morían ejecutados en la Plaza Mayor.

ALGUNAS NOTICIAS SOBRE LOS PANTEONES DE LA VIEJA CIUDAD

Sólo con los virreyes de las reformas borbónicas nos pusimos modernos: a partir de las Instrucciones de Carlos III,  los virreyes Revillagigedo e Iturrigaray promovieron la construcción de cementerios en las afueras  de la ciudad, y limitaron y/o suspendieron los entierros en las parroquias de la ciudad. A esos días se remonta la creación de Santa Paula, en 1784.

Aunque Santa Paula estuvo «de moda» muchos años, y era de los favoritos de los habitantes de la ciudad para ir a «llorar el hueso» en Día de Muertos -cosa que le reventaba a don Nacho Altamirano-  lo cierto es  que hacia 1869 había ya quejas porque el lugar resultaba insalubre. Lo cerraron, finalmente, en 1881, después de haber sido escenario de hechos memorables, como los sepelios de algunos mexicanos que resistieron la invasión estadounidense a la capital, y sucesos tan esperpénticos como el entierro de la pierna de Antonio López de Santa Anna. Se tiene noticia de que, para 1885, el Ayuntamiento había vendido prácticamente todo el terreno, fraccionado, del viejo cementerio.

Lo mismo ocurrió con el Panteón de los Ángeles, en el barrio del mismo nombre, y cuya iglesia todavía existe. La desaparición del camposanto fue tan radical, que, si bien tenemos idea de dónde estaba, no hay manera de ubicar nada. Un querido amigo coahuilense, en busca de los restos de su antepasado, un brigadier trigarante, compañero de armas de Itubide, de Nicolás Bravo y de Guadalupe Victoria, que había recibido sepultura allí, se apersonó en el templo en busca de datos.  «Te enseñaría los sótanos, pero están inundados», le dijo el párroco a mi amigo. Cuando vio los papeles  sobre el enterramiento que mi cuate llevaba,  especuló: «mmmmhhh… tu pariente está enterrado entre la escuela y la cancha de basquetbol».  Efectivamente. Hoy día, una cancha de basquet, que hace el entretenimiento de los chavos de esa parte de la colonia Guerrero, y una secundaria pública, llenan el terreno.

De algunos de estos cementerios, con trabajos sabemos que fueron arrasados por la ideología, por la modernidad o por el empuje de la creciente ciudad.  Algunos casos de esos pequeños cementerios privados, como los de los colegios o los conventos,  se han rescatado con competencia y suficiencia, como el ex convento de San Jerónimo, donde el INAH hizo un muy competente trabajo de arqueología histórica. Mínimamente, todos los ex conventos debieron tener sitios ex profeso para dar reposo a las religiosas que allí vivieron.

Visto desde esa perspectiva, pareciera que sí caminamos sobre muertos.  Ethel Herrera, al incluir a los colegios en su listas de sitios con enterramientos, llama la atención en esas cosas, que, de tan obvias, desaparecen a nuestros ojos. Pensar en dónde estuvo el pequeño cementerio para las habitantes -profesoras y alumnas- del Colegio de las Vizcaínas, (y ahora recuerdo haber visto, en algún momento el plano del lugar, con un pequeño camposanto que daba, muro de por medio, a la plaza de las Vizcaínas) quien sabe por qué, me da un poquitín de repelús.

LA MUERTE LENTA DE LAS NECRÓPOLIS

No todos los viejos cementerios de la capital desaparecieron en fast track como Santa Paula o los panteones de los atrios de las parroquias. En la medida en que la secularización de cementerios establecida por las leyes de Reforma comenzó a consolidarse, pudo comenzar a documentarse con cierta solidez lo que ocurrió con algunas de nuestras necrópolis.

Si en algunos casos, como el mismo Santa Paula o el Campo Florido, desde muy pronto se dijo que eran sitios insalubres que constituían fuentes de miasmas que envenenaban a la ciudad,  en otros casos, las voces populares fueron más sobrias y no nos dejaron mucha información acerca de su funcionamiento y sus necesidades operativas. A veces encontramos sus obituarios en las crónicas publicadas en la prensa de aquellos momentos.

Claro que en ciertos casos, la regada monumental era evidente desde el principio. A nadie se le ocurrió, en 1846, que el recién inaugurado panteón del Campo Florido iba a dar problema alguno por haberse establecido en una zona de ¡chinampas! A pocos años, la queja recurrente es que el cementerio SIEMPRE estaba anegado.  Quién sabe por qué.

En algunos casos, la conservación de los archivos administrativos de los cementerios decimonónicos permiten reconstruir lo que les ocurrió. En general son historias de deterioro, de descuido, de no saber qué hacer con un sitio que parece haber terminado su vida útil y que no halla manera decorosa de hacer mutis en el escenario público. Son historias de funcionarios públicos que hacen lo que pueden para salir con bien del atolladero pero que, en realidad, poco pueden hacer por evitar que se les caiga entre las manos el sitio que les han confiado.

Hay que ser, llegado este punto, precisos: en algunos casos no estamos caminando sobre muertos. Tanto en el caso de Campo Florido, como el de los Ángeles, como en el de otro caso que abordaré con detalle en la siguiente entrada de este Reino, antes de ser derrumbados, se pregonó por donde se pudo, incluidos anuncios en la prensa, que el cementerio desaparecería, de modo que, aquellos que tuviesen parientes enterrados en ellos, deberían apersonarse a recoger los restos de la familia. Como siempre ocurre, quedaban algunos despojos, pobres, sin familia ni amigos que los rescataran. Todos, o casi todos,  fueron llevados al Panteón de Dolores, a descansar en un osario.

No podemos decir lo mismo de enterramientos más antiguos. Muy recientemente, los descubrimientos en Santiago Tlatelolco  han confirmado la hipótesis de que allí funcionó un cementerio,  y hará cosa de cinco años, no lejos de la Suavicre… digo, de la Estela de Luz,  casi junto a la antigua fuente cercana a la salida del Metro Chapultepec, se encontró otro enterramiento, éste virreinal, que se asocia a una capilla dedicada a San Miguel. Recuerdo haber leído, en los diarios oficiales de hace unos 104 0 105 años, las disposiciones para la demolición de «una capilla»  -que muy probablemente tenía también su camposanto- en San Miguel Chapultepec. ¿Se tratará de esa?

CIRUGÍAS MAYORES EN PANTEONES SOBREVIVIENTES

Pueden documentarse, al menos, dos casos en que, como antiguas bestias mutiladas, algunos cementerios de la ciudad de México sobreviven recortados, disminuidos.  Uno es el panteón de San Fernando, hoy convertido en museo, y gracias a lo cual ha podido superar el estado de mugreabandono importante que tenía cuando lo caminé por primera vez, hace como veintiocho años.

A San Fernando se le rebanó al menos un muro, como parte de los trabajos para abrir la calle de Héroes, a espaldas del cementerio. La calle de Héroes, famosa hoy porque allí estaban las mansiones de Joaquín Casasús y de Antonio Rivas Mercado, debía llevar al espacio destinado al Panteón Nacional, donde, originalmente, se pretendía que descansaran los caudillos de la Independencia y los próceres de nuestra historia patria.

Se expropiaron terrenos, se presupuestaron detalles del proyecto, que se elaboró con amplitud y entusiasmo. Hacia 1902, se trasladaba granito, se fotografiaban las obras. Aún en 1903 se destinaron recursos al proyecto, que, finalmente, nunca se acabó.

El otro cementerio mutilado es el de Xoco, entre Río Churubusco y la calle de Mayorazgo, a  unos pasos de la Cineteca Nacional y del IMER, mi casa radiofónica. El panteón, donde aún puede verse la tumba de don Francisco Sosa, daba al río en su muro sur, y de ahí se le cercenó un trecho cuando se iniciaron las obras para entubar el río que aún corre debajo de la importante avenida.

Versiones absolutamente locales, pertenecientes al viejo pueblo de Xoco, hoy convertido en una colonia más del DF,  sostienen que el trozo de terreno arrancado al panteón no era del lado del río, sino del lado contrario; por lo tanto, si damos por buenas estas versiones, tanto la calle de Mayorazgo como los terrenos donde se encuentra el IMER y una parte de la Cineteca habrían pertenecido al cementerio. Hay quien asegura que esa es la razón de que en ciertas estaciones de radio, algunos personajes «vean» cosas raras… o gente rara….




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