Posts Tagged ‘Guillermo Prieto

03
Mar
16

Don Guillermo Prieto poeta tierno, amoroso patriota, liberal (casi) puro.

LOS VALIENTES NO ASESINAN LTG 4

A don Guillermo Prieto la historia lo congeló en ese día de marzo de 1859, cuando le salvó la vida a Benito Juárez, a su compadre Melchor Ocampo y al resto de aquel gabinete que gobernaba con facultades extraordinarias, en los primeros tiempos de la guerra de Reforma. Pero es también un personaje que deberíamos conocer más. Es uno de nuestros primeros economistas, aún antes de que existiera tal profesión; educado en la materia, a punta de pescozones y vigilancia, por don Manuel Payno padre, quien ponía a estudiar a su propio hijo -que luego alcanzaría la inmortalidad literaria con «Los Bandidos de Río Frío» y algunas otras hazañas– y al jovencito Guillermo, pues ambos periodistas fueron amigotes y compinches desde tierna edad.

Algunos de los poemas escritos por don Guillermo, son, al mismo tiempo, crónicas francamente sabrosas, como aquel llamado «Trifulca», que, con un ritmo fenomenal, cuenta la historia del matrimonio que agarrado del chongo en plena calle de Topacio, echa a gritos al bueno y decente tendero que intenta salvar a la mujer de los sopapos del marido. Tiradísimo al drama, reflejo de la condición femenina de sus tiempos es el Romance de la Migajita, flor del Barrio de la Palma y envidia de las Catrinas, que mi querido amigo, Guillermo Zapata, el Caudillo del Son, convirtió en sentida melodía que podría llegar hasta la última fila del Panteón de Dolores, junto a la barda, donde dice don Guillermo que enterraron a la desdichada mujer, muerta de amor y de celos del galán.

Es también el querido don Guillermo uno de los más brillantes periodistas satíricos del siglo XIX: como vivió tantos años, se dedicó a hacerle la vida de cuadritos a muchos personajes sonados de la vida política de nuestro país: fastidiar con constancia a Antonio López de Santa Anna le valió un emocionantísimo destierro a Cadereyta, Querétaro, donde se aburría como ostra. Como el ocio es mal consejero, tanta inmovilidad le dio la circunstancia apropiada para componer esa bomba ideológica que es «Los cangrejos» canción liberal que sobrevivió a Santa Anna y se convirtió en una de las canciones preferidas de aquello que después se iba a llamar La Gran Década Nacional -así, con mayúsculas. Sabemos que en diciembre de 1860, cuando las triunfantes tropas liberales entraron a esta, la sufrida Tenochtitlan, venían cantando Los Cangrejos. Naturalmente, don Guillermo, que siempre fue de lágrima fácil, chillaba, conmovido, a moco tendido, al ver su canción convertida en himno.

Varios fueron los clientes de don Guillermo: Maximiliano, desde luego, víctima materializada en uno de esos periódicos, hechos con las peores intenciones, que se llamó El Monarca. Otro de los periódicos indispensables para entender el periodismo de Prieto es La Chinaca, «hecho única y exclusivamente para el pueblo». Si Guillermo Prieto fue sangriento con alguien, fue con Juan Nepomuceno Almonte. En este caso, Prieto juega un papel importante en la construcción de la pésima imagen que el hijo de José María Morelos tiene hasta el día de hoy. Le deformó el nombre, imitando el habla de los indios de su tiempo; se refería a él como «Juan Pamuceno» o simplemente «Pamuceno»; lo más educado que le dijo fue «indio ladino», vendepatrias, traidor y mil lindezas más.

Era don Guillermo muy sentimental, llorón y sensible. Cuando se peleó, a fines de 1865 con Benito Juárez, se puso a escribir cartas azotadas y lacrimógenas, dirigidas a Pedro Santacilia, yerno del presidente, a quien ambas celebridades, en sus cinco minutos de divas, pusieron en la incómoda posición de recibir cartas de ambos, donde se cruzaban acusaciones, quejas y majaderías. Un poco pirado por el pleito, escribía don Guillermo: «Ni para servir a mi patria lo necesito; ni mientras pueda hilvanar una cuarteta tengo que buscar arrimo, mientras me llame Guillermo Prieto ni creo que en nuestro balance deba yo más a Juárez que Juárez a mí.» Disculpen el arrebato de mi tatarabuelo honorario, pero así se ponía cuando le herían el orgullo. Hay que agregar que, hasta la fecha, una de las ramas de descendientes de don Guillermo, se rehúsa a hablar del agarrón Juárez-Prieto, porque el susodicho abuelito le enseñó a toda su prole que de eso no se hablaba.

Fue don Guillermo, como se decía en su época, «perrito de todas bodas» o ajonjolí de todos los moles. Vio las epidemias de cólera de 1833,  fue, para vergüenza suya de toda su larga existencia, «polko»; Vio de cerca, aunque sin fusil en la mano (parece que era un pésimo tirador), la dolorosa invasión gringa en el valle de México y es el gran cronista de esos días en que los habitantes de Tenochtitlan decidieron vender caro su pellejo y resistieron la llegada de los gringos, peleando en las callejuelas y los barrios más populares y bravos de la época: por el rumbo de la Alameda, en el Salto del Agua, en las cercanías de Tlaxcoaque, en rumbos de los que apenas queda memoria porque queda una calle diminuta, una plazuela casi inexistente: San Salvador el Seco y San Salvador el Verde.

Fue don Guillermo diputado veinte veces y casi todas por Tacubaya; secretario particular de presidente, hijo adoptivo de reliquias de la patria como don Andrés Quintana Roo -no sabemos que opinaba doña Leona Vicario de tal alianza-, autor de libros de texto de historia y maestro del Colegio Militar. le daba lata un día y otro también, a Porfirio Díaz, con solicitudes de apoyo y apapacho que creía completamente legítimas y justificadas, dada su condición de último ministro de la Reforma.

Fue sufridísimo ministro de Hacienda, que quedó quemadísimo con el asunto de la desamortización y nacionalización de los bienes eclesiásticos, y lo peor, sin beneficio alguno. Mentaba madres porque los méndigos conservadores le quemaron los archivos antes de largarse de Palacio Nacional, y no tenía idea de lo que habían hecho con el erario. Tuvo, en su beneficio, algo que los funcionarios del ramo de este siglo XXI no tienen tan fácil: a don Guillermo no le temblaba la mano para tomar decisiones. Respiraba hondo, se encomendaba a la patria, y firmaba. Es de recordar que fue el autor del primer plan de choque económico del México independiente: en su primera gestión en Hacienda, en tiempos de Mariano Arista, decretó una rebaja de 50 por ciento a los sueldos de militares y de la burocracia. Casi lo linchan. Arista lo protegió, un tanto asombrado de la alocada temeridad de su ministro.

En fin, que hace 119 años que se fue al otro mundo, con un crucifijo en la mano y una enrevesada leyenda según la cual había al pie de su cama un cura que lo conminaba a arrepentirse de todas sus  tropelías liberales. Lo enterraron en la Rotonda de los Hombres Ilustres -que así se llamaba entonces- y el asunto fue otro fandango: el gobierno de Porfirio Díaz pagó la fosa, pero no el monumento, que tuvieron que pagar, a plazos y con esfuerzos,  la viuda de don Guillermo, Emilia Collard, y su hija María.

¿Sigue aquí don Guillermo? Desde luego. Está en el diorama del Museo del Caracol; en la estatua que le hicieron en la ampliación del Paseo de la Reforma, con un tambache de sus libros al lado y con un manto al desgaire. Estuvo en los primeros libros de texto gratuitos, de donde lo desterró en 1971 el equipo de especialistas del Colmex comandado por doña Josefina Zoraida Vázquez, para acabar colado (jeje) en el libro de lecturas de sexto año de esa misma reforma educativa. Hay al menos dos calles Guillermo Prieto en la ciudad de México, y en muchas ciudades del interior del país hay también calle Guillermo Prieto; en el palacio de Gobierno de Guadalajara, en el patio de los naranjos, está el relieve que lo representa cubriendo a Juárez con su cuerpo. En la Unidad Habitacional Tlatelolco hay un edificio Guillermo Prieto, y mejor aún, unas «Tortas Guillermo Prieto», puntada que le habría encantado de haberla presenciado. Cada vez que alguien dice «Los valientes no asesinan», don Guillermo sonríe, en algún lugar insospechado, feliz de seguir en boca de los mexicanos.

A mí, sin embargo, es otra frase suya la que más me gusta. La rescató de los soldados que custodiaban a don Benito y a su gabinete en su viaje hacia el norte; eso soldados que se acordaron un 15 de septiembre que era noche del grito y le dijeron al güero Prieto, para que ayudara a armar la conmemoración. Conmovido, Juárez le dio a Guillermo los pocos pesos que traía en el bolsillo para «la fiesta de los muchachos». A cambio ellos le dieron esta joya al poeta metido a político: «Y todavía nos acobijamos con la Patria».

 

 

17
Ene
15

Rosario cincuenta años después: conversaciones entre un diablo y una musa

ROSARIO DE LA PEÑA JOVEN

Rosario en su juventud, cuando Acuña se prendó de ellla.

Si con las complicaciones alrededor del sepulcro de Acuña se hubiera terminado esta historia, los románticos empedernidos habrían estado felices. Total, los chismes malintencionados acabarían por borrarse en el vértigo del tiempo. Pero no.

Aparecieron en escena esos personajes que ya resultaban incomodísimos en las últimas décadas del siglo XIX, y que en las primeras décadas de la nueva centuria se habían vuelto aún más audaces, aún más necios, aún más preguntones: los reporteros, o repórters, como se les llamaba en esos días. Para esa peculiarísima especie, la llegada, en diciembre de 1923, del aniversario 50 del suicidio de Manuel Acuña, se transformó en potencial noticia: porque la tragedia romántica del poeta coahuilense aún tenía mucho cartel, y porque Rosario de la Peña aún vivía, y con ella, cada día, cada hora, la etiqueta de causante de una de los mayores melodramas sentimentales de las letras mexicanas.

Era inevitable que la existencia de Rosario llamara la atención de este nuevo tipo de periodistas; si hubiera privado el criterio decimonónico por el cual la mayor parte de los amigos y conocidos de Acuña, de Rosario, de Laura Méndez y Agustín Cuenca se callaron las bocas hasta que se fueron muriendo de vejez y/o enfermedad, nadie se hubiera planteado siquiera la posibilidad de ir a molestar a la antigua musa que, retirada de la agitada vida del México de los años veinte, residía en «la ciudad» de Tacubaya.

Era un año movido, 1923: la causa delahuertista bullía en el mar de secretos a voces de la política, y en septiembre se había armado un notable escándalo cuando «El Mundo», un joven y ambicioso periódico vespertino que competía con los grandes diarios matutinos y, al mismo tiempo, con la primera estación de radio, la de la cigarrera El Buen Tono, había publicado la nota de la inminente renuncia de Adolfo de la Huerta a la cartera de Hacienda para aventurarse en la lucha por la presidencia de la República. La nota, se debía, cuenta la leyenda, a la audacia del director gerente -y propietario- de «El Mundo» un hombre joven y enérgico, al que le sobraba pila para competir y hasta pitorrearse -bajo el seudónimo de «El Reportero Respondón»- de sus colegas a los que «se les iba la nota». El sujeto, en cuestión, era también diputado y respondía al nombre de Martín Luis Guzmán.

La audacia de Guzmán -que habría leído la carta de renuncia de De la Huerta antes siquiera de que la viera el presidente Álvaro Obregón y la había dado a conocer- provocó, como buen trancazo periodístico, un escándalo y un bulle-bulle generalizado, donde todos se hacían lenguas y los reporteros correteaban a los secretarios de Estado para saber si también iban a descubrir sus ambiciones políticas y renunciarían para entrar en la grilla. A Guzmán, la exclusiva le costó su periódico, con todo y estación de radio, y un exilio que duró largos años. A De la Huerta, el asunto le salió aún más caro, como se vio después.

Tales eran las notas de primera plana en el otoño de 1923, y la lucha por el poder no bajaría de intensidad. Pero Rosario de la Peña ya no pertenecía al mundo donde la grilla iba del brazo de las bellas letras, y los hombres que se disputaban la silla presidencial ya no eran los elegantes periodistas-poetas-políticos que en otros tiempos la cortejaban. Y aún así, la buena mujer, con 76 años a cuestas, de los cuales llevaba 50 de ser, de una u otra manera «Rosario, la de Acuña», no dejaba de significar un reto atractivo para un periodista avispado.

El periodista en cuestión está en los anales de la historia de la prensa mexicana con un nombre que apenas usaba: Roberto Núñez y Domínguez. Su nombre de guerra preferido era «El Diablo», y era veracruzano, de Papantla, para más señas. Llegó al periódico Excelsior en 1917, con 24 años, y no se fue de allí sino para morirse en 1970. Escribió como loco en el rotativo de Reforma y Bucareli. «El Diablo» es su sobrenombre más notorio, y lo había tomado de una ópera de Giacomo Meyerbeer estrenada en 1831, precisamente, Robert, le Diable. Su fuerte eran las crónicas teatrales, las crónicas taurinas y las entrevistas.

Inventariado en los activos de Excelsior, Roberto El Diablo dirigió Revista de Revistas entre 1940 y 1949, pero era de los colaboradores indispensables de la publicación desde que ésta había nacido, en 1910. También fue corresponsal en Madrid. Más de medio siglo de talacha periodística le permitió escribir varios libros y usar  montones de seudónimos. Si en una incursión por esos túneles del tiempo que se llaman hemerotecas, el respetable público ha leído materiales firmados por Pepe Montera, por El Duende de la Quimera, Cleóbulo, Rehilete, Rejonazo, y otros menos extravagantes, como Pablo de los Santos, Antonio Vargas Heredia o Fermín Garza, estaba leyendo a Roberto El Diablo.

Su producción dio para la escritura de varios libros, y en uno de ellos, «50 Close Ups», editado en 1935 por la editorial Botas, recopiló algunas de sus entrevistas más notables. Allí rescató la conversación, publicada originalmente en Excelsior, que sostuvo con Rosario de la Peña a fines de 1923,  en los días en que se cumplían los cincuenta años del suicidio de Acuña.

Y entonces Rosario habló. Y vaya que habló.

Rosario, en noviembre o diciembre de 1923, cuando Roberto El Diablo la entrevistó.

Rosario, en noviembre o diciembre de 1923, cuando Roberto El Diablo la entrevistó.

Roberto El Diablo conservó para el libro una fotografía de Rosario tomada cuando se hizo la entrevista. Ahí está, una anciana de cabello recogido en chongo y totalmente blanco, vestida de negro, con los ojos entrecerrados en un gesto que, si me preguntan, tiene mucho de hartazgo y de cansancio: hartazgo de que le pregunten, cansancio de que la gente recuerde. En las manos sostiene el famoso álbum de tapas de nácar donde sus amigos y cortejantes de los días de la República Restaurada dejaron poemas y galanterías; el álbum donde se encuentra el que llaman «el original» del Nocturno donde Acuña reclamaba la atención y el amor de la propietaria del objeto.

La entrevista es entretenida: tiene aún los giros del lenguaje heredados de los manuales de buenas maneras decimonónicos: «Dígame usted», «Permítame interrumpirla»; «Con todo gusto le respondo», etcétera, etcétera, etcétera. Aún no son los tiempos de los estilos directos del quehacer noticioso. Acaso todos estos circunloquios estorben, finalmente, el valor informativo de la entrevista. Pero como sea, existió y se publicó, la que, hasta el momento, me parece la última declaración pública de Rosario de la Peña, pues ella murió al año siguiente, tal vez aligerada un poco, después de hablar con el reportero, del cansancio existencial que le debe haber provocado el chiste de Acuña. Por demás, resulta evidente que al entrevistador le pesa en la memoria la leyenda de la dama entrevistada; de ahí su descripción, su búsqueda de la mujer conservada en la memoria de las letras mexicanas: «En los ojos profundos perduran reflejos del fuego propicio a Eros, en que se abrasaron tantos corazones». Y, al leer esto, me parece que hallo el primer indicador de lo que buscaba el reportero de Excelsior: la leyenda, más que al personaje real.

Busca Roberto, en la señora que lo atiende, a la muchacha que fue, a la joven por la que Acuña perdió la cabeza -y la vida. Quizá su gana de enfrentarse a la figura mítica hace que se le vaya la mano en la entrevista, pero, al igual que un personaje contemporáneo suyo y del que nos hemos ocupado bastante, don Jacobo Dalevuelta, hay que recordar que, por más noticioso que ya fuera el periodismo mexicano, conservaba el hábito de llenar los huecos de las notas y la memoria con mucho aliento literario. Lean nada más: «Viéndola andar, tan erguida, tan ligera, como la más juncal mocita abrileña, no puedo menos que evocar su figura de hace medio siglo, cuando con su porte garrido y su aire seductor iba a su paso encendiendo lámparas de inquietud». El discurso mueve a sonrisa, pues Roberto, ciertamente, no había nacido en los días de gloria de Rosario.

Es así que, repuesto del mareo que lo acometió al trasladarse ¡en auto! a Tacubaya, El Diablo se sentó a conversar con la Musa, quien se desquitó de Acuña de la manera más propia posible, explicó cómo se desarrollaron las cosas, e involucró a algunos personajes más.

Rosario conoció a Manuel Acuña, contó, en casa del general Joaquín Téllez. Se lo presentaron en calidad de «nueva gloria nacional». Era mayo de 1873, y no tenía sino unos pocos días que la obra teatral del poeta, «El Pasado», se había presentado con éxito clamoroso. Acuña, por tanto, estaba de moda. Si hacemos caso a las declaraciones de Rosario, la nueva celebridad se prendó inmediatamente de la muchacha. Acuña, explicó ella, leía alguna cosa de su autoría a la concurrencia. Después de las presentaciones, le rogó a Rosario que leyera por él aquellas hojas. Probablemente, si ella hubiera sabido la bronca en que iba a meterse, no hubiera sido tan amable como para complacer al poeta.

La jornada concluyó con un Acuña empeñado en acompañar a su casa a la familia De la Peña; en el trayecto pidió permiso para visitar a Rosario y frecuentar su casa. Así, el nuevo astro de las letras mexicanas ingresó a la tertulia donde muchos de sus amigos y numerosos personajes de altos vuelos, ya tenían un sitio. Acudían a la casa de Rosario toda la generación de jóvenes valores que en el Porfiriato se convertirían en las vacas sagradas: Justo Sierra, que en 1873 aún tenía rizada melena; Juan de Dios Peza, jovencito y amigo de todos; Agustín Cuenca, Francisco Sosa y Porfirio Parra. Casi nada. Pero también estaban apuntados a las reuniones, los maestros de esta tropa de chicos talentosos, los contemporáneos y amigos de Porfirio Díaz: Vicente Riva Palacio  y don Nacho Altamirano, que oficiaba como patriarca de la pandilla. Pero también asistían sin falta algunos personajes de la generación de la Reforma: el padre intelectual de Altamirano: don Ignacio Ramírez, «El Nigromante», y su amigo, cómplice y compinche, Guillermo Prieto, el tierno y pícaro Fidel.

Con esta galería de ilustres, a Roberto el Diablo se le ocurrió preguntar quién le simpatizaba más. la dama recordó a un ilustre más, extranjero, que mientras vivió en México, formaba parte de las reuniones:  José Martí. Pero Rosario decidió ser justa. «Debo expresarle que de todo el grupo, con quien más me halagaba platicar, era con El Nigromante. ¡Qué hombre aquel, era una enciclopedia! Y luego que a su saber añadía un lenguaje tan florido tan galano, que arrullaba  como una música… Ni ninguna ciencia ni ningún arte tenía secretos para él».

La verdad de las cosas es que no sólo los muchachos se fascinaban con Rosario de la Peña. El Nigromante estaba enamoradísimo de ella. Pero, don Ignacio Ramírez, siempre brillante, a veces exaltado, no se engañaba a sí mismo: sabía que la chica no le correspondería. De modo que se conformaba con estar cerca y galantearla en los límites de lo decoroso. El tema es importante para lo que iba a ocurrir después.

A estas alturas de la conversación, Roberto El Diablo se moría de la emoción: tenía ante sus ojos el original, de puño y letra de Acuña, del famoso «Nocturno»: «una emoción casi mística (!) embargó mi espíritu. Era aquella una verdadera reliquia (!!) y como tal había que contemplarla: unciosa, reverentemente (!!!)». Si alguna duda quedaba del peso de la leyenda romántica asociada al poema, con estas frases queda perfectamente situada en el imaginario de aquellos días.

El entrevistador avanza: quiere conocer la historia del poema. Rosario responde en lo que parecen frases de consideración para Acuña: «Había decidido no hacerlo nunca  [contar la historia del poema] y llevarme a la tumba mi secreto. Si ahora accedo es sólo por la solemnidad del homenaje que se trata de tributar al poeta en la fecha del cincuentenario de su muerte… y no sería justo que yo negara mi grano de arena en la hora de la glorificación…»

Y ¡zas! Rosario se descose: A poco de conocerla, Acuña le declara su amor. Ella  responde que no siente más que «admiración por el poeta y amistad por el caballero». No obstante, no es un «no» rotundo; le da esperanzas: tal vez con el trato, con el tiempo, algo ocurra.

Acuña no necesita más. El hombre es feliz dentro de los tormentos y la fascinación por la muerte que se nota en la poesía que publicaba. A poco, a raíz de un homenaje que recibe, entra como huracán en el salón de Rosario, donde ella conversa con El Nigromante, y arroja a sus pies las coronas de flores que un rato antes estaban en su cabeza de poeta. Así se hace público el asunto: Manuel Acuña ama con locura a la señorita De la Peña y Llerena. El maduro testigo, el luciferino Nigromante, guarda compostura y silencio.

Pero aquí entra en escena don Guillermo Prieto, que trataba a la muchacha «con paternal solicitud». Enterado de todo el mitote, a los pocos días se sienta a platicar con Rosario. Por boca del Romancero, quien se arropa en «la estimación que te profeso» para contar todo el chisme que conoce. Así, ella se entera de unas cuantas cositas acerca de Acuña: su rendido admirador, que incluso se bota la puntada de llamarla «mi santa prometida», tiene relaciones sentimentales no con una, sino con dos mujeres: «una poetisa» [que no era otra que Laura Méndez Lefort] y la lavandera que se hacía cargo de la ropa del susodicho. Es más, narra Rosario haciéndose bolas con el recuerdo y pone en boca de Prieto: «de una de ellas se le acaba de morir un hijo». Para esas fechas, aún no moría el bebé de Laura como ya he narrado. Pero esta declaración permite saber que Rosario estaba enterada de todo el asunto, y supo perfectamente, en su momento, los detalles de aquella relación.

«Así es que tú sabes lo que haces», concluyó Prieto. El testimonio de Rosario confirma el papel del Romancero en el enredo. Personalmente creo que don Guillermo se mete en lo que no le importa en solidaridad con su hermano del alma, El Nigromante. No sería la primera vez que el par de glorias literarias, que habían vivido juntos tantas cosas, se ponían a conspirar o a pelear o a intrigar juntos o en apoyo el uno del otro. Y no siempre sabían si las cosas les iban a salir bien.

Enterada Rosario, esa misma noche confronta a Acuña, no bien este se apersona en el salón. Lo pone como dado. «¡Qué tal si me he creído de sus palabras!». Lo reta a negar la existencia de las dos mujeres. Descolocado, Acuña reconoce que todo es verdad. La dama aplica la puntilla: «Yo creo que ya no me seguirá diciendo ‘mi santa prometida’ «. Aún sacadísimo de onda, y resintiendo el porrazo, Acuña se sienta ante una mesa y se pone a escribir. Llegan más visitas, y mientras Rosario las atiende, vigila en silencio al poeta, que en su acelere, se llena las manos de tinta y, desde luego, la hoja del álbum donde trabaja. Cuando termina, toma su sombrero y le dice al objeto de su amor: «Lea esto, a ver qué le parece». Era el «Nocturno», pero, también, ya era demasiado tarde.

A estas alturas, Roberto el Diablo sabe que tiene una maravillosa historia para escribir: la leyenda es menos idílica, pero igualmente emocionante. Rosario se aplica en desarmar la narración trágico-romántica: una tarde el poeta se apersona en casa de la muchacha. No tiene mucho que ha escrito el «Nocturno», y le pregunta: «Rosario, si usted me llegara a querer, ¿sería capaz de tomar cianuro conmigo?»

Como Rosario ya no estaba para los rollos y las obsesiones de Acuña, lo regaña. «Qué cosas se le ocurren. Ni usted ni yo tenemos por qué matarnos. Deje de pensar en tonterías».  Pero el poeta no dejó de pensarlas. Rosario asegura que la tendencia suicida era una «tara familiar»; que dos hermanos del poeta también pusieron fin a sus existencias. El 5 de diciembre de 1873, el enamorado sin esperanza se despide como todas las noches, y deja en la mano de su musa una carta, donde se despedía de ella «para siempre». Rosario, desde luego, cree que el personaje exagera. Por eso no le echa de menos cuando Acuña no llega a saludarla, como todas las mañanas, después de sus prácticas de medicina en el Hospital de San Andrés.

Convencida de que el poeta regresará, más tarde o más temprano, Rosario se va a comer. Pero Acuña ya no volverá. En vez de eso, hacia las 2 y media de la tarde, aparece un agitado Ignacio Altamirano con una noticia y un reproche: Acuña está muerto; se suicidó por un amor no correspondido.

Ahí termina la entrevista de Roberto El Diablo, fascinado irremediablemente con la anciana. La posteridad fue menos generosa.  José Fuentes Mares, al examinar la historia, se pelea con otra escritora, Carmen Toscano, autora de «Rosario la de Acuña» y opina que Rosario aprovechó el chisme de Guillermo Prieto para sacarse de encima a Acuña, pues era, por lo menos, egoísta y «casquivana». En su trastorno emocional, el poeta, a cambio, habría procedido como lo hizo para vengarse del amor no correspondido, haciendo aparecer a la muchacha como la culpable de sus desarreglos emocionales, conducta que a lo largo de los años los siquiatras han encontrado en buena cantidad de suicidas: hacer mutis al tiempo que le dejan clavada la banderilla de la culpa o de la responsabilidad a alguna persona cercana.

Pero, acota Fuentes Mares: si tal era el propósito de Manuel Acuña, el suicida fracasó, porque Rosario no asumió la culpa del desastre. Ni siquiera fue al sepelio en el Campo Florido, y siguió su vida de musa de celebridades. En su cursilísimo (cuyo mérito en los inicios del siglo XXI estriba en que nadie escribía de esas cosas) «Amores Mexicanos», José Manuel Villalpando sigue a Fuentes Mares, tilda de egoísta y de manipuladora a la dama en cuestión. Es decir, que de todas maneras y para la posteridad, Rosario pierde, porque al final, juzgan estos caballeros, ella sí tuvo la culpa, aunque insista en rechazar la responsabilidad, en vista de su comportamiento hacia los escritores de los que se rodeaba y de los cuales Acuña fue, simplemente, uno más.

Fuentes Mares asegura que la entrevista de Roberto El Diablo contiene un fragmento donde el periodista, con todo y buenas maneras, le restriega en la cara esa responsabilidad a la dulce viejecita. Leve escaramuza con florete, el diálogo no tiene desperdicio, porque dice más del reportero que de la entrevistada:

-Pobre Acuña, dijo Rosario sin inmutarse. Hace mucho que le perdoné lo que hizo.

-No creo que tenga usted que perdonar a quien le escribió un poema tan hermoso, reclama el periodista, a quien Fuentes Mares juzga «escandalizado» por tanto desamor, y yo juzgo necio, decidido a tener la razón a como dé lugar, sin importar lo que piense el entrevistado.  De las hermosuras del «Nocturno» [«mi madre como un dios», etc., etc., etc.], mejor ya ni hablamos.

¡Todos los poetas de México me escribieron poemas hermosos! le rezonga la pacífica ancianita, que, me imagino, ya empezaba a encresparse.

-Sí, pero ningún otro se suicidó por usted,  remata Roberto, ahora sí haciéndola de Diablo, porque se revela como declarado partidario de la tragedia romántica que ha sobrevivido cincuenta años y no es cosa de dejar que la ruda viejecita la eche a perder así como así.

Pero ese fragmento de la entrevista, donde ambos protagonistas se despojan de la máscara de las buenas maneras y se dan un entre de ferocidad mal disimulada, no fue incluido por Roberto El Diablo a la hora de armar los «50 Close Ups».  Lo sustituye por una delicada negativa a revelar el contenido de la carta de despedida que Acuña le entregó en mano a Rosario la noche del 5 de diciembre de 1873. ¿Le pareció, a la hora de pasar de la fugacidad del periódico a la permanencia del libro, que era él mismo quien no quedaba bien parado, por necio? No tengo manera de saberlo. Lo que sí sé es que toda esta larga tragedia, bronca exclusiva de Acuña solito y su alma y su mamitis, ahí permanece, y a ratos se echa un silencioso round con la popularísima leyenda de «Rosario, la de Acuña» mucho menos cierta pero que, ah, lo que son las cosas, todavía vende que es una barbaridad.

13
Ene
15

El destino final de Manuel Acuña y algunas maledicencias decimonónicas.

guillermo_prieto cuarenton

Don Guillermo Prieto, en una época en que aún no adquiría su aspecto de ancianito inofensivo.

 

Pasaron los años, y del tremebundo caso del suicidio de Manuel Acuña, desesperado porque Rosario de la Peña rechazó sus propuestas amorosas, se dejó de hablar como uno de los sucesos escandalosos de la república de las letras de la última parte del siglo XIX. No obstante, la historia, descrita a grandes rasgos, sin incluir el asunto de Laura Méndez, y con énfasis en el famoso «Nocturno» que le quitó texturas al trabajo poético del saltillense, se incrustó para siempre en la sensibilidad popular del pueblo, al que le encantan las historias trágicas que le permitan solidarizarse con el héroe de la narración. Así fue con Manuel Acuña, a quien sus cuates dejaron tranquilo en su tumba del panteón del Campo Florido… unos cuantos años, hasta 1890 cuando decidieron trasladar lo que del poeta quedara al panteón de Dolores.

Rosario de la Peña, en tanto, continuó su vida de musa, tocada también por la tragedia de sus amores frustrados por la sífilis de Manuel M. Flores. Pero su reputación pública adquirió un marbete imborrable: Acuña se había suicidado por ella y no había más que decir. Aquella acusación que don Nacho Altamirano le había lanzado no bien corrió por la ciudad la noticia del suicidio, «Rosario, ¿qué ha hecho? ¡Acuña se acaba de matar por usted!» se convirtió casi en un tatuaje que no se desprendió ni cuando, medio siglo después, ella decidió poner las cosas en su lugar.

ACUÑA SALE DEL CAMPO FLORIDO.

Manuel Acuña fue afortunado, porque para 1890 tenía aún amigos que lo quisieron tanto, que se ocuparon de que sus restos no desaparecieran en el vértigo de la transformación de la ciudad de México. Cuando Acuña fue llevado a enterrar, el Panteón del Campo Florido estaba casi en las afueras de la ciudad de México. Como ocurrió con el cercano Panteón General de la Piedad, fue una burrada monumental la elección de esos emplazamientos para construirle cementerios a una ciudad que ciertamente los requería a gritos, pues los viejos camposantos heredados de los años previos a la Reforma, aparte de estar enclavados en las parroquias de la ciudad, eran objeto, un día sí y otro también, de críticas y recelos debido a los «miasmas» que los panteones verticales podían esparcir por toda la ciudad. Ya se acababa el siglo XIX, y había muchos a los que no se les olvidaba que en varios de aquellos cementerios, Santa Paula y San Fernando incluidos, reposaban las víctimas de las  grandes epidemias de cólera que habían azotado en otros tiempos a la capital mexicana.

De modo que para 1890, al Panteón del Campo Florido ya se lo había llevado la tristeza. Es que cuesta trabajo entender cómo es que, sabiendo que el llamado Campo Florido desde hacía más de un siglo, era zona chinampera -es decir que allí había lago todavía- se le hizo fácil al Ayuntamiento de esta sufrida ciudad acceder a otorgar una concesión para trazar y desarrollar un cementerio. Es cierto que la necesidad era mucha, en especial de la gente más pobre, pero, como en tantas otras ocasiones ha ocurrido para mal de esta antigua y pacientísima capital, la ocurrencia tuvo feas consecuencias.

Por el deterioro sistemático que sufrió el cementerio, el Campo Florido se volvió muy pronto un cementerio de pobres, donde había tumbas hasta de sexta clase, pero la calidad del lugar era tan mala, que una tumba de primera clase en ese lugar equivalía a las de segunda clase en el resto de los panteones de la ciudad. Y aunque unos años antes Altamirano se había referido a Campo Florido como «un potrero horripilante», el dinero recolectado solamente alcanzaba para enterrar allí a Acuña.

Cuando llegó allí el cortejo fúnebre, la honorable concurrencia sabía muy bien en dónde dejaba a su querido muerto: el año anterior, se había tenido que abrir una zanja como probable desagüe; el sismo del 27 de marzo de 1872 había causado daños importantes que debieron repararse, y, ya entrado en gastos, al Ayuntamiento se le ocurrió que era una buena idea pintarlo y numerar los nichos. Para 1873, año del sepelio de Acuña, los arreglos ya sumaban la nada despreciable cantidad de mil 800 pesos.

Pero el deterioro era imparable. Cadáveres y humedad nunca han hecho buena combinación. Tres años después del funeral de Acuña, en 1876, los vecinos del barrio del Campo Florido, que con los años se convertiría en parte de la Colonia de los Doctores, le escribieron al Ayuntamiento: solicitaban la clausura del panteón. Como no les quedaba otra que apechugar con la enorme regada, las autoridades de la ciudad accedieron dos años después. Ese mismo año, 1878, se cayó una de las bardas del cementerio; el Ayuntamiento se dedicó a sacar costales y costales de «tierra salitrosa». De ahí en adelante, la expresión «caerse a pedazos» se pudo considerar un claro reflejo de lo que pasaba en el Campo Florido.

Para 1884, la puerta del camposanto ya estaba inservible. Un año después, el Ayutamiento tomó parte de los terrenos del panteón para abrir una vía «de tránsito público», y así nació la calle, aún existente, de Doctor Andrade. En 1888 con otra caída de barda de por medio, el Ayuntamiento se hizo de otra parte del panteón para «prolongar la  4a. Calle Ancha», que hoy existe aún y se llama Doctor José María Vértiz, a la altura de la avenida Dr. Leopoldo Río de la Loza. Al iniciar la última década del siglo XIX, en los documentos oficiales ya se hablaba del «extinguido» panteón del Campo Florido.

Como en esta ciudad el proceso de desaparición de un cementerio ha sido, o bien muy rápido o bien escandalosamente lento, siempre que uno revisa los archivos antiguos se encuentra con historias de horror: en el Campo Florido sucedieron derrumbes de bardas y monumentos; y sólo hasta 1894 el Ayuntamiento asumió la totalidad de la situación y propuso la traza de calles en los terrenos del cementerio: nacía la Colonia de los Doctores y el proyecto engullió al maltratado panteón.

Viendo cómo estaban las cosas, los amigos de Acuña se aplicaron a rescatar los restos del poeta, y en 1890 se le exhumó y se le llevó al panteón de Dolores, endiabladamente lejano, pero sólido y sin problemas. Además, el ayuntamiento, generoso, ofreció y puso una tumba de primera clase para acoger los despojos del poeta. Insisto en que Acuña fue afortunado, porque todavía en 1910 continuaban las exhumaciones del Campo Florido para trasladar restos a Dolores; primero aquellos que tenían familia o amigos que les reclamaran. A ellos se les canjeaba el lote del panteón clausurado por una nueva fosa. Pero a todos los que no tenían ya quienes vieran por ellos, fueron exhumados y trasladados en aterradora multitud, en un carro, para ser depositados en el osario del mismo Dolores. Puesto que la familia de Acuña estaba en la lejana Coahuila, y su hijo también dormía la eternidad en el Campo Florido, no había parientes que rescataran los restos. Por fortuna, sus amigos, leales, por un lado, y por otro encantados de prolongar la leyenda romántica, recogieron sus despojos y los pusieron a salvo hasta que en 1917 fueron llevados a la Rotonda de los Coahuilenses Ilustres, en Saltillo, donde aún permanecen. De lo que pasó con los restos del bebé Acuña Méndez, nota melancólica, no he encontrado ninguna referencia.

CHISMES, ESPECULACIONES, MALA FE.

Mílada Bazant, biógrafa de Laura Méndez Lefort, asegura que Rosario se dejó entrevistar en 1919, cuando tenía 72 años, por un sacerdote llamado José Castillo y Piña quien, en un libro de recuerdos publicado en quién sabe dónde, por quién sabe quién, ¡veintidós años después! o sea en 1941, vertió las confidencias de la presunta culpable directísima de la muerte de Manuel Acuña. Pedro Caffarel, otro biógrafo del suicida, afirma que Castillo y Piña era confesor de Rosario en los años de vejez de la dama y alude al mismo título de memorias..

Como ocurre a veces cuando se trabaja ese género peculiar que algunos historiadores contemporáneos desprecian, llamado biografía, es evidente que Bazant acabó por tomar partido por su personaje a la hora de hablar del asunto Acuña, para examinar un verdadero chisme, promovido por la mala fe de alguien que supo, en su momento, de todos los sucesos y dramas pasionales que hasta aquí he narrado; que presenció y probablemente fue partícipe de las maledicencias en torno a la poco convencional -para la época- vida personal de Laura Méndez y que, si hacemos caso a Bazant, que recupera los rollos del presbítero Castillo y Piña, contó Rosario en aquella ocasión.

Suena a chisme, verdaderamente se trata de un chisme: esta versión asegura que Rosario habló mal de Laura y de la manera en que se involucró «carnalmente» con Manuel Acuña, orillada por la desventura, el frío y una repentina calentura. Bazant dedica unas líneas a demostrar que la maledicencia es imposible, pues ubicaba el suceso en un trance de enfermedad y agonía del padre de Laura, en tiempos y fechas donde tales cosas no ocurrieron. El detalle sirve, no obstante para que la investigadora tilde a Rosario de la Peña de mezquina, de amargada y además de «ruin», si ella fuese la inventora de la perversa historia, porque esta Rosario que construye el chisme, habría asegurado que, desde esos tiempos, y enredado con Laura Méndez, le nació al poeta la idea de suicidarse.

Especula Bazant si estas confidencias hechas por Rosario al cura Castillo y Piña no tuvieron el secreto impulso de los celos: celos de no haber sido la única en el corazón de Acuña. Si algún día damos con la referencia seria de esta entrevista, y la diéramos por sólida, parecería que el fin ulterior perseguido por Rosario sería endilgarle a Laura Méndez el dudoso honor de ser la culpable del suicidio del coahuilense y sacarse de encima cualquier responsabilidad que ella hubiese podido tener, pese a lo que en su momento dijera Ignacio Manuel Altamirano.

Los maledicencias en torno a la tragedia de Acuña no tienen una única fuente: Bazant recupera otra historia, publicada en la biografía de Acuña que Francisco Castillo Nájera dio a conocer en 1950, publicada por la Imprenta Universitaria, y que culpa al Romancero, al entrañable Guillermo Prieto, de todo cuanto de trágico se desencadenó en la vida de Manuel Acuña.

Habituados los capitalinos de buena parte del siglo XIX a ver a Guillermo Prieto en calidad de cronista, testigo o protagonista e la mitad de los hechos notables ocurridos en el país, hasta raro sería que en esta historia, cuyos protagonistas son escritores, poetas y periodistas, estuviera ausente el travieso y vivísimo Fidel.

La conseja recuperada por Bazant señala que don Guillermo le tenía viva antipatía a Acuña por haberle «volado» a una chica a la cual el Romancero galanteaba: Laura Méndez. El origen de esta narración está, evidentemente, en que Prieto fue maestro de Historia de Laura en la Escuela de Artes y Oficios, de la cual, como ya he contado, el poeta, periodista y político, aparte de dar clase, formaba parte de la Junta Directiva.

Hay que decir que, para 1867, año de creación de la escuela, Guillermo Prieto era ya un señor que le pegaba al medio siglo, que, en aquellos días, significaba estar dentro de ese conjunto que hoy llamamos «de la tercera edad». Un viejo, pues. Si a ello le agregamos que don Guillermo sí parecía viejito -barbita, güero y canosón- desde los años de la Guerra de Reforma, su aspecto de venerable abuelito empezó a promoverse cuando al buen hombre todavía le quedaban treinta años largos de andar en este planeta.

Y no sería la primera vez que Prieto, con su pasión por andar metiéndose en lo que le importaba y en lo que no le importaba, sería personaje de chismorreos y anécdotas: una conseja, esta sí completamente falsa, con un montón de pruebas, lo señalaba como el facilitador inconsciente de la muerte de Benito Juárez… envenenado. Una vieja tradición, que lleva décadas entusiasmando a los partidarios de la derecha católica antiliberal, asegura que Juárez murió envenenado con el extracto de una planta llamada veintiunilla -porque a los 21 días exactos de ingerirla se va uno a criar malvas-,  administrada por una mujer que, enferma de rencor por el triunfo liberal de 1867, que le había costado la existencia del amor de su vida, se había apersonado en la capital cinco años después, y, haciendo gala de su belleza y uso de su encanto, había fascinado al pobre de don Guillermo, que no vaciló en llevarla a la ópera y a una tertulia donde estaba el presidente. La vengadora en cuestión se las habría arreglado para verter en la copa del presidente oaxaqueño un poco del veneno fatal, con las consecuencias históricamente conocidas. A estas alturas del partido, esta narración se ha comprobado como falsa, no solamente por historiadores, sino por médicos interesados en el tema.

Lo que sí es cierto, narrado en diversos testimonios, es que don Guillermo dio clases largos años en la Escuela de Artes y Oficios, y las colegialas lo apapachaban, lo acompañaban y cuidaban de él. Este chisme que lo involucra en el caso Acuña afirma dos cosas: la primera, que Prieto, insigne poeta, veía mal, por simple competencia profesional, el talento del joven Acuña. La segunda, que el Romancero porfiaba en cortejar a Laura Méndez, y cuando fue sabido que ella andaba en relaciones amorosas con el poeta joven, a don Guillermo lo invadieron los celos y la mala voluntad, mismos que lo llevaron a contarle a Rosario todo lo que sabía de la vida amorosa de Acuña, provocando que la musa echara de su vida al de Coahuila con cajas destempladas, para llevarlo derecho al suicidio.

Probablemente esa fue una de las muchas cosas que en su momento se dijeron acerca de los móviles que pudo tener Manuel Acuña para quitarse la vida. Finalmente, algunas de estas historias fueron confirmadas y otras aclaradas por Rosario cuando llegó el cincuentenario luctuoso del poeta malogrado y la, para entonces, viejecita, se encontró con uno de esos personajes aún extraños en la vida cotidiana del México de la tercera década del siglo XX: un reportero.

12
Ene
15

Secretos a voces en el siglo XIX: los amores y los problemas de Manuel Acuña.

Laura Méndez Lefort, la otra protagonista de los enredos amorosos de Acuña.

Laura Méndez Lefort, la otra protagonista de los enredos amorosos de Acuña.

La historia de los amores fracasados de Manuel Acuña no se terminó con su muerte, y a pesar del prudente silencio que la mayor parte de los contemporáneos del joven suicida optó por guardar y mantener, hasta que todos se fueron al mundo de los muertos. Románticos al fin, supongo que también les gustaba la idea del poeta que a sus veintipocos años decidía hacer mutis por el foro en vista de que la elegida de su corazón, aparte de ponerse muchos moños, era solicitadísima por cualquier cantidad de las celebridades intelectuales y políticas de la época y él no tenía ninguna oportunidad.

Por esa razón es que después de muerto Acuña, nadie se ocupó de hacer mucho drama sobre el bebé que en enero de 1874 siguió a su padre al Cementerio del Campo Florido. Mirado desde esa perspectiva, la presencia del pequeño Manuel Acuña Méndez hacía un inquietante ruido en torno al mito -narración mítica, se entiende- del hombre de letras destrozado por el dolor y las desazones del mal de amores. A la hora de enterrar al poeta suicida, y en la larga sucesión de discursos y elegías, un joven llamado Julián Montiel se plantó a improvisar unos versos en honor de Acuña, donde aludió al hijo de pocos meses que le sobrevivía: «Si en tu carrera borrascosa y triste/ es cierto que tuviste/ un inocente, desgraciado niño,/¿Qué hará sin tu cariño?»

Si Montiel no estaba enterado de que la ruptura entre Laura Méndez y Manuel Acuña había sido completa, o si quiso llamar la atención sobre el hecho de que el poeta había dejado en el desamparo, al menos nominal, a un recién nacido, no lo sabemos. De hecho, tampoco sabemos si el padre conoció al hijo y si aceptó tener con él algún tipo de vínculo. Lo cierto es que todos los amigos de Acuña prefirieron no hacer olas y no meterse a hacer más complicado el asunto, que ya era bastante enredado, pues todos ellos estaban al tanto de las andanzas del difunto y la realidad de sus bandazos emocionales les echaba a perder al personaje que pasaría a la historia de las letras mexicanas como el romántico que prefirió abandonar este perro mundo antes que vivir sin el amor de su musa.

Además, había un detalle incomodísimo, la madre del bebé no sólo estaba viva, sino que era escritora y poeta, todos los colegas de Acuña la conocían, y, encima, ella tenía una peculiarísima relación con uno de los grandes amigos del finado, que a la larga acabaría convirtiéndose en matrimonio.

Tal es la historia de Laura Méndez Lefort, que acabó siendo, para la posteridad, Laura Méndez de Cuenca, casada con su compañero en letras Agustín Cuenca. Nacida en 1853, en la hacienda de Tamariz, en el Estado de México, Laura Méndez y su hermana Rosa fueron beneficiarias, como algunos otros personajes de la historia liberal del siglo XIX mexicano, de los proyectos de educación pública de la República Restaurada. En noviembre de 1867 se fundó la primera Escuela de Artes y Oficios, que aspiraba a proporcionar un porvenir distinto a las mujeres que acudieran a sus aulas. Si pensamos que en aquellos años eran muy pocas las posibilidades del género femenino de aspirar a una instrucción que fuera más allá del oficio de costurera, ser tal vez maestra de primeras letras, transmitiendo saberes elementales -leer, escribir, hacer cuentas y aprender el catecismo- la Escuela de Artes y Oficios resultó importantísima: se aprendía, ciertamente, gramática, inglés y francés, pero también había química y, en cuanto a oficios, las 510 jóvenes que acudieron en cuanto la institución abrió sus puertas, podían elegir entre tapicería, telegrafía, hechura de filigrana de plata, imprenta, pasamanería y algunos más, que significaban un cambio decisivo en sus vidas: tendrían la posibilidad de mujeres independientes, sin malvivir en la pobreza que garantiza la ignorancia; sin necesidad de esperar o pedir un cacahuate a ningún señor.

Es claro que en la visión del mundo de los funcionarios y políticos liberales de la época, esta premisa no estaba planteada -eran liberales, pero del siglo XIX- pero sí la posibilidad de proporcionar un modo honesto de vivir a las mujeres de escasos recursos partía de un juicio moral que se remontaba a la primera mitad del siglo XIX y que era uno de los temas frecuentes de crítica social: el fantasma de la muchacha, fea o bonita (y si era bonita con mayor razón) que «se perdía» para la vida honorable -lo que en buen español significaba prostituirse o convertirse en la amante de planta de algún señor adinerado sin ganas de casarse o sin posibilidades de divorciarse- estaba hasta en las novelas moralizantes de José Joaquín Fernández de Lizardi, y a ratos era una realidad escalofriante. Las Escuelas de Artes y Oficios pretendían paliar el problema, al menos mientras las alumnas hallaban, porque finalmente en su época tal era su destino, un matrimonio de provecho, o por lo menos la estabilidad económica.

A Laura Méndez no le interesaba en demasía aprender un oficio. Pero desde luego que le entusiasmaba el aprender cosas nuevas. Incluso, fue materia de una curiosa noticia de El Correo del Comercio, en 1872, donde hablaba de su habilidad para realizar operaciones algebraicas. Todo un acontecimiento en el campo de la educación para señoritas.

La vocación de Laura Méndez era el mundo de las letras, de la creación propia. Tuvo maestros con quienes, además de aprender en esas áreas del conocimiento, forjó buenas amistades, quizá el más importante en esos términos fue el escritor Enrique de Olavarría y Ferrari.  Guillermo Prieto era el maestro de historia -aparte de ser integrante de la junta directiva- y, de paso, el entrañable Romancero hasta novia encontró al correr de los años, pues la que fue su segunda esposa, Emilia Colard (algunas fuentes la apellidan Collard o Collado) había sido su alumna y era una de las hermanas que, junto con Laura, habían resultado buenas para el álgebra, según aquella nota del Correo del Comercio.

La escuela abrió otras perspectivas para Laura Méndez, y la impulsó a pasar, de la idea de «las artes y los oficios», al Conservatorio Nacional, donde además de un conjunto de disciplinas vinculadas a la creación musical, se podía aprender idiomas, náhuatl incluido, y por aquellos días se abrió una división dedicada al teatro.

El cambio de visión del mundo de Laura Méndez se tradujo en sus decisiones de vida. Sabemos que, junto con su hermana Rosa, decidió abandonar la casa de sus padres y vivir en algo así como su casa de solteras -Calle del Puente de Peredo número 3- para gran disgusto de sus progenitores y escándalo del mundillo que las rodeaba. En los años de la República Restaurada, ninguna señorita respetable agarraba sus chácharas y declaraba su independencia así como así. Sabemos que no las pasaron fáciles, y que a veces recurrían a la generosidad su abuelo materno, propietario de restaurantes, para tener qué comer, pues el vínculo con sus padres estaba completamente congelado. No obstante, quienes han profundizado en la biografía de Laura Méndez consideran que la muchacha era de una gran fortaleza intelectual y emocional, cualidades estas que le ayudaron a no flaquear y caer derrotada por la presión social de la época.

El aprendizaje de lenguas extranjeras resultó apasionante para Laura Méndez: primero aprendió francés, y se sabe que leía a Baudelaire y a Verlaine en su lengua original -lecturas que, seguramente, en su época no se consideraban adecuadas para señoritas- después aprendió alemán y luego latín y griego. En los años que siguieron, este aprendizaje le fue de suma utilidad, pues con frecuencia Laura trabajó de traductora. El talento de la muchacha propició que en su casa también empezaran a producirse tertulias literarias, que estaban tan en boga gracias a los empeños de Ignacio Manuel Altamirano, que ya se perfilaba como el patriarca de la siguiente generación, aquellos que verían llegar el siglo XX. En una de estas reuniones es que Acuña fue presentado a Laura Méndez, quien acabó enamorándose del estudiante de medicina, que para la segunda mitad de 1872 era ya una celebridad del mundillo intelectual de la capital mexicana, pues además de publicar poemas y andar en la grilla liberal, su obra dramática «El Pasado» se había montado con bastante éxito. Acuña estaba, pues, «de moda» y acabó involucrándose sentimentalmente con Laura.

Mílada Bazant, historiadora que  ha trabajado a profundidad la biografía de Laura Méndez, se ha preguntado ¿qué le podía ver la talentosa muchacha a un cuate melancólico, depresivo, debilucho -Juan de Dios Peza hablaba de las piernas de Acuña como punto menos que contrahechas- y además pobre? (y eso que Laura desconocía los alcances de la fuerte mamitis que padecía el poeta, agravada por la muerte de su padre) Bazant misma se responde: el enorme talento que el saltillense tenía y muy probablemente ese mismo era el atractivo que Acuña veía en la alumna del Conservatorio.

El caso es que Laura Méndez se supo embarazada de Manuel Acuña casi por las mismas fechas en que el estudiante de medicina conoció a Rosario de la Peña. Es decir, el coctel perfecto para un melodramón inmortal. Como sabemos, Acuña perdió la cabeza por Rosario, y después de sufrir como condenado por el lío monumental en el que se había metido por su dilema sentimental, se decidió a romper con Laura para intentar apostar todo por Rosario, pese al bebé que venía en camino y que nació en septiembre de 1873, un mes que, por lo que cuenta la prensa de aquellos días, fue gris, helado y terriblemente lluvioso.

Por lo que sabemos, y aún cuando a Laura le afectó la ruptura con Acuña, aceptó la cercanía y la protección de un amigo muy cercano de su ex: Agustín Cuenca, otro poeta.  Cuenca, enamorado muy deveras de Laura, la convenció que se mudara a su casa -a unas pocas cuadras de la casa de Rosario de la Peña- y cuidó de ella durante el embarazo, la protegió y alimentó, ignorando los comentarios de mala fe que seguramente se derivaron entre los chismosos a raíz del cariz que tomaron los acontecimientos.

La devoción de Cuenca hacia Laura y hacia su amigo muerto, en sus diferentes dimensiones llegó al grado de ser él quien asumió la responsabilidad de colectar los fondos necesarios para enterrar a Manuel Acuña en una tumba de quinta clase, y, al mes siguiente, con parte de ese dinero, costear el sepelio del bebé, que murió en el particularmente crudo invierno de 1873-1874, a consecuencia de una bronquitis.

Encima, el pobre Cuenca tuvo que salir a hacer frente a las maledicencias, pues, entre tanto enredo, algunos lo acusaron de haberse quedado con el dinero recolectado para ambos sepelios, y para acallar a los venenosos publicó las cuentas en El Federalista, donde explicó que alguna parte del dinero sirvió para sustento de Laura y el bebé, además de los gastos funerarios.

Mucho después, Juan de Dios Peza explicaría que, si los amigos del círculo cercano a Acuña no dijeron ni escribieron nada sobre el vínculo que lo unió a Laura Méndez, era por respeto a la dama, y por no herir los sentimientos de Agustín Cuenca, que seguía siendo amigo y parte de aquella cofradía de escritores.

Como pasa aún en las historias de amores fracasados, la vida siguió. Laura y Agustín decidieron marcharse a Orizaba un tiempo, en espera de que la maledicencia se apagara. Después, regresaron a la ciudad de México, continuaron su vida, tuvieron siete hijos, de los cuales solamente dos llegaron a la edad adulta, y en algún momento les pareció oportuno casarse.

Las tertulias y la grilla de los escritores y poetas continuaron, y Rosario de la Peña también tuvo su dosis de infelicidad, pues el caballero que realmente le importaba, Manuel M. Flores, otro poeta, murió «acompañado de Mercurio», es decir aquejado por la sífilis, reducido a la miseria del deterioro y el sufrimiento, y nunca pudo concretar amores con ella. De hecho, Flores pasó sus últimos meses de existencia atendido por Rosario quien nunca tuvo algún otro romance conocido y tampoco se casó.

Las ironías del periplo de aquellas existencias es enorme. Románticos y apasionados, no conocieron sino la desgracia de los amores quebrantados, rotos, no correspondidos e imposibles. No obstante, a Laura Méndez se le encuentra, en los años que siguieron, escribiendo, haciendo periodismo y traducción (andando, que son gerundios). Rosario no escribía ni escribió nunca. Trabajaba de musa, y eso le valió la inmortalidad romántica, ligado su nombre al de un hombre al que ella no quiso ni pizca, pero que le arrebató la tranquilidad. Los detalles del desencuentro entre Rosario y Acuña solamente se supieron medio siglo después del suicido del poeta, cuando Rosario decidió que no estaba dispuesta a permanecer en la picota en la que la habían puesto, y decidió hablar. Y para estar a tono con la época en que el periodismo se transformaba y empezaba a ser pródigo en noticias más que en poesía y encendidos argumentos, concedió una entrevista de la que mucho vale la pena escribir.

 

 

 

 

01
Ene
15

Adiós a diciembre: muerte y funeral de Manuel Acuña.

Manuel_Acuña

 

No existe sino esta imagen del que fue estudiante de medicina y poeta Manuel Acuña. Quiso el azar que llegara a mis manos un volumen recién editado por Conaculta en el otoño de este año que se va, y que contiene la poesía completa del trágico saltillense. Es en este diciembre que hoy acaba cuando se cumplieron 141 años de que este hombre decidió hacer mutis por voluntad propia y se administró una considerable dosis de cianuro para dejar de sufrir de amores, para dejar de tragar depresiones y para librarse de unos cuantos problemas.

Con su suicidio ocurrido el 6 de diciembre de 1873, el poeta consolidó su halo trágico, se afirmó como uno de los grandes personajes dramáticos de la república de las letras del México decimonónico, dejó su obra a salvo del olvido masivo, y de paso, se llevó por delante la tranquilidad y algo de la reputación de la señorita Rosario de la Peña, cuya imagen y prestigio se quedó anclada para siempre a las broncas existenciales del poeta, transformada en el personaje casi central del famosísimo «Nocturno», y digo «casi», porque como recordará bien la honorable concurrencia, por encima de todas las cosas, «como un dios», estaba la santa mamacita del señor Acuña.

Invariablemente se recuerda a Acuña por su sonadísimo final, aunque la mayor parte del público masivo solamente conozca de él el «Nocturno» y ese otro poema tan a juego con su vocación autodestructiva, «A un cadáver».  Bien dice mi querido amigo don Susanito Peñafiel y Somellera que Acuña y sus compinches, los románticos de la segunda mitad del siglo diecinueve, eran como los emos de entonces.

Aún hoy, en el muro sur del hoy Museo de Medicina de la UNAM, sede de la Escuela de Medicina en tiempos del poeta, y en alguna época palacio inquisitorial, se conserva una placa, colocada por esa interesantísima empresa que fue la Cigarrera El Buen Tono, donde se señala que, del otro lado del grueso muro, en un espacio que hoy está dedicado a la exposición permanente del lugar, estuvo la habitación que ocupó -y en la que murió- el estudiante de medicina Acuña. Es claro que el lugar le encantaba, con toda su carga histórica negativa, con un añadido que seguramente le resultaba sumamente atractivo.

Esa celda de humilde estudiante era la misma que, poco más de una década antes, había ocupado otro alumno de la Escuela de Medicina que también le hacía a la poesía y a la narrativa: Juan Díaz Covarrubias, amigo muy querido de Ignacio Manuel Altamirano, y que pasó a la historia política del país no tanto por su aún joven obra, ni por sus simpatías liberales, sino porque, con algunos otros aspirantes a médicos y algunos ciudadanos sin peculiaridades, murió asesinado en abril de 1859, en uno de los incidentes más feos de la guerra de Reforma, que le proporcionó al bando liberal su dotación de mártires. De hecho así se les conoce aún tantos años después: los Mártires de Tacubaya,  convertidos en tales por el que es verdaderamente el villano químicamente puro de la historia mexicana, y del que los desmitificadores no han dado plena cuenta (probablemente porque no lo conocen): el general Leonardo Márquez. Todo el asunto, bastante trágico ciertamente, y fuente de sistemático rencor liberal contra los conservadores, dio para mucha poesía, muchos manifiestos y muchas conmemoraciones a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX. Acuña, que probablemente hallaba algunos puntos de coincidencia entre su propio perfil y el de Díaz Covarrubias, le escribió un largo poema al colega malogrado, donde se halla una décima, la única que yo conozco, dedicada al Tigre de Tacubaya:

Un monstruo cuya memoria

casi en lo espantoso raya,

el que subió en Tacubaya

al cadalso de la historia,

sacrificando su gloria

creyó su triunfo más cierto,

sin ver en su desacierto,

y en su crueldad olvidando,

que un labio abierto y cantando

habla menos que el de un muerto.

A ratos, ha surgido alguna especulación en torno a la muerte de Acuña, según la cual, el coahuilense habría sido asesinado. Tal es la idea que sostiene el periodista César Güemes en su novela, editada hará unos cinco años, titulada «Cinco balas para Manuel Acuña», donde sostiene que una mirada al entorno, a lo que vivía el poeta en aquel diciembre de 1873, no da solidez al principio de autodestrucción que lo habría llevado al suicidio. Tal es su interpretación del pasado.

Pero una lectura atenta de ese mismo diciembre de 1873, del pasado inmediato que había vivido Acuña, de sus problemas personales, que no eran pocos, de su no muy sólida salud, de sus altibajos anímicos  y de este volumen que reúne su poesía, permiten ver a un personaje que a lo largo de ese año fue clavándose en la contemplación de la muerte, en el elogio de la muerte que a su fragilidad emocional comenzó a parecerle indiscutiblemente atractivo.

Muerto a los 24 años, Acuña tuvo tiempo de hacer unas cuantas cosas más que enamorarse de Rosario de la Peña.  Llegado a la ciudad de México a los 16 años, sus inquietudes literarias lo llevaron a formar parte de esa espléndida pandilla liberal que, pasada la época de la confrontación armada, y pastoreados de buena de por don Nacho Altamirano, vivían en redacciones y tertulias, escribendo y reconstruyendo el mundo que habían ganado a fuerza de guerrilla de pluma, la mayor parte de ellos, y con la espada añadida, en los casos concretísimos del propio Altamirano, Vicente Riva Palacio y algunos otros a los que les gustaba la grilla combinada con las  letras.

Es muy probable que Acuña llegara a este ambiente del brazo de su cercanísimo amigo Juan de Dios Peza, que desde que era un chamaco quinceañero andaba en las reuniones donde Prieto lo apapachaba, el Nigromante le corregía los poemas y Altamirano lo enrolaba en sus proyectos culturales. Lo cierto es que Acuña adoptó muy pronto el ideario liberal. Y si hacemos caso a Peza, quien cuenta que Altamirano «mimaba como hijo» al muchacho de Saltillo, era inevitable que el joven poeta acabara involucrado, como ocurrió en las grillas y peleas a las que don Nacho era muy aficionado, empeñado como estaba en pisotear de mala manera a los bichos conservadores que, agazapados en sus nidos después de la derrota de 1867, aguardaban alguna circunstancia favorable para reaparecer.

Eso explica que Acuña publicara escritos y poemas en varios periódicos de aquellos años, entre otros, El Libre Pensador, periódico que armó don Nacho con la intención de apalear a los conservadores católicos que hacían una cosa llamada La Voz de México, que primero apareció como una agrupación que aspiraba a promover el ejercicio de la caridad y el apoyo a los necesitados y que luego decidió hacer su publicación de evidente corte conservador y cuyos autores vivían agarrados de la greña, sistemáticamente con Altamirano, quien los pateaba y fustigaba cada vez que tenía tiempo y ganas -que era casi siempre- y los otros le repelaban y rezongaban en sus páginas. Receloso Altamirano, como seguramente lo estaban algunos de sus amigos en el gobierno, de que los conservadores intentaran rehacer su presencia pública, decidió, en complot con algunos de sus amigos, hacer un periódico, «El Libre Pensador», dedicado a fastidiar conservadores por la vertiente del debate político y la reflexión religiosa.

«El Libre Pensador» tuvo una corta vida, pues se suponía que el periódico iba a ser subvencionado, es decir, financiado por la mano generosa del gobierno juarista. Pero ocurría que el gobierno juarista siempre andaba escaso de fondos, y lo que ofrecía pagar lo pagaba escasamente y tarde. No obstante, Altamirano estaba en toda la disposición de ayudar, y embarcó a varios de sus amigos en el proyecto, ya fuera para editar, como ocurrió con José Batiza, quien apareció como director del periódico, ya fuera para traducir, como hizo con el músico y botánico alemán Luis (Ludwig) Hahn o para aportar trabajo poético, como hizo con Acuña. Pero en ese 1870, donde la grilla y el esfuerzo por apretar la piedra sobre la cabeza de las alimañas conservadoras, convirtió la conmemoración del 5 de mayo en un asunto apoteósico, apareció el Libre Pensador como órgano de la Sociedad de Libreprensadores y Manuel Acuña dio a conocer un poema en honor de Melchor Ocampo, asesinado en 1861 por una gavilla de conservadores en derrota pero llenos de rencor. En esas andaba también el muchacho Acuña, hasta que el periódico, por falta de fondos -nunca le dieron a don Nacho la subvención prometida- cerró, lo que ocurrió a fines de ese mismo año.

Se equivoca quien imagine a Acuña solamente haciendo poesía por pura estética: incursionó en la poesía patriótica en torno a la conmemoración del 5 de mayo, e hizo varias composiciones respecto a la conmemoración del inicio de la guerra de independencia, y el largo poema a la memoria de Díaz Covarrubias era más que la mera simpatía por el colega asesinado. Era inevitable, en tiempos de la República Restaurada, estar metido en el mundo de la literatura y los periódicos y no inmiscuirse en los intensos agarrones políticos que caracterizaban la vida intelectual de la época.

Grillas aparte, si seguimos con atención la trayectoria que describe la poesía de Acuña, advertimos sus pasiones, sus aficiones y sus amores. Hay varias composiciones dedicadas a la Sociedad Filoiátrica y de Beneficencia de los Alumnos de la Escuela de Medicina, todas ellas centradas en el deber ético y moral del médico. A medida que avanza el ordenamiento de la poesía de Acuña toda ella publicada en periódicos y revistas, y solamente compilada al año siguiente de su muerte (1874) aparecen temas que hablarían, en el lenguaje de la época, de la fragilidad de sus emociones y de su espíritu, impresionado por la finitud de la vida, trátese de médicos, de actrices de la época o del mismísmo Ruiseñor Mexicano, doña Ángela Peralta.

Ese es el proceso de inquietud, de depresión que se refleja en la poesía de Acuña. Si se articula el contenido de su obra con las escasas memorias que de él nos dejaron sus contemporáneos, tenemos a un coahuilense de temperamento depresivo, de salud débil, adicto a un café que Peza describe espesísimo, generalmente sin un centavo. A Altamirano, que también le daban esos ataques melancólico-depresivos (nada más que él se los aguantaba a valor mexicano), le debe haber inspirado simpatía y le nació alguna peculiar identificación con el joven Acuña.  El suicidio del coahuilense, sus rebotes, enredos y ramificaciones, se iba a convertir en uno de los chismes más sonados del mundillo intelectual -que no dejaba de ser una élite- del México de la República Restaurada.

Cuando el 6 de diciembre de 1873, Juan de Dios Peza encontró muerto a Acuña en su cuarto de estudiante, el sentimiento colectivo fue aparatosísimo. Exaltado, y en un ataque de acelere, Nacho Altamirano se lanzó a la casa de Rosario de la Peña, distante unas pocas calles de su domicilio -la casa que fue de Altamirano aún existe en la esquina del Eje Central Lázaro Cárdenas y Tacuba, y la de Rosario estaba en la calle de Santa Isabel, donde hoy se encuentra el Palacio de Bellas Artes-, entró corriendo hasta las habitaciones de la muchacha, y le gritó: «¡Rosario! ¿qué ha hecho? ¡Acuña se acaba de matar por usted!»

A la distancia, y con lo que hoy sabemos del incidente, la frase puede verse como uno de los arrebatos de don Nacho, que en ocasiones se aceleraba, y hablaba o escribía al calor de sus exaltados sentimientos, y en algunas ocasiones hubo de retractarse o intentar componer el exabrupto. Que sepamos, Altamirano no se retractó esta vez.

En cuanto al «Nocturno», tenido por muchos como lo último que hizo Acuña antes de envenenarse, asegura Juan de Dios Peza que tenía, por lo menos, tres meses de andar rebotando en las tertulias y reuniones del círculo del poeta, e incluso ya se lo sabían. Sin embargo, en el imaginario colectivo se quedó como el último poema escrito por el suicida.

El funeral de Acuña resultó bastante aparatoso. La Escuela de Medicina entera, con el doctor Leopoldo Río de la Loza, entonces director, a la cabeza, lloraron y negociaron para que, en vez de que el cadáver se llevara al hospital de San Pablo, que después se llamó Juárez para hacerle la autopsia, ésta se le hiciera en la propia escuela. A la hora de la hora no le hicieron autopsia: les bastó con el testimonio de Peza y algunos otros compañeros que acudieron a los gritos del amigo del alma, que reconoció, como escribió, «el olor de las almedras amargas» en los labios de Acuña, que identifica a quienes se han administrado un cafecito endulzado con unas cuantas cucharadas de cianuro. Peza añade que con una bombita sacaron del estómago del cadáver lo que quedaba del veneno, y ahí se acabó la historia.

Llevaron a Manuel Acuña al Panteón del Campo Florido, en lo que hoy es la colonia de los Doctores. Era un cementerio de pobres, y quizá en el mitote del suicidio y el sepelio, les pareció más adecuado que el Panteón General de la Piedad (que estuvo en lo que hoy es la orilla sur de colonia Roma y que desapareció a principios del siglo XX). Si en algo valió en esos momentos la opinión de Altamirano, debe haberse inclinado por el Campo Florido, primero porque nadie nadaba en oro, y en segundo término porque, unos meses antes, en septiembre, don Nacho, en su calidad de primer secretario de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, se había visto en la necesidad de sepultar en La Piedad a Luis Hahn, integrante de la organización, compañero de grillas y amigo querido, que había muerto solo y pobre. Para cuando se enterró allí al bueno del profesor Hahn, ya se habían ido al caño todas las expectativas que el Ayuntamiento, la ciudad entera y Altamirano en particular (él había pronunciado, un año antes, el discurso inaugural), tenían sobre un cementerio que se anunció como moderno e higiénico.

A fines de septiembre de 1873, el médico responsable de supervisar las buenas condiciones del Panteón de la Piedad, notificó al Ayuntamiento que urgía arreglar el cementerio y armarle un buen desagüe, porque el lugar se anegaba brutalmente en época de lluvias. Además, cada vez que se cavaba una fosa, apenas se llegaba al metro de profundidad y ya empezaba a brotar agua del suelo. El cementerio había sido un fracaso, y aún faltaban tres décadas para que el Ayuntamiento se decidiera a desaparecerlo. Sabiendo todo esto, optaron por enterrar a Acuña, con el dinero obtenido por colecta, en el Panteón del Campo Florido, que tampoco era una maravilla, como ya se sabía y se iba a comprobar años después.

Salió el cortejo de la plaza de Santo Domingo y cruzó las pequeñas calles para salir a San Francisco (hoy Madero),  y tomar luego por la vieja San Juan de Letrán y el Niño Perdido -en sentido contrario de como hoy fluye el Eje Central Lázaro Cárdenas- y en la calle del Hospital Real dieron vuelta a la derecha para entrar directo al cementerio. La única huella que hoy queda de ese cementerio, es la iglesia que sobrevive.

Allí quedaron los restos de Manuel Acuña, y la historia trágico-romántica de sus amores fracasados, porque Rosario de la Peña nunca le correspondió, quedó en la imaginación del pueblo, donde permanece hasta ahora. Porque la parte del sonadísimo enredo sentimental entre Acuña, Rosario, dos mujeres más, un amigo del poeta, y hasta Guillermo Prieto e Ignacio Ramírez, todo mundo se la calló, a pesar de que era asunto muuuy sabido. Enterrado Acuña a principios de diciembre de 1873, unas pocas semanas más tarde, en enero de 1874, se daba sepultura, en el mismo Campo Florido, a un bebé de unos pocos meses, llamado Manuel Acuña Méndez, hijo del suicida. La madre era la misma Laura a la que el poeta le había dedicado hacía mucho un largo trabajo. De ella, poeta y escritora con mérito propio, de los enredos con un par de viejos liberales, uno de ellos enamorado y otro con pasión por el chisme, y de lo que finalmente contó Rosario medio siglo más tarde, les cuento mañana, el año que viene, que espero nos sea propicio a todos.

 

 

 

 

 

04
May
11

Estas cosas de la libertad de expresión: maldades de Guillermo Prieto.

Otra vez, Día de la Libertad de Expresión. Pasé delante de la estatua de Francisco Zarco que está a unos pasos de la iglesia de san Hipólito, donde hay verbena permanente, porque allí acuden los devotos de San Judas Tadeo a pedir por la solución a las causas difíciles, desesperadas o imposibles. En contraste, la estatua de Zarco destaca en la placita, impecable, hay que decirlo,  pero vacía. Este 3 de mayo no ha habido ni un solo periodista que se pare allí a decir, a quejarse, a recordar o a patalear. Se nos va olvidando que a este gremio, tan alborotado, tan luminoso a veces, que nuestra sobrevivencia, en muchas ocasiones, ha dependido de lo que podamos mostrar como manada; de esa solidaridad que, cuando se malentiende se traduce en ese «perro no come perro» que mis amigotes mayores que yo pronunciaban con frecuencia. Cuando se entiende bien y se obra bien, cosa infrecuente, da lugar a hechos memorables.

Desde temprano, en Twitter, se leían ayer felicitaciones  para «los comunicadores y periodistas». El gremio, metido en sus cosas, no hizo mucho escándalo por el asunto. Y, a lo mejor, era un buen momento para hacerlo. Porque hoy, en Tamaulipas, hay periódicos a los que llaman por teléfono «los narcos» (como me lo ha contado una fuente de primerísima mano) para ordenar (sí, ordenar) qué notas se publican y cuáles no; porque hoy, en Ciudad Juárez, los periodistas de allá deben tener un legítimo hartazgo de publicar a diario hechos de sangre de las más variadas magnitudes. Porque mal estamos el día en que, como ocurrió durante la Semana Santa, de un día para otro las fosas clandestinas de Tamaulipas ocupaban la primera plana, y el Jueves Santo, cuando el saldo final era de 177 cuerpos encontrados, la nota ya estaba pequeña y en página par, en interiores. Porque se nos olvida a ratos que los periodistas contamos la novela, pero no tenemos que ser los estelares.

Tan malo el exceso como la  ausencia de libertad de expresión, esta historia tiene que ver con las esperanzas y el optimismo que la alternancia política y partidista trajeron a los sectores ilustrados, educados y opinadores de este sufrido país. Ahora que se vuelve a poner de moda quejarnos desde la barrera, porque eso y no otra cosa hacemos los periodistas chilangos con respecto de los colegas del interior de la República, también disimulamos que, las borracheras de libertad de expresión que permitieron acomodarle a Vicente Fox soberanas palizas durante su sexenio, han derivado en peculiares crudas que permiten acomodarle soplamocos similares a Felipe Calderón,bastantes veces con razón, pero perdiendo los modales y el estilo (lo Cortés no quita lo Cuauhtémoc, dicen por ahí), muchas veces con cierta razón, y otra buena cantidad de ocasiones sin razón alguna. Para el caso, a veces da la impresión de que sale lo mismo. Esas actitudes, además de las consecuencias del poco rigor con que a veces trabajamos la información, nos genera una popularidad de la auténtica tiznada. Matan, golpean, agreden, hostilizan u hostigan a un reportero -o reportera, para que no muelan- y mientras nosotros chillamos y nos quejamos, la mitad de la honorable concurrencia nos mira con harta indiferencia, o a veces con cierta malsana satisfacción. No faltará el que diga: «Se lo merecen por mentirosos/y/o/metiches/y/o/exagerados/y/o/malaleche». No si buena prensa, lo que se dice buena prensa, los periodistas no acabamos de tener.

Somos un gremio que sostiene complejas relaciones con la sociedad; aún más complejas son las que tenemos con el poder. Vínculos de amor-odio, de codependencias con densas raíces, que harían las delicias de cualquier psicólogo. Siempre nos jaloneamos con el fuerte bagaje de ética profesional que nos enseñan en las escuelas, con el peso de nuestra herencia histórica, según la cual, como nuestros tatarabuelos profesionales, tenemos que ser arrojados y valientes hasta la heroicidad, y si se puede alcanzar el martirio, hasta resulta enaltecedor y fantástico. Difícil esta chamba. Como, también, es histórica la persecución a los periodistas que escriben y/o dicen y/o publican más de lo que los buenos modales y lo políticamente correcto y el miedo mezclado con respecto a los hombres del poder permiten.  Ya es conocida por muchos aquella historia del texto, «escrito con ponzoña de escorpiones», que una ocasión Guillermo Prieto le dedicó al presidente  Antonio López de Santa Anna en ocasión de su cumpleaños.

Ya es sabido que don Guillermo, que era una completa mula, en el buen y más extenso sentido de la palabra, encima se moría de la risa cuando Santa Anna lo amenazó con patearlo, pues no se figuraba al general, cojo desde los tiempos de la Guerra de los Pasteles, haciéndose camotes ante la disyuntiva de patearlo con la prótesis que usaba o con la pierna buena. Cuando el presidente advirtió que Prieto ya ni le contestaba, ocupado como estaba en aguantarse las carcajadas, hizo el ademán de levantarse con bastón en mano, para no quedarse con las ganas de apalear al periodista gandul. Guillermo decidió que no había a qué quedarse y se peló de inmediato a espacios más acogedores, pero de poco le valió.

Esa misma noche, un grupo de soldados sacaba a Prieto de su hogar y lo aventaba, lo desterraba a Cadereyta,  en Querétaro, como castigo por andar pasándose de gracioso. Si hoy día no se me ocurre mucho qué hacer en Cadereyta -con perdón de los queretanos- , a mediados del siglo XIX la cosa debe haber estado para morirse de emoción. Prieto ni siquiera tenía permiso de subirse a un caballo; le vigilaban los movimientos y su «entretenimiento» consistía en largarse todas las tardes a caminar alrededor del quiosco del pueblo, para que no se aburriera.  Si Santa Anna hubiera sabido que el ocio es padre de cierta perversa inventiva, de la cual Guillermo Prieto poseía toneladas, habría pensado en algún castigo más concreto, como una tanda de azotes, un par de semanitas en el bote, una multa de esas que sí duelen. Pero a su Alteza Serenísima se le fueron las cabras y le proporcionó a don Guillermo el espacio suficiente como para escribir un libro bastante bueno: «Viajes de Orden Suprema», donde cuenta sus fechorías queretanas, y , en respuesta a la convocatoria de Santa Anna para un concurso del cual saldría nuestro himno nacional, perpetró una de sus maldades más conocidas: compuso «una marchita» que pidió a un cuate de la capital inscribiera con nombre falso.

El nombre de esa «marchita» era «Los Cangrejos», canción satírica que sobrevivió a Santa Anna, que fue grito de combate en la Guerra de Reforma, a grado tal que en la entrada triunfal de diciembre de 1860, de las tropas liberales a la ciudad de México, avanzaban cantándola; que en la guerra de Intervención los republicanos se la restregaban en la cara a los franceses e imperialistas. Tan efectiva la canción, que es una de las antiguas piezas que nos heredaron los mexicanos del siglo XIX y que todavía hoy se graba y se ejecuta, reflejo de lo que pasa cuando la palabra se enfrenta al poder con causas y razones sólidas.

En años recientes… bueno, no tanto, Manuel Buendía hace ya veintisiete años que murió, y esto que narro a continuación ocurrió más atrás, cuando a Buendía lo amenazó directo y de frente el gobernador de Guerrero, Rubén Figueroa, el gremio reaccionó como uno solo: muchos, muchísimos integrantes del gremio se reunieron y ofrecieron una comida de apoyo y solidaridad al columnista amenazado, en un salón del Hotel del Prado, paradoja simpática, el mismo sitio donde Diego Rivera pintó el mural donde representó al querido Nigromante con su frase inmortal «Dios no existe», y se armó un embrollo similar al que en su momento causó Ignacio Ramírez en la Academia de Letrán, a grado tal que Rivera, que no era ningún pusilánime, optó por cubrir la frase escandalizadora de las buenas y mochas conciencias.

En aquella comida, Miguel Ángel Granados Chapa, que siempre se ha manifestado alumno de Buendía, fue orador, y por cierto, recordó este incidente de la vida de Guillermo Prieto. De esta manera, me parece a mí, los periodistas del siglo XX reafirmaron su linaje, y renovaron sus vínculos con los arrojados periodistas liberales del siglo XIX, los personajes de aquellos días en que perro sí comía perro, en que se daban unos agarrones formidables de periódico a periódico, y hacían acopio de valor para decir lo que creían era su deber decir. Eran de una incorrección política estos liberales, que hoy resultan francamente deliciosos. A lo mejor recobramos el sentido de la libertad de prensa y repasamos las andanzas de estos hombres. Podemos decir lo que debemos decir, pero con inteligencia; podemos patear al que se lo merezca, pero con estilo; podemos vivir al filo de la navaja sin convertirnos en mártires o en niños héroes que nadie llorará al cabo de un año. Nos falta volver a aprender las sutilezas de esto que llamamos la libertad de expresión.

05
Mar
11

Memorias de otros días: la muerte de don Nacho Altamirano 2

Las cartas que don Nacho Altamirano escribió en Europa nos revelan dos enfermedades peculiares, quizá más graves que todos los achaques que ya padecía: la melancolía y la nostalgia. Esa frase de su papel membretado me encanta: «Lejos de los ojos, cerca del corazón».  Desde su establecimiento en París, Altamirano vivía sentimientos hasta cierto punto encontrados. París le gustaba, pero México le hacía falta con todo lo que ello implicaba. Los volúmenes de cartas escritas por don Nacho en esos sus últimos años de vida fueron considerables, sin contar los paquetes que iban y venían entre México y Francia. A don Nacho le llegaban cajas enviadas por Catalina, que contenían cualquier cantidad de sabrosuras, para que el escritor no sintiese tanto la lejanía: chiles, frijoles, chocolates. A veces le mandaban totopos, que se echaban a perder en la travesía, para gran disgusto del guerrerense. Zacates para el baño, liquidámbar y benjuí para la ropa de cama y para aromatizar el departamento de la calle Lafayette. A cambio, Don Ignacio y su esposa Margarita hacían los encargos domésticos para el matrimonio Casasús-Guillén Altamirano, que bien podía darse esos lujos: Joaquín Casasús ya era un exitoso abogado joven, establecido por su cuenta después de haberse formado en el despacho de Manuel Romero Rubio, el suegro de don Porfirio. Le iba bien, ganaba como para encargar a París los vestidos de su esposa, ropa de los niños y algunas curiosidades y caprichos. Algunas cartas de don Nacho nos dan idea de lo que era «encargar ropa a Francia»: «6 camisas de seda para Cata, 114 francos; 6 camisas para usted, 62 francos con 10 centavos. 6 Trajecitos de Héctor, 170.00; cartera con cifra oro, 70.00» Aparte iba una factura por «los vestidos de Cata», que sumaba la nada despreciable suma de mil 300 francos… Al despedirse, don Nacho apuntaba «… Mis besos a los muñecos… le envío mi corazón».

Los «muñecos» no son otros que tres de los seis hijos que tuvieron Joaquín y Catalina;  los nietos amadísimos de don Nacho, aunque solamente hubiese conocido, para los días de su partida de México,  a Héctor, el primogénito, pues los otros dos, Evangelina y Horacio, nacieron cuando el escritor ya estaba en Europa. Estos chiquitines, de cuya historia se ocupa su pariente, Carlos Tello Díaz, en el espléndido libro «El exilio. Un relato de familia», eran la adoración de don Nacho, que siempre había sido entero y bravo; bullendo en su juventud para unirse a las fuerzas liberales en los días de la Reforma o a las republicanas durante la guerra de Intervención. Años hubo en que su fogosidad y su, digamos, fundamentalismo liberal habían sido materia de escándalo: en 1861, cuando era diputado por primera vez, se aventó ante el pleno un formidable discurso para echar por tierra una ley conciliatoria, una amnistía para todos aquellos burócratas que hubiesen estado obligados a trabajar para el gobierno conservador en los días de la Guerra de Reforma. Esa ocasión se armó una gran bronca, porque el joven Altamirano aseguró, en la tribuna que, aún cuando tenía muchos conocidos «reaccionarios» (de filiación conservadora», él era partidario de cortarles la cabeza sin más, «porque antes que la amistad está la patria».

De más está decir que se armó un fandango memorable en la Cámara de Diputados por tamañas afirmaciones. Al día siguiente, ya le habían puesto un apodo al buen Nacho: «El Marat de los puros», que, en su momento, le satisfizo bastante. Ese discurso contra la amnistía es una de las grandes piezas oratorias de Ignacio Manuel Altamirano. Habla, con todas las incorrecciones políticas que los timoratos del siglo XXI le quieran ver, de cuestiones de principios, de esos que ahora muchos no conocen y que, en eso que hoy conocemos por partidos políticos, no han visto pero ni en fotografía. Hay que recordar que eran días difíciles los inmediatos al fin de la guerra de Reforma. Ese congreso de junio de 1861 vivía en la consternación por el asesinato de Melchor Ocampo, a manos de las gavillas conservadoras que aún andaban sueltas por los caminos. Indignados, con ganas del desquite, los liberales habían intentado cobrar venganza con las armas en la mano, y el resultado eran dos cadáveres más: el de Santos Degollado, que así intentaba lavar la mancha (para que vean como la bronca liberal-conservadora lastimó tanto al país) de haberle sugerido a Juárez algún nivel de conciliación con los enemigos, y el de un joven militar, gran promesa y esperanza del bando liberal: Leandro Valle. No extraña que en el seno de aquel congreso los ánimos estuviesen tan caldeados. Por eso, ni Altamirano ni los más radicales entre los liberales estaban dispuestos a dejar pasar una amnistía: «… no sería la palabra de perdón, no sería la caricia de la fuerza vencedora a la debilidad vencida;  sería una capitulación vergozosa, un paracaídas, una cobardía miserable….»

Ese es el Altamirano de 1861; el de 1891, cuando tiene 57 años, ya se ha asumido como un anciano, preocupado por lo que ha de ser el resto de su vejez, el destino de los que ama, y deslumbrado por sus nietecitos. Al contar con su yerno, que lo adora, apunta que ya se siente tranquilo, porque, a su muerte, nadie de los suyos se quedará desamparado.  Al hijo político no sólo le agradece ser su sucesor como jefe de la familia y esposo amoroso de su hija predilecta, «la perla de mi corazón, cuyo cariño embalsamó literalmente mi existencia desde que era pequeñita»; también le tiene gratitud por darle a los nietos: «…nació Héctor, y ese pequeñuelo que me hizo saborear toda la dicha del amor del abuelo acabó por ser mi gran ídolo; luego vino Evangelina, justamente cuando iba yo a ausentarme; pero me vine pensando en ella y creció en mi cerebro; después vino Horacio y también crece en mi alma, y lo conozco y lo beso todos los días, como un loco que besa a su sombra, en suma, que creó usted un hogar, que no forma más que uno con el mío y que contiene a los únicos dioses que yo adoro». El liberal bastante descreído, al modo de su maestro el Nigromante, había encontrado, en su descendencia, la adoración llena de fe y de amor que es tan fácil de cultivar respecto a nuestros niños pequeños.

Por eso, cuando en las cartas, Casasús le pone al tanto de la compra de un terreno aledaño al de la casa de la calle de Héroes, a fin de ampliar el jardín, la respuesta de don Nacho es, sencilla, emocionadamente feliz. «Ese jardín es mi sueño». Quería dedicarse a la jardinería en su vejez, y enriquecer el lugar con plantas que pensaba llevarse de Francia para México. En ese último año de su vida, ya había decidido: regresaría pronto a casa, tan pronto como estuviese fuerte para cerrar la experiencia diplomática y viajar.

La lectura de la correspondencia también sugiere que estaba más o menos hasta el gorro de varias cosas: de las grillas y de los negocios no tan honestos que de repente veía pasar ante sus ojos, y que, encontrando su resistencia, dada su calidad de cónsul, hallaban terreno fértil en la oficina del embajador. Especialmente le cayó mal un fulano de apellidos Cuenca Creus, que molía y molía por una subvención para hacer no sé que mugroso periodiquillo -nada nuevo bajo el sol; no hará muchos años que llegué a ver todavía, y fastidiando en pasillos del gobierno federal, a alimañas de este tipo, cuya sola habilidad es ser zalamero combinado con servil, recursos que les valen ante los egos enloquecidos y chiquitos de algunos funcionarios-. Como don Ignacio lo mandara al infierno sin escalas, el pillo acabó sacándole dinero al ambajador.  A veces tocaba estos temas en las cartas con su yerno. A fines de enero de 1892 -casi un año antes de su muerte-, a propósito de un buque de nombre Zaragoza, encargado por el gobierno mexicano y cobrado, según cuenta don Nacho, a un precio escandaloso que incluía un beneficio muy gordo para uno o dos involucrados: «Han robado al gobierno y han cobrado con exceso», refunfuñaba, pero, al mismo tiempo, reclamaba veladamente: «el presidente que me tiene aquí, y que sabe que soy honrado, ¿por qué no me dice nada?» Tantos años después, yo ensayaría una respuesta: precisamente por eso, porque don Porfirio conocía de muchos años a Altamirano y sabía que nunca iba a entrarle a encubrir o facilitar ese tipo de compras con estafa incluida que, hasta cierto punto, resultan inevitables en los recovecos burocráticos, por más candados que se le pongan a las compras con dinero público. Siempre hay un voraz dispuesto a sacar el mayor provecho posible. Don Nacho fue funcionario por breves periodos, y siempre acababan por hastiarle esas conductas que percibía en muchos sitios: la voracidad, la deshonestidad y la costumbre de beneficiarse o de permitir que terceros se beneficiaran del dinero público. Unos cuantos que yo me sé deberían leer, en este 2011, cuando el descrédito los ha alcanzado por estas mismas razones, algunas de las cartas francesas de don Nacho Altamirano.

Las enfermedades le amargaron bastante la vida a don Nacho el año anterior a su muerte. Por las cartas, sabemos que con frecuencia le daba lata la diabetes. Debo admitir que no me he metido a averiguar cómo eran los tratamientos hace poco más de un siglo, pero al pensar en cómo comían y cómo bebían nuestros liberales, antes no se murieron todos de muchachos, víctimas de infartos fulminantes. Nomás de ver lo que se zampó don Benito la noche anterior a que le diera el infarto que lo mandó a la tumba, es para que a cualquier nutriólogo le flaqueen las piernas. Por Guillermo Prieto y Manuel Payno sabemos que toda esa generación de ilustres era de buen comer y beber, y la mitad de sus tertulias estaban aderezadas de buena comida y de buena bebida.

Así las cosas, resulta espeluznante leer las relaciones de los males de don Nacho. Sobre la diabetes, su principal padecimiento, escribió a su yerno en octubre de 1892 (cuatro meses antes de morir), después de un par de meses de no hacerlo, explica, aparte de que le había dado  cólera, «no con todos sus caracteres, pero sí bastante fuerte», las molestias del cuadro diabético. Cuenta que, a causa del cólera,  había quedado hecho un palillo, y que se había mandado a analizar la orina: el resultado indicaba que «eliminaba 39 gramos de azúcar cada 24 horas». Parece que por esos días hubo un brote epidémico de «cólera asiático» en París del que el cónsul mexicano no se escapó.

Así era el ánimo, entre melancólico y esperanzado de don Nacho a lo largo de 1892 y así seguiría a principios de 1893. En 1892 pensó en pedir una licencia para ir a México durante 5 meses, y conocer a sus nietos. Pero ese mismo año se mudó de domicilio -cuenta que ya no cabía en el departamento de Lafayette, y en el cambio hizo gastos que, le explicaba a su yerno, no le permitían gastar en todo lo que implicaba el viaje. Ya estaba en San Remo a mediados de diciembre de 1892, y aguantaba los regaños cariñosos que seguramente le propinó la familia por no atenderse a fondo. Seguramente los reclamos también venían de los Casasús, que acababan de llegar a reunirse con don Nacho, Margarita y Aurelio. Pero tan malo y tan débil estaba, aún cuando juraba que «la diabetes había desaparecido», que admitió que se estaba «muriendo de inanición y de fiebre». Lo que más le fastidiaba era todo el cuadro de descompostura estomacal, que se remontaba a la disentería del sitio de Querétaro, de la cual nunca se había recuperado ni por el mentado vasito de agua de Seltz recomendado por Maximiliano, y que, a partir del cólera, seguramente había terminado de afectarlo a profundidad. Encima, en San Remo se le manifestó algo que los médicos le diagnosticaron como bronquitis.

 Así andaba cuando accedió a irse a la Villa Garbarino: tan débil que lo trasladaron sentado en un sillón, y envuelto hasta la cabeza en mantas, para que no le diera el aire. Aurelio lo ayudaba a subir y bajar de la cama. En alguna otra carta achaca a los problemas gastrointestinales  el «profundo abatimiento físico y moral» que ni la llegada de su familia -los Casasús con las otras hijas de don Nacho y la tribu de nietecitos- había podido disipar.  Era lógico, su salud estaba muy quebrantada; muy probablemente él ya era consciente de su gravedad.

Varios años después de la muerte de su suegro, hacia 1906, Joaquín Casasús escribió una carta larga, dirigida a  Angel de Campo, Micrós, donde contaba cómo habían sido esos últimos días, en Italia, de don Nacho Altamirano. El testimonio, por conmovedor, y por la larga despedida de la vida que hizo «Papá Nacho» como le llamaban sus nietos, merece su propio espacio en este Reino.

05
Ene
11

Jarabe de ajolotes (sniff) o miren qué tierno Abuelo (Guillermo)

 Me habría gustado, por pura elegancia, comenzar  con propiedad las entradas de este Reino y hablar de algunos de los muchos temas que traigo entre zarpas: las voladas periodísticas, cómo es que Wikileaks no es novedoso sino por el alcance del mecanismo de circulación (los contenidos, producto de la condición humana, no tienen nada de novedosos), unas cuantas historias más de huesos ilustres, conmemoraciones fallidas, debates de historiadores, en fin. Pero lo cierto es que (sniff) vivo desde hace varias semanas oscilando entre la vida y eso que plenamente se llama «malvivir» a causa de una intermitente y repugnante infección de la garganta, combinada con un conato de gripa y luego dos gripas declaradas, la segunda más perra que la primera, que han hecho de mí (sniff) una pobre víctima de los elementos. Es muy feo eso de que le dé a uno el aire y le duela. Nada más porque los dioses de la radio son generosos con los inocentes, es que «Historia en Vivo» del pasado 1 de enero [ojo: rigurosamente en vivo] pudo llevarse a cabo con relativa normalidad, habida cuenta de la cariñosa custodia de Sandrita y don Javi, ángeles guardianes dispuestos a reanimarme con jugo de arándano si me ahogaba por la tos, sniff. Lo bueno fue que no hubo necesidad. Por primera vez en un muy buen rato, la congestión nasal, la tos y la sensación de que la vida no vale nada me obligaron a refugiarme en mi cama, abrigada y provista de muchos líquidos y de una de las mejores invenciones del género humano: las Gomas Garde G, gomas (valga la redundancia) hechas con goma arábiga, que, me cuentan, existen [en forma de pastillas] como desde los años 30 del siglo XX, y que en su actual versión de sabor naranja y con vitamina C [las que dicen contener benzocaína no me inspiran ni un gramo de confianza]me han hecho un tanto llevadero el tormento de la tos.

Pero todo este largo lamento tiene la puntita de una historia simpática, que tiene que ver con el patrono protector de este Reino, mi tatarabuelo Guillermo Prieto. Hará cosa de unos nueve años, me vi en similares problemas de salud. Por esos, días Radio Trece explotaba mi fuerza de trabajo en el área de noticias. Én esa ocasión vencí a la gripa antes que a la tos y, pese a todo, en algún momento, se me cerró la garganta y me quedé sin voz. Presa de la desesperación producida por no poder decir ni «miau» en tono y tesitura normal, acabé en una tienda naturista, a la vuelta de casa, en busca de algún remedio que paliara mis males, ya que la medicina alópata no lo había conseguido.

Huroneaba en el escaparate de la dichosa tienda, buscando un jarabe sin miel de abeja, cuyo sabor me desagrada profundamente, cuando la señora responsable del sitio me sugirió recurrir al «jarabe de ajolotes», que era muy, muy bueno, según me aseguró. En tres patadas estaría como nueva. Ya preparaba una respuesta cortés pero reacia a caer en extravagancias exóticas, cuando la buena mujer me puso delante un frasco con el mentado jarabe. Desde el frente del envase blanco de plástico, me contemplaba Guillermo Prieto, en un dibujo inspirado en un muy buen retrato que se conserva de sus días de ancianidad. Coronaba el retrato el nombre del producto: «Jarabe del Abuelo». En la parte trasera, el frasco rezaba: «Jarabe de ajolotes. Tónico reconstituyente. Alivia la TOS. El único remedio que cura radicalmente [ojo] el asma, bronquitis, toses inveteradas [qué bonito], catarros, pulmones, tisis, neurastemia [sic] y debilidad general [‘ai nomás]».

Ocurre que por aquellos días, estaba yo en el trance de acabar un librito biográfico sobre Guillermo Prieto. Evidentemente, no se trataba de una casualidad; era un detalle que al bueno de don Guillermo le habría arrancado carcajadas. No lo dudé mucho más, aparte del jarabe de propoleo [por si las dudas], me llevé el frasco con el retrato del Romancero, no sin antes reportear un poco a la dueña del negocio.

De esa manera me enteré que el «Jarabe del Abuelo» no se llamaba así sino desde hacía unos ocho o diez años. Toda la vida se había vendido con otro nombre, aparejado con el título de «Jarabe de Ajolotes». Atenida al dato consignado en el frasco, me enteré que se produce en la ciudad de Puebla, desde 1839. Muy coherente con los beneficios que pregona: pareciera uno de esos «curalotodo» a los que eran tan aficionados los decimonónicos de estos y muchos otros lares. Ocurre, sin embargo, que en tiempos recientes, algún vivales decidió piratear el jarabe.  Entonces, los originales creadores del brebaje optaron por cambiar nombre de batalla y presentación; conservaron todo el discurso acerca de las virtudes curativas de su producto, y seguramente, en busca de alguna nueva etiqueta, dieron con la hermosa foto de don Guillermo. Inocentemente,  les debe haber parecido «un viejito muy tierno», ignorantes de la peor mala fe que Guillermo Prieto podía producir en sus mejores momentos, capaz de escribir «con ponzoña de escorpiones», como él mismo llegó a decir de un textito que le escribió a Antonio López de Santa Anna en ocasión del cumpleaños de «Tres Cuartos» (uno de los muchos apodos de Santa Anna desde que perdió la pierna), y que le valió el destierro a Querétaro.

La historia no se acaba aquí: si bien el jarabe de propoleo me sirvió para librar la talacha diaria en la estación de radio, fue el jarabe de ajolotes el que me curó realmente. Cuando lo abrí, debo admitir que me dio un cierto repelús: para empezar, no tenía consistencia de jarabe. De hecho, era una agua de aroma fuerte e indefinido, y transparente con color grisáceo. Eso, pensé, no era un jarabe. A lo más, era el agua en la que los ajolotes se habían bañado o se habían enjuagado las patitas. ¿eso era la maravilla que pregonaba el frasco, y que, aseguraba, estaba elaborado «según fórmula original, con productos de la mejor calidad (¿¿ajolotes premium??)?

El caso es que le di un buen trago. El jarabe de ajolotes no sabe mal, no es desagradable, no tiene mal gusto. SABE A MADRES, no hay otra forma de decirlo que represente de manera precisa y gráfica mi juicio categórico. Fuera porque de lo mal que sabe, algo se cimbró dentro de mí, a mitad de camino entre el horror y el susto; fuera porque de a deveras es un remedio eficaz desde 1839, con ese y unos pocos traguitos [los siguientes fueron traguitos, lo juro], se acabaron la tos y la garganta cerrada. De veras. Unos pocos años después, unos cuatro o cinco, en un trance desesperado (a sabiendas del sabor del jarabe de ajolotes les aseguro que estaba desesperada), y para evitar quedarme sin voz en plena chamba, me compré otro jarabe de ajolotes, «Jarabe del Abuelo». Insisto: no sé la razón, lo cierto es que esa cosa me curó.

Y aquí estoy, sniff. Esa es la clave. Mea culpa. Me olvidé esta vez del jarabe patrocinado por Guillermo Prieto, y en el pecado he llevado la penitencia, sniff. Ahora me cae el veinte. Mañana voy por uno.

POSTDATA.- Y como juguetona (sniff) revisión-interacción con los amables visitantes de este Reino, aquí algunos comentarios acerca de las preguntas recientes y búsquedas que  hacen llegar hasta estas tierras (sniff) a algunos apreciados lectores de este Reino:

  • Antes que nada, hay que reconocer la gran cantidad de viajeros que llegan atraídos por la información que puedan recuperar de la escena, ahora célebre y destinada a permanecer en los anales de la memoria colectiva, donde Miguel Hidalgo y Josefa Quintana (o sea Demián Bichir y Ana de la Reguera) tienen un apasionado encuentro sexual (es notoria la cantidad de gente que llega a la respectiva entrada de este Reino tecelando «Hidalgo cogiendo»).
  • Ni se ilusionen: NO ES CIERTO que en los bancos le dén a uno más dinero que cinco pesos por la moneda de cinco pesos con la efigie de Francisco Primo de Verdad y Ramos. Cinco pesos son cinco pesos, aunque sea monedita bicentenaria. Mejor guárdenlas. 
  • Los Centenarios de oro que todavía hoy cotizan en los mercados financieros, se acuñaron no para el centenario de la independencia, como mucha gente suele pensar. La moneda en cuestión fue obra del gobierno de Álvaro Obregón en 1921, para las conmemoraciones del Centenario de la Consumación de la Independencia. Según los informes presidenciales de don Álvaro, lecturas bastante entretenidas, la moneda fue todo un éxito: su valor facial era de 50 pesos ORO,  y, según leo, a mucha gente le pareció importante y útil, porque, debido a su «alto monto» [y sí, 50 pesos de 1921 no era una lana despreciable] tenía demanda para hacer operaciones comerciales y empresariales.
  • El jarabe que se ejecutan en la escena de la fiesta en «Hidalgo, la Historia Jamás Contada», de Antonio Serrano es «El Cupido», y está en el hermoso soundtrack que se consigue ya.
  • No tengo la menor idea de «cuántas veces se han agarrado a balazos en Carácuaro», cosa que me parece muy lamentable (lo de agarrarse a balazos, digo). La inseguridad en Michoacán le dio al traste con una carretada de conmemoraciones concretas y reales que pudieron haberse hecho. Pero lo que sí tengo muy claro es que en el verano de 2007, cuando empezaban estas cosas de la grilla bicentenaria, hubo noticia de un importante enfrentamiento con personajes que parecían ser criminales -tan difusa es la información sobre el punto- y el ejército mexicano, precisamente en Carácuaro. Los que sigan tercos en pensar en la hipótesis según la cual los restos de Morelos -esos que ya aparecieron- están en un cementerio de Carácuaro, llevados por Juan Nepomuceno Almonte en algún momento antes de irse del país, bien pueden ir organizando una excursión, dudosamente realizable a causa de las penosas circunstancias de estos días.
  • El monumento a la Revolución sirve de tumba a Francisco I. Madero, a Venustiano Carranza, a Francisco Villa, a Plutarco Elías Calles y a Lázaro Cárdenas, algunos de ellos amigos entrañables que se la pasaron peleando a muerte. Horas de sana diversión ultraterrena garantizada.
  • Por favor, por favor, por favor: Guillermo Prieto y Benito Juárez no eran «revolucionarios» en el sentido que hoy día usamos; les tocó su rato de historia medio siglo antes de que el término se aplicara a un movimiento político y social que encabezó un tal Panchito Madero.  Por eso las mediciones de Roy Campos afirman que cuando pregunta por los personajes de la Independencia y la revolución, salen, más o menos en este orden, Hidalgo, Morelos, Villa, Zapata… y Juárez. Chin. Ah, y «Juárez» se escribe con «z».
  • Y no, no voy a contar cómo se muere el Benny en la película «El Infierno». Además, el DVD de la película ya está a la venta y hasta final alternativo trae. ‘Ai ustedes escojan.
  • Y, por cierto, no se escribe «fusilación», sino «fusilamiento»…. juro que con estas puntadas también se me congestiona la respiración de las neuronas (sniff).

POSTDATA A LA POSTDATA.- Les prometo que mañana pongo las fotos de todas estas entradas recientes. De veras, la gripa está tan perra, sniff, que ni para ilustrar bien ando…. mil disculpas, sniff.

24
Dic
10

Regalos Navideños 1: ecos de Guillermo Prieto.

Aquí, mi querido don Guillermo, ahora también mi tatarabuelo.

Hoy es 24 de diciembre, y con la alegría que me produce mi nuevo título de Tataranieta Honoraria de Guillermo Prieto (para mayor información los remito al reciente comentario, aquí en la columna de al lado, dejado por mi flamantísima y ya muy querida parienta Alicia)  les enseño esta estatua, porque tiene que ver con este formidable  regalo que acabo de recibir. Está en el Paseo de la Reforma de la ciudad de México, y es una de las que, hacia mediados de los 70 del siglo XX, se agregaron a las estatuas que, a fines del siglo XIX se colocaron en la avenida. De aquel primer paquete de próceres, Francisco Sosa nos dejó un librito útil: Las estatuas de Reforma.

En los años sesenta y setenta, con la ampliación de Paseo de la Reforma, se resolvió uniformar el discurso cívico-estatuario-histórico que en la parte vieja de la avenida que originalmente había trazado Max, el austriaco que quiso ser emperador de México, tenían lo que iba del siglo en lucir. Seguramente hace cuarenta años la estatua de Francisco Primo Verdad tenía la placa que lo identificaba, y las demás efigies estaban un tanto más cuidaditas que ahora. El caso es que, infiero, a la hora de continuar el recorrido, alguien se dio cuenta de que, en ese desfile de ilustres de bronce faltaba el bueno de Guillermo Prieto, al que, la verdad, esta adorable y canija ciudad que es la capital mexicana le debía, con absoluta justicia, una buena estatua. Se la cumplieron.

Por lo que leo en la base de la estatua, el artífice de la efigie fue Ernesto Tamariz (que, hasta donde recuerdo, también hizo las estatuas ecuestres de Hidalgo y sus compañeros que están allá en el Monte de las Cruces, mirando la ciudad de México hasta el fin de los tiempos). Para dejar consignada su vocación de hombre de letras, el escultor dejó a los pies de don Guillermo un montoncillo de libros, con algunos de sus trabajos más memorables. Lo cierto es que el aficionado a los textos de Prieto puede acometer la lectura de los 32 tomos de sus Obras Completas, que, a la fecha, ha publicado CONACULTA, y que son una verdadera delicia.

Unas pocas, de las miles de páginas que escribió don Guillermo.

La estatua tiene, faltaba más,  a la Musa Callejera, y las Memorias de mis Tiempos, que, no por ser obra póstuma, armada con los apuntes que don Guillermo tenía en ese nido de perros que, cuentan sus contemporáneos,  era su estudio y biblioteca, no carece de la esencia del Romancero. Es más, pinta muy bien la capacidad de travesura, el genio impetuoso y el lirismo a flor de piel del bueno de don Fidel; también revela la muuy mala onda de la que era capaz cuando de fastidiar a alguien se trataba.

Ignoro si Tamariz era un gran lector de Prieto, pero creo que la estatua lo pinta muy bien: con aspecto de encarrerado, el manto que otros próceres sostienen como toga, aparece al desgaire en la persona del autor de los San Lunes, entre sus ímpetus y el curioso desaliño que muchos han consignado. Las manos, al aire, al aire de esta ciudad que tanto amó, aunque eligió Tacubaya para vivir. Los dioses de la historia quisieron que la estatua de don Guillermo quedara en la cuchilla que se forma entre Reforma y la calle de Zarco, a unos pasos de la estatua de otro de sus cuates, con el que se llevaba en general bien y con el que se dio uno o dos agarrones memorables: Francisco Zarco, «Pancho» para los cuates (en las cartas y escritos de Prieto, Zarco siempre es «Pancho»).  Los dos ilustres liberales, ironías de la historia, pero en consonancia con su vocación de periodistas, están en el torbellino de la vida diaria, del bullicio chilango, a unos cuantos pasos de la imagen de la «Virgen del Metro», encristalada afuera de la salida del metro Hidalgo, y, a otros cuantos pasos de la iglesia de San Hipólito, donde multitudes le llevan flores y velas y cumplen mandas a San Judas Tadeo.

Curiosa estatua, reflejo de la vitalidad de su referente.

Es probable, bueno, no. De hecho, la estatua no se acaba de parecer a don Guillermo: posee entradas y una semicalva que él nunca tuvo, pero conserva el pelo alborotado. Los ojos no los tenía rasgados, pero esas son las cosas que seguramente le darían mucha risa. Y más le encantaría saberse en la jugada. a unos pocos metros de donde pasan saltimbanquis y farsantes, enamorados y trabajadores, voceadores y soñadores. Buen sitio para, una mañana, recibir el año nuevo. Por lo pronto, hoy 24 de diciembre,  cuento esta historia, contenta de saberme arropada por la mano bondadosa de mi nuevo tatarabuelo.

POSDATA DESDE GUANAJUATO: Ayer por la tarde pasé frente al edificio, acá en Guanajuato, a donde llegó Benito Juárez, huyendo del fandango que había desatado don Ignacio Comonfort, precisamente en diciembre de 1857, cuando se dio cuenta de que no se podía gobernar con la constitución liberal a la que tantas ganas le habían echado los puros en el Congreso Constituyente. Y viene a cuento porque, disfrazado, Guillermo Prieto había escapado de la capital, siguiendo al nuevo presidente. Cuando llegó ante él, don Benito le hizo un regalito de Navidad: lo volvió a nombrar Ministro de Hacienda, chamba que le encantaba aunque lo hacía sufrir como animalito abandonado. Vaya Navidad tumultuosa la que debió haber sido aquella. Cenen rico.

Composición urbana con prócer liberal al fondo.

23
Jun
10

Cuatro maullidos sobre Carlos Monsiváis

 

PRIMER MAULLIDO: LA MEMORIA

Que me acuerde, leí a Carlos Monsiváis, de manera consciente, a los 17 o 18 años. Hay un montón de textos que seguramente leí mucho antes, en los primeros años de Proceso, de Caballero,  de Él; visualmente me acuerdo mucho de Por mi madre, bohemios. En la casa de mi abuelita Rosa el clima era razonablemente liberal y open mind: nadie se escandalizaba porque leyera las revistas que mis tíos veinteañeros consumían. Lo que se juzgaba sujeto de censura, simplemente se iba a los entrepaños más altos del librero. Por eso me tardé años en leer Picardía Mexicana, y muy poco a Herman Hesse, a Jorge Ibargüengoitia  o a Carlos Fuentes. Pero también hay que decir que eran muy buenas revistas, bien escritas y mejor dirigidas, no nada más damas en lencería o sin ella. Pero el caso es que mi primer libro de Monsiváis lo compré en el último año de prepa, después de un intenso debate interno que debía resolver: o usaba los ahorros del mes para comprar Help! de los Beatles, o Amor Perdido, de Carlos Monsiváis. Ganó Monsiváis, con la preciosa portada original del libro, aquel cartón de Rogelio Naranjo que me encantó desde que lo vi en una reseña, en alguna revista de las que había en casa, donde un sardónico Monsi de bombín jugaba malabares.

Salvador Novo, las malas palabras, el radical chic, «La Naturaleza de la Onda», Siqueiros, Revueltas, Isela Vega. Entendía uno al leer la letrita infame de 9 o 10 puntos de la sexta edición de ERA (de 1979, y yo debo haberlo leído en 1982) el rótulo de la portada: «Esta noche nos honran con su presencia…» El libro era para entusiasmarse, era re-entender el mundo de la infancia, del de los años tempranos, el mundo que leía en los periódicos. En esos años lejanos, Monsi me pareció, adolescente libresca, más emocionante que Shakespeare y Borges, aunque no por eso aquellos dejaron de ser entrañables [el inglés y el argentino pertenecen a la categoría de amores profundos], más divertido, más punto de partida para leer después Never ever, la Nueva grandeza mexicana, ocho kilos de libros más, cómo no iba a ser, después de leer en Amor Perdido la fabulosa quinteta de Novo después del intento de homicidio del presidente Pascual Ortiz Rubio:

Logre la bala asnicida

(no por perdida ganada

ni por ganada perdida)

debilitar la quijada

para atenuar la mordida.

Y el otro, el soneto de Novo a Tristán Marof, que me demostró que aún se puede ser sanguinario y hacer daño con la palabra y mantener el estilo:

¿Qué puta entre sus podres chorrearía

por entre incordios, chancros y bubones

a este hijo de tan múltiples cabrones

que no supo qué nombre se pondría?

 El sábado, cuando, en una reunión entre amigos me preguntaban mis ideas acerca de Monsiváis, decía que prefiero, decididamente, a este Monsiváis de 1977, fecha de la primera edición de Amor Perdido. Hará una veintena de años o poco más, que me desagradó verlo caminar entre estudiantes de periodismo dando autógrafos con aire principesco, pensaba y he seguido pensado que mejor más libros y menos aforismos, más el Monsiváis que lee a Guillermo Prieto y menos el de la frase que fulgura, fugaz, en las entrevistas sin ir más allá. Cada quien escoge sus retratos de celebridades.

SEGUNDO MAULLIDO: LOS FELINOS

Nadie que sea capaz de criar gatos tan grandes, tan hermosos, de cogote ancho y pelito fino (como reza la receta española del siglo XVI para guisar un buen gato dado por liebre), como los hijos mimados de Monsiváis, puede ser malo. Tampoco totalmente bueno; para convivir con un gato se necesitan algunos atributos espirituales que no entran en el estándar de lo que se entiende genéricamente por «buena gente». Para vivir con un gato, se necesita alguna dosis de valor; para decidir y acoger a más de un gato, hace falta ser muy valiente.  Monsiváis tenía una docena, dueños absolutos del territorio, de eso abundan las historias que dan fe. A los pobres bichos les han echado la culpa de la muerte de su padre humano, que si porque sueltan pelo, que si porque no hay que dormir cerca de los gatos, paparruchas y leyendas urbanas. Porque los gatos son la neta. Y si son gatos de Monsiváis, son una neta consentida.

TERCER MAULLIDO: LOS LIBROS

Aparte de Amor Perdido, ¿qué otra cosa leer de Monsiváis? Digo, para mi gusto. Hay fans irredentos que dirán que todo Monsiváis es sublime, y yo lo dudo. Pero sus prólogos a la antología de Guillermo Pieto, a las Lecciones de Historia Patria, el texto excelente que precede a la antología de la crónica mexicana en A ustedes les consta, aquel texto chiquitito, Los mil y un velorios, que condensa la historia de la nota roja mexicana. Muy de época, Entrada Libre, de los días post-terremoto; el bueno, muy bueno, compendio de sus ensayos sobre los liberales del siglo diecinueve, que fue escribiendo y re-escribiendo en varios momentos (por eso cada que lo agarro siento que me regreso a leer, reloaded, sus juicios sobre Prieto) y que por fin se quedó en Las herencias ocultas de la reforma liberal del siglo XIX, que antes había sido Las herencias ocultas del pensamiento liberal del siglo XIX. También está  Aires de Familia. Cultura y Sociedad en América Latina.  Ahora se me antoja emprender un libro que aquí está, pero no ha habido tiempo de empezarlo: El Estado laico y sus malquerientes, que va de la crónica a la colección de hechos recientes que exacerban los ánimos y hacen brotar, entre algunos acelerados, de uno y otro bando, la gana de librar el segundo round de la guerra de Reforma.  De un librito bastante bien armado, que se distribuyó en 2006, en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, recupero algunos aforismos, creo muy al caso para estos días de mugrero político-electoral:

  • En los individuos como entre las naciones, el respeto al derecho ajeno es una pérdida de tiempo.
  • Impunidad no es que un político o un empresario o un clérigo hagan lo que les da la gana; impunidad es que se multipliquen las denuncias y las protestas y al cabo de todas ellas se demuestre que no pasa nada si un poderoso hace lo que le da la gana.
  • No preguntes qué puede hacer tu patria por ti, eso es egoísta; pregúntate por lo que queda todavía en la patria que pueda ser tuyo.
  • La gran ventaja de las encuestas: nos ayudan a prescindir definitivamente de los argumentos.

El último libro, Apocalipstick, es el repaso del mundo conocido, la narración renovada de décadas ya vividas y cronicadas. No sé por qué Álvaro Cueva se queja de que Monsiváis no llegó vivo a ver las conmemoraciones del Bicentenario y del Centenario: sus opiniones concretas, las hizo saber el día de la rueda de prensa organizada para presentar el libro, y no andaba muy errado en algunas (la mayor parte de) sus apreciaciones. Si alguien es curioso, puede leer el epílogo del libro que se llama (nada más) Lágrimas de Piedra en el Bicentenario (2210). Es cosa de leerlo, porque empieza: «El Comité Organizador de los Festejos Luctuosos del Bicentenario de la Desaparición de la Humanidad Antigua ya anunció el magno espectáculo de luz y sonido en memoria de incontables milenios y del triste final del género humano….»

CUARTO MAULLIDO: LO QUE VAMOS A HACER SIN MONSIVÁIS

La última vez que vimos a Monsiváis por televisión en una no-repetición, fue hace unas semanas, en el programa que Discutamos México dedicó al movimiento estudiantil de 1968. Estaban Elena Poniatowska, Gilberto Guevara Niebla y Monsiváis. Recuerdo que me gustó escucharlo, sereno, analítico, sin jugar al aforismo brillante pero aislado, que tantos años había sido su tónica. Asumiéndose como parte de una generación que ya está entrando en la vejez, pero que podía asumir su pasado de manera inteligente. Cuando en el fin de semana Poniatowska decía: «Monsi, ¿qué vamos a hacer sin ti?» y muchos se suman al drama, los gatos me soplan al oído la solución, infalible para esos casos en los que se nos muere alguien en el corazón o en la razón o en la piel: sencillamente, seguir viviendo, sin dejar que nos insulten ni la dignidad ni la inteligencia.

 




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