Incapaz de sustraerme a mi condición de hija de mi siglo, la lectura de los cinco tomos de Obra Periodística de Gabriel García Márquez me provoca emociones encontradas: cuando recorro las páginas de sus primeros trabajos reporteriles, me gusta encontrarme con el ingenio, con el olfato de un lector permanente del mundo que le rodea y que le sabe encontrar la lectura noticiosa, amena, entretenida, que enganche a un lector potencial.
En otras ocasiones, cuando avanzo en ese túnel del tiempo en papel impreso, me encuentro nuevamente con los acontecimientos que, en mi infancia, alimentaban mi mala costumbre -esos vicios de por vida- de ver los noticieros, como perfecta niña monstruo. Volver a leer en la pluma del reportero avezado que era aún don Gabo, ya con la fama literaria a cuestas, los grandes sucesos de los años setenta del siglo pasado, no sólo da lecciones de periodismo, también da pistas para clarificar aquello que resonaba en los oídos y rebotaba ante los ojos de los que fuimos niños en aquellos días.
Leer «Chile, el golpe y los gringos» y la entrevista con el ex agente de la CIA Phillp Agee, publicada en diciembre de 1974, me agregan gotas de información a todo lo que desde ese 1973 he visto y leído sobre el golpe que derrocó a Salvador Allende, lo orilló a morir en el Palacio de la Moneda bombardeado y aceleró la muerte de Pablo Neruda, cuyos detalles y causas todavía se discuten.
Hoy, cuando García Márquez está muerto, cualquier cantidad de personajes se ponen a increpar a una urna con cenizas a la que sus particulares reclamos le afectan un rábano. Todos los reclamos leídos a la par de las despedidas y los elogios que proliferaron en estos días, le reprochan su simpatía y su cercanía con proyectos políticos que el inevitable paso del tiempo transformó. Así, hay quien acusa a García Márquez, sin haber tenido los redaños para ir a decírselo cuando vivía y no se le iba la hebra allá, a su casa de la calle del Fuego, de usar el periodismo «como ayuda a la dominación ideológica» (de veras, eso han escrito, pero no veo caso de decir quién fue).
Como ya ocurrió en el pasado reciente con Guillermo Tovar de Teresa, estos críticos, polemistas a destiempo, deciden que cuando el sujeto de sus antipatías y/o objeciones ya dejó de formar parte del inventario de la población mundial viva, es el momento adecuado para ponerse a hacer reproches en materia ideológica y política, no vaya a ser que el fallecido se vaya a la tumba o al nicho rodeado de una aureola de buena fama y en olor de santidad. Hay quien se aplicó a desenterrar un libro, me parece, poco conocido de un importante novelista latinoamericano, el cubano (parte interesada, finalmente) Reinaldo Arenas -autor de la magnífica novela sobre Servando Teresa de Mier, «El mundo alucinante»- donde el discurso de queja y agresión por sus penurias como disidente de la revolución cubana y exiliado político se dirige hacia García Márquez.
El anacronismo subyace en buena parte de los reclamos, muchas veces exaltados, de congruencia hacia sucesos del pasado reciente, no solamente en el caso de García Márquez. Recordemos que hace medio año hubo alguno que se atrevió a querer mirar con sospecha a Guillermo Tovar por una foto que se tomó junto a Gustavo Díaz Ordaz… cuando Tovar tenía catorce años. Así brotaron las descalificaciones que hemos leído en estos días hacia don Gabo, para recordarnos, no se nos vaya a olvidar, que cuando escribió La cruda verdad, señoras y señores, es que en la Cuba de hoy no hay un solo desempleado, ni un niño sin escuela, ni un solo ser humano sin zapatos, sin vivienda y sus tres comidas al día,ni hay mendigos ni analfabetos, ni nadie de cualquier edad que no disponga de educación gratuita a cualquier nivel... y que encima agregara que Esta realidad deslumbrante no la conozco a fondo porque me la contaron, sino porque acabo de recorrer a Cuba de cabo a rabo en un viaje extenso e intenso… estaba dándole, en 1975, el espaldarazo al que en 2014 buena parte del mundo intelectual no vacila en llamar dictador. Como colaborador oficioso, el expresidente mexicano, el popularísimo (es sarcasmo, ya lo saben) Carlos Salinas de Gortari, al tiempo que se apersonaba en la casa de la calle del Fuego para dar el pésame, se ocupó de explicar que era el poder, los hombres del poder , los que buscaban a don Gabo, no vaya uno a creer quién sabe qué. Pero como argumenta, y argumenta bien, el politólogo Mauricio Merino (cuyo texto sobre el tema pueden leer aquí), la dimensión de Gabriel García Márquez nunca se ha medido por sus vínculos con los hombres del poder político.
Como ocurre con el pasado reciente, ese que incomoda, duele, enchincha y molesta, porque se desliza montado en esa máquina imperfecta, frágil y sentimental que es la memoria humana, habrán de pasar aún algunas semanas para que los críticos a destiempo de las andanzas ideológicas y políticas de García Márquez se tranquilicen. Hay reproches, por lo pronto, que, o bien actuales o bien sacados del Departamento de Exhumaciones, resultan amargos, porque ese pasado inmediato tiene también su dosis de amargor, que ni aún así bastan para anular el placer que genera leer el periodismo de García Márquez, aunque hable de la revolución sandinista, hable de Fidel o hable del cementerio de las cartas perdidas.
Ni siquiera desde el trabajo constante que supone ese roer persistente de la amargura -como la de Julio Scherer, casi lamentándose, en el Proceso de esta semana, de no haber escrito y publicado, en su momento, que a don Gabo lo abandonaban, poco a poco, la lucidez y sus recuerdos- habrá tenacidad suficiente para opacar la brillante despedida que los mexicanos le dieron a las cenizas de don Gabriel en el palacio de Bellas Artes; mexicanos que son lectores conscientes del mundo de Macondo, de los ahogados hermosos, de los niños que flotan en el río de luz.
Y digo «lectores conscientes», porque la mayor parte de los mexicanos que de 1974 a la fecha han ido a la escuela primaria, fueron lectores de Gabriel García Márquez, pues un fragmento de Cien Años de Soledad, donde aparecía el gitano Melquiades, fue incluido en los libros de texto gratuito, en un libro de lecturas, específicamente, se reprodujo, por lo menos una veintena de años, hasta que los contenidos de los libros de texto se renovaron.
Pero fue el reportero García Márquez el que escribió del niño fantasma, decapitado, de Sincelejo; del señor Samuel Leister, que intentó pasar una aduana empachado con 2oo kilates de diamantes; de la muerte del suizo Jacques Edwin Brandenberg, inventor del papel celofán; de la renuncia al convento de una de las archifamosas -en cierta época- Quíntuples Dionne.
Fue el reportero Gabriel García Márquez quien, contó, recibió la instrucción de moverse en Ginebra a Roma, «por si el Papa (Pío XII) se moría de hipo», y de paso se enteró que la policía de Castelgandolfo, en ese verano de 1955, había encontrado el cuerpo de una mujer decapitada en el lago de la sede vacacional del Santo Padre que, efectivamente, se iba a morir después de un ataque de hipo fenomenal.
Ese viaje a la Roma de Pío XII le permitió saber que la sempiterna ama de llaves del papa, la famosa Sor Pascualina, se entendía en latín con los funcionarios vaticanos; que aquel año, los monjes trapenses de Castelgandolfo, famosos por los chocolates y licores que fabrican, se sentaron a la vera del camino, con una excelentísima jarra de chocolate caliente de la mejor calidad, por si Pío XII se detenía para saludarlos. Pero el Papa pasó de largo en su automóvil, escribió el reportero, y con un toque de malignidad, agregó que, difícilmente, el pontífice habría aceptado la invitación, pues su médico le había prohibido el chocolate.
Numerosas notas del reportero García Márquez, quien también le invirtió un rato de su vida profesional a trabajar con «cables», es decir, la información proveniente de las agencias noticiosas internacionales, provienen de esa mina que es el «hilo» noticioso.
Una lectura cuidadosa de estas páginas periodísticas hace evidente que de allí recuperó numerosas historias que, en la sección de «breves» de cualquier periódico proporciona una lectura sencilla, fugaz y entretenida, pero que, en manos de alguien con capacidad literaria, se puede volver parte del engranaje de un buen trabajo.
Como la mayor parte de los periodistas serios sabe, esa información de «cables», que hoy llega a todas partes por internet, se divide en información buena e importante, un montón de notas «de interés humano» y un alud de basuritas o cosas de un localismo que se antoja insoportable (épocas ha habido en que leer el hilo noticioso de la agencia china Xin Hua provee de carretadas de información inutilizable). Aún así, la historia del joven marqués de Ely, que al fotografiar a su novia acabó por fotografiar también a un fantasma, de cómo fue que Albert Einstein se negó a aceptar la presidencia de Israel, provienen de ese ojo entrenado que se produce en el buen periodista que maneja información internacional.
Es en esa conciencia de los pequeños detalles que se transforman donde está la maestría literaria del reportero García Márquez. En lo personal, una de las historias periodísticas que más me gustan de don Gabo, acaba en novela. El prólogo de «De el amor y otros demonios» no tiene desperdicio para el periodista que algún día quiere virar hacia la literatura.
En ese prólogo, cuenta don Gabo que una mañana de 1949 su jefe de redacción lo envió a mirar cómo derrumbaban el convento de Santa Clara, construido dos o tres siglos antes, «a ver qué se le ocurría». Otro, probablemente, habría hablado de los nichos destrozados, de los huesos ya centenarios apilados, despojados de ataúd y ropajes desgarrados. Pero el reportero García Márquez escribió su historia a partir de un solo nicho, donde estaba un cráneo de niña con 22 metros de cabellera color cobre. «En la tercera hornacina del altar mayor, del lado del Evangelio, allí estaba la noticia», escribió en 1994.
Contó don Gabo que el incidente no habría pasado de curiosidad si no fuese porque, entre las muchas leyendas que él escuchó de su abuela, estaba la de una marquesita niña, milagrera, cuya larga cabellera le arrastraba por el suelo, y que era objeto de culto en pueblos caribeños. «La idea de que esa tumba pudiera ser la suya fue mi noticia de aquel día y el origen de este libro». finalizó García Márquez en ese prólogo que siempre me maravilla, porque escribe el reportero que da el salto el terreno de los hechos al mundo de lo fantástico.
Un periodista costarricense, Néfer Muñoz, escribió recientemente acerca de las «exageraciones» en el periodismo del reportero García Márquez. Dicho en buen español, el colega espulga y espulga textos hasta encontrarse con la realidad cruda: don Gabo también «volaba» de vez en cuando. De hecho, sus textos sobre la multitudinaria protesta de la población de Quibdó, de 1954, parecen ser una bien armada volada. es decir, volaba a veces, sí. Pero volaba con instrumentos.
Y esto viene a cuento porque, deseosa de ver la nota del reportero García Márquez, acerca del convento de Santa Clara y los restos de la niña de la larga cabellera de cobre, me encontré con que en la acuciosa compilación de Jacques Gilard, no hay tal nota de octubre de 1949. No existe, ¿no existió? Cosas de la realidad alucinante.
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