Posts Tagged ‘embalsamamiento de cadáveres

07
Jun
13

Más -y macabras- curiosidades imperiales: ¿cuánto tiempo se requiere para embalsamar a un emperador?

Hurgando en nuevas adquisiciones bibliográficas, me topo con una nota de pie de página, contenida en el tomo primero de esa obra monumental, por tamaño y densidad de contenido, que es «La Ciudad de México» de don José María Marroquí. Un impresionante recuento de memorias, datos virreinales y abundante información que va de lo histórico a lo anecdótico, es este trabajo, escrito en los años en que don Porfrio ya era don Porfirio, hace la friolera de 110 años. Allí me encontré el recuento, un tanto escalofriante por minucioso, del tiempo que llevó embalsamar a Maximiliano de Habsburgo, una vez que, después de tantas desgracias y miserias como le acontecieron en su accidentado viaje desde la ciudad de Querétaro, fue a parar a la capilla del Hospital de San Andrés.

Ya hemos dicho que existe un enorme legajo con muchos pormenores del primer proceso de embalsamamiento al que fue sometido el cadáver del archiduque austriaco, y cuál fue su desastroso final. El gobierno juarista vio como un deber ineludible -al fin y al cabo eran unos caballeros y no era cosa de devolver a Max en calidad de fiambre echado a perder,

Tocó a tres médicos mexicanos, Agustín Andrade, Rafael Ramiro Montaño y Felipe Buenrostro, componer lo que el descuidado y pillo del doctor Licea -de cuyas hazañas ya hemos escrito- había propiciado en los reales despojos de Max.  Habida cuenta de que el método empleado por el sujeto en cuestión no había dado resultados, digamos, óptimos, los nuevos encargados de la chambita decidieron que iban a recurrir a una «vía seca», para lo cual debían escurrir lo que quedaba del pobre archiduque. eso explica la leyenda macabra de que habían colgado a Max de lo alto en San Andrés, para que sus terrenales restos eliminaran lo que quedaba de los trajines de Licea.

Como el encarguito no era menor, los nuevos responsables no pararon por precisión y por un comportamiento que aún hoy día debiera ser obligado para los que reciben encarguitos públicos peculiares: documentar TODO. Decisiones, acciones, discusiones y frenazos.

Entre el minucioso registro de Andrade, Montaño y Buenrostro, don José María Marroquín recupera este listado que no tiene desperdicio. el tiempo que les llevó re-embalsamar a Maximiliano, del 13 de septiemb re de 1867 al 4 de octubre del mismo año. Echemos un vistazo. Reproduzco lo que nos ofrece Marroquín, con algunos comentarios míos:

FECHA TAREA HORAS INVERTIDAS
13 Sept. 1867 Desempaque, etc. 4
14 Sept. 1867 Limpiarlo. 3
15 y 16 Sept 1867 Secarlo y ensayo de barnices.
17 Sept. 1867 Vendaje de los miembros. 2  ½
18 Sept. 1867 Barniz de los íd (o sea, de los mismos. 2  ½
19 Sept 1867 Id. de los id. y vísceras. 3
20 Sept, 1867 Vendaje del Tronco 3
21 Sept. 1867 Id. y barniz. 2 ½
23 Sept. 1867 Voltearlo y barniz detrás. 1
25 Sept. 1867 Rellenar las asentaderas (pobre Max) 2
26 Sept. 1867 Vendaje del tronco 4
27 Sept. 1867 “            “   “        “ 2
28 Sept. 1867 Barniz general
1 Oct. 1867 Vendaje definitivo 3 ½
3, 5, 7 Oct 1867 Pintura (pobre, pobre Max) 6 ½
10 Oct 1867 Desvendarlo de nuevo 4
11 Oct. 1867 1er y 2. vendaje general 4  ½
12 Oct. 1867 2a. barnizada 2
13 Oct. 1867 3er. vendaje 1 1/2
14 Oct 1867 Comenzamos a vestirlo. 2
17 Oct. 1867 Nuevo vendaje (muslos) 2
19 Oct, 1867      “            “             “ 2
26 Oct. 1867 Incisión en el cuello 1 ½
28 Oct. 1867 Varias. 3
30 Oct. 1867 Descoser el cráneo (ouch) 1
1. Nov. 1867 Colocar el cerebro (ay) 2
2. Nov. 1867 Colocar las vísceras (uff) 1
4. Nov. 1867 Concluir de vestirlo 1
4. Nov. 1867 Colocarlo en la caja, varias idas con ese objeto, principio del Informe 2
     
  TOTAL 70 horas

Al leer esta relación, a ratos queda la sensación de que se está leyendo la bitácora de un carpintero hacendoso, quer realiza a conciencia algún mueble por encargo. Y sí, resulta un tanto escalofriante. Triste detalle que empiece con la palabra «Desempaque», el segundo embalsamamiento del archiduque Fernando Max, de quien, a su llegada a Veracruz, el ácido humor de Francisco Zarco lo colocó en el estatus de un objeto, de un mueble.  Vueltas que da la vida.

Así llega la muerte, así transitan nuestros despojos hacia la nada. Polvo seremos todos, aunque no todos tengamos la dicha de ser polvo enamorado.  Seguramente por estas fechas, pero en 1867, se debe haber compuesto aquella cancioncita de la que solamente conservamos algunas estrofas: «El Cerro de las Campanas». Al leer esta nota hecha por la pluma rigurosa de un buen médico de los de antes, que habla de asentaderas, vísceras y cerebro, no puedo menos que pensar en el estribillo:  Ya la muerte va llegando, /compañeros, ¡qué dolor! /Que por ser emperador la existencia va a perder/ Y sus títulos de honor/toditito va a acabar/ ¡adiós, gobierno imperial!

Así llega la muerte, así intentamos vencerla, así procuramos dar el gatazo, hacer creer que la hemos burlado. Pero todo es relleno, inyecciones, paja, formol, cera, pintura, hoy día hasta plástico. Pero los embalsamamientos son apenas artificio, engañifa, porque, y eso lo sabemos desde la Edad Media, la muerte siempre nos gana la partida.  Como algunos juguetes del barroco, puede parecer, incluso, un bello artificio. Si detrás del enorme telón que alguna vez, en el siglo XVIII cubrió parte del palacio virreinal, había un sitio que resultaba un verdadero mugrero hasta que llegaron los virreyes «modernos» (los tecnócratas de sus tiempos, vamos), tenemos que admitir que, detrás de la máscara enjuta, seca, con barba artifical, que es, que sigue siendo, si las cosas están como en 1867 las dejaron Andrade, Buenrostro y Montaño, el rostro de Maximiliano, allá en la cripta de los Capuchinos,  asoma, burlona, descarnada, la calavera que simboliza a la muerte, riéndose de nosotros y de nuestras pretensiones.

04
Nov
12

Mil maneras de vencer a la muerte 2. Los dos entierros de Francisco Zarco

Al que sí le fue bien, y muy bien, con su embalsamamiento, fue a don Francisco Zarco, ese entrañable periodista liberal de corta pero intensa existencia,primigenio reportero del Congreso de la Constitución liberal de 1857, redactor jefe de El Siglo Diez y Nueve, autodidacta, ministro de Relaciones Exteriores y ministro de Gobernación después de la Guerra de Reforma, pero siempre, y ante todo, legendario periodista. Había vivido con extrema modestia, pero a la hora de su muerte, la patria liberal se esforzó en recompensarlo. Su cadáver tuvo mejor destino que el del infortunado Maximiliano.

Don Pancho se murió de manera prematura en diciembre de 1869, a los 40 años. Unos dicen que de tuberculosis, otros dicen que de alguna otra porquería igual de nociva pero no muy claramente identificada, que pescó durante la segunda mitad de 1860, el último año de la guerra de Reforma, cuando, atrapado por la autoridad conservadora que dominaba la ciudad de México, lo encerraron en la legendaria, malsana  e infame cárcel que desde hacía décadas acumulaba una fama miserable: La Acordada.

Allí lo habían ido a encerrar los conservadores, después de andarlo correteando por media ciudad, mientras Zarco distribuía su Boletín Clandestino, publicación de combate y desaforadamente liberal, que puso a circular cuando la persecución conservadora hizo imposible sacar la edición diaria de El Siglo Diez y Nueve. Parece que la mayor parte de sus contemporáneos sabían las mil y una cosas que tuvo que discurrir Zarco para que la policía conservadora no lo atorara. Sin embargo, ninguno de ellos nos dejó muchos datos al respecto. Zarco menos, quizá por ese prurito peculiar de algunos integrantes del gremio, que yo suscribo, según el cual no somos sujetos de noticia, sino narradores de la noticia, fuera de casos muy excepcionales.

Por eso, hubo que esperar a que Victoriano Salado Álvarez, quien nació dos años antes de que Zarco se convirtiera -oficialmente- en residente permanente del Panteón de San Fernando, se pusiera a escribir sus Episodios Nacionales Mexicanos y convirtiera a Pancho Zarco -que así le decían todos- en mago y escapista, agente subversivo y alegre burlador de la policía. Todo en un capítulo. El tema volvería a salir a la luz en las solemnes oraciones fúnebres que la sociedad mexicana le dedicó a Zarco el día en que se murió.

Los testimonios de otros liberales, como Altamirano o Prieto -qué quieren, eran los mismos y no hay otros- hablan de que el pobre Zarco regresó a su tierra del exilio estadounidense  hecho una piltrafa. Lo que hubiera contraído en La Acordada, sumado a las privaciones y la miseria que hubo de soportar en la Unión Americana en tiempos del Imperio, lo acabaron prematuramente. Todo mundo lo recordaba flaquito, apoyado en bastón, arrastrando los pies para caminar, débil hasta el escándalo. Un anciano que apenas llegaba a los cuarenta años, que aún para los decimonónicos,  era una buena edad para andar infernándole la existencia a Benito Juárez, como estaba de moda hacer entre 1867 y 1872.

Zarco se murió un 22 de diciembre, con cuarenta años y diecinueve días cumplidos. La ciudad se puso de luto, y todos los liberales de importancia, también. Su entierro, nos cuenta el mismo Siglo Diez y Nueve, fue impresionante.  Todo mundo se apersonó en la Calle de los Rebeldes número 2, que hoy es Artículo 123. En ese lugar propiedad del impresor Ignacio Cumplido y sede de El Siglo Diez y Nueve, vivía también Zarco -complicadísimos, como siempre, los vínculos entre el periodista y el dueño de los fierros- murió el buen Pancho, que, siendo también diputado, tenía varias semanas de no presentarse a las sesiones del Congreso, de tanta debilidad y padecimiento, después de ocupar, durante octubre, la presidencia del órgano legislativo.

Murió Zarco, pues, y con una celeridad que ya quisieran nuestros Congresos contemporáneos, sus colegas votaron por unanimidad un decreto declarándolo «Bien de la Patria». la inscripción de su nombre en el muro de honor del salón de sesiones, y la determinación de entregar a su familia  -viuda con tres pequeños- la suma de treinta mil pesos y la determinación de becar a sus hijos para que tuvieran educación en todas las instituciones públicas que les pareciese mejor, para asegurar su futuro.

En un afán de demostrar que la patria es justa a la hora de reconocer lo que sus hijos han hecho por ella, se organizó una impresionante procesión laica para llevar a Zarco a San Fernando. Encabezaba el asunto un montón de niños y niñas, escolares de diversos centros y que a alguien se le hizo muy buena cosa llevar, para mostrar que incluso los más jóvenes se dolían de la muerte de Fortún, que ese era uno de los seudónimos de los que gustó Zarco en algún momento de su vida para escribir ácidos y entretenidos artículos.

Después de los peques, multitud de integrantes de las logias masónicas de la época, pues Zarco sí perteneció a este tipo de organizaciones -lo que explica que, entre los oradores estuviera uno de sus conocidos, también masón, Nacho Altamirano- , después llevaban a la estrella del espectác… digo, al cadáver, en una «caja modesta pero decente», a hombros de los trabajadores de la imprenta de El Siglo Diez y Nueve, que, por lo que parece, adoraban a Zarco y quisieron hacerle ese homenaje. Eso me gusta: un periodista va hacia la tumba, arropado por los suyos, con los que ha compartido los azares y las glorias fugaces que distinguen al oficio periodístico.

Después del cuerpo de Zarco, avanzaban, calcula el cronista de El Siglo Diez y Nueve que nos dejó la narración, «como un millar de personas», entre las cuales el responsable -que no firmaba la nota porque sí se estilaba- alcanzó a identificar a Sebastián Lerdo, a José María Iglesias y a Blas Balcárcel, todos ellos integrantes del gabinete de la República Restaurada. Cerraba el grupo «multitud» de carruajes particulares y enlutados.

La ruta del cortejo es muy llamativa por barroca y enrevesada, me parece a mí. De Los Rebeldes salieron a San Juan de Letrán, entraron por la calle de San Francisco (Madero) Tomaron parte de la calle de Vergara (Bolívar), llegaron hasta Santa Clara (Tacuba), regresaron por la calle de San Andrés hasta salir a la calle de La Mariscala –es decir, de nuevo a San Juan de Letrán, pero a la altura de lo que hoy es avenida Hidalgo- “y así por las siguientes”. Orientadísimo, como ven, el atarantado cronista. Pero lo cierto es que desde la Mariscala, era muy fácil llegar a San Fernando: avanzar en línea recta, pasar delante de la iglesia de la Santa Veracruz, de San Juan de Dios, pasar por el cruce de lo que ya era el Paseo de la Reforma, cruzar delante del viejo templo de San Hipólito y del hospital para dementes que estaba junto a la iglesia.

De hecho, la pequeña calle que se abriría después, en el reacomodo de la colonia Guerrero y el diseño fallido de lo que iba a ser la rotonda de personajes ilustres, y que separa a San Hipólito de la prolongación del Paseo de la Reforma, lleva el nombre del periodista.

Unos cientos de metros más adelante, estaba el jardín y el templo de San Fernando, con su panteón adyacente, lleno de notables de la patria, desde los conservadores Miramón y Mejía hasta Felipe Santiago Xicoténcatl, Ignacio Zaragoza, parientes de la Güera Rodríguez, los hijos de Benito Juárez muertos en la infancia, actores y funcionarios. Allí, a una gaveta, llevaron a don Pancho.

La ceremonia fúnebre debe haber sido larguísima; Habló el diputado Joaquín Baranda, que  llegaría a ser ministro de educación de don Porfirio, después Nacho Altamirano, a continuación Rafael Rebollar Jr.,  a nombre de una organización literaria Nezahualcóyotl, después el joven pero ya destacado poeta Justo Sierra, un amigo personal de Zarco, liberal también, y llamado Francisco Mejía. Todavía hubo un discurso, a nombre del gobierno juarista, por parte del ministro de Instrucción y Justicia, que era en esos momentos José María Iglesias y al final un señor de apellido Beltrán.

El pequeño problema consistía en que en la caja “modesta pero decente”, no estaba el cadáver de Zarco. Fortún, en el más allá, seguramente estaba revolcándose de la risa.

 

¿Tanto irigote y el muerto no estaba en su entierro? Como puede verse, el hecho de que Heriberto Lazcano no estuviese de cuerpo presente para que los responsables de la seguridad nacional mexicana del siglo veintiuno se cubrieran de gloria, no es el primer oso que protagoniza un gobierno federal mexicano. Pues no, Zarco no fue enterrado el 23 de diciembre de 1869, al día siguiente de su muerte.

¿Y en dónde demonios andaba el muerto? No andaba de parranda, sino protagonizando una misión científica. Fallecido Zarco, uno de sus grandes cuates y compinches, el diputado y periodista Felipe Sánchez Solís, había pedido a la joven viuda del periodista le soltara el cadáver de su marido para mandarlo embalsamar de la mejor manera que hubiese, a fin de redondear los homenajes al gran personaje que sin duda había sido el duranguense. Haya sido porque tomó por sorpresa a la viuda, ya bastante abrumada con la viudez, haya sido porque Zarco aún en vida, dio su permiso, el hecho es que Sánchez Solís se hizo con el cadáver y lo mandó a embalsamar con lo mejor y con el mejor que se pudiera encontrar.

Sánchez Solís no era ningún pelagatos, hay que decirlo; era un liberal de larga carrera, diputado en varias ocasiones, y hacia mediados del siglo había sido director del Instituto Científico y Literario de Toluca. Como siempre eran los mismos en la vida pública del siglo diecinueve,  a Sánchez Solís lo conoció el chamaquito Altamirano, cuando, becado, llegó a estudiar a Toluca. En esos años formativos, Altamirano le dedicó sus primeros versos al director del Instituto, en ocasión de algún festejo escolar. Unos versos espantosos, por cierto.

En ese núcleo toluqueño, Sánchez Solís tenía una importante batería de profesores liberales. Entre ellos destacaba el padre ideológico de Altamirano, don Ignacio Ramírez, el luciferino y entrón Nigromante.  Ramírez andaba de novio con la hermana de un condiscípulo de Altamirano, un tal Juan A. Mateos, con el que hacía algunas diabluras literarias. Mateos fue otro de los políticos liberales y, en especial, autor de algunas de las novelas históricas decimonónicas, como “Sacerdote y Caudillo”, “El Sol de Mayo” y “El Cerro de las Campanas” y la última de su generación y su género, “La Majestad Caída”, acerca de la debacle de Porfirio Díaz. Y si me he echado todo este rollo genealógico es porque los Mateos eran primos de Zarco (su segundo apellido era, precisamente Mateos). De este modo, hay elementos para creer que la amistad entre Francisco Zarco y Felipe Sánchez Solís era vieja y entrañable.  De otra manera, es difícil explicarse por qué el diputado acabó llevándose el cuerpo de su cuate, mientras la caja modesta pero decente, rellena de piedras o vayan a saber de qué, era objeto de llantos, rollos y discursos.

Por lo que se sabe, el trabajo de embalsamamiento de Zarco fue de primerísima calidad. Una vez terminado el asunto, los técnicos contratados entregaron a don Pancho en la casa de Sánchez Solís, se sabe, vestido con levita y con una gorra en la cabeza. Si se creyó que con eso terminaba el sainete, resultó que no, pues a continuación Sánchez Solís puso al cadáver ante una mesa, bien sentadito –lo que habla muy bien de la flexibilidad que conservó el cuerpo-, con una pluma en la mano y en actitud de escribir.

Aquí el chisme histórico tiene dos versiones: una dice que la zarca momia se quedó “por espacio de unos seis meses” en tan elegante pose, en la casa de Sánchez Solís, y después de transcurrido aquel lapso, el diputado le devolvió el marido a la viuda, quien procedió a sepultarlo. Otras versiones aseguran que Zarco se quedó “años” bajo la tutela de su cuate, hasta que algunas amistades convencieron a Sánchez Solís de que ya estaba bueno de andar jugando a los muertos vivos y que era justo y pertinente mandar a don Pancho a ocupar su reservación en San Fernando.

El asunto de Zarco embalsamado quedó entre los integrantes de la familia Mateos como una curiosa historia familiar. Hay datos de que, a mediados del siglo XX, aún vivía una sobrina del periodista, Lupita Mateos, quien, en la novena década de su vida, aún contaba que de muy chiquita, vio a la momia de su tío Pancho, sentada con su gorra y su pluma en la mano.  Así se las gastaban nuestros decimonónicos.

Esta entretenida historia rebotó, como era inevitable, en la prensa de fines del siglo XIX.  En 1874, en ocasión de un homenaje que una organización literario-cultural, como era el Liceo Hidalgo, rindió a Sánchez Solís, se recordó el asunto del embalsamamiento y tiempo extra en la tierra de Francisco Zarco. La nota, publicada en El Constitucional, del 14 de abril de 1874, mereció la atención de un personaje del siglo XX,  Antonio Martínez Báez, quien decidió averiguar si el chisme era cierto, y, según le contó al compilador de las obras de Juárez, el ingeniero Jorge L. Tamayo, se apersonó en San Fernando y abrió el nicho en el que, finalmente y después de tanto relajo, dormía Zarco la siesta de la eternidad.

Martínez Báez debe haber suspirado con alivio cuando, al abrir el nicho, encontró a don Pancho, en admirables condiciones. Lo que reportó el buen señor en la segunda mitad del siglo pasado, es que Zarco, vestido como la historia familiar señalaba,  “estaba en buen estado”, lo mismo que la madera del ataúd. Agregaba Martínez Baéz que, fuera de algunos detallitos, como el hecho de que los ojos de vidrio que tenía puestos el periodista se habían hundido en las fosas oculares, y se le había desprendido el cabello del cráneo, al igual que el gran bigote de la cara, Zarco estaba perfectamente reconocible, incluida su aguileña y pronunciada nariz.

En los años setenta del siglo XX, una ocurrencia de Luis Echeverría sacó a don Pancho de su nicho y lo puso en tierra, en el mismo San Fernando, a unos pocos metros de la tumba de la familia Juárez Maza. Algunos opinan que la tumba setentera es bastante fea. Eso sí, conservaron la placa de mármol negra con letras de bronce que le pusieron de adorno en 1869. Ignoro si cuando lo trasladaron alguien se tomó la molestia de ver cómo le iba a la momia del periodista. Esa es una misión hemerográfica y archivística que sería bueno acometer.

Pero por lo pronto, les dejo una nota, chiquitita, publicada en El Siglo Diez y Nueve, el 10 de agosto   de 1870, es decir, poco más de medio año después de la muerte del redactor jefe del periódico. No tiene desperdicio y cierra esta entretenida historia de un cadáver ilustre:

EL VERDADERO ENTIERRO DEL SEÑOR ZARCO.

Ayer, a las seis de la tarde, acompañado sólo de varios amigos y con el mayor silencio, ha sido sepultado en el panteón de San Fernando el cadáver del antiguo redactor en jefe de El Siglo. Habían permanecido los restos del señor Zarco depositados en la casa del Sr. licenciado Sánchez Solís, donde el doctor Montaño emprendió embalsamar el cuerpo de una manera perfecta y con todas las reglas más modernas de la ciencia.

El resultado ha sido satisfactorio, según nos han informado las personas que asistieron ayer al entierro; y concluida la operación, para la que se han necesitado muchos meses, los restos de aquel distinguido escritor descansan ya en paz en su última morada.

 

Muchas veces se ha insistido en que Zarco debiera ir a dar a la Rotonda de los Hom… de las Personas Ilustres. Me gusta más donde está; a un par de cuadras de la gran estatua que, para cumplirle un capricho al gremio, mandó hacer Gustavo Díaz Ordaz y que se colocó en el centenario de la muerte del gran cronista de la constitución liberal. Como buen periodista, estará más a gusto en el corazón de la vida de esta ciudad enorme, sin que se le vaya la nota. La Rotonda… ¿qué chiste habría de tener para un reportero?

02
Nov
12

Mil maneras de vencer a la muerte: curiosidades imperiales decimonónicas

En estos muros viejos abundan historias, por decir lo menos, insólitas. En verdad que éramos buenos para eso. Éramos buenísimos para embalsamar cadáveres y conservarlos casi en el mismo estado en el que nuestro pariente, amigo o cliente estaba antes de irse al mundo de los muertos.  Uno más de los múltiples recursos que, a lo largo de los siglos, los hombres han inventado para timar a la muerte, o al menos, para hacer el intento. Si lo que nos horroriza de la muerte, además del ya-no-ser, del ya-no-estar, es el deterioro que nuestra pobre carne, tan terrenal, experimenta, también hemos intentado exorcizar dicho espanto jugando a los zombies, poniéndolos a luchar contra Abraham Lincoln, imaginando que Jane Austen pudo haber escrito una novela decimonónica con ellos,  convirtiéndolos en estrellas de serie de televisión. La verdad es que nuestras diversiones posmodernas no son sino máscaras de carnaval oscuro, con las que intentamos olvidar por un rato la vieja máxima medieval, colocada junto a los esqueletos burlones de las danzas macabras europeas: más tarde o más temprano, todos seremos polvo, y uno que otro será víctima del INAH o de instancias similares para evitar que lleguen a su destino natural, por aquello de que la carencia de nuestras reliquias laicas también nos da un poco de miedo al vacío y a la falta de referencias patrias. Pero en el siglo XIX, le peleábamos a la muerte el espacio por medio de nuestras habilidades técnicas para que no se notara que nos había ganado: éramos los mexicanos excelentes embalsamadores, capaces de lograr que nuestro cadáver querido no comenzara a parecer tal, y, en cambio, pudiéramos hacernos la ilusión de que el pariente o amigo no estaba sino echándose una siestecita de larga duración. Desde luego, sobrevivía a las tropelías de la muerte aquel que tenía dinero para pagar el servicio… y al que le conseguían un buen embalsamador. Las turbulencias de la vida nacional en el siglo XIX también nos dejaron unas cuantas historias interesantes en la materia. Quizá algunos de los cadáveres embalsamados más famosos de nuestro pasado son los tres caballeros que murieron fusilados en el Cerro de las Campanas el 19 de junio de 1867:  el archiduque Fernando Max, el general Tomás Mejía y el general Miguel Miramón. Sus historias post-mortem son un digno cierre a la complicada historia del segundo imperio mexicano, y lo cierto es que algunas son en verdad enredadísimas, gracias a las humanas pasiones y a los rencores añejos, tan propios de la condición humana. Don Miguel, vestido de civil. Probablemente no lo enterraron así.   La más light de esas tres historias es la del general Miguel Miramón. Gente decente, niño héroe que vivió para contarlo, pretendiente tenaz y marido amoroso aunque un tanto mujeriego, quizá es el que peor la lleva en la debacle imperial. Expresidente de la República, le daba a Maximiliano un cierto recelo, no se le fueran a ocurrir cosas raras como, por ejemplo, querer disputar el poder de nueva cuenta. Por eso lo mandaron en misión extravagante a Europa, y cuando regresó a poner su espada al servicio del Kaiser Max, la verdad es que ya no había mucho que poner a salvo. Pero Miramón era un tipo con un sólido sentido del honor, y se quedó al lado del emperador, que a ratos se paseaba por las trincheras queretanas, en busca de un empujoncito de plomo que lo ayudara a salir de broncas y responsabilidades. A la hora del fusilamiento, y entre los llantos y quejas de la gran Concha Lombardo, esposa del general Miramón, al Joven Macabeo -su sobrenombre de los tiempos de la Guerra de Reforma- le cupo en suerte conseguir que un tipo competente lo embalsamara. No tenemos una foto del cadáver embalsamado de Miguel Miramón -que no sería extraño que un día diésemos con una- pero sí tenemos los testimonios de que fue un excelente trabajo. Doña Concha cargó con su familia y con el cadáver embalsamado de su esposo, le dio sepultura en el patio pequeño del muy popis Panteón de San Fernando, le dijo un par de cosas muy desagradables a los militares conservadores que aún quedaban y se fue con sus peques al destierro. Se tardó una década en regresar, por ahí de 1877, solamente para hacer uno de los berrinches más grandes que ha documentado la historia nacional, al enterarse de que el gran enemigo de su Miguel, don Benito Juárez, dormía el sueño de los justos en un nicho a unos pocos metros de la tumba del general conservador. La bronca que armó Concha en las oficinas del panteón fue, por lo que se sabe, de antología; seguramente los gritos se escuchaban hasta San Hipólito. No hubo poder humano que la disuadiera de sacar de San Fernando a su marido, al que, por otro lado, tenía mucho que no le preocupaba quién era su vecino de tumba. Con la enorme pataleta atravesada, Concha decidió llevarse a su marido a la catedral de Puebla, donde continúa. Lo que se cuenta del momento en que sacaron al general de su pequeño y sobrio mausoleo, es que «parecía dormido»… hasta que se le cayó un pie. Sin preocuparse mucho por el detalle -total, habían transcurrido diez años-, Concha agarró camino para Puebla con familia y cadáver exhumado, y una vez cumplida su tarea, se volvió a ir del país. Hay que decir que la viudez le generó a la pobre Concha algunos problemas operativos. Además de moverse para todas partes con sus niños, recién muerto el general, tenía la costumbre de andar acarreando un frasco… con el corazón del general, y solo dejó tan curioso hábito el día en que su confesor se puso severo y la obligó a desprenderse de él. Si la persona que embalsamó a Miguel Miramón era tan buena como la que hizo el mismo trabajo en el cadáver de Tomás Mejía, seguramente el general sí tenía aspecto de estar echándose un coyotito, porque de Tomás Mejía, sus contemporáneos nos dejaron una imagen alucinante: Sí, es el general Mejía… muerto, embalsamado y sentado en algo que puede ser la sala de su modesta casa de la colonia Guerrero, con unas veladoras a sus pies. A él sí hubo oportunidad de retratarlo porque Tomás Mejía dejó a su familia en la miseria más completa, y su viuda, de la que nada más sabemos que era muy joven y que tenía un bebé de pocos meses en junio de 1867, no tenía dinero para pagar la sepultura del general. Un chisme histórico asegura que Benito Juárez, enterado de la miseria de la viuda -de la que ni siquiera conocemos el nombre- promovió una colecta para reunir lo necesario para costear una tumba en San Fernando. Si esto es cierto, la sepultura se concretó y allí está todavía Tomás Mejía, que, en vida, tenía este aspecto:   Al que no le fue nada bien con su embalsamamiento fue al pobre de Maximiliano. En un caso de chambonería escandalosa, el gobierno mexicano le encargó el trabajito a dos médicos que respondían por Ignacio Rivadeneyra y Vicente Licea, respecto del cual se dijeron en su momentos cosas de lo más horrorosas, puesto que Rivadeneyra no sabía gran cosa acerca de conservar muertos -Ratz dice que el señor era como ginecólogo de la época-, Licea tomó las riendas del asunto.

Mientras que, por un lado, el legajo de documentos acerca del embalsamamiento de Max asegura que Licea hizo su chamba como se debía,  entorpecida por una multitud de curiosos que se metieron a presenciar lo que no les tocaba, birlándole al médico algunas pertenencias del archiduque y hasta parte de su instrumental de trabajo, los testimonios de personas como la indignada Concha, aseguran que Licea se puso a vender fragmentos de la barba del emperador de una manera totalmente desvergonzada. Licea dejó un informe, según el cual, el médico de Maximiliano el dr. Samuel Basch, habría estado presente en el proceso y que, incluso, le proporcionó a Licea algunos de los materiales propios del embalsamamiento de cadáveres. incluso, refiere Licea, Basch le proporcionó un excelente «aceite egipcio» con el cual barnizó tres veces el cuerpo. Si le hacemos caso al dicho del sujeto, no habría razones para que el gobierno mexicano se viese obligado a  rehacer el embalsamamiento del desafortunado archiduque.

Es más; en sus escritos, Licea chilla y chilla de que, en el borlote -que erróneamente permitió- armado en torno al cuerpo del emperador, y donde se metió hasta la galopina de la cocina «para ver» (como corresponde a nuestras mexicanísimas costumbres), le robaron parte de su instrumental de trabajo, sin que, después, hallara a quién reclamarle que se los devolvieran o se los repusieran. En este punto, me imagino a Sebastián Lerdo, ministro de Relaciones Exteriores y responsable de todo lo referente al real cadáver, llorando de risa al leer los chantajes sentimentales del médico incompetente, al que, por otro lado, algo le hallaron, porque a Licea lo metieron al bote un ratito por andar comerciando con reliquias austriacas.

Licea reporta que al cadáver de Max, lo colocaron en un «baño compuesto de reactivos» y le aplicaron una mezcla de bicloruro de mercurio con agua, combinación útil para «absorber las humedades». Licea dice que los ojos se reemplazaron por unas piezas «de esmalte de gota» que traía en su caja de instrumentos, aunque la tradición dice que echó mano de una imagen de Santa Úrsula para dotar de ojos -negros- a los despojos de Max. Después de todo esto, y de colgar el cuerpo para que  se secara, Licea explica que procedió a vendar el cadáver en su totalidad: extremidades, dedos, cuello y todo el tronco. Después de las vendas, aplicó una capa de una sustancia llamada dextrina, que se usa como pegamento soluble en agua, como espesante o aglutinante. Licea repitió el procedimiento dos veces más, de modo que el cadáver de Max quedó bien cubierto de vendas y selladito. La tercera y última capa, anota Licea, se fijó con suturas. A ese momento, en los 8 días que duró el embalsamamiento de Maximiliano, corresponde el dibujo que hizo el fotógrafo Francois Aubert, al que le permitieron presenciar el fusilamiento, pero no fotografiarlo. A cambio nos dejó algunos dibujos, uno de ellos el del cuerpo de Max, con el aspecto de momia egipcia, porque ÉSE era el método que más o menos sabía desarrollar el pillo de Licea, porque era lo que había estudiado.

Licea tuvo que escribir largos informes debido a sus pillerías y a sus descuidos. En esos ocho días que embalsamó a Max, parece que se asomó al lugar todo Querétaro, de modo tal que, pasada una semana, los únicos que no habían ido a ver el espectáculo, eran Miramón y Mejía.  En una de esas visitas, un joven diplomático austriaco, Ernst Schmit Von Tavera, que iba a darle una vuelta a su archiduque, casi se infarta al llegar y ver a Max colgando de una cuerda. Licea explicó en ese momento -y luego lo puso por escrito, que nada raro había en eso de andar colgando a «la momia», porque lo mismito habían hecho a la hora de embalsamar a Luis XVIII de Francia.

En el viaje a la ciudad de México, a «la momia» le fue de la patada. Un testimonio afirma que, efectivamente, cerca de Arrollozarco (sic),  al cruzar un arroyo, el carro se volcó, «con las reliquias del señor archiduque», que en buen español quiere decir que el cadáver momificado fue a dar al agua. La experiencia se repitió, según esto, en las cercanías de una Hacienda de los Ahuehuetes. Tan descuidados fueron con el traslado del real fiambre que, siendo junio época de lluvias, «la momia se mojó» -aquí vuelvo a imaginarme a Sebastián Lerdo, ya revolcándose de la risa- . La mezcla de barniz egipcio -haya sido lo que haya sido-, las vendas y la dextrina, deben haber hecho un mazacote espeluznante sobre el cuerpo del pobre Max. Lo que sigue es ya delirante. Cito el informe de Licea: «la acción del agua que penetró permaneció en contacto con el cadáver, lo maceró y produjo en las partes que estuvieron en contacto con el agua la degeneración grasosa llamada adiposiva».  En suma, la reacción química estaba generando grasas que, naturalmente, son mucho más deteriorables que los arreglos estilo egipcio del doctor Licea. Otro poco y el pobre Max empezaba a echar espuma.

El caso es que, llegado a la capital, fue evidente que el embalsamamiento de Querétaro ya estaba para llorar. Hubo que hacerlo de nuevo. Después de un rato de labor, Max quedó más o menos presentable, el pobre:

No contento con todo el relajo en el que estaba metido, Licea tuvo el poquísimo tino y la poquísima progenitora de proponerle una venta al almirante Tegethoff, que al mando de la fragata Novara, había llegado a México para llevarse los reales despojos.  Licea quería venderle al austriaco, háganme favor,  «los efectos personales» del desdichado Max, en la bonita suma de 15 mil pesos. Tegethoff, por toda respuesta, lo denunció ante el gobierno de Juárez. Inmediatamente, la autoridad se apersonó donde Licea, le requisó las pertenencias del archiduque y sin más preámbulos las entregaron al almirante austriaco. A Licea le abrieron proceso y lo guardaron un rato, y a Max o lo que de él quedaba, se lo llevaron a la cripta de los Chapuchinos en Viena, al pobre. Por esos siete meses, entre el fusilamiento y la llegada del cuerpo a Austria, ya era suficiente como para que Max hubiera purgado todas sus tropelías. A otros les fue mucho mejor, como a Francisco Zarco, pero de eso les escribo al rato.




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