No es esta una frase de mera retórica para despedir el mes de los apaleados festejos civico-históricos. En esta ocasión, es literal, y no me refiero a cualquier patria, sino a la mujer poderosa que representó el artista jalisciense Jorge González Camarena en la célebre alegoría de la patria que sirvió de portada durante diez años a los libros de texto gratuitos.
La historia de ese óleo, «La patria», es espléndida y algún día habrá que dedicarle un trabajo más amplio; porque es, quizá, una de las imágenes más reproducidas, re-creadas, re-imaginadas y hasta peleadas en la accidentada historia de la segunda mitad del siglo XX mexicano.
Por todas partes resurge una y otra vez el eco de la obra de González Camarena, a despecho de las leyes de derecho de autor, el respeto a los derechos patrimonial delos artistas y a las inquietudes de los herederos de esos derechos, cuestiones todas que siempre dan materia para protagonizar agarrones de antología.
Sin embargo, en el caso de «La Patria» el asunto es complejo. En aquellos años en que yo era algo así como la nana operativa y administrativa del famosísimo cuadro, cada tanto me daba algún leve entre con quienes creían -o fingían creer- que «La Patria» es una imagen de dominio público. Agarrados de esa creencia, funcionarios del Distrito Federal (nada más como claro antecedente de lo que hoy pasa con nuestro Caballito), diputados locales, sindicatos universitarios y yerbas parecidas, han perpetrado montajes e impresiones espantosas de la interesante figura de aquella mujer que, afirman algunos, responde al nombre de Victoria Dorenlas y otros llaman Victoria Dorantes. Jaloneos, reclamos y una que otra torcida de manita ante el INDAUTOR; pequeños pleitos domésticos a los que no son ajenos ni siquiera personajes del mundo académico que disparan antes de averiguar y luego no saben cómo disimular que han metido a su institución en un problemilla por esas cosas de tan mal gusto como son los derechos de autor (no le busquen: esta es una figura retórica llamada «ironía»).
Muy diferente es el caso de las escuelas primaria y secundarias de este país, que se cuentan por docenas, en las cuales se juega a reproducir, con desigual fortuna pero con la misma intención, y en dimensiones desaforadas, a la patria de González Camarena. A veces llena un muro, en otras, abarca todo un lado de una modesta escuela. Alguna vez, uno demis entonces asistentes, al enseñarme una de estas escuelas, en algún punto de Tlaxcala, me dijo: «¿y no les va a decir nada»? Y desde luego que no, no les dije nada. Porque ese inocente, modesto y bienintencionado homenaje a una figura emblemática de la educación pública no tiene nada que ver con los agarrones del debate educativo, con la gana de lucrar con esta imagen, que es ir a lo seguro, no. Es la memoria de las comunidades escolares, que permea en las más diversas manifestaciones artísticas; que se manifiesta en centros educativos cuyos maestros o directores, seguramente, conocieron estos libros y estudiaron en ellos. Creo yo que mejor homenaje a la obra de un artista, no puede haber, a despecho de lo que opinen los herederos de los derechos.
La portadilla de los libros de texto gratuitos que recibieron los escolares mexicanos entre 1962 y 1972 explica el sentido de esta alegoría encargada por Martín Luis Guzmán a Jorge González Camarena para unificar las portadas, que eran un amplio abanico de próceres y símbolos heroicos en el contexto de las conmemoraciones cívico-históricas de 1960:
«Es la reproducción de un cuadro que representa a la nación mexicana avanzando al impulso de su historia y con el triple empuje -cultural, agrícola, industrial- que le da el pueblo.»
Es, si lo quieren ver así, la Patria del Desarrollo Estabilizador, en cuyos resabios crecimos buena parte de los mexicanos que vamos llegando, en estos tiempos, a la madurez. Pero ha sido tan larga su presencia, tan profundo su impacto visual, emotivo e ideológico, que es la patria de González Camarena la que los cartonistas representan llorosa, a punto de casarse con Benito Juárez, lastimada o incluso secuestrada. Es la misma patria que está en los nuevos materiales de apoyo que recibieron los profesores de educación básica al inicio de este ciclo escolar y es la misma patria con la que se «acobijan» -como diría Guillermo Prieto- algunos de los maestros que iniciaron plantones en el Zócalo antes de que la oleada oaxaqueña se adueñara de la plaza.
Algunos ánimos desencantados con nuestro presente le han achacado a la pobre Patria de González Camarena ser el emblema de una realidad inexistente, la de los años del famoso desarrollo estabilizador. Discrepo del juicio. Las representaciones de «lo nacional» tienen numerosos referentes en la vida de todos los día, y aquellos años sesenta del siglo XX son los años en que en este país se construían museos sin regatearle un clavo a la educación y a la cultura, en que se construían escuelas y en que por primera vez se distribuían libros de texto a los escolares. No era percepción, les guste o no a quienes descalifican con simplismo a una época que definen como «priato» a secas. ¿ideología? Claro que lo era.
Pero esta Patria le es tan cercana a muchos mexicanos, que ayer, que visité la plaza Tolsá para ver de cerca los daños hechos a nuestro Caballito, que me la encontré ayer, en versón reloaded, a los pies de la estatua. Esta patria, que recupera la de González Camarena y la funde con esta otra patria, contemporánea de la de los libros de texto, creada por Jesús Helguera, que avanza llevando a un niño de la mano. Acá ambas imágenes:
La de Jorge González Camarena:
La de Jesús Helguera:
Pregunté al artista callejero, hace mucho ya bien establecido en la Plaza Tolsá algunos detalles. La hizo hace tres semanas. Diariamente la cepilla, le aplica fijador y refuerza el color. Le pregunté el motivo para hacer esta curiosa mezcla de dos representaciones de la patria. Me respondió: «La de Helguera es una mujer muy blanca. Creo que la de González Camarena es la adecuada para representarnos». No más, no menos. El argumento, me parece, es legítimo y preciso, con toda la subjetividad que puede venir de un creador. Me gustó.
El galobito Miguel, a sus once años, depositó, espléndido, una moneda de cinco pesos en la charola del artista que ha sentado sus reales en la Plaza Tolsá. «¡Qué hermosa!», me dijo, emocionado, y pidió la foto para su Facebook. Yo creo que la historia es hermosa también y que importa compartirla. Patria reloaded, patria posmoderna en tiempos oscuros, patria esperanzada todavía. Prometo un día escribirle esta, su post-historia.
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