Al que sí le fue bien, y muy bien, con su embalsamamiento, fue a don Francisco Zarco, ese entrañable periodista liberal de corta pero intensa existencia,primigenio reportero del Congreso de la Constitución liberal de 1857, redactor jefe de El Siglo Diez y Nueve, autodidacta, ministro de Relaciones Exteriores y ministro de Gobernación después de la Guerra de Reforma, pero siempre, y ante todo, legendario periodista. Había vivido con extrema modestia, pero a la hora de su muerte, la patria liberal se esforzó en recompensarlo. Su cadáver tuvo mejor destino que el del infortunado Maximiliano.
Don Pancho se murió de manera prematura en diciembre de 1869, a los 40 años. Unos dicen que de tuberculosis, otros dicen que de alguna otra porquería igual de nociva pero no muy claramente identificada, que pescó durante la segunda mitad de 1860, el último año de la guerra de Reforma, cuando, atrapado por la autoridad conservadora que dominaba la ciudad de México, lo encerraron en la legendaria, malsana e infame cárcel que desde hacía décadas acumulaba una fama miserable: La Acordada.
Allí lo habían ido a encerrar los conservadores, después de andarlo correteando por media ciudad, mientras Zarco distribuía su Boletín Clandestino, publicación de combate y desaforadamente liberal, que puso a circular cuando la persecución conservadora hizo imposible sacar la edición diaria de El Siglo Diez y Nueve. Parece que la mayor parte de sus contemporáneos sabían las mil y una cosas que tuvo que discurrir Zarco para que la policía conservadora no lo atorara. Sin embargo, ninguno de ellos nos dejó muchos datos al respecto. Zarco menos, quizá por ese prurito peculiar de algunos integrantes del gremio, que yo suscribo, según el cual no somos sujetos de noticia, sino narradores de la noticia, fuera de casos muy excepcionales.
Por eso, hubo que esperar a que Victoriano Salado Álvarez, quien nació dos años antes de que Zarco se convirtiera -oficialmente- en residente permanente del Panteón de San Fernando, se pusiera a escribir sus Episodios Nacionales Mexicanos y convirtiera a Pancho Zarco -que así le decían todos- en mago y escapista, agente subversivo y alegre burlador de la policía. Todo en un capítulo. El tema volvería a salir a la luz en las solemnes oraciones fúnebres que la sociedad mexicana le dedicó a Zarco el día en que se murió.
Los testimonios de otros liberales, como Altamirano o Prieto -qué quieren, eran los mismos y no hay otros- hablan de que el pobre Zarco regresó a su tierra del exilio estadounidense hecho una piltrafa. Lo que hubiera contraído en La Acordada, sumado a las privaciones y la miseria que hubo de soportar en la Unión Americana en tiempos del Imperio, lo acabaron prematuramente. Todo mundo lo recordaba flaquito, apoyado en bastón, arrastrando los pies para caminar, débil hasta el escándalo. Un anciano que apenas llegaba a los cuarenta años, que aún para los decimonónicos, era una buena edad para andar infernándole la existencia a Benito Juárez, como estaba de moda hacer entre 1867 y 1872.
Zarco se murió un 22 de diciembre, con cuarenta años y diecinueve días cumplidos. La ciudad se puso de luto, y todos los liberales de importancia, también. Su entierro, nos cuenta el mismo Siglo Diez y Nueve, fue impresionante. Todo mundo se apersonó en la Calle de los Rebeldes número 2, que hoy es Artículo 123. En ese lugar propiedad del impresor Ignacio Cumplido y sede de El Siglo Diez y Nueve, vivía también Zarco -complicadísimos, como siempre, los vínculos entre el periodista y el dueño de los fierros- murió el buen Pancho, que, siendo también diputado, tenía varias semanas de no presentarse a las sesiones del Congreso, de tanta debilidad y padecimiento, después de ocupar, durante octubre, la presidencia del órgano legislativo.
Murió Zarco, pues, y con una celeridad que ya quisieran nuestros Congresos contemporáneos, sus colegas votaron por unanimidad un decreto declarándolo «Bien de la Patria». la inscripción de su nombre en el muro de honor del salón de sesiones, y la determinación de entregar a su familia -viuda con tres pequeños- la suma de treinta mil pesos y la determinación de becar a sus hijos para que tuvieran educación en todas las instituciones públicas que les pareciese mejor, para asegurar su futuro.
En un afán de demostrar que la patria es justa a la hora de reconocer lo que sus hijos han hecho por ella, se organizó una impresionante procesión laica para llevar a Zarco a San Fernando. Encabezaba el asunto un montón de niños y niñas, escolares de diversos centros y que a alguien se le hizo muy buena cosa llevar, para mostrar que incluso los más jóvenes se dolían de la muerte de Fortún, que ese era uno de los seudónimos de los que gustó Zarco en algún momento de su vida para escribir ácidos y entretenidos artículos.
Después de los peques, multitud de integrantes de las logias masónicas de la época, pues Zarco sí perteneció a este tipo de organizaciones -lo que explica que, entre los oradores estuviera uno de sus conocidos, también masón, Nacho Altamirano- , después llevaban a la estrella del espectác… digo, al cadáver, en una «caja modesta pero decente», a hombros de los trabajadores de la imprenta de El Siglo Diez y Nueve, que, por lo que parece, adoraban a Zarco y quisieron hacerle ese homenaje. Eso me gusta: un periodista va hacia la tumba, arropado por los suyos, con los que ha compartido los azares y las glorias fugaces que distinguen al oficio periodístico.
Después del cuerpo de Zarco, avanzaban, calcula el cronista de El Siglo Diez y Nueve que nos dejó la narración, «como un millar de personas», entre las cuales el responsable -que no firmaba la nota porque sí se estilaba- alcanzó a identificar a Sebastián Lerdo, a José María Iglesias y a Blas Balcárcel, todos ellos integrantes del gabinete de la República Restaurada. Cerraba el grupo «multitud» de carruajes particulares y enlutados.
La ruta del cortejo es muy llamativa por barroca y enrevesada, me parece a mí. De Los Rebeldes salieron a San Juan de Letrán, entraron por la calle de San Francisco (Madero) Tomaron parte de la calle de Vergara (Bolívar), llegaron hasta Santa Clara (Tacuba), regresaron por la calle de San Andrés hasta salir a la calle de La Mariscala –es decir, de nuevo a San Juan de Letrán, pero a la altura de lo que hoy es avenida Hidalgo- “y así por las siguientes”. Orientadísimo, como ven, el atarantado cronista. Pero lo cierto es que desde la Mariscala, era muy fácil llegar a San Fernando: avanzar en línea recta, pasar delante de la iglesia de la Santa Veracruz, de San Juan de Dios, pasar por el cruce de lo que ya era el Paseo de la Reforma, cruzar delante del viejo templo de San Hipólito y del hospital para dementes que estaba junto a la iglesia.
De hecho, la pequeña calle que se abriría después, en el reacomodo de la colonia Guerrero y el diseño fallido de lo que iba a ser la rotonda de personajes ilustres, y que separa a San Hipólito de la prolongación del Paseo de la Reforma, lleva el nombre del periodista.
Unos cientos de metros más adelante, estaba el jardín y el templo de San Fernando, con su panteón adyacente, lleno de notables de la patria, desde los conservadores Miramón y Mejía hasta Felipe Santiago Xicoténcatl, Ignacio Zaragoza, parientes de la Güera Rodríguez, los hijos de Benito Juárez muertos en la infancia, actores y funcionarios. Allí, a una gaveta, llevaron a don Pancho.
La ceremonia fúnebre debe haber sido larguísima; Habló el diputado Joaquín Baranda, que llegaría a ser ministro de educación de don Porfirio, después Nacho Altamirano, a continuación Rafael Rebollar Jr., a nombre de una organización literaria Nezahualcóyotl, después el joven pero ya destacado poeta Justo Sierra, un amigo personal de Zarco, liberal también, y llamado Francisco Mejía. Todavía hubo un discurso, a nombre del gobierno juarista, por parte del ministro de Instrucción y Justicia, que era en esos momentos José María Iglesias y al final un señor de apellido Beltrán.
El pequeño problema consistía en que en la caja “modesta pero decente”, no estaba el cadáver de Zarco. Fortún, en el más allá, seguramente estaba revolcándose de la risa.
¿Tanto irigote y el muerto no estaba en su entierro? Como puede verse, el hecho de que Heriberto Lazcano no estuviese de cuerpo presente para que los responsables de la seguridad nacional mexicana del siglo veintiuno se cubrieran de gloria, no es el primer oso que protagoniza un gobierno federal mexicano. Pues no, Zarco no fue enterrado el 23 de diciembre de 1869, al día siguiente de su muerte.
¿Y en dónde demonios andaba el muerto? No andaba de parranda, sino protagonizando una misión científica. Fallecido Zarco, uno de sus grandes cuates y compinches, el diputado y periodista Felipe Sánchez Solís, había pedido a la joven viuda del periodista le soltara el cadáver de su marido para mandarlo embalsamar de la mejor manera que hubiese, a fin de redondear los homenajes al gran personaje que sin duda había sido el duranguense. Haya sido porque tomó por sorpresa a la viuda, ya bastante abrumada con la viudez, haya sido porque Zarco aún en vida, dio su permiso, el hecho es que Sánchez Solís se hizo con el cadáver y lo mandó a embalsamar con lo mejor y con el mejor que se pudiera encontrar.
Sánchez Solís no era ningún pelagatos, hay que decirlo; era un liberal de larga carrera, diputado en varias ocasiones, y hacia mediados del siglo había sido director del Instituto Científico y Literario de Toluca. Como siempre eran los mismos en la vida pública del siglo diecinueve, a Sánchez Solís lo conoció el chamaquito Altamirano, cuando, becado, llegó a estudiar a Toluca. En esos años formativos, Altamirano le dedicó sus primeros versos al director del Instituto, en ocasión de algún festejo escolar. Unos versos espantosos, por cierto.
En ese núcleo toluqueño, Sánchez Solís tenía una importante batería de profesores liberales. Entre ellos destacaba el padre ideológico de Altamirano, don Ignacio Ramírez, el luciferino y entrón Nigromante. Ramírez andaba de novio con la hermana de un condiscípulo de Altamirano, un tal Juan A. Mateos, con el que hacía algunas diabluras literarias. Mateos fue otro de los políticos liberales y, en especial, autor de algunas de las novelas históricas decimonónicas, como “Sacerdote y Caudillo”, “El Sol de Mayo” y “El Cerro de las Campanas” y la última de su generación y su género, “La Majestad Caída”, acerca de la debacle de Porfirio Díaz. Y si me he echado todo este rollo genealógico es porque los Mateos eran primos de Zarco (su segundo apellido era, precisamente Mateos). De este modo, hay elementos para creer que la amistad entre Francisco Zarco y Felipe Sánchez Solís era vieja y entrañable. De otra manera, es difícil explicarse por qué el diputado acabó llevándose el cuerpo de su cuate, mientras la caja modesta pero decente, rellena de piedras o vayan a saber de qué, era objeto de llantos, rollos y discursos.
Por lo que se sabe, el trabajo de embalsamamiento de Zarco fue de primerísima calidad. Una vez terminado el asunto, los técnicos contratados entregaron a don Pancho en la casa de Sánchez Solís, se sabe, vestido con levita y con una gorra en la cabeza. Si se creyó que con eso terminaba el sainete, resultó que no, pues a continuación Sánchez Solís puso al cadáver ante una mesa, bien sentadito –lo que habla muy bien de la flexibilidad que conservó el cuerpo-, con una pluma en la mano y en actitud de escribir.
Aquí el chisme histórico tiene dos versiones: una dice que la zarca momia se quedó “por espacio de unos seis meses” en tan elegante pose, en la casa de Sánchez Solís, y después de transcurrido aquel lapso, el diputado le devolvió el marido a la viuda, quien procedió a sepultarlo. Otras versiones aseguran que Zarco se quedó “años” bajo la tutela de su cuate, hasta que algunas amistades convencieron a Sánchez Solís de que ya estaba bueno de andar jugando a los muertos vivos y que era justo y pertinente mandar a don Pancho a ocupar su reservación en San Fernando.
El asunto de Zarco embalsamado quedó entre los integrantes de la familia Mateos como una curiosa historia familiar. Hay datos de que, a mediados del siglo XX, aún vivía una sobrina del periodista, Lupita Mateos, quien, en la novena década de su vida, aún contaba que de muy chiquita, vio a la momia de su tío Pancho, sentada con su gorra y su pluma en la mano. Así se las gastaban nuestros decimonónicos.
Esta entretenida historia rebotó, como era inevitable, en la prensa de fines del siglo XIX. En 1874, en ocasión de un homenaje que una organización literario-cultural, como era el Liceo Hidalgo, rindió a Sánchez Solís, se recordó el asunto del embalsamamiento y tiempo extra en la tierra de Francisco Zarco. La nota, publicada en El Constitucional, del 14 de abril de 1874, mereció la atención de un personaje del siglo XX, Antonio Martínez Báez, quien decidió averiguar si el chisme era cierto, y, según le contó al compilador de las obras de Juárez, el ingeniero Jorge L. Tamayo, se apersonó en San Fernando y abrió el nicho en el que, finalmente y después de tanto relajo, dormía Zarco la siesta de la eternidad.
Martínez Báez debe haber suspirado con alivio cuando, al abrir el nicho, encontró a don Pancho, en admirables condiciones. Lo que reportó el buen señor en la segunda mitad del siglo pasado, es que Zarco, vestido como la historia familiar señalaba, “estaba en buen estado”, lo mismo que la madera del ataúd. Agregaba Martínez Baéz que, fuera de algunos detallitos, como el hecho de que los ojos de vidrio que tenía puestos el periodista se habían hundido en las fosas oculares, y se le había desprendido el cabello del cráneo, al igual que el gran bigote de la cara, Zarco estaba perfectamente reconocible, incluida su aguileña y pronunciada nariz.
En los años setenta del siglo XX, una ocurrencia de Luis Echeverría sacó a don Pancho de su nicho y lo puso en tierra, en el mismo San Fernando, a unos pocos metros de la tumba de la familia Juárez Maza. Algunos opinan que la tumba setentera es bastante fea. Eso sí, conservaron la placa de mármol negra con letras de bronce que le pusieron de adorno en 1869. Ignoro si cuando lo trasladaron alguien se tomó la molestia de ver cómo le iba a la momia del periodista. Esa es una misión hemerográfica y archivística que sería bueno acometer.
Pero por lo pronto, les dejo una nota, chiquitita, publicada en El Siglo Diez y Nueve, el 10 de agosto de 1870, es decir, poco más de medio año después de la muerte del redactor jefe del periódico. No tiene desperdicio y cierra esta entretenida historia de un cadáver ilustre:
EL VERDADERO ENTIERRO DEL SEÑOR ZARCO.
Ayer, a las seis de la tarde, acompañado sólo de varios amigos y con el mayor silencio, ha sido sepultado en el panteón de San Fernando el cadáver del antiguo redactor en jefe de El Siglo. Habían permanecido los restos del señor Zarco depositados en la casa del Sr. licenciado Sánchez Solís, donde el doctor Montaño emprendió embalsamar el cuerpo de una manera perfecta y con todas las reglas más modernas de la ciencia.
El resultado ha sido satisfactorio, según nos han informado las personas que asistieron ayer al entierro; y concluida la operación, para la que se han necesitado muchos meses, los restos de aquel distinguido escritor descansan ya en paz en su última morada.
Muchas veces se ha insistido en que Zarco debiera ir a dar a la Rotonda de los Hom… de las Personas Ilustres. Me gusta más donde está; a un par de cuadras de la gran estatua que, para cumplirle un capricho al gremio, mandó hacer Gustavo Díaz Ordaz y que se colocó en el centenario de la muerte del gran cronista de la constitución liberal. Como buen periodista, estará más a gusto en el corazón de la vida de esta ciudad enorme, sin que se le vaya la nota. La Rotonda… ¿qué chiste habría de tener para un reportero?
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