Posts Tagged ‘cráneo de Miguel Hidalgo

16
Ago
10

Agosto 15: Miguel Hidalgo regresa a la plaza de la constitución

Por Cinco de Mayo entró Miguel Hidalgo al Zócalo. Es la segunda ocasión que lo hace... y en ambas ya estaba muerto

I. LOS HECHOS

Una cosa es cierta: después de dos mesecillos y medio de SPA, los restos de los próceres de la insurgencia llegaron a la Plaza de la Constitución, en un capítulo más de esta trama histórico-simbólica donde los mexicanos seguimos sintiendo el deber, la obligación moral de desagraviar a esta doce.. no,  rectifico, a estos catorce personajes (a eso regresaremos luego) de los primeros días de la guerra de independencia. Ayer atestiguamos un nuevo recorrido desde el castillo de Chapultepec hasta Palacio Nacional, lo que, siendo estrictos, es una absoluta ventaja para los propósitos iniciales de Miguel Hidalgo e Ignacio Allende. En efecto, han entrado a Palacio Nacional, a diferencia de las dos veces anteriores (1823 y 1895), cuando los paseos de huesos tenían otras rutas: la primera, desde la Villa de Guadalupe hasta la Catedral, y la segunda, apenas fue un breve tour de Catedral al edificio del Ayuntamiento, del Ayuntamiento al edificio de la Aduana (la parte antigua de la actual SEP, a un par de cuadras, en la plaza de Santo Domingo) y de la Aduana a la Catedral, con el pequeño avance de salir de la cripta del Altar de los Reyes  para irse a la capilla de San José.

La parte que podríamos llamar «de magro consuelo», es que llegan a Palacio con 200 años de retraso, en calidad de restos áridos y transformados en reliquias laicas (desde el punto de vista estratégico, arribar al sitio planeado al inicio de una campaña militar, en calidad de huesos, digamos que no resulta muy exitoso). Pero han llegado.  Y el operativo, tranquilo y plácido para una mañana de domingo, resultó, me parece, discreto, tal vez más de lo que debería, pero elegante y marcial. Los hay en esta mañana de lunes que opinan que qué chiste, si ya los habíamos visto en mayo pasado. Propósitos ulteriores aparte, el recorrido nos da elementos acerca de la manera en que los chilangos se asoman al Bicentenario del Inicio de la Independencia.

Hay que decir que los cierres de calles no fueron tan atroces como han sido en otros momentos. De hecho, la avenida Cinco de Mayo, por donde entró el cortejo que se sigue definiendo como fúnebre, empezó a bloquearse apenas una media hora antes de que se aproximaran restos, cadetes, soldados, caballos y demás comitiva. Desde luego, había, como siempre, quienes no tenían la más peregrina notica de los acontecimientos de la mañana, y, decididos a pasar su domingo en santa paz, desayunaban en el Majestic, o en el Holiday Inn, o en La Blanca, o andaban en misa, o simplemente papaloteando por el centro, después de haber dejado el auto estacionado en Cinco de Mayo, donde uno se puede estacionar, en principio sin broncas, en domingo. El problema, para variar, es que a nadie le habían avisado desde temprano que en algún momento tendría que mover su auto para que los restos ilustres pasaran por allí. La policía de tránsito, al principio se comportó de manera adecuada: oiga, por favor, mueva su carro, etc, etc, etc, qué no ve que ahí viene el padre Hidalgo, no sea gacho, quite su carrito, que nos están correteando. La mayor parte de la gente reaccionó bien y pronto: los autos se reacomodaron, se metieron a los estacionamientos con una prisa educada. Para los casos extremos (cuatro o cinco autos «abandonados» en pleno Cinco de Mayo por sus propietarios, que ganduleaban en alguna parte del centro), y ya con algún grado de desesperación, los responsables de despejar la ruta optaron por llamar a los malos de la historia: las eternas y siniestras grúas blancas del gobierno de la ciudad que, habilidosos en lo suyo, en tres patadas se habían llevado un Tiida, un Tsuru, un Toyota y un par de autos más.

Lo cierto es que, diez minutos antes de la llegada de los huesos ilustres a la esquina de Cinco de Mayo y Plaza de la Constitución, la calles estaba despejada, la gente alineada en una filita, si bien no densa, sí constante. Así llegaron, como reza el librito simpático de Paco Ignacio Taibo II, el cura Hidalgo y sus amigos.

II. LA GENTE

Es posible que ocasiones como esta nos acerquen a la idea de la generación de transición de la que ya hemos hablado en este Reino; esa en la que convergen diferentes maneras de acercarse al pasado y conmemorarlo. El comportamiento de los chilangos en esta mañana de domingo da señales interesantes.

Curiosidad, morbo incluso, patriotismo, las ganas de no perderse algo que no ocurría desde hace décadas, «interés científico», oscuras motivaciones sociológicas: razones había  de sobra para ir a mirar. Se conjuntan ideas, posiciones ideológicas, ganas de quedarse con una imagen que los que vengan después de nosotros no conocerán sino por las hemerotecas, los discos compactos y dvds y chácharas tecnológicas que se inventen para hacer un transfer que les permita llegar al 2110, y demás maneras de resguardar memoria de las cuales hoy disponemos. Pero tal vez estas texturas, esas miradas, los gestos, los pasos, eso es algo que habría que ver si somos realmente capaces de transmitir, como no sea en los pequeños recuentos de días para recordar.

Cuando se afanaban las grúas en arrastrar los últimos autos, un cincuentón moreno, flaco, en mangas de camisa, gruñó: «Están despejando la calle para que pase el pinche espurio». Nadie le hizo eco. En cambio, una treintona embarazada, a medio metro de distancia, le decía al marido, con evidentes segundas intenciones: «Nunca faltan esos que prefieren hablar de política antes que ser patriotas». Después de la indirecta, satisfecha, sonriente, se frotaba la panza de seis o siete meses, ansiosa de que llegara el cortejo.

Mucha gente mayor, sesentones, setentones, arracimados en el inicio de la plaza. Cierto, había gente de todos colores, edades, sabores e ideas, pero ciertamente mucha de esa gente que creció con una idea de la historia, probablemente más uniforme que la que hoy día las generaciones más jóvenes se esfuerzan por delinear; quizá más formados en la tradición del culto a las reliquias de la patria, menos historia como proceso y más historia de épicas, personajes y hazañas. Es probable que la diversidad de interpretaciones aún no sea tan evidente; los resabios de una cierta manera de aprender la historia -aunque le pese a José Antonio Crespo y a los que exigen una historia para aprender en las escuelas «con aliento democrático», que no ensalze guerras ni violencia- que nos vincula más a Justo Sierra de lo que muchos están dispuestos a reconocer.

Los impulsos colectivos se manifiestan en estos días memorables por muchas razones; los soldados, la policía militar, los cadetes del Colegio Militar reciben aplausos a su paso, la gente también le aplaude a la urna con los cuatro cráneos que durante años colgaron de las mentadas jaulas en la Alhóndiga de Granaditas. Eso no lo pueden evitar todos los afanes de ciertos sectores de la «opinión educada e ilustrada», como les dice don Pepe Fonseca, que, sin pensar en su significado, querrían borrar de un golpe de tecla dos siglos de culto a las reliquias laicas de la insurgencia. Tampoco puede evitar el ceremonial militar, que dispone un «cortejo fúnebre» para el traslado de estos huesos ilustres, que la gente le aplauda a cuatro cráneos, que salen a la calle bastante más blanquitos que como los vimos en mayo. Ni la norma, a la que habría que volver a pensar, ni las reformas educativas, han bastado para frenar ese vínculo que no acaba de ser cariño, que tiene sus buenas dosis de imaginario épico, que sobrevive acicateado por la curiosidad y dibuja uno de estos Días Bicentenarios.

Tan es así que, ingresados los restos a Palacio Nacional, a puerta cerrada, sin una pantalla de leds como las de hace unos meses, o de perdida un megabafle para que la gente escuchara, muchos, unos cuantos cientos, se acomodaron en las vallas, sin oír, sin ver, acaso percibiendo el eco de los aplausos de los invitados que habían llegado en los autobuses estacionados en la calle de Moneda. Esperando algo no muy claro, aún después de marcharse las escoltas de los restos, vistosas y elegantes en todo momento. Esperando, un signo, un guiño de Miguel Hidalgo.

Me quedo con el diálogo entre un chiquito como de ocho años y su padre, un treintón, integrantes de esa clase media baja que la libra día con día a base de terquedad y esfuerzo. El niño preguntaba quiénes eran los personajes cuyos restos acababa de ver pasar, custodiado por soldados y cadetes; rodeados de sables y banderas. Su padre, más con intuición que conocimiento, que no exento de sabiduría, le contestó:

-Esos, m’ijo, son los meros meros.

 

III: TREINTA DÍAS PARA EL BICENTENARIO

Nada más, pero nada menos. Tomen sus providencias.

 

 

22
Jun
10

Pasear huesos 5: Cuentos desde la cripta

 

Como los representó la prensa mexicana en su paseo de 1895

Los huesos de los padres de la patria se quedaron guardaditos en 1823 y todo mundo se regresó contento a sus quehaceres, a grillarse, a pelearse, a escribir constituciones, a soportar invasiones y demás peculiaridades que suelen ocurrir en los países recién nacidos. Lo bueno es que, por ese pudor peculiar que les dio a los artífices del despósito, de no dejar a la vista de todos los restos colocados en el altar de los Reyes, los próceres de la independencia no pudieron atestiguar tantas barbaridades como cometimos los mexicanos en las siete décadas que siguieron a su llegada a la Catedral Metropolitana.

Claro que tampoco presenciaron algunos acontecimientos trascendentes, otros heroicos y otros más hasta triunfales. Bueno, no se dieron por enterados de la Guerra de Reforma, ni siquiera cuando don Juan José Baz rondaba en las cercanías con las nada sanas intenciones de echarle piqueta a los muros del templo.

Han surgido leyendas urbanas, brotadas de una errata del libro que sobre la Catedral metropolitana escribió Manuel Toussaint en 1948, con una reimpresión de 1973, según las cuales, en 1865, durante el imperio de Maximiliano habría tenido lugar una curiosa exhibición de los restos, que habrían sido llevados al palacio del Ayuntamiento y les habrían puesto coronitas de flores.

 Convendrán que en plena intervención francesa el hecho resultaba demasiado fuerte para la sensibilidad de los liberales que, desperdigados en el país, hacían resistencia, cada quien a su manera, junto a don Benito o sin don Benito, peleados con él o decididos a morirse en la raya con él y por él. Lo curioso es que una revisión de la correspondencia de algunos de ellos, de los textos que publicaron, de los periódicos que hicieron, de los testimonios que dejaron muestra que no hay huella de tal acontecimiento, que a no dudarlo, hubiera resultado una ofensa de calibre mayúsculo para todos. ¿Cómo es que el usurpador austriaco se atrevía a ir a perturbar el descanso de los padres de la patria para sacarlos al Ayuntamiento? Evidentemente, el reclamo habría rebotado de aquí para allá, en el territorio dominado por los liberales republicanos. No está, ni siquiera como para que, a toro pasado, y siguiendo la famosísima Teoría de la Costra de don Miguel León Portilla, los señores, en plena República Restaurada, siguieran abriéndose las venas por la puntada de Max. Igualito a como le hicieron en 1861, recién terminada la guerra de Reforma. Se acababa enero de ese año, y seguían publicando poemas a la memoria de los Mártires de Tacubaya, que habían adquirido la calidad de tales desde 1859.

En concordancia con estos liberales que no dejan testimonio de indignación por un «evento» que nunca pasó, y en respaldo de esta idea de «leyenda urbana», hay que decir que Agustín Rivera, que fue muy acucioso (que no necesariamente significa ser preciso) en la recolección de testimonios, papeles y materiales para sus Anales Mexicanos: la Reforma y el Segundo Imperio, no deja dato al respecto y sí, en cambio, de las actividades de Max en Dolores, cuando hizo, para escándalo del conservadurismo, su propia ceremonia del Grito, tan cercana a lo que conocemos hoy.

Para tranquilizar momentáneamente mi conciencia (y digo momentáneamente, porque en cuanto haya tiempo, le rasco un poco más a algunas fuentecillas interesantes que por allí aguardan), agrego que tampoco hay dato alguno en el México desde 1808 hasta 1867 de Arrangoiz, pero sí puede verse el berrinche del que fue embajador de Maximiliano en Londres por la ceremonia de Dolores de 1864, donde acusa al archiduque austriaco que se quería convertir en emperador mexicano, de «lenguaje impolítico, falso ofensivo a los antepasados de Maximiliano, a la familia reinante de España, al partido conservador»; de 1865 ni se ocupa, entretenido como está don Francisco, en reprocharle al emperador sus actitudes liberales.  Pero tampoco hay huella del hecho indignante en las Revistas Históricas de don José María Iglesias, que, en cambio, sí cuenta que en ese 1865,  en Chihuahua, un grupo de jóvenes mandaron a decir una misa en la capilla de San Francisco, donde enterraron originalmente los cuerpos decapitados de los caudillos insurgentes, sin otro adorno que una bandera mexicana a media asta y con crespón negro. Añado que en la correspondencia y escritos de mis queridos liberales decimonónicos no hay huella del chisme. Ahora resulta que hay unas «memorias secretas» del Nigromante publicadas en 2009 o principios de este 2010, pero de esas hay que hablar luego porque hay allí una peculiar colección de barrabasadas mezcladas con historias de familia.

¿Qué sí hay en varias fuentes? El dato de que el último día de septiembre de 1865 se inauguró la estatua de Morelos, originalmente ubicada en la Plaza de Guardiola (asunto que disgustó bastante a Agustín Rivera) y que hoy día se encuentra en la colonia Morelos (pues sí) y cuya réplica se podía ver hasta el domingo pasado en el Museo Nacional de Arte. Ese dato nos servirá para hablar otro día de Morelos.

El caso es que, en principio, los restos de los caudillos insurgentes se la pasan más o menos en paz hasta 1895, cuando esos aguafiestas que con frecuencia somos los periodistas publicaron en diversos periódicos algo que ya era la idea contemporánea de «noticia»: aquel hecho que tiene, además de novedad, impacto colectivo. En esos días ya existían esos que iban por el mundo presentándose como reporters o incluso réporters, que convivían con la tierna imagen de don Guillermo Prieto, yendo a la redacción de El Universal de entonces (que no tiene nada que ver con El Universal de hoy, ni por contenido, ni por sentido ni por linaje familiar) a dejar sus textos aún escritos a mano para que se convirtiesen en tinta y papel impreso.

Se acababa julio de 1895, y en la prensa aparece la denuncia: la cripta donde se encuentran los restos de los insurgentes está llena de polvo, tierra y telarañas y que la urna que los contiene prácticamente se ha deshecho por la humedad y la falta de atención. Parece que la bronca había sido detectada desde los primeros días del año, pero, para variar, nadie había hecho caso. Desde entonces se había asentado que los cráneos tenían letras que permitían distinguirlos (ajá, sí, ¿cuál M es la de Morelos y cuál la de Mina y cuál la de Moreno?), y la otra cosa: hablaban de todos los restos «en un ataúd» (o sea, todos revueltos como parecía que andaban desde 1823) y de una fragilidad tal, debido a la humedad y al descuido, que ni para tocarlos estaban.

Así pues, se acababa julio de 1895, se sabe que algunos personajes entre los que no faltan los periodistas (andan en el asunto Angel Pola y Luis González Obregón) bajan a la cripta y ratifican los dichos de los periódicos: eso está para llorar. Algunos restos están «casi deshaciéndose», la imaginería se desata: hasta se dice que los albañiles que hacen arreglos en la catedral se ponen a jugar con los restos. Con mayor certeza, se afirma que al tomar uno de los cráneos, el ilustre despojo casi se les desmorona. Se arma el consecuente escándalo y el necesario mitote.

En un clásico caso de «sociedad civil» llenando los huecos que la autoridad deja, una corporación, la «Gran Familia Modelo», abre una suscrpción para reunir fondos y pagar una nueva urna, bella y decorosa en donde resguardar los dichosos restos. Y entonces, mientras se junta el dinero (los 350 pesos que iba a costar la cháchara en cuestión), pasan cosas deliciosas, prodigiosas y definitivamente mexicanas: 

En una demostración de que, tan cierto hace un siglo como hoy, la buena fe no necesariamente va acompañada de cordura e inteligencia, los restos ilustres reciben un tratamiento de limpieza: los lavan con jabón y estropajo (así estarían), parece que algunos fragmentos de huesos se deshacen en el operativo, y después, para que sequen y blanqueen, se quedan un par de días en un patio de la Catedral que le llaman «de los Coloraditos», en unos tablones. Díganme si no les suena a que la revoltura de restos ya iba como en su sexta vuelta, porque, aparentemente, es en esa sesión de SPA donde les vuelan algunos pequeños indicios de identificación.

Ahí expuestos, reciben la visita del fotógrafo de El Mundo Ilustrado y del señor Cruces (de Cruces y Campa). Aparentemente, de esos momentos es la foto, preciosa, de los restos absolutamente mezclados en un mini-osario, donde, en un cajón, están cinco cráneos, y en divisiones inferiores, ordenados por tipo de hueso y tamaño (los fémures con los fémures, las vértebras con las vértebras y por ahí le siguen) los padres de la patria contemplan a la posteridad.

Eso de la exhibición de los restos da lugar a situaciones interesantísimas: dice la prensa que asiste gran cantidad de personas a ver a los antiguos insurgentes; como los han colocado sin más ceremonia en los tablones donde deberán secar, El Mundo Ilustrado patalea y se queja de tamaña falta de respeto. El sacristán de Catedral se cae con cuatro cirios que arden en torno a los huesos los dos días que los sacan a tomar el fresco; otros dos espontáneos llevan coronas de flores (si se fijan es lo mismo que arriba mencionaba como la referencia de Manuel Toussaint). Un individuo que un periódico identifica como Eliodoro Orellana y Roldán, llega con su sobrinito Idelfonso, ofrece dos coronas de flores blancas y pide, atentamente, permitan que el chamaquito le de ¡un beso! al cráneo de Miguel Hidalgo, cosa que, ciertamente, le autorizan. El periódico se abstiene de consignar las opiniones del escuincle.

La urna, dibujada por El Universal de 1895.

Al día siguiente, 29 de julio de 1895, se llevan los restos al edificio del Ayuntamiento, donde otro ilustre, Leopoldo Batres, los somete a una seria revisión. De ahí, los trasladan al edificio de la Aduana de Santo Domingo, el actual edificio de la Secretaría de Educación Pública, que es engalanado tan abigarradamente como le gustaba a nuestros ancestros de fines del siglo XIX, con crespones negros, telones rojos, lanzas, armas y águilas y palmas y veinte cosas más, todas colocadas en un estético amontonamiento, para ofrecer digno escenario a la ceremonia civil de homenaje, antes de regresarlos a Catedral, donde los montarán en un catafalco para que escuchen su responso antes de mandarlos a dormir a la capilla de San José.

Así como es de pequeño el trayecto de la Aduana a Catedral, hay guardia solemne y la gente se agolpa en las calles a contemplar su paso: de esos momentos quedará la plana de periódico que he puesto al principio, dibujada por los habilidosos del Gil Blas Cómico. El problema es que la caballería suelta golpes de sable y de animal para contener a los curiosos, y los gendarmes reparten garrotazos. Todo mundo se apelotona en la capilla para presenciar el espectáculo y hay empujones, broncas, apretones y varios raterillos se hacen de fistoles y relojes.

Como en estas cosas nunca se queda bien con todos, muchos reclaman la poca delicadeza de las fuerzas del orden, otros se quejan en la prensa de que el numerito fue «churrigueresco», con tanta pompa como el Jueves de Corpus de los días de Santa Anna.  El caso es que, pasado el número, la procesión y el homenaje, a medio camino entre lo religioso y lo laico, ahí se quedan los huesos ilustres treinta añitos más, hasta que Plutarco Elías Calles decida que les hará bien cambiar de aires y se los lleve a la Columna de la Independencia.

 NUEVOS ECOS DEL  5 DE MAYO.

Escuchando radio, mientras iniciaba esta entrada, me entero que en las cercanías del estadio sudafricano donde habían de jugar al rato los futbolistas mexicanos y franceses, hay un contingente de poblanos vestidos… de indios zacapoaxtlas (y, de quienes, lamentablemente, no he podido hallar ninguna foto), con el argumento de que es un buen modo de dar ánimos a los once señores que NO tienen en las piernas el honor nacional, porque al fin y al cabo, alegan en su defensa,  ya les «hemos ganado» a Francia, en ocasiones como el 5 de mayo de 1862.  Estas cosas sí me dan como escalofrío, disculpen ustedes.

Pero tengo que admitir y aprender que el partido de futbol del jueves es un fenómeno interesantísimo y aleccionador para que no nos clavemos en la fantasía y el anhelo de que tooodo el país tiene (ni tiene por qué tenerlas) las mismas ideas que tenemos algunos acerca del pasado y de la utilidad de la historia . Ya podemos darle veinte vueltas al asunto, llevarlo a una emisión de «Discutamos México» (¿es que hay alguien que aún lo vea?) y ejercer el derecho al pataleo, pero lo cierto es que la gente usa el conocimiento histórico que posee PARA ESTO: para decir que un triunfo futbolístico es casi  (no, sin el casi) tan memorable, tan grande, tan relevante, tan trascendente, como la única gran victoria militar de la historia mexicana (porque a mí no me digan que la batalla de Camarón es como para sentirse muy orgullosos), y que una victoria es una victoria, y que el partido del jueves 17 será tan recordado como el combate en Loreto y Guadalupe. Y la pachanga consecuente, tan grande que alcanza a todo mundo. He sabido de un prestigioso encuestador que ha recibido este mensaje: «Las armas nacionales se han cubierto de gloria: Ignacio Zaragoza y Javier Aguirre».  Otros han festejado una variación de la frase inmortal: «las piernas nacionales se han cubierto de gloria» y hasta han acusado al pobre sargento De la Rosa de «inspirar» a los futbolistas mexicanos (gulp).

Hay que añadir que en la prensa de ese jueves 17 de junio hay al menos dos cartones, para ser más exactos, en la edición del diario Milenio que amalgaman la batalla del 5 de mayo con el futbol. Independientemente de lo que pensemos algunos y de lo que opine Ignacio Zaragoza donde quiera que esté (porque una cosa es el servicio a la patria y otra muy diferente es reaparecer en la prensa mexicana junto al entrenador de la selección nacional de balompié), aprendamos la lección: aún pervive entre los mexicanos, y goza de cabal salud, esa «historia patria» que muchos critican de oídas o porque no les tocó vivirla o porque se la imaginan como uno de los perversos complots del Estado mexicano de los tiempos del priato, destinada a construir un discurso de blancos y negros, de buenos y malos y todos esos discursos que a estas alturas espero que ya no sorprendan a nadie, porque todavía hay por ahí uno que otro que, agarrado de ese discurso, aún pretende venderse como el inconoclasta que se opone valiente, heroicamente, con frases medio escandalosas, a ese fantasma de la «historia oficial». Está bien ser críticos, pero no a lo bestia, diría yo.

Nomás para documentar el asunto, ahí les van los cartoncitos, que, desde luego, son de los compañeros de Milenio.

Sin comentarios

El otro cartón también está como para echarle una pensadita…

Ups… esta entrada sí está terminando como un auténtico Cuento desde la Cripta… que nos sirva de lección: mensajes desde lo que mi querido don Pepe Fonseca llama, con toda razón, el México Real.

16
Jun
10

pasear huesos 4: una, dos ¿tres revolturas?

Pues hete aquí que en la Villa de Guadalupe, hacia la segunda semana de septiembre de 1823 empezaron a concentrarse los enviados que traían los restos de todos los personajes de la insurgencia, próceres, héroes o como gusten llamar.  Mientras los restos de Hidalgo, Allende, Aldama y Jiménez hacían su tour de la nostalgia, el reencuentro con sus fans y el gran desagravio multitudinario que todo el Bajío le prodigaba a los iniciadores de la insurrección,  de Ecatepec se trajeron al padre Morelos y quienes nos dejan testimonios, como Carlos María de Bustamante, se tomaron la molestia de acotar que su cuerpo «estaba entero», ni decapitado ni cosa parecida, por deferencia de su gran contrincante, Félix María Calleja. De Valladolid traían «en un baulito enlutado», los restos de Mariano Matamoros, y desde el Cerro del Bellaco, en Guanajuato, los de Xavier Mina.

Hay que decir que, los testimonios nos indican que nadie se tomaba el asunto como forzado, o que tanta ceremonia y homenaje se debiera únicamente a que el decreto que disponía el rescate y homenaje de los restos estuviera firmado por José Mariano de Michelena, Miguel Domínguez, Vicente Guerrero y José Joaquín de Herrera, del mismo modo que nadie se tiró a la tragedia por la disposición de que los ilustres y reivindicados restos fueran a reposar a la Catedral. El jovencísimo México era un país absolutamente católico, no había fieros comecuras que se negaran a depositar sus preciadas reliquias en un recinto religioso, ni hubo clérigos que ofrecieran tenaz y pública resistencia (lo que no excluye la posibilidad de que hubiese muchos inconformes). Sin embargo, no se armó ningún mitote que, de tan grande, perturbara la magnitud de la ceremonia. Es interesante agregar que esto viene a corroborar las recientes conclusiones de la Conferencia del Episcopado Mexicano, según las cuales las excomuniones de Hidalgo y Morelos habían sido levantadas en sus trances de muerte. Iba a estar más difícil que las autoridades de la Catedral admitieran, así como que de buenas a primeras, a un par de excomulgados, aunque fuesen los padres de la patria.

En el caso de los cuatro caudillos de los primeros días de la insurgencia, los habitantes del Bajío se esmeraron y produjeron poesías que, además de homenajear a los restos de los señores en cuestión, cumplían a la perfección con la encomienda del desagravio que determinaba todas las disposiciones del Congreso. Aquí, otra octavita de aquellos días:

Octava

Amor y gratitud y loor eterno

y lágrimas salobres y sollozos

a las cenizas frías de un Padre tierno

en tributo ofrezcamos presurosos;

pues a manos de furias del Averno

y en medio de suplicios horrorosos

su sangre derramó por darnos vida

y por sellar la libertad querida.

Ah, un detalle interesante. Este decreto de 1823 ya dispone que las tropas harán a los restos famosos «los honores que previene la ordenanza para los capitanes generales, con mando en jefe y que fallecen en la plaza». Como pueden ver, hay interesantes antecedentes del reglamento del ceremonial militar al que se ha atenido la forma del paseo de huesos del otro día.

Ha de reconocerse que los encargados de las exhumaciones trataron de hacer bien su trabajo. El acta de exhumación de Mina, hecha el 27 de agosto de 1823,  asegura que, apoyados en la guía de dos «individuos», los encargados del asunto se internaron en el Campo del sitio del Fuerte de los Remedios, y no les quedó duda alguna de que se tratara de Xavier Mina, y «fueron depositadas sus reliquias» (ojo con el término) «en un féretro lo más decente que en esta hacienda pudieron proporcionar».

Como de costumbre en estas ocasiones de contento, no faltan las complicaciones: los sanmiguelenses escribían a Guanajuato pidiendo permiso para tomar, de los recursos del ayuntamiento, lo necesario para costear las exequias (le calculaban unos 60 pesos); los de la jefatura política de Guanajuato respondían que no tenían facultades para ello, pero que les echaban una mano con la Diputación Provincial para que les autorizaran la medida, en fin, para variar, naaaada nuevo.

Fue tanta la prisa que traían en el Tour del Bajío que, en el reporte que hacía el 19 de septiembre el sanmiguelense Ignacio Cruces, que hubo de admitir que, la neta, no habían tenido tiempo de corregir el borrador de la oración fúnebre que prepararon. Lo cierto es que en esos días no hubo quien durmiera en San Miguel, entre cañonazos de artillería, redobles cada cuarto de hora hasta las 9 de la noche y continuados a partir de las ¡cuatro de la mañana! y hasta las 9, cuando tocaba que cantaran misa que se desarrolló entre «dobles» de tambor y más cañonazos de artillería. Inolvidable el asunto, como pueden ver.

Lo que es inquietante, para el que le inquiete esta historia, es que en todos estos documentos se habla de los «ilustres huesos», sin precisar, bien a bien a qué tantos huesos se refieren, es decir, ¿cabezas y cuerpos reunidos de los señores que habían sido decapitados, como se supone que ocurrió en Guanajuato? lo que sí refieren es que, a su llegada a México, el famoso teniente Luna estaba entregando UNA URNA  que «conducía» -contenía- los «respetables restos». Cómo estaban acomodados, cómo se cuidaron de identificar cada uno de ellos, es cosa que no se detalla, pero nadie nos asegura que, desde entonces, uno que otro hueso hubiese ido a dar a donde no le tocaba.

De otros próceres de la independencia, como Leonardo Bravo o Hermenegildo Galeana, la verdad es que nadie supo encontrarlos, fuera porque habían ido a dar a una fosa común que, incluso ya había desaparecido, fuera porque sencillamente, nadie sabía dónde buscar.

Bustamante nos proporciona, en su Diario Histórico, la crónica de aquellos días, complementada por las aportaciones al homenje colectivo que efectuaron periódicos como La Águila (sí, La) y El Sol. Cuenta don Carlos, el 13 de septiembre de 1823, cuando, por lo que anota, había un aguacero de perros, el Congreso se puso a trabajar en el ceremonial que implicaría pasear a los «huesos patrios» (y dale… el domingo lo acabo de leer en un texto del Reforma… parece que nadie tiene la claridad mental para percibir lo absurdo de la expresión): una comisión de trece diputados, el presidente del Supremo Poder Ejecutivo, y nuevos honores por lo que llamó Bustamante «milicia cívica». Mientras los señores diputados se ponían de acuerdo, «El Sol» contaba que, a su paso por Querétaro, los restos de los insurgentes eran acompañados por indios y «personas miserables» que, desde muy lejos y con vela en la mano (otra vez: la idea de la procesión religiosa) se unían al cortejo.

Para la mañana del 15 de septiembre, acota Bustamante que los restos de Morelos, enteros, hacían su entrada a la Villa de Guadalupe. Un detalle interesante: eran tres las bandas de música que acompañaban los despojos del cura de Carácuaro y no le tocaban ni marchas fúnebres ni acordes militares: sones y valses para Morelos. Lindo detalle para pensar.

«Los cadáveres» -continúa Bustamante- que en realidad no eran sino restos áridos, iban en cinco urnas. Cómo se acomodaron, quién con quién, cómo y en dónde, es cosa que Bustamante no detalla. Lo que sí nos cuenta es la pomposa procesión que se armó: caballería con uniformes de gala, avanzando al toque de trompeta, la primera urna (¿con los restos de Hidalgo, Allende, Aldama y Jiménez?) llevada -ah, qué ironías, por tres antiguos realistas y un solo insurgente; a continuación las otras cuatro urnas. integrantes de la Diputación Provincial y del Ayuntamiento, compañías de infantería y nuevamente, caballería. Detrás, «más de trescientos coches de duelo». Todo un gran cortejo, mucho más solemne que la simpática fiesta con la que había llegado, lo que quedaba de Morelos, desde Ecatepec.

Como, la verdad, nadie traía prisa, llegaron a la ciudad de México con las frescas de las seis de la tarde, y el cortejo enfiló a Santo Domingo, donde «se depositaron los huesos» para pasar la noche. Aquí viene otro incidente curioso que da mucho qué pensar: «En la noche», agrega Bustamante, «pasó el jefe político a separarlos [los restos] para que todos fuesen bien colocados en un magnífico carro». Separarlos por qué, de qué manera, a santo de qué, es otra incógnita, según la narración del periodista insurgente. Lo que sí queda claro es que en su trayecto desde Chihuahua, si es que llegaron enteras y cabales «las huesas», Guanajuato y demás destinos del tour, los despojos de los señores que nos dieron «patria y libertad» (ok, ok, prometo no volver a usar la archimentada frase) fueron ordenados, reordenados, acomodados, reacomodados, juntados, separados, vueltos a juntar y vueltos a separar.

A la mañana siguiente en muy solemne procesión por las calles de lo que hoy es nuestro Centro Histórico, los restos de los insurgentes avanzaron en calles silenciosas pero llenas de gente. Muchos de los vecinos habían adornado sus casas, conforme al anuncio que el día anterior se había circulado por toda la ciudad, con cortinas blancas y lazos negros.

Por lo que cuenta Bustamante, este sentimiento de desagravio que nos explica que tantos años después sigamos en estas cosas era muy intenso doce años después del fusilamiento de Hidalgo y sus compañeros. Escribe el periodista que mucha gente lloraba y «hacíanse votos por el descanso de sus almas y al mismo tiempo se imploraba la justicia del cielo para que vengara aquellos asesinatos». Además del desagravio, la venganza, cosa interesante.

Entre grandes ceremonias, rodeados de milicia de niños con tambores, los restos llegaron a Catedral. Bustamante decía que Vicente Guerrero tenía un semblante lloroso, juzgó el cronista, porque recordaba a Morelos. Misa, sermón de una hora pronunciado por el Dr. Argándar, vocal del Congreso de Apatzingán designado por el cura de Carácuaro, responsos y ¡por fin! los restos se quedaron… en la capilla de san Felipe de Jesús, entre repiques de las campanas.

Bustamante refiere que el número se acabó a eso de las tres y media de la tarde. Circulaban abundantes papeles cuyos contenidos llaman la atención, porque se trataba de un ejercicio de memoria, de «actualización», de dar todos los elementos posibles para que la gente pudiese valorar el sentido profundo de lo que acababan de presenciar, que, ha de aclararse, no es el mismo sentido que tendría lo que vimos el 30 de mayo de 2010.

La Gazeta reprodujo la sentencia de Calleja contra Morelos, e incluso, deja constancia Bustamante, algunos de los textos incluidos aludían a algunos personajes que para ese septiembre de 1823, aún vivían.  Se publicaron las poesías de la pira honorífica que se había montado en Catedral (de esas muestras de arquitectura efímera habría que hablar después), y tres periódicos: El Sol, La Aguila y El Diario de México presentaron «cosas preciosas y dignas de la memoria de nuestros hijos». Otra vez el ejercicio de la memoria: escribimos, hacemos, para que el pasado no se pierda, para que nuestros hijos no olviden, para que alguien, un día, recuerde lo ocurrido. Como dentro de veinte o treinta años o cuarenta, los niños que estuvieron en Reforma el 30 de mayo dirán que vieron pasar los cráneos de los insurgentes, si es que la memoria de estos centenarios de 2010 pervive y se conserva.

La estadía de los restos en la capilla de San Felipe de Jesús fue provisional; después se colocarían en la bóveda de los virreyes, debajo del Altar de l os Reyes, «hasta que se forme el sepulcro que deberá de contenerlas y que habrá de erigirse con el gusto y arte que pide la justicia y el decoro de la nación mexicana, pues el respeto debido al augusto Sacramente del altar y las liturgias no sufren que estén a la vista». O sea, no era tanto el entusiasmo por los despojos terrenales de la insurgencia que los estuvieran contemplando a toda hora: se les daría una digna sepultura, resarciendo la ofensa de sus ejecuciones. No sé qué tan consciente de ello era Francisco González Bocanegra cuando escribía la letra del Himno Nacional, muchos años después, pero, con toda esta historia, es muy explicable, más allá del tono épico del himno, esta idea del «sepulcro de honor» que merecía un conjunto de personajes a quienes el México de 1823 se sentía obligado a honrar y desagraviar.

Todo esto ocurrió el 17 de septiembre de 1823; finalmente los restos sí se fueron al que iba a ser su destino durante una buena porción de años; finalmente los congresistas se salieron con la suya, finalmente Miguel Hidalgo sí entró a la ciudad de México, finalmente inició la ruta hacia la nominación  de Padre de la Patria. Iban a pasar varias décadas antes de que se armara otra bronca por los restos de los caudillos insurgentes. Por lo pronto, anotó Bustamante, «Los huesos contenidos en las urnas pertenecen a los señores Hidalgo, Allende, Aldama, Mina, Matamoros, Rosales, Morelos y Jiménez.» Pese a que había razones para cuestionarse si algunos de esos retos eran de quienes se decía que era, y por «razones» me refiero a lo accidentado de los enterramientos en los lejanos días de la insurgencia, la distancia recorrida, los vaivenes del camino, los acomodos y reacomodos en una, en «varias», en cinco urnas, en dos si le hacemos caso a la relación publicada en la Gazeta Extraordinaria del Gobierno Supremo de México del 20 de septiembre, NADIE se cuestionó si eran o no eran. De unos y otros había mayor o menos certeza de que fueran quienes todo mundo esperaba, deseaba y daba por hecho que fueran.

Bustamante explica esta circunstancia de manera muy clara: un mes antes de la solemne procesión, reflexionaba,  a propósito de la petición de la diputación provincial de Valladolid, que deseaba le entregaran los restos de Morelos «la América mexicana abundaba de mármoles y bronces para erigir estatuas, pero carecía de héroes a quienes consagrarlas, ahora ya se le presentan…» Estaban los mármoles, estaban los héroes en las condiciones más materiales que se pudo, estaba creada la tumba honrosa y dignificante. Todos contentos.

El expediente se cumplió de la mejor manera posible; la Gazeta hablaba de una urna con cristales, «lo que proporcionaba que el público viera los preciosos restos de sus primeros libertadores» y «sobrepuestos de metal dorado, arabescos y láminas de plata en que se puso el nombre de cada héroe, que con separación se ven reunidas (o sea, ¿juntas pero no revueltas?) y hacen el contraste más tierno (sin comentarios) y grandioso. Acotaba la autoridad que, pese a lo suntuoso del arreglo, «hecho con la mayor magnificencia» había resultado muy barato a la hacienda pública (perfecto: quedar bien a precio decoroso), «menos de la décima parte que importaban en el anterior gobierno las honras de los reyes».

El único detallito es que, con tantas carreras, de julio a septiembre no hubo manera que se apresurara la hechura del sepulcro del Altar de los Reyes, de modo que los padres de la patria fueron una temporadita hospedados en la capilla de San Felipe. Quién sabe por qué estas cosas nunca quedan a la hora en que se las necesita. Pero el caso es que se había cumplido y de ello se dejó constancia en las poesías de la pira. Esta, en particular resume de qué se trató el mitote de 1823:

A los mortales despojos

de los inmortales Varones

que habiendo echado los cimientos

de la libertad de la patria,

sacrificados con vileza, murieron heroicamente.

México reconocida y llorosa

les tributa los honores fúnebres

el día 17 de septiembre de 1823

¡Ah!, y el 20 de septiembre se aplicaron los señores congresistas a la conmemoración del Grito de Dolores, que por andar en esto de los huesos, habían pospuesto el día 16. Lindo.

 OTROS HUESOS CÉLEBRES

En estas de los huesos andábamos y casi al mismo tiempo teníamos enfrente dos fenómenos de huesos ilustres, con lo llamativo que tiene uno de los dos casos y los pertinentes matices del otro. Y digo los pertinentes matices del caso porque no van a faltar los que piensen que es una absoluta falta de seriedad traer a colación el debut en público del Coahuilaceratops Magnacuerna (¡¡me encanta el nombre!!), fósil mexicano, si es que a alguien le quedaban dudas con el nombrecito, recientemente descubierto y aún más recientemente mostrado en público.

Creo no faltar a la verdad cuando opino que me parece que la traducción más terrenal y precisa de Coahuilaceratops Magnacuerna es algo así como «Animalote de Coahuila con tamaños cuernotes», y que me disculpen los paleontólogos, pero nomás ve uno la foto y queda claro que era inmenso el ilustre bicho. Miren nomás el tierno cráneo:

Casi dos metros de cráneo y cuernos ilustres

Al Coahuilaceratops magnacuerna, coincidentemente, lo presentaron en sociedad el viernes 28 de mayo, un par de días antes de que salieran de paseo los padres de la patria. Si nos vamos al criterio de antiguedad, el bichote de Coahuila tiene prioridad: se calcula que vivió hace unos 72 millones de años, en la segunda etapa del Cretácico.

 Al paleontólogo aficionado Claudio de León le debemos el hallazgo, hace siete años, del Coahuilaceratops. De hecho se encontró dos: un bicho adulto y una cría. Le calculan al animal papá (o mamá) dos metros de alto, 6.7 metros de largo, cabezota de 2 metros y cinco toneladas. Los especialistas dicen que este animalote herbívoro le inspiraba saludable cautela al mismísimo Tiranosaurio Rex y que fue el primer dinosaurio cornudo que vivió en México. Toda una celebridad, como se puede ver.

Por lo pronto, hay ya un robot, desarrollado a partir de la reconstrucción de los paleontólogos (y eso también habla de la posibilidad real de reconstruir los rostros que una vez fueron los restos paseados por Reforma) que está en uno de los museos más bonitos de este país: el Museo del Desierto, en Saltillo, donde hoy debe ser delicioso esperar el remojón de su fuente invertida. Si alguien tiene oportunidad de conseguirse, por cierto, el disco de Antonio Russek «Música del desierto», hecho para el museo, el track 2, «Dinosaurios», va a ir muy a tono.

Los otros huesos ilustres que salieron a la escena pública no sólo son ilustres: son ilustrísimos. Nada más y nada menos que ¡los huesos de Galileo Galilei! Cuando no falta quien se esté quejando de que se está dando un trato de reliquia católica a los restos de los caudillos insurgentes, resulta que aparecen un premolar y dos dedos de un hombre perseguido por la Iglesia y que, encima, reciben un trato cuasi religioso.

 Desde el 11 de junio, en el Museo de la Historia de la Ciencia en Florencia están los dedos famosos y el premolar, que, aparte de ser objeto de miradas curiosas ha servido para que nos enteremos casi 450 años después, que Galileo rechinaba los dientes mientras dormía. Trascendentalísimo. El hecho de que anden por un lado los dedos y el premolar y el resto del cuerpo ande por otro es una de estas historias parecidísimas a la de nuestros mexicanos próceres.

Ocurre que en 1737, lo que quedaba de Galileo, que se había muerto en 1642, fue removido de su enterramiento original. Trasladaron los restos del pobre hombre a la basílica florentina de la Santa Croce.  Lo bonito es que en pleno Siglo de las Luces, los encargados de la exhumación que eran fervientes estudiosos de la obra de Galileo, decidieron separar 5 piezas de los restos. Y sí, tenían toda la intención de conservarlas como reliquias.  Una vértebra se fue a la Universidad de Padua (qué elecciones. La de la vértebra, digo), un dedo estaba en el Museo Galileo, y estas tres piezas de ahora desaparecieron, hasta el año pasado, cuando un coleccionista adquirió un relicario del siglo XIX y dentro halló los ilustrísimos huesos y el premolar.

De manera que los que se quejan por el trato de reliquias que se les está prodigando a  los restos de los insurgentes mexicanos bien podrían repensar esta deliciosa paradoja de los huesos de Galileo. Por lo demás, y hasta donde yo sé, ni el hallazgo ni la exhibición han variado un gramo la trascendencia histórica del caballero, aunque no deja de ser llamativo, por decirlo de manera fina, que pongan los deditos junto a los lentes y algún telescopio. Pero en fin. Los discursos de la memoria se integran de las piezas más inusitadas.  De los huesos mexicanos, les cuento un par de cosas más.

 

 

 




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