Hurgando en los materiales que resguarda la Fototeca Nacional del INAH, me encuentro con varias tomas de los momentos en que el buen Pancho Madero cabalgó, rodeado de los cadetes del Heroico Colegio Militar, un respetable montoncillo de ciudadanos entusiastas mas su obligada dosis de mirones, hacia el Palacio Nacional, la mañana del 9 de febrero de 1913, después de enterarse de la intentona golpista que, en su primer round, dejó acribillado, a las puertas de Palacio, al general Bernardo Reyes, para dolor eterno de su hijo Alfonso. Don Pancho se despidió de su Sarita, que no lo volvió a ver vivo, y se fue ladera abajo, convencido de que, como representaba al bien, no tenía manera de no perder. Una dura contrastación con la realidad, hace un siglo, demostró que no siempre los buenos ganan.
Varias de estas tomas, que dan cuenta de la cabalgata de don Pancho tienen una leyenda, que no por inexacta falta a la verdad: «última fotografía tomada a Francisco Madero». Inexactas, porque hay varias imágenes del trayecto. No faltan a la verdad, porque nadie volvió a tomarle una foto al buen Pancho Madero. En su cautiverio, en la oficina que era la antigua Intendencia de Palacio Nacional, se dio tiempo para dedicarle una fotografía, en atavío oficial, a uno de sus salvadores durante el tiroteo que el 18 de febrero ocurrió en el Salón de Acuerdos de Palacio, el capitán Federico Montes:
Probablemente, por eso, la figura de Madero a caballo es una de las más reproducidas, recreadas y re-imaginadas de esos días de la Decena Trágica. Por eso, en un caso de valoración equivocada, atolondramiento y necedad, la estatua que del bueno de don Pancho nos regalaron las conmemoraciones de los Centenarios de 2010, no es la representación del Francisco Madero que «alevantó» la primera revolución y que promovió la democracia en este porfirista aunque cambiante país. Es, en puntada de mal gusto por la mala oportunidad, la representación del presidente en crisis que cabalga derecho hacia la muerte. No nos dieron al Madero de 1910, sino al de 1913.
En abono del difunto Alonso Lujambio, hay que decir que pudo haber sido peor. Fuentes bien informadas me indican que la propuesta del (des)coordinador de las conmemoraciones de 20910, que por aquellos días dirigía el INEHRM, quería, por uno de esos raptos de locura a los que es tan dado, hacer una estatua de Madero con Sarita, que reproduce aquella foto donde ambos están sentados y la bondadosa señora se afana en pegarle un botón de la manga de la chaqueta. Mis fuentes bien informadas agregan que tras escuchar aquella puntada, Alonso Lujambio le pegó una arrastrada memorable al (poco) inspirado (des)coordinador. No porque se pretendiera despreciar el vínculo entre Francisco y Sarita, sino porque, aparte de escena completamente doméstica, que pertenece a la vida privada de los personajes históricos, a don Pancho no se le recuerda por lo mucho que quería a su «sarape», como cariñosamente apodaba la gente del pueblo a la esposa del presidente, que firmaba como «Sara P. de Madero». El inocente chiste de aquellos años se cuenta solo.
Esta misma imagen de Madero llegando a Palacio fue objeto del trabajo de los encubiertos fabricantes de fotomontajes, que en los días inmediatos a la Decena Trágica y al asesinato del presidente y del vicepresidente. Pusieron entonces, caminado al lado de don Pancho, a Pino Suárez de perfil y a algunos otros personajes, entre otros a Adolfo Bassó, intendente de Palacio, muerto con Gustavo Madero. Así, el creativo desconocido de 1913 quiso poner en el mismo escenario a algunos de los que morirían en esos catorce días, leales al régimen.
Capturado Madero, cada quien se ocultó como pudo, y los que lograron escapar lo hicieron. Alberto J. Pani y sus compañeros civiles,entre los que estaba Martín Luis Guzmán, se hicieron clandestinos; su última edición de El Honor Nacional, aquella hojita destinada a mantener alta la moral de las tropas leales al presidente, se quedó sin circular, de modo que nunca se supieron los términos exactos del artículo que un optimista Pancho Madero había dictado para que circulara ese 18 de febrero.
Me preguntaban, el otro día, en Historia en Vivo, quién, en mi opinión es el héroe de la Decena Trágica. Y pienso que todos los personajes de estos días tan oscuros son héroes, héroes trágicos. Desde los capitanes Garmendia y Montes hasta Manuel Márquez Sterling y Anselmo Hevia; desde Sarita Madero hasta Aureliano Blanquet y Victoriano Huerta. En algunos la tragedia tiene notables alcances, como en el caso de Gustavo A. Madero, de José María Pino Suárez. A Gustavo, que, desde hacía rato advirtió: «Pancho, nos van a matar», hasta Pino Suárez, que se despidió de su familia el día en que su hija más pequeña cumplía años, y que, apenado por haber olvidado el regalo de la chiquitina, le compró toda su mercancía a un globero que pasaba, antes de irse para no regresar. Héroe trágico el propio Madero, agobiado por la culpa en sus últimos días, sabedor del terrible fin, a manos de soldados borrachos, que tuvo Gustavo. Héroes trágicos todos, hasta el morador del sepulcro del Panteón Francés de la Piedad, a unos metros de las que fueron las tumbas originales de don Pancho y don José María, cuyo nombre se ha caído de la hoy ya centenaria columna que lo adorna. Solamente nos queda la frase tallada en la cantera: «Murió en la defensa de la Ciudadela, el 9 de febrero de 1913».
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