Posts Tagged ‘Terremoto de 1985 en la Ciudad de México

19
Sep
14

El terremoto, aquel terremoto de 1985.

san juan de letran sept 1985

 

Para los que ya teníamos edad para recordarlo, el terremoto del 19 de septiembre de 1985 y su aterradora réplica del 20 se septiembre, seguirán siendo relevantes, inolvidables en nuestro devenir. Como no siempre somos conscientes -por lo menos hasta que no comienzan a dolernos los huesos y partes diversas de la admirable maquinaria humana- del paso del tiempo sobre nosotros mismos,  de repente caemos en la cuenta de que han transcurrido 29 años desde la mañana en que, preparándonos todos para la jornada, algunos de vacaciones universitarias, muchos moviéndose hacia los trabajos, hacia las clases, cuando ese movimiento se detuvo abruptamente para vivir dos minutos que han quedado entre los más terribles que ha vivido la vieja, la sobreviviente Tenochtitlan.

Ahora, en estos tiempos en que la red atesora múltiples tesoros de la memoria humana, hasta podemos leer en la Wikipedia, para citar una fuente muy socorrida, un resumen amplio y con abundantes detalles del terremoto de 1985, con la serenidad que dan los años transcurridos. Por eso me entero que, hoy día, aún existen divergencias en cuanto a la magnitud de aquel sismo, al que usualmente señalamos como de 8.1 grados en escala Richter, en tanto que el Sismológico de Estados Unidos aún lo estima en 8 grados, y la Sociedad Mexicana de Ingeniería Sísmica sostiene que la magnitud fue aún mayor: 8.2 grados Richter.

Ahora, los chicos de secundaria, de preparatoria, hasta algunos universitarios, quienes tengan como tarea averiguar qué ocurrió hace 29 años y cómo nos cambió -el poder transformador del acontecimiento no se pone en duda- sabrán también que el fenómeno generó un tsunami en Ixtapa-Zihuatanejo con olas de 15 metros, suceso que en 1985, sencillamente, no atendimos, o no quisimos atender, ocupados como estábamos en el altiplano con nuestro propio drama.

Con la tendencia centralista, necia en querer ver todo desde la óptica y desde la soberbia del altiplano, que durante siglos ha caracterizado mucho de la vida nacional, solemos olvidar que el terremoto de 1985 causó desastre y pavor en muchas otras zonas del país. No obstante, eso de que se caiga la antena maestra de Televisa, que delegaciones enteras de la capital se hayan quedado más de 24 horas sin energía eléctrica, que nos hayamos quedado incomunicados respecto del resto del país durante un buen rato, que muchos hayan abordado esa mañana un autobús para bajar un paso a desnivel y emerger entre el polvo de un edificio que acababa de derrumbarse, ni fue cosa menor, ni se ha convertido en pasto del olvido de los habitantes de esta vieja ciudad.

Hoy resulta sumamente sencillo teclear en los buscadores de imágenes que ofrece la red para encontrar la monumental crónica que gracias a un teléfono satelital instalado en su automóvil, pudo hacer Jacobo Zabludovsky. El documento sonoro es hoy aún más rico: tiene texturas que comienzan desde las sensaciones y sentimientos del periodista que se mueve por Paseo de la Reforma sin advertir mayores daños. Esas sensaciones y sentimientos empiezan a transformarse cuando Zabludovsky llega a donde estuvo el Hotel Continental y lo ve derrumbado: las cosas empezaban a cambiar.

Ve don Jacobo a gente atrapada en los pisos cuarto, quinto y décimo del hotel D’Carlo; le piden hablar al aire para pedir ayuda; el periodista oye a gente que le grita desde el cuarto piso; ve unas niñas atrapadas, habla con el gerente del hotel, quien le cuenta que hay gente atrapada en los elevadores. Por primera vez, don Jacobo se permite una palabra, una sola, que muestra, de golpe, lo que bulle en su interior: «espeluznante». El mundo ha cambiado, el universo está quebrado. La vieja Tenochtitlan no volverá a ser la misma, y la narración de Zabludovsky se vuelve la representación material de todas aquellas cosas que nos enseñan en las escuelas de periodismo acerca de la objetividad del que narra, del esfuerzo por mantenerse como el aséptico relator de los hechos que el canon del oficio de informar, que a fin de cuentas no somos ni seremos. Ni siquiera en ese momento del 19 de septiembre de 1985, cuando Jacobo Zabludovsky llega ante los restos del edificio de noticieros de Televisa, en la Avenida Chapultepec, para decir «mi casa», y con intervalos silenciosos describir, sin que le tiemble la voz,  la transformación que, para siempre, esa esquina ha experimentado en ese par de minutos.

Al paso de los años, Zabludovsky ha hecho la «versión anotada» de aquella crónica, y siempre se detiene con un dejo de melancolía, con la que ahora, cuando rebasa los 80 años de edad, explica lo que pensaba y no manifestaba en su narración de aquella mañana. «Yo sabía quiénes estaban allí», ha explicado en numerosas ocasiones. «Yo les di el trabajo, les asigné su escritorio, les fijé el horario. Sabía muy bien quiénes de ellos estaban en el edificio de Noticieros a las 7 con 19». Los malquerientes de Zabludovsky, que abundan, pueden pensar que es un dejo de remordimiento, y puede que tengan razón. Pero en casos como estos, la culpa, en forma de voz interna aflora en situaciones muy dramáticas: culpa de haber ido por la leche, por haber acabado el semestre una semana antes, de haber salido antes o después, de no haberse ido, de haberse quedado. Culpas gratuitas,sin justificación, sin responsabilidad, y que a la distancia siguen ahí, como presencias disminuidas pero no desaparecidas. Culpa, en casos extremos, de seguir con vida.

Vio Jacobo al dueño del café Super Leche, que se vino abajo en una nube de tierra que se veía a varias cuadras de distancia, como lo muestra la foto con la que comienza esta entrada, seguramente tomada a la altura de la fuente del Salto del Agua, y en la que se ve aún entero el viejo Cine Teresa, los edificios de la vieja calle San Juan de Letrán, sobrevivientes aún, pero envueltas en algo que, a esas horas, quizá apenas empezaba a saberse que era la  nube delatora de una tragedia. Zabludovsky habló con el dueño del café, que entre lágrimas le contó que en el segundo piso vivían su madre y su hermana.  Poco a poco empezó a hilvanar la sarta de historias, de dramas personalísimos.

Esa tarde del 19 de septiembre, muchos periodistas salieron a la calle, los que pudieron, a mirar, a contar, a sumarse a los millones de chilangos, de capitalinos que guardamos en algún punto de eso que llamamos alma, nuestras particularísimas historias de los días del terremoto. Zabludovsky tuvo la suerte -esto de reportear a ratos tiene mucho de suerte- de ser de los primeros que pudieron movilizarse, de los que pudieron empezar a ver, a conocer el alcance de lo ocurrido.

En algún momento de estos 29 años transcurridos, la grabación de este recorrido hecho por el reportero habilísimo que, les guste o no a muchos, ha sido y sigue siendo Jacobo Zabludovsky,  fue entregada al acervo del Archivo General de la Nación. Hace un buen rato, también,  que ese audio, al que se le han añadido imágenes, está disponible en internet:

En 1985, Televisa estuvo fuera del aire durante cinco horas. Muchos no nos enteramos porque no había energía eléctrica. La radio se reveló entonces, como un recurso que permitió empezar a dar algún sentido a la marejada de mensajes angustiosos que intentaban salir de la ciudad. A esa incomunicación que nos duró varias horas, se debió aquella primera plana del Corriere della Sera, según la cual, la ciudad de México había dejado de existir.

Las ventajas de ser una empresa de la magnitud de Televisa -nos guste o no- están en la posibilidad de rehacerse  con relativa rapidez. Seis horas después del terremoto, cuando ya había bastante idea de la extensión y la magnitud de los daños en la ciudad, otro reportero de muchos años y mucho oficio, Guillermo Pérez Verduzco, el «Tobi», se trepó en un helicóptero para llenarse los ojos de urbe lastimada. Su crónica es, también, importantísima.

Hace unos pocos meses, José Woldenberg escribió, en la introducción a su libro «Violencia y Política» (Cal y Arena 1995 y 2014)  una frase que describe con exactitud la forma en que estas crónicas audiovisuales los terremotos de 1985 regresan a nosotros después de tantos años: «Lo que entonces fue crónica, hoy es historia».  Abundan los trabajos acerca de la memoria del terremoto, desde el compendio de referencias periodísticas elaborado con gran celeridad por la UNAM, hasta el libro de testimonios compilados por  La Jornada y la formidable crónica de Humberto Musacchio «Ciudad Quebrada», que inicia con la forma en que la hermana mayor del periodista vivió el terremoto. En su momento, llamaron mucho la atención las crónicas que sobre el tema escribieran Elena Poniatowska y Carlos Monsiváis. El INAH y el FCE han auspiciado trabajos que intentan acercarse a la manera en que, históricamente, los habitantes del valle de México hemos intentado convivir con los sismos.

Pero esa voluntad memoriosa, que permite que lo vivido en 1985 no se desvanezca, no garantiza que, el día en que sea necesario, la libremos y la libremos bien. Hasta el momento lo hemos conseguido. Una vez más tendremos que preguntarnos  si hemos aprendido a vivir con el riesgo del sismo que un día vendrá y si sabremos reaccionar. Aunque conforta ver lo bien que los peques de primaria funcionan en simulacros y sismos reales, cada año la pregunta es un «sí»… a medias. Como en 1985, lo sabremos bien hasta el momento que seamos puestos a prueba una vez más.

 

 

19
Sep
13

La memoria de los temblores y el suave abrazo del Duque Job

sismo 85b

Qué diéramos por tener cerca, después de un temblor de esos que cimbran los cristales de las casas y estremecen el corazón, un abrazo consolador como el que hace muchos años puso en tinta y papel don Manuel Gutiérrez Nájera, el gran, gran Duque Job. Qué diéramos por un abrazo consolador en días oscuros, en los que no es la tierra la que se estremece, sino el agua enfurecida que arrastra todo a su paso, y confirma, de ese modo, la vieja conseja de las clases de hidráulica de los ingenieros: «el agua es cabrona». Qué diéramos tantos, en días enrarecidos, por escuchar que el frío, o la lluvia pasarán, y que el intenso temblor que un día ha de venir, vendrá lo más tarde posible.

Son, como eran hace más de un siglo, notables los poderes terapéuticos de frases como : «No tengas miedo ya. El enorme gigante duerme». Ah, don Manuel. Si hubiera vivido para presenciar nuestros terremotos de 1985, habría producido, con seguridad,una frase, un párrafo, algunas palabras engarzadas con ternura, que alentaran a volver a caminar las calles de la vieja, a ratos agotada Tenochtitlan.

Más conocido por sus poemas y su amoroso retrato de la Duquesa del Duque Job que por su delicioso trabajo periodístico, en Gutiérrez Nájera hallamos ya, embozado y envuelto en sedas, un fino olfato periodístico-informativo que no impide a su propietario ser maestro de la crónica mexicana de fines del siglo XIX, cuando este mundo era más sencillo, el tiempo corría más despacio y ciertos amores transcurrían al amparo de gabinetes reservados.

Y me acuerdo de que en tiempos recientes, ajustes de por medio del Sismológico Nacional, hubo temblores de 5.8 grados escala de Richter que la mayoría de los habitantes de la vieja ciudad sentimos como de siete, por el brincote y la intensidad trepidatoria del inicio. Como hace veintiocho años -cuesta trabajo entenderlo: veintiocho años transcurridos- , o como hace cuatrocientos años. Y registro, registramos, el miedo contenido que nos provocan los sismos a los habitantes de esta ciudad se hace presente cada vez que suena la alarma sísmica. Es la canija, la perra angustia anidada en la garganta, de no saber si lo que viene es un sismo de 6 grados con sus asegunes, o EL SISMO, ese sismo fantasma que seguramente se parecerá al de 1985, que sólo como posibilidad -cierta pero finalmente posibilidad- traemos como chip implantado todos los que ya estábamos vivos y teníamos conciencia de los hechos en ese que ahora se antoja remotísimo -veintiocho años, no deja de impresionarme- 1985.

Indiscutiblemente, hay material para seguir escribiendo de los terremotos, de nuestros terremotos y de la memoria que de ellos alimentamos los chilangos por nacimiento, por historia, por decisión o por necesidad.

Las crónicas de los terremotos de hace veintiocho años resultan profundamente distintas a la Crónica Color de Bitter del Duque Job, que,por cierto, los visitantes de este Reino pueden leer entera aquí.   Son, los posteriores a los terremotos,  textos que todavía hoy, cuando los leemos, nos revelan la cierta desesperanza, el agobio de ver a nuestra ciudad herida de gravedad, y no de muerte, porque toda la tinta que ha corrido en torno a los terremotos acaba siempre en la revelación de esa fuerza interna de los chilangos o capitalinos que permitieron a la ciudad sobrevivir, cuando -no se me olvida- algunos  periódicos europeos aseguraban que aquella ciudad, que en siglos idos llegó a ser llamada «la nueva Venecia», había desaparecido completamente del mapa.

sismo 85a

Estas crónicas escritas en el siglo XX carecen, empero, del abrazo que consuela, del «no tengas miedo» que  brotara de la pluma de Gutiérrez Nájera para construir quizá, el más fino testimonio  de un sismo sentido en la ciudad de México que se ha escrito. La relativa tosquedad de los testimonios virreinales donde la tierra tiembla y ruge por largos minutos es difícil de asimilar y, en ocasiones, nos deja con más preguntas que respuestas, tantos siglos después.

Pero  la «Crónica Color de Bitter» -que, para los curiosos, se consigue con relativa facilidad, en la pequeña pero muy decorosa antología que la UNAM tiene del Duque Job en la Biblioteca del Estudiante Universitario- se  parece, un poco a los «reconstituyentes», un sorbo de jerez o de oporto, un frasquito de sales de amoniaco, remedios todos para reanimar señoritas decimonónicas: un mexicanísimo apapacho, una terapia de abrazo, un gesto de consuelo que diga que la ciudad no se ha acabado, que no estamos desamparados, que somos más fuertes que la lluvia, que las inundaciones, que los sismos, que el horror, que el desastre.

Hombre de su tiempo y de sus particulares condiciones, Gutiérrez Nájera no podría, acaso -juguemos en el mundo del «hubiera»- producir la crónica que hoy demandan, junto con la indispensable y urgente ayuda, los tixtlecos que miran sus casas arrasadas, los acapulqueños que miran su puerto despedazado. Porque, incluso antes de que llegue la comida, la ropa, los medicamentos que ya se acopian en numerosos lugares de la República para la gente de Guerrero, de Veracruz, de Oaxaca, de Tamaulipas, su historia, y la historia de la desigualdad en la que viven ya es escribe en los periódicos. Asistimos, de nuevo, al teatro de la historia. Estas lluvias, estas tormentas, estos huracanes, no se olvidarán, y las cicatrices que dejen volverán a doler los días fríos y húmedos.

LÁGRIMAS DE LA PATRIA

patria que llora sept 18 2013 rocha la jornada

Ayer, Rocha, el cartonista de La Jornada, representó a la patria doliente enmedio del aguacero despiadado. Se trata de una recreación de aquella mujer, alegoría de la patria, pintada en 1962 por Jorge González Camarena, por encargo de Martín Luis Guzmán, para que fuera portada de los libros de texto gratuitos. Y, mirándola, pienso que es un gesto de consuelo mirar a esta patria reloaded, por cuyas mejillas corren lágrimas que se confunden con la lluvia.  Porque como aprendimos  hace 28 años, como habremos de comprobarlo en este 2013 pasado por agua, las lágrimas, más tarde que temprano, y aunque dejen huella, terminan por secarse.

22
Sep
11

«Una película de terror en cámara lenta»: más sobre el terremoto de 1985

Nadie ha vuelto a ver la ciudad de esta manera. Afortunadamente.

Decía yo el otro día que  esta idea del gran sismo que ha de venir un día a quitarnos la tranquilidad a los habitantes de la ciudad de México no es alharaca ni ganas de armar bulla o sumir en la paranoia a la respetable concurrencia. Es, simplemente, la enunciación de un hecho objetivo: un día volverá a temblar con gran intensidad y su repercusión en este viejo valle será importante, por decirlo de manera educada.

Trato de ser correcta en la expresión, precisamente porque, cada tanto, generalmente cuando algún compañero reportero conoce el sistema de alerta sísimica, y aprende un par de gramos de lo que todos los habitantes de la región más transparente del aire (ajá) deberíamos saber, puesto que aquí vivimos, en esta mole de concreto y yerbas variadas, asentadas en un lecho de fango, la nueva información adquirida por el reportero, que no es precisamente el mejor ejemplo de «persona-bien-informada», suele tomarse las cosas a la tremenda, y acto seguido manda a su redacción la nota que, invariablemente, suele aparecer en titulares  de 72 puntos y que suele decir alguna BARRABASADA más o menos de este calibre:  «INMINENTE TERREMOTO AFECTARÁ A LA CIUDAD DE MÉXICO» o peor aún: «UN TERREMOTO ACECHA A LA CIUDAD DE MÉXICO».  Lo aún más lamentable de estos casos, que he visto repetirse el fenómeno por lo menos una media docena de veces en 20 años (es decir, cada vez que un reportero ignorante se entera). Pero lo que está detrás de estos accesos de sensacionalismo sí es, como a mí me lo dijera alguna vez un especialista, «como ver una historia de terror en cámara lenta».

Donde fue morgue inmensa, hoy existe un centro comercial. ¿Alguien lo recuerda?

Pero, quizá parte del problema en la peculiar relación que los habitantes de este anciano valle tenemos con los sismos y terremotos, radica en nuestros problemas de memoria histórica. Resulta inquietante darse cuenta de lo fácil y rápido con que nos hemos olvidado que, prácticamente «desde siempre»,  los sismos nos han administrado dosis de sustos más o menos grandes, y que, debido a los cambios tecnológicos y a la dinámica constructiva de la ciudad, con los años los sismos se han vuelto más impactantes. La ciudad ha aumentado su superficie, y los antiguos pueblos vecinos son ya colonias del monstruo urbano en el que vivimos ahora; la ciudad es ahora más alta: hace mucho que superamos el momento en que el primer «rascacielos» mexicano, el edificio de La Nacional de la esquina del Eje Central Lázaro Cárdenas (en sus días San Juan de Letrán) causaba asombro, como lo pintó un tierno cromo de calendario de unos setenta u ochenta años atrás.

Como ejemplo, hablemos un poco de la imagen inmediata anterior. Para los que vivimos esos días, me parece que no tenemos problema para ubicar el hecho y la circunstancia: es el ahora desaparecido Parque de beisbol del Seguro Social, que estaba en el cruce del Viaducto con la Avenida Cuauhtémoc en la ciudad de México. Entre las muchas medidas emergentes de los días más terribles que siguieron al terremoto, que fueron aquellos en los que la gente se dedicó a rescatar vivos y muertos de entre las ruinas de numerosos edificios, el parque fue habilitado como una enorme morgue, a donde llevaron, seguramente por centenares, los cuerpos de las víctimas de los derrumbes. El campo de juego se llenó con rapidez de cadáveres, rodeados por bolsas y bolsas de hielo, en un intento por moderar la descomposición. Las filas de la gente que buscaba a algún amigo o familiar eran inmensas. Terrible experiencia debe haber sido, para quienes la vivieron, tener que entrar al gigantesco depósito de cadáveres y pasar revista a diez, a vente, a cincuenta, a cien, buscando a alguien, ansiosos de encontrar y al mismo tiempo esperando no hallar.

De todo esto, desde luego, nadie se acordó el día en que el parque de beisbol despareció y se convirtió en un gran centro comercial, Parque Delta (el nombre original del estadio beisbolero), por el cual pasean cientos de personas, entre familias, chamacos de secundaria en desvergonzada pinta, parejitas que van por el helado, y consumistas de toda ralea y pelaje. Pero seguro que a nadie le haría gracia que le digan que ahí, debajo de donde está muy a gusto tomándose un helado de yoghurt sin grasa, era la superficie donde empezaron poniendo docenas de ataúdes armados a la carrera, sin acabados ni nada de eso, tal era la urgencia de darle una estancia siquiera decorosa a las víctimas aún no identificadas. Incluso, a ratos, ni ataúdes había; solamente sábanas y bolsas especiales para arropar a tanta pobre carne lastimada.

FRAGMENTOS DE RECUERDOS

El problema es muy comprensible, por humano: hay cosas que nos duele recordar. Pero en los últimos años del siglo XX, el impacto del terremoto fue tal, que no hay manera de olvidar. Aunque sean 26 años, suficientes para que los niños que eran niños ahora cuenten que salieron de sus casas en brazos de sus padres o de sus abuelos, y que del sismo no recuerdan absolutamente nada. Y hay tantos que recordamos aún.

Como duelen las heridas profundas, duelen aún en los habitantes de esta ciudad las huellas del terremoto de 1985. Encontrarse, en el curso de la vida, con alguien que haya escapado por un pelo de la muerte, o haya vivido para contar cómo libró el desastre, resulta una lección de vida.

Recuerdo a un condiscípulo mío, que, al tiempo que estudiaba la licenciatura (éramos unos escuincles de quinto semestre de Comunicación), asistía al Conalep de la calle de Balderas, que se hizo pedazos. En el caos inmediato y la siguiente suspensión de clases, dejamos de saber de él varias semanas. Después supimos que había quedado atrapado en los escombros. Pero sobrevivió, fue rescatado con lesiones graves en una pierna, e iba a clases con muletas y a pesar de las numerosas operaciones que le practicaron para rehabilitarlo. Acabó la carrera, desde entonces no sé de él. Pero me acuerdo tan bien del chico llegando a su clase a las 4 de la tarde, al principio en silla de ruedas, luego en muletas, de los compañeros que le hacían lugar en la primera fila para que no se le complicara la entrada a clase.

Recuerdo también a un chico, de nuestro equipo de producción de Radio13. Vivía en el edificio Nuevo León con su familia. Apenas tenía cinco años. Su padre, que trabajaba en el corporativo de Bancomer, en un turno nocturno, llegó a las 7 de la mañana con automóvil nuevo. El banco se lo había renovado. Le tocó el timbre a la familia, para que bajaran en tropel a ver el vehículo. Todos bajaron y eso los salvó. Estaban en el estacionamiento cuando el edificio se vino abajo. Sobrevivieron, pero lo perdieron todo, vivieron un mes en un albergue para damnificados. En su vida de joven adulto, mi amigo llevaba la impronta de esos días:  jamás desperdiciaba comida, si no se acababa un plato, lo guardaba para después; sabía las fechas de caducidad de toda clase de alimentos envasados y el tiempo máximo de consumo después de haber vencido la vigencia. Pero también recuerdo haber tenido una alumna de la licenciatura en periodismo, paralizada y deshecha en llanto con un temblor de 6 grados: volvía a recordar los dos días que pasó con su madre, atrapada en los escombros de su casa, siendo la niñita muy pequeña que era en 1985.

Pero así como hay historias muy duras, que aún lastima recordar, también está la nostalgia de las calles que cambiaron radicalmente y que se llevaron pedazos de nuestras historias personales. En el café del Hotel Regis, tapizado en rojo y oro, aprendí, unos cinco o seis años antes, de la mano de mi padre, esa práctica, ritual de iniciación conocido como «ir a tomar un café»: comprábamos algún libro en la librería del Centro Cultural Reforma, extinto también, y luego íbamos a que yo me administrara mis primeros cafés capuchinos -con un chorro de azúcar, si tenía yo como 15 años-  en el Regis. Y, contraesquina de aquel Regis, empotrado en el edificio, estaba el reloj Haste (la hora de México) cuadrado, que apareció en tantas fotografías, en el piso, detenidas las manecillas para siempre, en las 7 con 19 de la mañana.

Pero como hay dolor, hay nostalgia y hay celebración de la vida; los rescatistas aplaudían y celebraban cada vez que salvaban la vida de alguien, cada vez que sacaron en brazos a un bebé del Centro Médico, donde los edificios de Oncología,Traumatología, Obstetricia, Ginecología y Pediatría estaban caídos.  Tal vez no me di cuenta, pero este día 19 no leí nada acerca de los entonces recién nacidos rescatados y a los que se les prometieron becas y no sé qué mas apoyos para compensarlos del trauma terrible de que, en algunos casos, sus madres hubieran fallecido en el terremoto.

Coro a muchas voces, la historia de ese 19 de septiembre trasciende el recuerdo fácil, pero su reflejo se queda corto en los informes oficiales inmediatos, los oficiales y los de estos días que ahora vivimos: los documentos del gobierno de Miguel de la Madrid declaran que ese sismo de las 7:19 de la mañana, con epicentro en las costas de Guerrero y Michoacán, provocó un déficit de vivienda, de 30%, en el Distrito Federal; que 100 mil familias vieron afectado su patrimonio, que las agencias del Ministerio Público dieron fe de 4 mil 541 muertes, que el sistema de hospitales, gravemente lesionado, atendió a 15 mil 936 heridos. En una de sus crónicas sobre el terremoto, Carlos Monsiváis estimaría la cantidad de muertos entre 15 mil y 20 mil.  Pocos datos sólidos nos quedan de entonces.

Hace dos días, El Universal publicaba una nota con una curiosa fuente: el Registro Civil, que asegura, basado en su sistema digital de actas, que los muertos en la ciudad de México, en el terremoto de 1985 fueron 3 mil 692.   Con agudeza, Joaquín López Dóriga mandó al caño, de inmediato, la nota, recordándonos una cosa: las actas de defunción pertenecen, evidentemente, a aquellas víctimas que fueron identificadas, y una de las cosas terribles de aquel terremoto, son las fosas comunes donde descansan numerosas personas que no fueron identificadas. La nota, por lo tanto, pasó sin pena ni gloria, minimizada por este tipo de contraargumentos y por otro fenómeno importante: el escepticismo con que recibimos cualquier información que lleve la etiqueta de «oficial».

Las consecuencias del terremoto son ambivalentes: es lugar común hablar de la movilización de la sociedad civil, con lo bueno y lo malo que ello tiene. Lo bueno: la certeza de que, ante un vacío de autoridad, la gente de esta ciudad piensa bien, y actúa mejor; que puede haber iniciativas responsables y nutridas de enterezas en medio del caos. Lo malo: que surgieron nuevos clientelismos de los que, a la fecha, no nos hemos podido librar. Para muestra elocuente basta un nombre: René Bejarano, de quien, la verdad, no me dan ganas de escribir.

OK, OK, PERO, ¿Y LA PELÍCULA DE TERROR?

Alguna vez, cuando andaba reporteando, hace ya bastantillos años, me encontré con uno de los especialistas que en ese entonces monitoreaban la famosa alerta sísimica que, a raíz del terremoto de 1985, fue creada. De hecho, este año está celebrando sus 25 años de vida.  En aquellos días, hablando con Juan Manuel Espinosa Aranda, en sus oficinas del Centro de Instrumentación y Registro Sísmico, A.C. -de la cual se pueden enterar en http://www.cires.org.mx/  me enteré de las peculiaridades de nuestro sistema de alerta sísmica, que funciona y funciona bien. Tiene un problema esencial: su alcance de monitoreo, pues fue creada e instalada en el territorio del estado de Guerrero, a raíz del terremoto de 1985, y en atención a la recuperación de la información histórica que se remonta a principios del siglo XX (hay, aparte del temblor maderista, datos sobre algunos otros sismos importantes ocurridos en la primera década), dispone de una docena de estaciones «sismo sensoras» que son las que «disparan» la alerta sísmica. ¿Ustedes la han escuchado durante una transmisión radiofónica? Yo sí.  Entonces, como hoy, nunca falta quien, tras un sismo se indigne y reclame, porque no sonó la alerta sísmica. la respuesta usual en estos casos es que la cobertura del sistema es aún limitado, y en ello habrá que trabajar.

Y la idea de la prevención, y de preguntarnos cada año si estamos preparados para el gran temblor que puede venir tiene que ver con esto: El SAS (Sistema de Alerta Sísmica) opera de manera continua hace ya 20 años, recién cumplidos en agosto pasado. Y han tenido el cuidado de señalar y ubicar los epicentros de los sismos que han ocurrido en Guerrero, con efectos de diversa intensidad en Toluca y el Valle de México. En sus estadísticas reportan la detección, con 60 segundos de anticipación (que para ponerse a salvo son muy muy buenos y que para sufrirlos en temblor son eternos), de 13 sismos intensos, además de 53 de intensidad «moderada» y otros 1934 de intensidad menor.

Lo importante y que no hay que olvidar, por más a gusto que nos sintamos en la ciudad de México es que han detectado una zona, entre los puertos de Acapulco y Zihuatanejo a la que definen como de «silencio sísmico»: ningún sismo reciente ha tenido su epicentro en esa región; es un «hueco» que puede advertirse perfectamente, con absoluta claridad en las gráficas que desarrollan en el CIRES. Fue cuando me dijeron: «Mira: ¿no se te hace como ver una película de terror en cámara lenta?».  Cito su previsión al respecto: se trata de «una región donde deberá ocurrir un movimiento sísmico de proporciones similares al de 1985 que causó grandes daños en la ciudad de México.» Ese es el gran sismo que un día ha de venir. Como les decía el día 19: no es predicción, es pura sismología; son hechos debidamente consolidados  y, si gustan, entren a la parte del SAS en la página del CIRES, que es este:     http://www.cires.org.mx/sas_es.php   Es bueno saber estas cosas. Por eso, 26 años después,  la pregunta sigue siendo válida para nosotros y para los que estamos en obligación de proteger. ¿Estamos preparados? Ojalá, ojalá porque este es un trabajo muy sólido hecho por mexicanos; ojalá porque este es uno de los casos en los que se demuestra para qué sirve esto de saber y de escribir sobre historia. Que nos valga.

¿habremos aprendido la lección? Perra duda.

19
Sep
11

Son las 7:19 ¿no sientes aún escalofrío? 26 años desde el terremoto de 1985

¿Qué sentimos, qué se nos revueve al volver a mirar estas imágenes?

A mí si, la verdad, un poco.  La vista de los relojes que se quedan paralizados en algún punto del tiempo, en una historia que ya no alcanzaron a marcar, me da un cierto desagrado.  Me genera una peculiar tensión ver, desde hace 25 años, la transmisión de la ceremonia luctuosa en el Zócalo, mientras los noticieros de radio transmiten las ceremonias paralelas en los edificios donde murieron docenas de costureras; en el predio que alguna vez ocuparon edificios del Multifamiliar Juárez;   en aquella que, en la mitad de los años sesenta del siglo XX era la «Ciudad Tlatelolco», uno de los proyectos habitacionales más novedosos de su tiempo, y que, desde 1985, ya no puede borrar la huella traumática del derrumbe del edificio Nuevo León. Sí, me da cierto repelús; un peculiar escalofrío, nomás de recordar que esa mañana no estaba uno donde solía estar, que esa mañana, por ir a donde tenía uno que ir, en los ojos se quedaron imágenes que no se habrían de olvidar, que por saber lo que ocurría en otros puntos de la ciudad, ojos muy jóvenes atisbaron algunos elementos de tragedia, que por estar donde les tocaba, vieron lo que vieron, o porque algún azar insospechado propició que algunos vivieran para contar, después, lo que fue esa mañana, cuando algo más que el rostro de la vieja capital, cambió radicalmente.

LA MEMORIA ANTIGUA: EL MIEDO SE CUENTA EN CREDOS

Hay dos clases de memorias interesantes,  cuando de sismos en México se habla.  Una, la de siglos pasados, cuando, ante la falta de mayores instrumentos para comprenderlos, ya no se diga de discurrir alguna actitud preventiva o de protección, no quedaba sino sufrir en carne propia la experiencia de los temblores de tierra. Incomodan, por oscuras, las narraciones de los días virreinales, porque todas coinciden en que la tierra solía rugir de manera aterradora; porque los sismos, en aquellos días, solían ser, amén de intensísimos, muy, muy largos. mala cosa cuando sólo se cuenta con la fe y una que otra advocación de la virgen María para sobrellevar la experiencia.

Los antiguos habitantes de la Ciudad de México sabían, como lo volvieron a aprender los modernos chilangos después del terremoto de 1985, que el miedo encuentra peculiares dimensiones: mucho antes de que existieran las escalas y los sismógrafos, en el Valle de México, la duración de los temblores y por tanto el terror que estos fenómenos desencadenaban en nuestros antepasados, cobraba medida en forma de credos y de avemarías.

Los novohispanos intentaron dar a los temblores algún parámetro que les permitiera manifestar el tamaño de su miedo. A falta de escalas de medición y espíritu lo suficientemente científico, no se les ocurrió otra cosa que consignar la duración de los sismos por medio de las oraciones que desgranaban para hacer soportable el desconcierto y el miedo: el temblor del 17 de enero de 1653 duró más “del tiempo que pueda ocuparse en rezar dos credos con devoción”. El 13 de septiembre de 1667, dicen, tembló con mucha fuerza y “duró tres credos”; el del 30 de junio de 1700 se prolongó apenas un par de credos.

Poco a poco, a medida que la tecnología y la ciencia se esforzaban en explicar los movimientos telúricos, el recurso de la fe inocente cayó en desuso: los temblores del siglo XIX, al menos en las crónicas que heredamos, carecen de ese peculiar sistema de medición. Los recuentos de daños y las estimaciones de Richter y Mercalli comenzaron a desdibujar a los ruegos encendidos, a las plegarias colectivas y a los cielos rojos que presagiaban desastres.

El pobre reloj que se quedó para siempre en las 7 con 19 minutos

A principios del siglo XX, aún pervivía en la memoria el recuerdo del sismo de 1894 que acaso narraría Manuel Gutiérrez Nájera en su muy recomendable “Crónica color de bitter” y, desde luego, entre los más ancianos en el fin de siglo, aún quedaba algo de las imágenes del temblor del 3 de marzo de 1845, cuando se cayó la cúpula del templo de Santa Teresa. En ambos casos hubo en la capital mexicana muertes y derrumbes.

Con el siglo XX , el avance científico permitió entender más y mejor qué era eso de los temblores, aunque, evidentemente, eso no disminuyó ni un milímetro, el pavor que le inspiraba esta clase de fenómenos a los habitantes de la capital.

Del temblor del 7 de junio de 1911, el llamado “temblor maderista”, porque ocurrió el mismo día en que Francisco Madero entró triunfante a la ciudad de México, se dijo, durante años que era el más intenso y dañino en la memoria del país; su magnitud se calculó en 8 grados Richter.  Los reportes de la época fueron muy exactos; ya se empleaba la escala de Mercalli modificada por el italiano Adolfo Cancani. Fue tan precisa la evaluación inicial que planteaba para la capital, una magnitud de 8 grados y de 10 en la zona del epicentro del terremoto.Ese reporte habla de un movimiento “súbito y durísimo”, tan fuerte, que los instrumentos de la época, enloquecidos por la intensidad del terremoto, no pudieron fijar con exactitud la localización del epicentro.

Sorprende escuchar a muchos decir que el temblor de aquel día de junio de 1911 «no fue gran cosa»; y sorprende porque si uno se toma la molestia de asomarse a los documentos de hace un siglo, encontrará  los recuentos de daños de una gran lista de edificios públicos, empezando por el Palacio Nacional y la Catedral. Pero también hubo daños en la escuela Nacional Preparatoria de San Idelfonso, en la Inspección General de Policía, en las bodegas de la estación central del ferrocarril, en el edificio de Telégrafos Federales y en el pabellón de las guardias presidenciales en Chapultepec. En las zonas cercanas a Tepito se levantaron los rieles de los tranvías. Centros educativos como la Escuela Normal, en Popotla, y la Escuela Industrial de Huérfanos, en Tlatelolco, también resultaron afectados. Los dormitorios de un cuartel en San Cosme aparecieron en la prensa de esos días como uno de los casos más impresionantes; más de una treintena de soldados habían muerto mientras dormían, al caerles encima la construcción. También se derrumbó, en aquella ocasión, la fachada de los juzgados adyacentes a la vieja cárcel de Belén.

Evidentemente, en la memoria citadina y política, el terremoto de la madrugada del 7 de junio de 1911 se desvaneció en el ambiente triunfal de la llegada de Madero a esta ciudad. Hasta un corrido hubo, según el cual, lo que importaba de aquel día era la entrada triunfal del caudillo:  “Unos decían que sí, otros decían que no… y cuando llegó Madero, ¡hasta la tierra tembló…!”

Metidos a husmear en la historia de nuestros sismos, es inevitable preguntarse ¿Por qué no hubo daños tan considerables como para que este temblor «maderista» fuese recordado por sí solo? Aventuro una respuesta. Porque la ciudad de México era una ciudad muy baja. Chaparra, pues. Las construcciones más altas tendrían tres o cuatro pisos, como el hoy Museo Nacional de Arte. Pero la lectura de los reportes no deja lugar a dudas: fue un horrible terremoto. para los que no creen mucho en su alcance; y con un dejo de sorna, los invito a que intenten ponerse en el lugar de Francisco León de la Barra,  presidente interino, y la cara que tendría cuando se enteró de que en el patrio central de Palacio había un arco a punto de desmoronarse, y que en algunas áreas de la ya muy vieja construcción, las cuarteaduras eran bastante feas y aparatosas. Uno que va a recibir visitas y mira nomás, carajo, habrá rezongado por lo bajo.

Poco más de medio siglo después, el sismo del 28 de julio de 1957, de 7.7 grados Richter, le arrancaría el título del más terrible a este temblor maderista, al provocar el desprendimiento, de lo alto de la Columna de la Independencia, a la victoria alada, al familiar “Ángel” de la capital. Tal vez, en aquella ocasión, el efecto fue más bien simbólico, se cayeron un par de edificios en puntos curiosos -quiero decir que no hubo zonas arrasadas, sino un par de casos aislados- pero la impresión de ver en el suelo a la victoria alada, emblemática desde que don Porfirio la mandó traer para las fiestas del Centenario, fue algo que le dolió en serio a los chilangos y al resto del país.

Pero con los sismos de hace 26 años, estos parámetros cambiaron por completo. El miedo, no tan oculto, se quedó para reaparecer en cada nuevo movimiento de tierra; se quedó para los que en cada nuevo sismo sienten que el pánico les gana; para los que acopian fuerzas, por si hay que escapar para salvar la vida. Aunque sea lugar común, el terremoto de 1985 nos cambió a los que lo vivimos; desde entonces, un mugroso temblorcillo de 5 grados ya no altera a los más templados; uno de 6 grados apenas se siente. Pero, para muchos, volver a decir «está temblando» es de nuevo el ramalazo de miedo; la memoria propia y heredada que nos hace pensar: «este temblor que comienzo a sentir, ¿será el que ha de venir, el que tienen una década advirtiéndonos los sismólogos y las  entidades de protección civil?» Pasa el temblor. No ha sido. Pero pudo haber sido. No es, pero el asomo del miedo, quién nos lo quita. No ha sido, pero alguna vez será. Y no es predicción, sino purititita sismología.

 

¿Reconocen en esta imagen la avenida José María Izazaga? Cuesta trabajo




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