Posts Tagged ‘Pelicula El Infierno

10
May
11

Incorrecciones políticas 1: el (triste) epílogo del cine del Bicentenario

Permítaseme ejercer mi derecho de pataleo con respecto a la entrega de los Arieles 2011.  En estos tiempos en que el mentado «círculo rojo» se da el lujo de exigir un país de alta conciencia ciudadana, sin que le importe un celestial pistache que la gente a la que se les exige esta conciencia democrática tiene, por lo pronto, preocupaciones más terrenales. Saber qué y de dónde comerán al día siguiente, por ejemplo. Por eso, camino por una ruta de este Reino donde la incorrección política es determinante, y por eso me resisto, en definitiva a creer que «El Infierno» de Luis Estrada, sea la mejor película de 2010, y que el domingo pasado se haya llevado nueve Arieles (la versión mexicana de los Óscares, con las distancias y proporciones inevitables) por su calidad cinematográfica.

Son muchos los caminos de la militancia, de la posición política y de la ideología. Sería ingenuo pensar que el cine, la obra cinematográfica, logra eludir esas aguas pantanosas.  De hecho, no podemos sustraernos en nuestra vida diaria a eso que llamamos «ideología», y eso no es ningún descubrimiento reciente, aunque cuando salgo de ciertos seminarios allá en el posgrado en Historia de la Facultad de Filosofía y Letras, me parezca que sí. Y por eso entiendo que el ahora multipremiado (palabreja que les encanta a los que hacen las secciones de espectáculos en los periódicos y yerbas informativas similares) director Luis Estrada asegure que su película es su manera de protestar por el deterioro, por la crisis, por la aterradora violencia que fastidia la vida en varias zonas del país que a diario aparecen en los periódicos.  Pero que no me digan que eso basta para convertir a una película como «El Infierno» en la mejor película de 2010.

El asunto no deja de ser interesante. Revisar la historia de estas películas del Bicentenario, sus contenidos, sus discursos y sus resultados, tanto en taquilla como en percepción,  van a dar para un trabajo bonito, que quién sabe si algún día hagan los estudiantes de Historia o los de Comunicación. Pero el caso de «El Infierno» llama la atención. Seamos sinceros: la película de Luis Estrada tiene que ver con el bicentenario del inicio de la independencia y con el centenario del inicio de la revolución como yo tengo que ver con las monjas del Instituto Renacimiento. El argumento puede ocurrir en cualquier sitio, en cualquier año, no en 2010, sino en 2008, 0 en 2009 0 en 2011 sin que la historia pierda su coherencia interna. De hecho, los centenarios aparecen de manera soslayada, apenas en unas pocas secuencias: la entrega de la primaria, que se llama, de manera pedestre y ramplona «Héroes del Bicentenario», que es como de risa, y la escena de la venganza del Benny en pleno festejo del grito, del Bicentenario, por supuesto, pero que podría ser igualmente sangrienta en 2006, 2008, 2011 y 2012. Si lo que sorprende es que el jurado de la convocatoria de CONACULTA y varias instancias más, destinado a definir los apoyos a guiones de cine, como parte de las  conmemoraciones del año pasado; ese jurado que, se supone entendido en andanzas cinematográficas, haya caído en el garlito, o en la solución cómoda, de premiar con apoyo y etiqueta a un guión al que, parece, le agregaron tres o cuatro cosillas para que parezca «una película del Bicentenario» y pueda participar en la convocatoria famosa.

Y luego para que, la gran imagen de esta película, no pertenezca a la historia: ese cuadrito color vino con el 2010, el emblema inercial de las conmemoraciones (porque ni a logo pudimos llegar, carajo), balaceado, como seguramente lo fue alguno de los ociosos señalamientos de la Ruta 2010, pero con la leyenda tan escuchada el año pasado: «nada que celebrar». A mí me podrán dedicar muchos improperios por lo que voy a escribir, pero una cosa es la pluralidad inevitable en esta sociedad cambiante, con necesidades y aspiraciones y rencores diversos, como es el México del siglo XXI, (empleada en vano para justificar algunos desmadres bicentenarios) y otra muy diferente carecer de una estrategia armada y coherente para desarrollar las acciones y decisiones conmemorativas desde una instancia de gobierno, que evitase que el «cómo festejar/y/o/celebrar/y/o/ conmemorar»  estuviese sujeto a los humores y biorritmos con que se levanta cada mañana un señor con peculiares conductas que hablan de insania mental. Pero de eso bien sabe Banjército, ya qué.

Y, del otro lado, curiosa posición ética del señor director de «El Infierno». ¿Cómo estar en desacuerdo con la idea de celebrar/y/o/conmemorar/y/o/festejar, insistir en el dichoso «no hay nada que celebrar» y entrarle a un concurso «oficial», para promover de manera «oficial», el cine del año de las conmemoraciones, y recibir un dinero «oficial», que, si bien no resuelve las cuantiosas necesidades de una producción cinematográfica, sumado a los muchos otros inversionistas, ayuda (al hacer una película no hay lana que esté de más), pues cómo no?

Hace ya rato que nos acostumbramos a que en los periódicos, entre notas y opiniones, se asegure que 2010 ha sido el año más violento de este régimen.  Y razones no faltan. Hay muchas historias reales, que, sin tener que llegar al tono de farsa que a ratos tiene «El Infierno», dan cuenta del crimen, de la impunidad del imperio de la ilegalidad y de los pequeños, medianos y grandes infiernos que se viven en lugares como Ciudad Juárez o  Tamaulipas.  Por eso, precisamente, «El Infierno», resulta políticamente correcta. Por eso, precisamente, su director, desde el principio la arrojó al mundo como una película «de protesta» dotando de nuevo sentido aquella curiosa expresión de principios de los años setenta. Por ello, precisamente, armó un pequeño revuelo por la clasificación del filme, pataleando porque desde la Secretaría de Gobernación se clasificó a «El Infierno» para ser vista por adultos, en contra de la opinión de Luis Estrada, que pedía, al menos, fuese «para mayores de 15 años», alegando, carajo, que hay en la película un «mensaje» para los jóvenes.  El que haya visto «El Infierno», no necesita ser muy inteligente para darse cuenta de que NO es una película que puedan ver por su cuenta y riesgo jovencitos como «El Diablito», personaje de la historia. Los adolescentes que vemos en estas dos horas, lo que saben de la vida es que quieren ser unos «chingones», como sus padres, amigos y parientes dedicados a diversas actividades criminales, que le piden a su tío que, cuando se muera, le hará un monumento funerario tan espléndido como el que le hizo a su padre, un sicario muerto. ¿De veras cree el sñeor director de «El Infierno» que todos los adolescentes  tienen conciencia social, tienen ya criterios sólidos para distinguir lo bueno de lo malo, lo legal de lo ilegal, y la miseria profunda del destino de los sicarios?  El comportamiento y los valores de estos chicos personajes de la película son hasta más impactantes que la imagen del escudo nacional bañado por la sangre del capo convertido en alcalde, balaceado por el Benny.

Si tienen ánimo, tiempo, ganas y disposición, pueden tomarse una Coca-Cola para no dormirse y autorrecetarse la entrevista que Ramón Alberto Garza le hace a Luis Estrada acerca de «El Infierno» y que viene en los extras de la versión en  DVD de la película. Es una entrevista malísima por aburrida -la neta, creía mejor entrevistador a Ramón Alberto Garza, a mí me tomó tres noches ver la entrevista sin quedarme dormida- pero ahí pueden ver en versión extensa los argumentos del cineasta Estrada.

Entre tanta corrección política y crítica en una película que NO ES un documental, que va del humor negro a la reproducción ácida de situaciones que a menudo se leen en periódicos chilangos y no chilangos, la  Academia Mexicana de Ciencias (?) y Artes Cinematográficas decidió ser, igualmente, políticamente correcta,  y decidió otorgarle a «El Infierno» los Arieles a: Mejor Película, Mejor Director, Mejor Actor (Damián Alcázar, El Benny, otra decisión que se me antoja incomprensible), Mejor Coactuación Masculina (Joaquín Cosío, el formidable Cochiloco que se lleva la película), y Mejor Edición, Mejor Sonido, Mejor Diseño de Arte (¿¿y las formidables reconstrucciones de época de «Hidalgo, la Historia Jamás Contada» y de «El Atentado»??), Mejor Maquillaje y Mejores Efectos Especiales.  Nueve Arieles, nada menos, como trofeo a la corrección política y a la afirmación de que, efectivamente, «no había nada que celebrar»; y como nunca hubo estrategia mediática que consolidara la idea de que SÍ había algo qué celebrar, así se quedaron las cosas en los Arieles.

En este punto también hay que decir que una película del Bicentenario se llevó el Ariel al mejor Largometraje Documental: «La historia en la mirada», de José Ramón Mikelajáuregui y producida, orgullosamente, por la UNAM-

Me consuela unas migajas que el Ariel a la Mejor Música Original se le entregó a «Hidalgo, la historia jamás contada»; disco del todo recomendable y que se debe al talento de Alejandro Giacomán.  Pero las nominaciones eran muchas y se las merecía esta espléndida película que demuestra cómo, en el siglo XXI, hay actores, productores y directores que pueden intentar con éxito un acercamiento diferente, antisolemne y gozoso a los padres de la patria. Todo eso significaba la nominación de Demián Bichir por su desempeño como Hidalgo, y las nominaciones de la película por Mejor Actor, Mejor Coactuación Femenina, Mejor Coactuación Masculina, Mejor Edición, Mejor Música Original y Mejores Efectos Especiales. Y tampoco entiendo porqué no se nominó a Mejor Película.

«El Atentado» consiguió nominaciones por Mejor Fotografía, Mejor Vestuario y Mejor Diseño de Arte, Mejor Maquillaje y Mejores Efectos Especiales. Si el jurado de la Honorable Academia hubiese sabido milagros y andanzas del peculiar don Federico Gamboa, tal vez Daniel Giménez Cacho se hubiese llevado una nominación por su encarnación del apasionado pero medroso «Pajarito». Esta película, que ahora en DVD muestra unos excelentes materiales extras y un muy elogiable detrás de cámaras, se merecía mejor suerte y mejor recepción del público. Su recreación de la novela de Álvaro Uribe, a su vez recreación de uno de esos extraños episodios de la historia del porfiriato, me parece, ahora y gracias al DVD una película que, ojalá, ganara los adeptos que la taquilla no le concedió.

«Chicogrande» obtuvo nominaciones por Mejor Película, Mejor Director, Mejor Coactuación Masculina, Mejor Actuación Revelación, Mejor Fotografía, Mejor Sonido, Mejor Diseño de Arte y Mejor Maquillaje.

En fin, que este ha sido el destino de las películas del Bicentenario que le entraron a los Arieles. «Héroes Verdaderos. Episodio 2: la Independencia», por los extraños relajos internos y financieros que se trae White Knight Creative Productions, ni siquiera se inscribió, y conste que era el único largometraje animado, dirigido a público infantil y juvenil, vinculado a las conmemoraciones. El colmo de los colmos, o los efectos de la maldición bicentenaria, como le quieran ustedes llamar, es lo ocurrido con «El Baile de San Juan», otra de esas películas que se ganó una lanita en la convocatoria de Conaculta, y que, se aseguró en repetidas ocasiones, se estrenaría más bien en octubre. A la hora de la hora, se acabó 2010 y nada. «El baile de San Juan» se estrenó hará cosa de un mes o dos, y pasó absolutamente inadvertida. Insisto, son cosas de la maldición bicentenaria. Ha de ser por eso que, dentro de un siglo, cuando los historiadores anden averiguando qué diablos hacíamos den 2010,  y busquen en los periódicos de 2011 los rescoldos de las conmemoraciones, se encontrarán conque «El Infierno» fue premiada como ejemplo de corrección política, como reflejo de un entorno de desánimo colectivo, como expresión de un sector de la sociedad que estaba convencida de que «no había nada que celebrar» y como amarga crónica de los días que vivimos; como la muestra de que el derecho de decir que «se está hasta la madre», como se ha puesto de moda afirmar, puede estar por encima de la creación cinematográfica que ilumina y enamora la mirada de los cinéfilos.

19
Nov
10

Pequeñas respuestas a pequeñas preguntas entretenidas: algo más sobre las voladas periodísticas

Llegan a este Reino multitud de pequeñas preguntas, algunas reiteradas e insistentes, otras de una especificidad que me encanta, una que otra que me pone la carne de gallina. En algunos casos,  se trata de preguntas tan específicas, que en algún rincón de este Reino está la respuesta correcta y exacta, como ha sido cuando llegan visitantes preguntando qué es, en la jerga periodística, qué cosa es «volar», y ya es consuelo que la respuesta de este Reino sirva para algo, sobre todo después de darme cuenta de que en el flamante «Diccionario del Español de México», editado por El Colegio de México (2 volúmenes,  mil 706 paginitas) que ÉSE es, precisamente el significado que está ausente. No me pregunten por qué, máxime que el Diccionario tiene un consejo consultivo amplísimo y prestigiados, sobre los temas más variados. Me encanta ver que hay un consultor para Esgrima, otro para «Marinería», uno para Entomología, para Aeronáutica, para «Ejército»,  Imprenta, Relojería, Veterinaria, ¡Ictiología! Sastrería, «Vocabulario Popular» (dicho en buen español, majaderías, insultos y peladeces) y, volviendo al tema, Periodismo. El consultor en este rubro es, ni más ni menos, don Miguel Ángel Granados Chapa, con suficiente prestigio y horas de vuelo como para que se le hubiera escapado esta peculiar acepción del verbo «volar», no porque él haya «volado» alguna vez en su vida, sino porque tantos años dirigiendo periódicos y noticieros, a él le van a venir a contar que no hay reporteros que inventan cosas. Las «voladas» sirven para muchas cosas, y hasta tienen consecuencias: se vuelven, como la volada que aquí hemos documentado al hablar de Jacobo Dalevuelta y los restos de José María Morelos, curiosidades historiográficas que, cuando se abordan con flojera mental, o poco rigor, se traducen en excursiones emocionantes aunque fallidas, quimeras que se persiguen sin ruta o destino concreto, decisiones que ocasionan, inclusive, el desembolso de recursos públicos.
Una volada puede ocasionar barullos impresionantes: en las redacciones se discute y se le da vueltas, intentando comprobar el alcance de la afirmación o de la nota que, usualmente ha publicado alguien de la competencia. La frase «¡es una volada!» se pronuncia en todo burlón, en tono escéptico, con incredulidad, con furia, incluso, cuando ya recurrimos a todas nuestras fuentes, no hallamos ninguna prueba del dicho del infeliz que lo publicó en otro periódico o lo dijo en otro noticiero, sabemos y hemos probado que el infeliz en cuestión está mintiendo, y no obstante, nos lo siguen reclamando en la redacción.
«Volar», visto así, no es poca cosa. Se requiere, como materia prima, la certeza de que la información del día está tan floja, y vale tan poco la pena para ser publicada o emitida,  que, en un momento de obnubilación, hasta los delirios más bestiales del burro que tenemos cubriendo partidos políticos, Secretaría de Seguridad Pública o la Cámara de Diputados empiezan a verse en la redacción como un material publicable. En segundo término, se necesita creatividad, inventiva y capacidad literaria para armar la invención y consolidar el embuste. De esto se deriva que no «vuela» la bestia más peluda y torpe de la redacción, el compañero más limitado, que a trompicones se mueve por sus fuentes y que la mitad de las ocasiones no entiende un carajo de lo que pasa en los sectores que debe cubrir. «Vuela» el que sabe el terreno que pisa, el que conoce las tripas de las fuentes que tiene asignadas, el que es capaz, en suma, de dotar de verosimilitud sus invenciones, el que puede volver, como Dalevuelta, un «a lo mejor», un «es posible que…»,  un «estamos considerando la posibilidad de….», en el anuncio de la inminente llegada de Cascos Azules a Cancún, para hacer se cargo de la seguridad de los asistentes a la inminente cumbre de cambio climático, como hizo, el sábado pasado, el periódico Milenio, que daba por buena dicha información en su página electrónica. A todo mundo se le pararon las antenas; muchos se preguntaban (nos preguntábamos) dónde estaban los reclamos y rollos y reacciones y pataleos de los mismos senadores que hicieron un gran drama cuando, en septiembre pasado, el gobierno federal les pidió votar, al cuarto para las doce (qué raro), el permiso para el ingreso de las tropas extranjeras que desfilarían el día 16 en las celebraciones del Bicentenario (Como don Porfirio: por eso los acusan, entre otras cosas, de una escandalosa falta de imaginación). Antes que reacciones y consecuencias (era, evidente y previsiblemente, un mitote de grandes consecuencias) hicieran crecer la información, levantando un oleaje formidable, los compañeros de Milenio optaron por desaparecer la nota, muy probablemente cuando se dieron cuenta del alcance de la bronca para la que habían comprado boleto.
Por eso, para «volar» se necesita también otras dos cosas, dos cualidades aplicadas al no tan sano hábito de inventar noticias: la primera,  audacia. Se necesita audacia y valentía para dar el salto y soltar el invento o la exageración o la interpretación que se ha ido hasta la cocina, arañando los terrenos de la novela. Por otro lado,  se necesitan nervios bien templados para aguantar la presión del jefe de información o del editor de la sección, o hasta del director editorial que, intuyendo, oliendo la volada, apergollará al volador y lo zarandeará y someterá a interrogatorio hasta que le encuentre mínimos visos de verosimilitud al rollo que el bicho en cuestión aspira a que se le publique. Insisto, no es poca cosa «volar».  Tal vez sea bueno mandar un correíto a los caballeros de El Colmex para agregar estas humildes reflexiones.
 Pero esta es solamente alguna de las preguntas que llegan a este Reino y garantizan momentos de sano esparcimiento. Aquí dejo algunas respuestas o no-respuestas que sirvan para orientar a las visitas:

Respecto a las numerosas preguntas sobre los personajes de la película «El Infierno», un par de cosas: aquí no sabemos cuántos cárteles hay; menos sabemos cuántos cárteles de sicarios existen. Me temo que debo aclarar a algunos la perra duda: Ni el Benny ni el Cochiloco (este Cochiloco) existieron de verdad. El Cochiloco legendario (un señor de apellido Salcido que no es el Gordo Mata que en la película se cambia su apodo de infancia por el del Cochiloco) años ha que murió y no precisamente en su cama. Y sí, con la pena: el Benny sí se muere en la película.

La  «escena de sexo con el Padre de la Patria» ha resultado muy popular, y efectivamente, es uno de los momentos importantísimos de la hermosa película que es «Hidalgo: la historia jamás contada», y la protagonizan Ana de la Reguera (Josefa Quintana) y Demián Bichir (Miguel Hidalgo).

Los que siguen preguntando por los restos de Hidalgo, la ruta es, en breve, esta: fusilado en Chihuahua, decapitado. La cabeza, diez años a Guanajuato. El resto del cuerpo, enterrado en la misma Chihuahua, como los restos de Allende, Aldama y Jiménez, todos rigurosamente decapitados. Las cabezas, también a la Alhóndiga de Granaditas. Todos los restos, exhumados en 1823 y después de un triunfante show de desagravio por el Bajío, llegaron a la Villa de Guadalupe, y después de una breve estaca en la iglesia de Santo Domingo,  depositados en la Catedral Metropolitana, donde pasan de una capilla, la capilla de la Cena, a la cripta que estaba debajo del altar de los Reyes y de ahí a la capilla de San José, ruta con un intermedio, hacia 1895, donde los sometieron a un vigoroso lavado. De ahí a la Columna de la Independencia, y en este año, de paseo en el Castillo de  Chapultepec y luego a Palacio Nacional, a una especie de capilla ardiente histórica, donde se quedarán hasta el año que viene.

La tumba de Agustín de Iturbide es la Catedral Metropolitana de la Ciudad de México, donde, en una bonita urna, en la Capilla de San Felipe de Jesús, están los restos del señor al que apodaban «El Dragón de Fierro». Para los morbosos, el cráneo sí tiene tiro de gracia. Luego les enseño unas fotos.

Los fuertes de Loreto y Guadalupe, escenarios de la batalla del 5 de mayo de 1862, forman parte de un desarrollo arquitectónico que, me cuentan desarrolló Pedro Ramírez Vázquez, que incluyó la restauración de la zona, la colocación de carteles patrióticos escritos con mucha buena voluntad y el establecimiento de un museo de sitio. Hay que agregar, para satisfacer la perra duda, que sí se acuñó una moneda de oro conmemorativa del centenario de la batalla. Solamente la he visto en periódicos de 1962, y es tan mala la impresión que ni valía la pena traerla.

En cuanto al corazón de Melchor Ocampo, sí, es preciosa la paradoja: el corazón de uno de los liberales más liberales de la generación de la Reforma, está guardado como reliquia laica en el antiguo Colegio de san Nicolás, en Morelia, y muy bien cuidadito.

Satisfechas algunas curiosidades, miro por la ventana. Alcanzo las luces del espectáculo del Zócalo, una tercera versión de los recorridos históricos que, con desigual fortuna, se han montado para las conmemoraciones de este año. De eso, aún hay tanto que escribir…..

10
Oct
10

Cinema Bicentenario. Episodio 2: El Infierno

Casi parecería natural que, después de un atentado, sobreviniera el infierno. Con esta curiosa lógica, después de «El Atentado», se estrenó «El Infierno». Me cuentan que a esta película, dirigida por Luis Estrada y estelarizada por Damián Alcázar,  le está yendo bastante bien. Me pregunto, sin embargo, si esta es una película que podamos llamar «del Bicentenario». Acaso lo sea, esencialmente, porque el guión participó de la convocatoria del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, y fue seleccionado, fuera porque algunos elementos de la historia parecieran, como veremos, vinculados a las conmemoraciones, o porque, como afirman algunas malas lenguas, fue la opción que el Fonca y el CONACULTA encontraron para propiciar una «percepción» de que, aún desde una instancia oficial, se admite la crítica, aún cuando el discurso inicial de la película afirme que, en este 2010 no hay nada que celebrar.

Entrar a la página de El Infierno es, de entrada, impactante. Recibe al navegante una de esas placas que en algunas  carreteras sirven para identificar las llamadas Rutas 2010 (asunto por demás poco claro en los hechos y en las propias carreteras), que, acto seguido es balaceada. La premisa inicial de este filme es la frase que tantos ha repetido a lo largo de los últimos meses. «No hay nada que celebrar». Y a partir de ahí la crónica se mezcla con las leyendas urbanas, con la nota roja, con el mundo del narco. El resultado es un trabajo con humor negro, muy negro, que no carece de profundidad; con la ácida intención de recordarnos, de restregarnos en la cara que hay más en el país que fiestas en el Paseo de la Reforma; de preguntarnos, con torcida pero tal vez bienintencionada curiosidad, si deveras nos creemos eso de que son, en este año, «200 años de ser orgullosamente mexicanos». Y para demostrarlo, nos cuenta la historia de un mexicano de la frontera, Benjamín, El Benny.

Con un acento que suena como a Chihuahua, el Benny, deportado después de trabajar quién sabe cuántos años en Estados Unidos se encuentra con un México polvoriento, donde los narquitos locales, a bordo de sus camionetas, imponen su ley. Asesinatos en  las esquinas,  narcomenudeo, violencia y todo, bajo el mando de un cacique que reitera esa peculiar paradoja de algunos mexicanos;  capaces de ser amorosos patrones y al mismo tiempo homicidas que hacen gala de violencia. Doblegado por las circunstancias, por la falta de trabajo, por las ganas de hacerse una vida mejor, el Benny decide que tiene que jugar el juego y, apadrinado por su amigo de la infancia, conocido ahora como El Cochiloco, se vuelve uno más de los  trabajadores responsables de vender droga, meter en orden a los que repelan, repartir los sobornos a la autoridad y, con alguna frecuencia, matar y desaparecer a los rivales del mercado o a los delatores.

 El Infierno es una película con una importante dosis de violencia. En las vísperas de su estreno, bullía la polémica porque el director, queriendo anticiparse a las circunstancias, alertaba sobre la posibilidad de  que la clasificación se empleara como un recurso de censura encubierta, y de esa forma evitar la clasificación «C», exclusivamente para adultos, para obtener una clasificación «B 15», a donde pueden entrar mayores de 15 años, con la consecuente ventaja de taquilla, al  ampliar el margen de público. El argumento para buscar esta clasificación consistía en que, en la película, hay un «mensaje para jóvenes», encaminado a disuadirlos de buscar en la delincuencia las oportunidades de vida que podrían obtenerse con el estudio o con el trabajo legal. Quien haya visto la película ya, se queda con la razonable duda: al final nos quedamos con que un jovencito de quince años regresa a cobrar venganza por el homicidio de su madre, de su padre y del Benny, que es su tío; un jovencito que quiere ser «un chingón» como su padre, sicario apodado «El Diablo»: ganar mucho dinero, tener buen auto y, de ellos -se infiere en la película- cuanta mujer le parezca atractiva. El final de la película es incierto: el Benny se muere, se muere el Cochiloco, se mueren otros más, el hijo del narco-cacique, algunos policías locales, pero narrativamente no se concluye que el crimen, sea cual sea su forma, no paga. Más bien, se queda planteada la duda: ¿será que el crimen siempre conduce a la muerte?

El Infierno es una cubetada de agua fría para los que crean que, «aunque no lo parezca, estamos ganando la guerra», porque les recuerda que la perra realidad es la perra realidad, para todos los casos.  La imaginería chilanga detecta exageración y humor negro en la película, pero también se resiste a aceptar que una buena cantidad de las cosas que se ven en la película ocurren, han ocurrido y ocurrirán en algún punto del país, más bien lejecitos de los espectáculos de Paseo de la Reforma o de las tiendas de Presidente Mazaryk.  Todo al mismo tiempo y en el mismo lugar, quién sabe, pero no todo es resultado de los delirios del guionista.

Lo cierto es que, en esta película, el Bicentenario aparece metido con calzador y unos cuantos empujones. El Infierno es una película que recrea, a ratos en farsa, a ratos en crónica descarnada la vida en algunos puntos del país. Nadie duda que las tumbas que albergan los despojos de estos narcos y sicarios de liga menor sean como aparecen en la película; nadie duda que la ropa, los hábitos, los objetos responsan a eso que ahora llamamos «la narcocultura». Pero eso ocurre antes, durante y después del año de los centenarios. Si la película tiene un vínculo directo con el México 2010, es porque la acción se desarrolla en el año de las conmemoraciones, porque vemos una ceremonia cívica como las que se llevan a cabo en muchas escuelas del país, y donde, paradoja, el narco local financia las composturas de la escuela porque los recursos estatales o federales nunca llegarán.

 

Hay dos versiones del cartel promocional; esta es la primera.

Si la secuencia final tiene lugar a la mitad de la celebración local del Bicentenario, en pleno «Grito» protagonizado por el narco-cacique, que encima, es presidente municipal,  es una circunstancia fortuita, debida a la voluntad del guionista. Son escasos los momentos en que se plantea lo que se pretende ser la gran contradicción de este año, contradicción que muchos han señalado: cómo, a razón de qué, para qué celebrar cuando la delincuencia es legión, la inseguridad es grande y en algunas poblaciones abundan los chamaquitos que no piensan en ir a la universidad, sino ser «chingones» como el tío, el compadre del papá, como el hermano mayor que hacen del narcomenudeo su forma de vida. Es válida la crítica, pero la historia se encuentra más allá del Bicentenario. Incluso, diría que una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa. El Bicentenario aparece como un pretexto para contar una historia  que no necesita aludir a las conmemoraciones cívico-históricas para funcionar.  No se necesita el Bicentenario para echarnos en cara la tendencia chilanga a no ver lo que ocurre en otras partes del país en su real dimensión. Aunque admito que, de no haber entrado en el paquete de las películas bicentenarias, es muy probable que «El Infierno» no me hubiese llevado a sentarme en una sala de cine, la peculiar circunstancia de que aparezca entre los estrenos de la temporada dan qué pensar. Es otra voz, diferente, que reclama un espacio, dentro del años de los centenarios, para pensar en estas cosas, para no olvidarlas. Y no hay, no ha habido censura. este juego gráfico de los dos carteles, uno con censura y otro sin, para lo único que funcionan es para demostrar que lo prohibido, como ha sido desde hace mucho, jala y tiene audiencia. Nomás asómense a leer los edictos de la inquisición, que a fuerza de prohibiciones, fijaba los criterios de los best sellers se hace dos siglos. La ventaja del cartel sin censura, es que aparece el perro que es indispensable en todas las historias que valen la pena. Con todo, El Infierno  vale la pena.

Y, como ya lo hemos dicho aquí, en todas las historias de la Historia, hay un perro.

Este DVD, cuando salga, tendrá que ir a engrosar la videoteca, más por el hecho de haber entrado formalmente en el paquete Bicentenario que por convicción de realmente lo sea. Tiene más que ver con el año de los Centenarios el discurso armado alrededor del filme, que tenía su dosis de reflexión breve, relampagueante. Pero, no finjamos inocencia: la estrategia funcionó también en el sentido comercial, y bastante bien.




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