Posts Tagged ‘Centenario de la Decena Trágica

22
Feb
13

La última fotografía de Pancho Madero.

MADERO LLEGA A PALACIO NACIONA 9 FEBRERO 1913

Hurgando en los materiales que resguarda la Fototeca Nacional del INAH, me encuentro con varias tomas de los momentos en que el buen Pancho Madero cabalgó, rodeado de los cadetes del Heroico Colegio Militar, un respetable montoncillo de ciudadanos entusiastas mas su obligada dosis de mirones, hacia el Palacio Nacional, la mañana del 9 de febrero de 1913, después de enterarse de la intentona golpista que, en su primer round, dejó acribillado, a las puertas de Palacio, al general Bernardo Reyes, para dolor eterno de su hijo Alfonso. Don Pancho se despidió de su Sarita, que no lo volvió a ver vivo, y se fue ladera abajo, convencido de que, como representaba al bien, no tenía manera de no perder. Una dura contrastación con la realidad, hace un siglo, demostró que no siempre los buenos ganan.

Varias de estas tomas, que dan cuenta de la cabalgata de don Pancho tienen una leyenda, que no por inexacta falta a la verdad: «última fotografía tomada a Francisco Madero». Inexactas, porque hay varias imágenes del trayecto. No faltan a la verdad, porque nadie volvió a tomarle una foto al buen Pancho Madero. En su cautiverio, en la oficina que era la antigua Intendencia de Palacio Nacional, se dio tiempo para dedicarle una fotografía, en atavío oficial, a uno de sus salvadores durante el tiroteo que el 18 de febrero ocurrió en el Salón de Acuerdos de Palacio, el capitán Federico Montes:

MADERO DEDICADA

Probablemente, por eso, la figura de Madero a caballo es una de las más reproducidas, recreadas y re-imaginadas de esos días de la Decena Trágica. Por eso, en un caso de valoración equivocada, atolondramiento y necedad, la estatua que del bueno de don Pancho nos regalaron las conmemoraciones de los Centenarios de 2010, no es la representación del Francisco Madero que «alevantó» la primera revolución y que promovió la democracia en este porfirista aunque cambiante país. Es, en puntada de mal gusto por la mala oportunidad, la representación del presidente en crisis que cabalga derecho hacia la muerte. No nos dieron al Madero de 1910, sino al de 1913.

En abono del difunto Alonso Lujambio, hay que decir que pudo haber sido peor. Fuentes bien informadas me indican que la propuesta del (des)coordinador de las conmemoraciones de 20910, que por aquellos días dirigía el INEHRM, quería, por uno de esos raptos de locura a los que es tan dado, hacer una estatua de Madero con Sarita, que reproduce aquella foto donde ambos están sentados y la bondadosa señora se afana en pegarle un botón de la manga de la chaqueta.  Mis fuentes bien informadas agregan que tras escuchar aquella puntada, Alonso Lujambio le pegó una arrastrada memorable al (poco) inspirado (des)coordinador. No porque se pretendiera despreciar el vínculo entre Francisco y Sarita, sino porque, aparte de escena completamente doméstica, que pertenece a la vida privada de los personajes históricos, a don Pancho no se le recuerda por lo mucho que quería a su «sarape», como cariñosamente apodaba la gente del pueblo a la esposa del presidente, que firmaba como «Sara P. de Madero». El inocente chiste de aquellos años se cuenta solo.

Esta misma imagen de Madero llegando a Palacio fue objeto del trabajo de los encubiertos fabricantes de fotomontajes, que en los días inmediatos a la Decena Trágica y al asesinato del presidente y del vicepresidente. Pusieron entonces, caminado al lado de don Pancho, a Pino Suárez de perfil y a algunos otros personajes, entre otros a Adolfo Bassó, intendente de Palacio, muerto con Gustavo Madero. Así, el creativo desconocido de 1913 quiso poner en el mismo escenario a algunos de los que morirían en esos catorce días, leales al régimen.

Capturado Madero, cada quien se ocultó como pudo, y los que lograron escapar lo hicieron. Alberto J. Pani y sus compañeros civiles,entre los que estaba Martín Luis Guzmán, se hicieron clandestinos; su última edición de El Honor Nacional, aquella hojita destinada a mantener alta la moral de las tropas leales al presidente, se quedó sin circular, de modo que nunca se supieron los términos exactos del artículo que un optimista Pancho Madero había dictado para que circulara ese 18 de febrero.

Me preguntaban, el otro día, en Historia en Vivo, quién, en mi opinión es el héroe de la Decena Trágica. Y pienso que todos los personajes de estos días tan oscuros son héroes, héroes trágicos. Desde los capitanes Garmendia y Montes hasta Manuel Márquez Sterling y Anselmo Hevia; desde Sarita Madero hasta Aureliano Blanquet y Victoriano Huerta. En algunos la tragedia tiene notables alcances, como en el caso de Gustavo A. Madero, de José María Pino Suárez. A Gustavo, que, desde hacía rato advirtió: «Pancho, nos van a matar», hasta Pino Suárez, que se despidió de su familia el día en que su hija más pequeña cumplía años, y que, apenado por haber olvidado el regalo de la chiquitina, le compró toda su mercancía a un globero que pasaba, antes de irse para no regresar. Héroe trágico el propio Madero, agobiado por la culpa en sus últimos días, sabedor del terrible fin, a manos de soldados borrachos, que tuvo Gustavo. Héroes trágicos todos, hasta el morador del sepulcro del Panteón Francés de la Piedad, a unos metros de las que fueron las tumbas originales de don Pancho y don José María, cuyo nombre se ha caído de la hoy ya centenaria columna que lo adorna. Solamente nos queda la frase tallada en la cantera: «Murió en la defensa de la Ciudadela, el 9 de febrero de 1913».

 

 

 

 

11
Feb
13

Gotas de historia y briznas de biografía: ecos de la Decena Trágica en el rumbo de la Ciudadela

Así lucía la Ciudadela en febrero de 1913.

Debo confesar que la Decena Trágica es un tema harto sensible para su servidora. Y lo es porque los escenarios de esos días, que en esta temporada se reproducen una y otra vez en periódicos, conferencias y coloquios, son los mismos escenarios de una parte de mi propia biografía. Como buena niña monstruo que fui, las calles que caminaba me decían cosas:  me aterraba con las tétricas leyendas novohispanas reloaded que se publicaban en un espantoso cómic de hace 40 años, y peor cuando caía en cuenta que el macabro suceso en turno «había» ocurrido a tres cuadras de mi casa, o en la plaza cercana, o en la iglesita cercana al Zócalo. A ratos era una verdadera pesadilla para mi padre, que no tenía claro que devoraba los feísimos comics aquellos gracias a la complicidad del más joven de mis tíos maternos, que adoraba y coleccionaba aquellas publicaciones.

Y si mi tío materno se caía con las historias de terror, mis jovencísimos tíos paternos no le iban a la zaga. Chamacos del Centro Histórico también, no eran vagos, sino vaguísimos, y, si entre semana yo no salía del apacible departamento de la esquina de Bolívar e Izazaga, donde las horas transcurrían con la suave alegría de la infancia, entre juguetes, libros, pleitos a golpes con mi hermano y laaargas sesiones de televisión, apenas marcadas las horas por las campanas de Regina, los fines de semana, sábados en concreto, éramos libres de vagar custodiados por los tíos, que aventaban las mochilas de la secundaria y de los primeros años de la prepa para andar por ese Centro que era nuestro territorio conquistado.

Los columpios, en Diagonal 20 de noviembre con Lucas Alamán; la compra de golosinas, en la vieja fábrica de La Giralda, en Chimalpopoca y Bolívar, donde olía a gloria hacia las 4 de la tarde; las carreras estilo perro salvaje en la Plaza Malpica, a las puertas del Registro Civil de Arcos de Belem; las horas largas de trepar, mirar y emboscarse transcurrían en el entonces parque de la Ciudadela, cuando no había rejas ni ajedrecistas ni danzoneros, sólo niños y adolescentes por carretadas, jugando al amparo de la mirada del Siervo de la Nación.

Debe haber sido en esos días que alguno de mis tíos me habló de la Decena Trágica. Eran tiempos, no tan lejanos, en que los restauradores aún no caían sobre los viejos edificios del Centro Histórico, para bien y para mal.  Ahí estaban las piedras viejas, algo raspadas, es cierto, descarapeladas, pero sólidas, desafiantes de la urgencia del presente. Así era el viejísimo edificio de la Ciudadela. «mira, aún tiene balazos en los muros», me acuerdo que me dijo una vez uno de mis tíos. Y era cierto. Aún exhibía la construcción las huellas de la metralla. Y nosotros, que entonces no rebasábamos la primera década de existencia, mirábamos con la pertinente dosis de asombro, los rastros de los tiroteos.

Hoy, creo que lamentablemente para la honorable concurrencia que no llegó a ver aquellos muros agujereados, solamente tenemos una Ciudadela descafeinada: las obras de restauración que le han proporcionado un hogar a la Biblioteca México -madriguera, mucho tiempo, de José Vasconcelos- , al Centro de la Imagen y ahora, a la que parece sorprendente, Ciudad de los Libros, han transformado un sitio con muy mala prensa histórica, en un proyecto que, desde el momento que evita que maravillosas bibliotecas como la de don José Luis Martínez, vaya a parar a una universidad gringa porque acá nadie quiso comprarla, tiene mucho de bueno.

Pero ese descafeinamiento de la Ciudadela, qué quieren, no acaba de gustarme. Le pudieron haber dado su mano de gato sin eliminar las huellas de los tiros, sin rasparle el pasado, sin borrar la crónica muda de hace un siglo, para que nuevos ojos infantiles se asombren y se interesen por una de las mayores lecciones de historia viva de nuestro siglo XX: a la posible democracia se le defiende con ideas, pero sin inocencia, con buena fe pero sin ingenuidad. Cada elección, en este accidentado siglo XXI volvemos a ver asomarse la sombra de personajes que venderían a su madre por tres gramos de poder; cada mañana leemos hechos de sangre que se nos antojan bárbaros e inconcebibles porque se nos ha olvidado que hace un siglo las calles de la vieja Tenochtitlan eran escenarios de crímenes igualmente bárbaros. A ver si en este año, en esta misma plaza, los danzoneros, los ajedrecistas y los futbolistas -que no se han quitado de allí en cuarenta años- le hacen un lugarcito a alguna señal que recuerde que allí, hace cien años, al asesinar a Gustavo A. Madero, se cometió uno de los peores crímenes políticos de nuestro pasado.  No es una cosa de panismos o priismos o perredismos; es un simple recordatorio de que una sociedad que quiere -o al menos dice que quiere- ser mejor, no puede  permitir desastres como los que ya hemos vivido y que pareciera no deseamos recordar.

 

10
Feb
13

Huellas de la Decena Trágica: Don Pancho Madero celebra la constitución.

Don Pancho, el 5 de febrero de 1913.

Don Pancho, el 5 de febrero de 1913.

Esta foto se la tomaron al buen Pancho Madero el 5 de febrero de 1913.  Con todo y su gesto alegre, la verdad es que a su gobierno se lo estaba llevando el diablo.  Un par de días más tarde, su hermano Gustavo, mucho más pragmático y mucho más consciente del desastre político que vivían después de quince meses de gestión presidencial, le escribió a su esposa: la capital era un hervidero de complots antimaderistas y nadie, empezando por el gobierno federal, tenía capacidad alguna para frenarlos.

Ahí donde ven a don Francisco, caminando tan contento, después de conmemorar un año más de la promulgación de la constitución liberal de 1857, lo cierto es que se había salvado por los pelos de un atentado. Ahora sabemos, por la correspondencia de Rafael de Zayas, uno de los civiles involucrados en las conspiraciones, hijo del escritor Rafael de Zayas Enríquez, que el golpe se produciría allí, en el Hemiciclo a Juárez. Las tropas rodearían al presidente, y, sin más preámbulo, lo fusilarían allí mismo, a él y a los integrantes de su gobierno. Y así lo hubieran hecho de no ser porque Manuel Mondragón y Gregorio Ruiz, generales ambos, se apersonaron en la base de los conjurados para convencerlos de que aún no era el momento adecuado. Cuenta De Zayas que Gregorio Ruiz, incluso, prometió que, en breve, los llevaría a la victoria.

Ruiz tuvo algo de razón, pero en lo fundamental se equivocó. Es cierto que, al final, los rebeldes hicieron caer al régimen maderista, pero no fue en presencia del general Ruiz. Días después de prometer gloria y triunfo a sus cómplices, lo fusilaron por mandato de Victoriano Huerta, como secuela de la primera refriega del 9 de febrero. Herido el  leal Lauro Villar, Madero encomendó a Huerta la jefatura militar de la plaza. Una de las primeras cosas que hizo fue mandar a Ruiz al paredón. Era una manera eficaz de eliminar cualquier detalle que lo vinculara con los golpistas, quienes, aún cuando se habían acercado al general jalisciense, al lado de su nombre, en la lista de los que se unirían al cuartelazo, habían apuntado; «no está seguro».  No contaban con él con certeza. Pero finalmente, Huerta resultó más habilidoso que todos, porque la traición, como la política y la carambola de tres bandas, requieren de inteligencia y audacia, y de cierta dosis de perversidad. El pobre de don Pancho tendría ocasión de aprenderlo. Lástima que lo aprendió de la peor manera posible: en calidad de víctima.

 

 




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