Para los que ya teníamos edad para recordarlo, el terremoto del 19 de septiembre de 1985 y su aterradora réplica del 20 se septiembre, seguirán siendo relevantes, inolvidables en nuestro devenir. Como no siempre somos conscientes -por lo menos hasta que no comienzan a dolernos los huesos y partes diversas de la admirable maquinaria humana- del paso del tiempo sobre nosotros mismos, de repente caemos en la cuenta de que han transcurrido 29 años desde la mañana en que, preparándonos todos para la jornada, algunos de vacaciones universitarias, muchos moviéndose hacia los trabajos, hacia las clases, cuando ese movimiento se detuvo abruptamente para vivir dos minutos que han quedado entre los más terribles que ha vivido la vieja, la sobreviviente Tenochtitlan.
Ahora, en estos tiempos en que la red atesora múltiples tesoros de la memoria humana, hasta podemos leer en la Wikipedia, para citar una fuente muy socorrida, un resumen amplio y con abundantes detalles del terremoto de 1985, con la serenidad que dan los años transcurridos. Por eso me entero que, hoy día, aún existen divergencias en cuanto a la magnitud de aquel sismo, al que usualmente señalamos como de 8.1 grados en escala Richter, en tanto que el Sismológico de Estados Unidos aún lo estima en 8 grados, y la Sociedad Mexicana de Ingeniería Sísmica sostiene que la magnitud fue aún mayor: 8.2 grados Richter.
Ahora, los chicos de secundaria, de preparatoria, hasta algunos universitarios, quienes tengan como tarea averiguar qué ocurrió hace 29 años y cómo nos cambió -el poder transformador del acontecimiento no se pone en duda- sabrán también que el fenómeno generó un tsunami en Ixtapa-Zihuatanejo con olas de 15 metros, suceso que en 1985, sencillamente, no atendimos, o no quisimos atender, ocupados como estábamos en el altiplano con nuestro propio drama.
Con la tendencia centralista, necia en querer ver todo desde la óptica y desde la soberbia del altiplano, que durante siglos ha caracterizado mucho de la vida nacional, solemos olvidar que el terremoto de 1985 causó desastre y pavor en muchas otras zonas del país. No obstante, eso de que se caiga la antena maestra de Televisa, que delegaciones enteras de la capital se hayan quedado más de 24 horas sin energía eléctrica, que nos hayamos quedado incomunicados respecto del resto del país durante un buen rato, que muchos hayan abordado esa mañana un autobús para bajar un paso a desnivel y emerger entre el polvo de un edificio que acababa de derrumbarse, ni fue cosa menor, ni se ha convertido en pasto del olvido de los habitantes de esta vieja ciudad.
Hoy resulta sumamente sencillo teclear en los buscadores de imágenes que ofrece la red para encontrar la monumental crónica que gracias a un teléfono satelital instalado en su automóvil, pudo hacer Jacobo Zabludovsky. El documento sonoro es hoy aún más rico: tiene texturas que comienzan desde las sensaciones y sentimientos del periodista que se mueve por Paseo de la Reforma sin advertir mayores daños. Esas sensaciones y sentimientos empiezan a transformarse cuando Zabludovsky llega a donde estuvo el Hotel Continental y lo ve derrumbado: las cosas empezaban a cambiar.
Ve don Jacobo a gente atrapada en los pisos cuarto, quinto y décimo del hotel D’Carlo; le piden hablar al aire para pedir ayuda; el periodista oye a gente que le grita desde el cuarto piso; ve unas niñas atrapadas, habla con el gerente del hotel, quien le cuenta que hay gente atrapada en los elevadores. Por primera vez, don Jacobo se permite una palabra, una sola, que muestra, de golpe, lo que bulle en su interior: «espeluznante». El mundo ha cambiado, el universo está quebrado. La vieja Tenochtitlan no volverá a ser la misma, y la narración de Zabludovsky se vuelve la representación material de todas aquellas cosas que nos enseñan en las escuelas de periodismo acerca de la objetividad del que narra, del esfuerzo por mantenerse como el aséptico relator de los hechos que el canon del oficio de informar, que a fin de cuentas no somos ni seremos. Ni siquiera en ese momento del 19 de septiembre de 1985, cuando Jacobo Zabludovsky llega ante los restos del edificio de noticieros de Televisa, en la Avenida Chapultepec, para decir «mi casa», y con intervalos silenciosos describir, sin que le tiemble la voz, la transformación que, para siempre, esa esquina ha experimentado en ese par de minutos.
Al paso de los años, Zabludovsky ha hecho la «versión anotada» de aquella crónica, y siempre se detiene con un dejo de melancolía, con la que ahora, cuando rebasa los 80 años de edad, explica lo que pensaba y no manifestaba en su narración de aquella mañana. «Yo sabía quiénes estaban allí», ha explicado en numerosas ocasiones. «Yo les di el trabajo, les asigné su escritorio, les fijé el horario. Sabía muy bien quiénes de ellos estaban en el edificio de Noticieros a las 7 con 19». Los malquerientes de Zabludovsky, que abundan, pueden pensar que es un dejo de remordimiento, y puede que tengan razón. Pero en casos como estos, la culpa, en forma de voz interna aflora en situaciones muy dramáticas: culpa de haber ido por la leche, por haber acabado el semestre una semana antes, de haber salido antes o después, de no haberse ido, de haberse quedado. Culpas gratuitas,sin justificación, sin responsabilidad, y que a la distancia siguen ahí, como presencias disminuidas pero no desaparecidas. Culpa, en casos extremos, de seguir con vida.
Vio Jacobo al dueño del café Super Leche, que se vino abajo en una nube de tierra que se veía a varias cuadras de distancia, como lo muestra la foto con la que comienza esta entrada, seguramente tomada a la altura de la fuente del Salto del Agua, y en la que se ve aún entero el viejo Cine Teresa, los edificios de la vieja calle San Juan de Letrán, sobrevivientes aún, pero envueltas en algo que, a esas horas, quizá apenas empezaba a saberse que era la nube delatora de una tragedia. Zabludovsky habló con el dueño del café, que entre lágrimas le contó que en el segundo piso vivían su madre y su hermana. Poco a poco empezó a hilvanar la sarta de historias, de dramas personalísimos.
Esa tarde del 19 de septiembre, muchos periodistas salieron a la calle, los que pudieron, a mirar, a contar, a sumarse a los millones de chilangos, de capitalinos que guardamos en algún punto de eso que llamamos alma, nuestras particularísimas historias de los días del terremoto. Zabludovsky tuvo la suerte -esto de reportear a ratos tiene mucho de suerte- de ser de los primeros que pudieron movilizarse, de los que pudieron empezar a ver, a conocer el alcance de lo ocurrido.
En algún momento de estos 29 años transcurridos, la grabación de este recorrido hecho por el reportero habilísimo que, les guste o no a muchos, ha sido y sigue siendo Jacobo Zabludovsky, fue entregada al acervo del Archivo General de la Nación. Hace un buen rato, también, que ese audio, al que se le han añadido imágenes, está disponible en internet:
En 1985, Televisa estuvo fuera del aire durante cinco horas. Muchos no nos enteramos porque no había energía eléctrica. La radio se reveló entonces, como un recurso que permitió empezar a dar algún sentido a la marejada de mensajes angustiosos que intentaban salir de la ciudad. A esa incomunicación que nos duró varias horas, se debió aquella primera plana del Corriere della Sera, según la cual, la ciudad de México había dejado de existir.
Las ventajas de ser una empresa de la magnitud de Televisa -nos guste o no- están en la posibilidad de rehacerse con relativa rapidez. Seis horas después del terremoto, cuando ya había bastante idea de la extensión y la magnitud de los daños en la ciudad, otro reportero de muchos años y mucho oficio, Guillermo Pérez Verduzco, el «Tobi», se trepó en un helicóptero para llenarse los ojos de urbe lastimada. Su crónica es, también, importantísima.
Hace unos pocos meses, José Woldenberg escribió, en la introducción a su libro «Violencia y Política» (Cal y Arena 1995 y 2014) una frase que describe con exactitud la forma en que estas crónicas audiovisuales los terremotos de 1985 regresan a nosotros después de tantos años: «Lo que entonces fue crónica, hoy es historia». Abundan los trabajos acerca de la memoria del terremoto, desde el compendio de referencias periodísticas elaborado con gran celeridad por la UNAM, hasta el libro de testimonios compilados por La Jornada y la formidable crónica de Humberto Musacchio «Ciudad Quebrada», que inicia con la forma en que la hermana mayor del periodista vivió el terremoto. En su momento, llamaron mucho la atención las crónicas que sobre el tema escribieran Elena Poniatowska y Carlos Monsiváis. El INAH y el FCE han auspiciado trabajos que intentan acercarse a la manera en que, históricamente, los habitantes del valle de México hemos intentado convivir con los sismos.
Pero esa voluntad memoriosa, que permite que lo vivido en 1985 no se desvanezca, no garantiza que, el día en que sea necesario, la libremos y la libremos bien. Hasta el momento lo hemos conseguido. Una vez más tendremos que preguntarnos si hemos aprendido a vivir con el riesgo del sismo que un día vendrá y si sabremos reaccionar. Aunque conforta ver lo bien que los peques de primaria funcionan en simulacros y sismos reales, cada año la pregunta es un «sí»… a medias. Como en 1985, lo sabremos bien hasta el momento que seamos puestos a prueba una vez más.
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