Posts Tagged ‘Gabriel García Márquez

18
Abr
15

Postal del pasado reciente: recordamos al reportero García Márquez

Se agradece esta hermosa imagen a los amigos de ClasesdePeriodismo.

Se agradece esta hermosa imagen a los amigos de ClasesdePeriodismo.

Por todas las páginas de reportajes, de crónicas, de notas, de columnas y de artículos, recordamos con ese amor que se tiene a las figuras entrañables, a las que tuvieron que ver con nuestros años de descubrimiento del mundo, al reportero Gabriel García Márquez.

 

 

26
Abr
14

Mi media hora con Gabriel García Márquez

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Ocurrió hará unos siete años, cuando yo navegaba en ese barco que tuvo una botadura accidentada y tuvo un final aún más accidentado, llamado conmemoraciones de 2010.  Aquella tripulación inicial había trabajado cual animal de carga durante todo noviembre, días festivos incluidos, para producir un documento llamado «Programa Base», que a la hora de la hora, se quedó en mero souvenir, porque el señor que finalmente fue designado (des)coordinador de las celebraciones optó por ignorarlo y generar su propio concepto de desmadre institucional por el cual habrá de pasar a la historia universal de la infamia.

Pero era noviembre de 2007, Rafael Tovar y de Teresa aún era el responsable de la misión bicentenaria y no se avizoraba que iba a acabar  del desagradable modo en que terminó su encomienda. De hecho, el clima interno de aquella tripulación era bastante optimista, a pesar de que había costado pleitos, ruegos y jaloneos costear la producción del dichoso Programa Base, cuya hechura material fue integramente asumida por la Presidencia de la República, porque la Comisión del Bicentenario -nombre no oficial- no disponía de recursos, en esos momentos, ni para pagar las cocacolas de la oficina.

Aquella presentación fue, como muchas cosas de aquel asunto, rayana en el delirio: la Plaza de la República no era objeto, todavía, del remozamiento y arreglo que ahora disfruta mucha gente los fines de semana. Era un sitio, por decir lo menos, sucio y apestoso.  Lo mismo entre el sillerío del auditorio que bajo la tarima donde se colocó el presidium, dominaba una peste de orines vieja de años y de constantes refrendos por los vagos y los indigentes de la zona. De modo que, bonito, bonito, no estaba el escenario.

Los operativos de seguridad del Estado Mayor calderonista eran, por decir lo menos, extravagantes, cuando se realizaban en la Plaza de la República: los accesos a la zona se montaban en las bocacalles circundantes, de modo que los ilustres invitados tenían que recorrer una distancia considerable para alcanzar sus asientos.

En esas danzas, a nadie se le ocurrió prever circunstancias como la silla de ruedas en la que se movía el arquitecto Pedro Ramírez Vázquez,  que, en una decisión ridícula del Estado Mayor Presidencial, tuvo que dejarla en el acceso, o el hecho de que Gabriel García Márquez tendría que caminar solito desde una de esas calles, hasta el otro el extremo de la plaza, hasta su lugar en primerísima fila.

Cuando don Genovevo, el leal chofer de don Gabo se enteró,  llamó a la asistente del antiguo reportero y consagrado Nobel. El problema no era la entrada; cualquier bienintencionado lo acompañaría hasta su lugar. Lo difícil era la salida. ¿Cómo podría llegar don Genovevo hasta don Gabriel con todo y auto, puesto que, ni podía estacionarse ni lo dejarían entrar?

La asistente de don Gabo, como toda persona eficiente, se aplicó a buscar contactos, teléfonos, números de celular. Por esa curiosa cadena de «Yo no sé, pero creo que Fulano sí sabe», acabé hablando, desde un celular prestado y endilgado por mi entonces jefe de ingratísima memoria, con la asistente, a quien le prometí por todos los dioses y la memoria de mis abuelas, que depositaría a García Márquez en las manos de Genovevo, con todo y auto,  evitándole al escritor volver a cruzar la Plaza de la República. No está de más decir que, nadie más, de entre otras tres personas anteriores a mí en la cadena, asumió el compromiso de resolverle el problemita logístico a Gabriel García Márquez.

Aquel día fue como película de Fellini: me recuerdo a mí misma cruzando, a toda carrera, bajo la cúpula del Monumento a la Revolución con la recuperada silla de ruedas de don Pedro Ramírez Vázquez, que, cansado, quería irse antes de que saliera la multitud.

Negociar con el coordinador de giras de Felipe Calderón, con la gente de eventos de la Presidencia, con el Estado Mayor Presidencial, me tomó como la mitad del evento aquel. Lo bueno es que los discursos fueron muuy largos.  Poco antes de terminar, me dejaron acercarme a la primera fila, donde rodeé y salté junto a una docena de mexicanos destacados por curriculum o por escalafón. Tuve que hacer un alto cuando, a cuatro personas de don Gabo,  al presidente Calderón se le ocurrió que iba a saludar a toda la primera fila, de modo que tuve que esperar, junto a don Luis H. Álvarez, a que don Felipe me saludara de beso en la mejilla, para después cruzar el último tramo y tomar del brazo a don Gabriel, que, tras enterarse que yo llegaba en misión de rescate para llevarlo al lado de Genovevo, se dispuso, muy contento a ir conmigo a donde le dijera.

La mayor parte de mi media hora con Gabriel García Márquez consistió en caminar juntos y del brazo, muy despacito, mientras yo llamaba lo mismo al coordinador de giras de la presidencia que coucheaba a don Genovevo, para que, poco a poco, rompiéramos la dura y ruda cadena del Estado Mayor y el auto entrara, a una velocidad ridículamente baja, por toda la avenida Gómez  Farías hasta la esquina de la plaza, donde, los muy generosos, permitirían entregar a don Gabo.

Mi educación periodística me ha infundido un pudor que no sé si comparten todos mis colegas: no somos protagonistas, somos los que contamos el hecho; no le decimos al personaje que tenemos enfrente cuánto nos encanta, cuánto nos fascina, cuanto lo admiramos o lo detestamos. Pero en esos días no andaba yo reporteando, y, con todo, mi pudor profesional, aprendido desde muy joven, solamente me daba para, entre los jaloneos telefónicos con el Estado Mayor,  contemplar con emoción -un ojo al gato y otro al garabato-  al reportero García Márquez.

A la distancia, me parece evidente que, todas estas especulaciones recientes respecto al envejecimiento y declive de García Márquez eran ya bastante perceptibles en 2007. Frágil, tomado de mi brazo izquierdo y del brazo derecho de mi amigo José Luis Martínez, caminaba sin prisa. Ese pausado recorrido hasta la esquina de Gómez Farías y Plaza de la República, sirvió para que una auténtica manada de fotógrafos nos siquiera con tenacidad y le tomaran fotos a don Gabo con grandes angulares, ojos de pescado y cuanto recursos se les ocurrió. de hecho, en estos días he visto muchas de esas fotos vueltas a publicar, con su saquito de rayas, con una corbata que no me pareció -ni me parece- la mejor combinación posible, con los ojos de viejito de 80 años que ya era, con una aureola azulosa en las pupilas.  Lejos, sí, de la poderosa personalidad de las entrevistas y conversaciones grabadas en video.

Don Gabriel, en esos momentos, me recordó a una de mis abuelas, que murió siendo muy mayor: a ratos, la mirada buscando interlocutores que ya no eran de este mundo, sino que caminaban en paralelo en ese ámbito personalísimo de los recuerdos, la memoria y las propias cavilaciones. Sonreía a los fotógrafos, a ratos me sonreía a mí, a José Luis, y caminaba despacito, luciéndose, claro que sí, y accediendo a las peticiones de los que le pedían un selfie, la imagen para la egoteca. Maldecía yo, en mi fuero interno, por  estar junto a García Márquez y no tener en la mano uno de sus libros de periodismo para pedirle me lo dedicara.

Conforme nos acercábamos a la esquina,  nos íbamos quedando solos;  se despedía José Luis, se despedía Karlita Pane, la niña de eventos de Presidencia. A lo lejos, desde Insurgentes, se acercaba el auto conducido por Genovevo. «Ya estamos cerca», le dije. Me sonrió. Me preguntó mi nombre.  En voz bajita cambiamos unas pocas frases que se me han ido de la memoria. Llegaba Genovevo. Se bajó del auto, le abrió la puerta. Sólo entonces me animé, mandando al diablo mis ideas de que los periodistas no hacemos eso,  a pedirle una foto a Gabriel García Márquez, que ya no me acuerdo si la tomó don Genovevo.  Nos despedimos de beso y abrazo y don Gabo se fue en su coche.

Esa es la historia de esta foto, tomada en el último minuto de mi media hora con Gabriel García Márquez, regalo de la vida, y que había prometido contar un día.

 

 

 

 

25
Abr
14

El reportero García Márquez 2: historias muy terrenales y realidades alucinantes

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Incapaz de sustraerme a mi condición de hija de mi siglo, la lectura de los cinco tomos de Obra Periodística de Gabriel García Márquez me provoca emociones encontradas: cuando recorro las páginas de sus primeros trabajos reporteriles, me gusta encontrarme con el ingenio, con el olfato de un lector permanente del mundo que le rodea y que le sabe encontrar la lectura noticiosa, amena, entretenida, que enganche a un lector potencial.

En otras ocasiones,  cuando avanzo en ese túnel del tiempo en papel impreso, me encuentro nuevamente con los acontecimientos que, en mi infancia, alimentaban mi mala costumbre -esos vicios de por vida- de ver los noticieros, como perfecta niña monstruo. Volver a leer en la pluma del reportero avezado que era aún don Gabo, ya con la fama literaria a cuestas, los grandes sucesos de los años setenta del siglo pasado, no sólo da lecciones de periodismo, también da pistas para clarificar aquello que resonaba en los oídos y rebotaba ante los ojos de los que fuimos niños en aquellos días.

Leer «Chile, el golpe y los gringos» y la entrevista con el ex agente de la CIA Phillp Agee, publicada en diciembre de 1974, me agregan gotas de información a todo lo que desde ese 1973 he visto y leído sobre el golpe que derrocó a Salvador Allende, lo orilló a morir en el Palacio de la Moneda bombardeado y aceleró la muerte de Pablo Neruda, cuyos detalles y causas todavía se discuten.

Hoy, cuando García Márquez está muerto, cualquier cantidad de personajes se ponen a increpar a una urna con cenizas a la que sus particulares reclamos  le afectan un rábano. Todos los reclamos leídos a la par de las despedidas y los elogios que proliferaron en estos días, le reprochan su simpatía y su cercanía con proyectos políticos que el inevitable paso del tiempo transformó.  Así, hay quien acusa a García Márquez, sin haber tenido los redaños para ir a decírselo cuando vivía y no se le iba la hebra allá, a su casa de la calle del Fuego, de usar el periodismo «como ayuda a la dominación ideológica» (de veras, eso han escrito, pero no veo caso de decir quién fue).

Como ya ocurrió en el pasado reciente con Guillermo Tovar de Teresa, estos críticos, polemistas a destiempo, deciden que cuando el sujeto de sus antipatías y/o objeciones ya dejó de formar parte del inventario de la población mundial viva, es el momento adecuado para ponerse a hacer reproches en materia ideológica y política, no vaya a ser que el fallecido se vaya a la tumba o al nicho rodeado de una aureola de buena fama y en olor de santidad. Hay quien se aplicó a desenterrar un libro, me parece, poco conocido de un importante novelista latinoamericano, el cubano (parte interesada, finalmente) Reinaldo Arenas -autor de la magnífica novela sobre Servando Teresa de Mier, «El mundo alucinante»- donde el discurso de queja y agresión por sus penurias como disidente de la revolución cubana y exiliado político se dirige hacia García Márquez.

El anacronismo subyace en buena parte de los reclamos, muchas veces exaltados, de congruencia hacia sucesos del pasado reciente, no solamente en el caso de García Márquez. Recordemos que hace medio año hubo alguno que se atrevió a querer mirar con sospecha a Guillermo Tovar por una foto que se tomó junto a Gustavo Díaz Ordaz… cuando Tovar tenía catorce años. Así brotaron las descalificaciones que hemos leído en estos días hacia don Gabo, para recordarnos, no se nos vaya a olvidar, que cuando escribió  La cruda verdad, señoras y señores, es que en la Cuba de hoy no hay un solo desempleado, ni un niño sin escuela, ni un solo ser humano sin zapatos, sin vivienda y sus tres comidas al día,ni hay mendigos ni analfabetos, ni nadie de cualquier edad que no disponga de educación gratuita a cualquier nivel... y que encima agregara que   Esta realidad deslumbrante no la conozco a fondo porque me la contaron, sino porque acabo de recorrer a Cuba de cabo a rabo en un viaje extenso e intenso… estaba dándole, en 1975,  el espaldarazo al que en 2014 buena parte del mundo intelectual no vacila en llamar dictador.  Como colaborador oficioso, el expresidente mexicano, el popularísimo (es sarcasmo, ya lo saben) Carlos Salinas de Gortari, al tiempo que se apersonaba en la casa de la calle del Fuego para dar el pésame,  se ocupó de explicar que era el poder, los hombres del poder , los que buscaban a don Gabo, no vaya uno a creer quién sabe qué. Pero como argumenta, y argumenta bien, el politólogo Mauricio Merino (cuyo texto sobre el tema pueden leer aquí), la dimensión de Gabriel García Márquez nunca se ha medido por sus vínculos con los hombres del poder político.

Como ocurre con el pasado reciente, ese que incomoda, duele, enchincha y molesta, porque se desliza  montado en esa máquina imperfecta, frágil y sentimental que es la memoria humana, habrán de pasar aún algunas semanas para que los críticos a destiempo de las andanzas ideológicas y políticas de García Márquez se tranquilicen. Hay reproches, por lo pronto, que, o bien actuales o bien sacados del Departamento de Exhumaciones, resultan amargos, porque ese pasado inmediato tiene también su dosis de amargor, que ni aún así bastan para anular el placer que genera leer el periodismo de García Márquez, aunque  hable de la revolución sandinista, hable de Fidel o hable del cementerio de las cartas perdidas.

Ni siquiera desde el trabajo constante que supone ese roer persistente de la amargura -como la de Julio Scherer, casi lamentándose, en el Proceso de esta semana, de no haber escrito y publicado, en su momento, que a don Gabo lo abandonaban,  poco a poco, la lucidez y sus recuerdos-  habrá tenacidad suficiente para opacar la  brillante despedida que los mexicanos le dieron a las cenizas de don Gabriel en el palacio de Bellas Artes; mexicanos que son lectores conscientes del mundo de Macondo, de los ahogados hermosos, de los niños que flotan en el río de luz.

Y digo «lectores conscientes», porque la mayor parte de los mexicanos que de 1974 a la fecha han ido a la escuela primaria, fueron lectores de Gabriel García Márquez, pues un fragmento de Cien Años de Soledad, donde aparecía el gitano Melquiades, fue incluido en los libros de texto gratuito, en un libro de lecturas, específicamente, se reprodujo, por lo menos una veintena de años, hasta que los contenidos de los libros de texto se renovaron.

Pero fue el reportero García Márquez el que escribió del niño fantasma, decapitado, de Sincelejo; del señor Samuel Leister, que intentó pasar una aduana empachado con 2oo kilates de diamantes; de la muerte del suizo Jacques Edwin Brandenberg, inventor del papel celofán; de la renuncia al convento de una de las archifamosas -en cierta época- Quíntuples Dionne.

Fue el reportero Gabriel García Márquez quien, contó, recibió la instrucción de moverse en Ginebra a Roma, «por si el Papa (Pío XII) se moría de hipo»,  y de paso se enteró que la policía de Castelgandolfo, en ese verano de 1955, había encontrado el cuerpo de una mujer decapitada en el lago de la sede vacacional del Santo Padre que, efectivamente, se iba a morir después de un ataque de hipo fenomenal.

Ese  viaje a la Roma de Pío XII le permitió saber que la sempiterna ama de llaves del papa, la famosa Sor Pascualina, se entendía en latín con los funcionarios vaticanos; que aquel año, los monjes trapenses de Castelgandolfo, famosos por los chocolates y licores que fabrican, se sentaron a la vera del camino, con una excelentísima jarra de chocolate caliente de la mejor calidad, por si Pío XII se detenía para saludarlos.  Pero el Papa pasó de largo en su automóvil, escribió el reportero, y con un toque de malignidad, agregó que, difícilmente, el pontífice habría aceptado la invitación, pues su médico le había prohibido el chocolate.

Numerosas notas del reportero García Márquez, quien también le invirtió un rato de su vida profesional a trabajar con «cables», es decir, la información proveniente de las agencias noticiosas internacionales, provienen de esa mina que es el «hilo» noticioso.

Una lectura cuidadosa de estas páginas periodísticas hace evidente que de allí recuperó numerosas historias que, en la sección de «breves» de cualquier periódico proporciona una lectura sencilla, fugaz y entretenida, pero que, en manos de alguien con capacidad literaria, se puede volver parte del engranaje de un buen trabajo.

Como la mayor parte de los periodistas serios sabe, esa información de «cables», que hoy llega a todas partes por internet, se divide en información buena e importante, un montón de notas «de interés humano» y un alud de basuritas o cosas de un localismo que se antoja insoportable (épocas ha habido en que leer el hilo noticioso de la agencia china Xin Hua provee de carretadas de información inutilizable).  Aún así, la historia del joven marqués de Ely, que al fotografiar a su novia acabó por fotografiar también a un fantasma, de cómo fue que Albert Einstein se negó a aceptar la presidencia de Israel, provienen de ese ojo entrenado que se produce en el buen periodista que maneja información internacional.

Es en esa conciencia de los pequeños detalles que se transforman donde está la maestría literaria del reportero García Márquez. En lo personal, una de las historias periodísticas  que más me gustan de don Gabo,  acaba en novela. El prólogo de «De el amor y otros demonios» no tiene desperdicio para el periodista que algún día quiere virar hacia la literatura.

En ese prólogo, cuenta don Gabo que una mañana de 1949 su jefe de redacción lo envió a mirar cómo derrumbaban el convento de Santa Clara, construido dos o tres siglos antes, «a ver qué se le ocurría».  Otro, probablemente, habría hablado de los nichos destrozados, de los huesos ya centenarios apilados, despojados de ataúd y ropajes desgarrados. Pero el reportero García Márquez escribió su historia a partir de un solo nicho, donde estaba un cráneo de niña con 22 metros de cabellera color cobre. «En la tercera hornacina del altar mayor, del lado del Evangelio, allí estaba la noticia», escribió en 1994.

Contó don Gabo que el incidente no habría pasado de curiosidad si no fuese porque, entre las muchas leyendas que él escuchó  de su abuela, estaba la de una marquesita niña, milagrera, cuya larga cabellera le arrastraba por el suelo, y que era objeto de culto en pueblos caribeños.  «La idea de que esa tumba  pudiera ser la suya fue mi noticia de aquel día y el origen de este libro». finalizó García Márquez en ese prólogo que siempre me maravilla, porque escribe el reportero que da el salto el terreno de los hechos al mundo de lo fantástico.

Un periodista costarricense, Néfer Muñoz, escribió recientemente acerca de las «exageraciones» en el periodismo del reportero García Márquez.  Dicho en buen español,  el colega espulga y espulga textos hasta encontrarse con la realidad cruda: don Gabo también «volaba» de vez en cuando.  De hecho, sus textos sobre la multitudinaria protesta de la población de Quibdó, de 1954, parecen ser una bien armada volada. es decir, volaba a veces, sí. Pero volaba con instrumentos.

Y esto viene a cuento porque, deseosa de ver la nota del reportero García Márquez, acerca del convento de Santa Clara y los restos de la niña de la larga cabellera de cobre, me encontré con que en la acuciosa compilación de Jacques Gilard, no hay tal nota de octubre de 1949. No existe, ¿no existió? Cosas de la realidad alucinante.

 

 

 

 

 

 

23
Abr
14

El reportero Gabriel García Márquez

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En otras épocas, los que estudiábamos periodismo (lectura más terrenal de eso llamado «Ciencias de la Comunicación» ), para acercarnos a una muestra muy pequeña, pero sustanciosa del trabajo del reportero Gabriel García Márquez, solíamos acudir a una pequeña y bonita edición: «Crónicas y Reportajes», publicada en 1976 por la editorial colombiana Oveja Negra.

Recetarse, en los primeros meses de Géneros Periodísticos, «Relato de un náufrago», era más o menos indispensable. De esa manera, los que de don Gabo conocían alguna  novela, acaso «Cien años de soledad» o alguna de las ya publicadas para aquellos años -hablo de la segunda mitad de los años ochenta ¡del siglo pasado!- ,se daban cuenta de que había otro personaje que también se llamaba Gabriel García Márquez y que se había formado en las redacciones de la prensa colombiana y que escribía maravillas. Aquel librito que no llegaba a las 400 páginas y que reflejaba a un periodista de mirada cuidadosa y aguda, capaz de encontrar su nota cotidiana en una oficina de correos, en la vuelta a casa de los colombianos que combatieron en Corea, el fulgor de una estrella italiana del cine internacional o un Papa que se va de vacaciones.

Probablemente eramos una cantidad interesante los que veníamos de leer al García Márquez en ejercicio, en los artículos que  publicaba en diversas revistas; artículos que inevitablemente tenían sabor de reportaje,  de tanta y tan buena información que contenían.  Quizá el que más recuerdo, como adolescente monstruo apenas llegada a la Escuela Nacional Preparatoria, es ese texto escrito a raíz del asesinato de John Lennon, que yo leí en la desaparecida revista Caballero -de algo sirve tener tíos  mayores que uno-  y que se había publicado el 16 de diciembre de 1980.

El ojo del buen reportero, se sabe, nunca se queda quieto, de modo que García Márquez  pudo recuperar para ese texto, importante en mi biografía personal,  algo que pudimos haber firmado miles de adolescentes en ese año: Mi hijo menor le preguntó a una muchacha de su misma edad por qué habían matado a John Lennon, y ella le contestó, como si tuviera ochenta años: «porque el mundo se está acabando». Con sagacidad, don Gabo  concluía que, en ese ya lejano 1980, «la única nostalgia común que uno tiene con sus hijos son las canciones de los Beatles«, según escribió, para recordar que en un aún más remoto 1963 escuchó por primera vez a los muchachos de Liverpool, para recordar que en la casa en la que vivía, en San Ángel, «donde apenas si teníamos dónde sentarnos», había solo un par de discos: uno de Debussy y el primer disco de los Beatles. Reportero que construye la memoria, esa joya inestable, cambiante e inexacta, pero indispensable, aseguraba que «por toda la ciudad, a toda hora,se escuchaba un grito de muchedumbres: Help, I need somebody«.  Maravillosa debió haber sido la ciudad de 1965 en la que los habitantes de la vieja Tenochtitlan  repetían hasta el mareo la canción donde Lennon pedía ayuda a gritos.

Ese artículo de García Márquez tuvo, en su momento, diversos beneficios, aparte del consuelo por la muerte de Lennon: por él me enteré que  Carlos Fuentes escribía a máquina «con un solo dedo de una sola mano«,  «aislado de los horrores del universo con la música de los Beatles a todo volumen«. Con ese párrafo, García Márquez aniquiló las quejas y pataleos de mis tías, que se quejaban del volumen con que la música amenizaba mis tareas preparatorianas; con ese párrafo, García Márquez exorcizó la culpa pequeñita y molesta, cual pinche mosco, que me daba el hecho de no escribir en la máquina con todos los dedos, como mandaba el canon mecanográfico. Aún me faltaba conocer a muchos colegas que tampoco lo hacen.

Muchos años después, cuando podemos leer, ahora  integrados, los cinco  libros de Obra Periodística de Gabriel García Márquez que amplían y detallan la probadita que significa «Crónicas y Reportajes», es posible asomarse a la evolución del eterno reportero que fue don Gabo. Tres de los cinco volúmenes corresponden a la producción reporteril de 1948  a 1960, y su primera edición data de 1981.  Engrosa la colección «Por la libre», colección de 28 reportajes escritos entre 1974 y 1995 y publicados como libro en 1999. El quinto volumen es una reedición de «Notas de Prensa», publicado originalmente en 1991, y que contiene artículos escritos entre 1961 y 1984,

Los cinco librotes, hoy por hoy conseguibles con unas portadas mucho más hermosas que las diseñadas por editorial Diana en la edición de 2003, amplían la colección periodística de García Márquez,  y permiten leer al personaje, desde los días de «picar piedra», hasta los años en que podía escribir de lo que le viniese en gana.

Así, junto con los libros «Relato de un náufrago», «La aventura de Miguel Littin, clandestino en Chile», «Noticia de un secuestro», constituyen un banquete para el que quiera conocer al reportero Gabriel García Márquez. Libros como   «Operación Carlota» «Periodismo Militante»  o «Viva Sandino» son, seguramente, punto menos que inconseguibles a estas alturas de la vida. Pero con lo que hay basta.

EL HOMENAJE DE LA PRENSA AL REPORTERO GARCÍA MÁRQUEZ

Si, como parece, la mayor parte de los periodistas en activo hemos adquirido, gracias a los maestros universitarios -que a veces también tienen la gran cualidad de ser periodistas- nuestra dosis mínima de textos periodísticos  producidos por don Gabo,  se vuelve muy explicable el esmero y la calidad de los periódicos  que, desde el jueves santo de 2014 se han dado a la tarea de cronicar la enfermedad final y la muerte de García Márquez.

Fue, pues, una despedida de colegas a colegas, sin entrar en discusiones por la calidad dispareja de la producción cotidiana del gremio. Baste, por ahora, decir, con pruebas abundantes, que todos a quienes se les asignó la chamba, y quienes hoy por hoy deciden qué se publica y cómo en los periódicos, se esforzaron por dar un «adiós» de buena calidad, que se queda en las planas que irán a engrosar los acervos de las hemerotecas, para que, un día, algún curioso o algún investigador se asome a ver lo que dijo e hizo el gremio ante el fallecimiento de uno de sus grandes decanos, con dimensión mundial.

Pasados los primeros momentos, cuando el discurso de los conductores y lectores de noticias de los medios electrónicos se centraron en la obra narrativa y, más específicamente, novelística de don Gabo, poco a poco, con respetuosa suavidad, comenzó a brotar el homenaje de la prensa, de los periodistas, de los reporteros que, desde hace muchos años hemos visto al autor de cientos de paginas de una realidad fantástica y alucinante, como referente, como ejemplo de agudeza y olfato, como modelo de pluma impecable, como vocero de eso que todos los del gremio sabemos pero que no siempre tenemos tiempo de ponernos a escribir: que este, el periodismo, es el mejor oficio del mundo.

Quizá la muerte de don Gabriel sonó  como campanada grave en docenas de cabezas con crianza y espíritu reporteriles. De otra manera sería difícil explicar las espléndidas primeras planas con que la prensa mexicana dio, el pasado viernes,su particular adiós: planas bien resueltas, precisas, casi todas con fotos hermosas,  bien escogidas; con cabezas [titulares, es que así les decimos en México] concretas, exactas. El amplio abanico que va desde  la enunciación de la nota convencional, el hecho noticioso propiamente dicho, hasta el retruécano ingenioso, rayano en la peladez, que por naturaleza identifica a los periodiquitos escandalosos que hacen de la nota roja su garantía de venta.

Unos, los agradecidos, volvieron cabeza principal el hashtag #GraciasGabo.  Otros, apelando a sus usuales muestras de picardía ingeniosa, cabecearon: «Se pintó el Gabo» y otros, sincerotes, se quedaron en «Qué puta tristeza».  Y lo cierto es que ese afán de escribir para despedirse no se apagó con el aguacero del viernes santo. Si es cierto que los periodistas son mensajeros del caudal de información que un día se convertirá en historia, llegará, dentro de medio siglo, o algo así, el momento en que un lector de hemeroteca se vuelva a encontrar con las páginas que contienen adioses y agradecimientos, cual despedida amorosa para un reportero de altísimos vuelos.

 

 

 




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