Para mí, «Hidalgo, la historia jamás contada», dirigida por Antonio Serrano, es la mejor película del paquete Bicentenario. Podría decir a secas que se trata de una película espléndida y dar por cerrada esta parcela del Reino. Pero es un filme que entusiasma, que emociona y que produce un montón de «clicks» para disfrutarlo, para verlo un montón de veces y para pensar en las muy curiosas reacciones que ha despertado.
Yo me enamoré de esta película desde que vi el tráiler en YouTube. Ver a Miguel Hidalgo tocando su violín, bailando, riendo a carcajadas, me resultó profundamente conmovedor. Ver al cura de Dolores re-cobrar textura, sonido, carne apasionada y hasta enamorada. Hidalgo arropado por la música esplendorosa de Alejandro Giacomán, Hidalgo que galante se inclina ante una Ana de la Reguera con uno de esos escotes dieciochescos impactantes; el mismo Hidalgo que leemos en los documentos, en los testimonios. Si alguien tiene la paciencia y el cuidado para revisar ese utilísimo libro de Carlos Herrejón, que compendia los documentos que respecto a Hidalgo conservamos, «Hidalgo. las razones de la insurgencia y biografía documental» y tenerlo muy en cuenta a la hora de ver esta película deliciosa, va a encontrar una bonita consonancia entre el Hidalgo retratado en las denuncias inquisitoriales y el Hidalgo que vemos protagonizando su «historia jamás contada».
Paradójicamente, las críticas que se han aplicado a esta película hablan de situaciones peculiares en cuanto a la cultura histórica de los mexicanos. A estas alturas, parece muy evidente que la gente de este país sí tiene ganas de historia, apetito de historia, gusto por la historia. Usualmente, sus conocimientos históricos no suelen ser proporcionales al entusiasmo con el que se interesan por el pasado nacional.
Esta situación ha producido, en torno a «Hidalgo, la historia jamás contada» reclamos que, de repente, se antojan extraños pero que, si los pensamos con cuidado, hablan de situaciones más allá de la propia película. Me explico. hay quienes se quejan de que en la película «no se ve el Grito», que «dónde está el Pípila» (ese SÍ que es un reclamo bicentenario), que «creían que se iba a ver más de la independencia», que «casi no se ve nada de la independencia» . Esos son los reclamos de la gente de a pie, de la gente común y corriente, de los cuales se pueden desprender varias conclusiones:
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Pese a los esfuerzos de la producción de «Hidalgo, la Historia Jamás Contada», y de las repetidas ocasiones en que se difundió el proceso de rodaje de «Hidalgo Moliére», nombre original de la cinta, lo cierto es que hubo muchos que fueron y van a verla con la expectativa de ver una película histórica o bien en tono épico, o bien en tono de lección edificante, más cerca de «La Virgen que forjó una patria», donde, con todo y su corrección histórica, y hasta eso, a Hidalgo nunca le desaparece del rostro una cierta sonrisilla traviesa (Zorro tenía que ser).
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Hay una serie de personajes que, al parecer, en la imaginería colectiva, son inseparables de Hidalgo. No me refiero a algunos desatinos memorables, como el de un librito que compré hace algunos meses afuera de la fortaleza de San Juan de Ulúa, donde se asegura que Fray Servando Teresa de Mier era «compañero de Miguel Hidalgo» (pero ni de tragos, caray). Me refiero al conjunto de protagonistas del movimiento insurgente que se juzgan indispensables en cuanto una producción fílmica decide abordar la figura del padre de la patria: Josefa Ortiz de Domínguez, Allende, Aldama, Jiménez, el Pípila (otra vez). Parte de los reclamos que quieren ver Historia donde hay solamente historia (una historia deliciosa, es necesario insistir), radica en que hay muy poco Allende, una pizca de Morelos, ni un suspiro de Corregidores. Una vez más, a pesar de que toda la información difundida acerca de la película, antes de su estreno, donde, me parece, quedó claro que se trataba de escribir un fragmento de una historia personal, íntima, de Miguel Hidalgo, como pudo haber sido, hay gente que quiere ver a SU Miguel Hidalgo en la pantalla; no al Hidalgo que pudo haber existido, a quien re-construye el guión de Leo Mendoza y el propio Antonio Serrano; tal vez los que se llaman decepcionados aspiran al Hidalgo de la narrativa de la escuela primaria, al Hidalgo que grita mueras al mal gobierno y que advierte de la necesidad de ir a coger gachupines.
- Por eso resulta interesante el reclamo de la gente: muy bien, es Hidalgo, pero, ¿por qué no da el grito? ¿por qué no lo vemos en su caballito blanco y con su estandarte de la Guadalupana? ¿por qué el héroe de la película no es un poco más héroe de la patria, por favor? En suma, reclaman algunos, ¿dónde anda el Padre de la Patria? En la puerta les responden: «Está montando una obra de teatro, ¿sabe? Al señor cura le entró la ventolera de traducir a Moliére». Al otro lado de la puerta, en el patio, se oye un minuetito barroco delicioso, para luego pasar a un Chuchumbé espléndido, ejecutado con muchas ganas por la pandilla de músicos que engrosaban el reparto de la Francia Chiquita.
- Tan, tan, llaman a la puerta de nuevo. Disculpe, ¿el padre Hidalgo? ¿Dónde encontramos al señor que dice Edmundo O´Gorman que «hirió de muerte al virreinato» y que debería andar encabezando muchedumbres? A estas alturas, del otro lado de la puerta se oye el ruido de una pachanga memorable. «Acá anda» -responden- «Pero las prioridades cambian con el tiempo. Aquí, en la Pequeña Francia, ese que buscan aún no existe, aún no ocurre. Pero ocurrirá. Ya es posible entreverlo. Si quieren preguntar dentro de unos años, y allá adelante, en Dolores, con seguridad los atiende. Todavía le falta que le embarguen las haciendas de la familia, que uno de sus hermanos muera afectado por la ruina familiar (una de las muchos casos derivados de la dichosa Consolidación de Vales Reales), que la Inquisición lo quiera juzgar por todos los chismes que se dicen de esta casa de San Felipe y que, pese a todas sus indagaciones, Flores, el fiscal inquisitorial, acabe por concluir que muchos de los acusadores carecen de pruebas sólidas para acusar al señor cura de hereje, libertino y escandaloso. Con su permiso, que ya tocan un jarabe».
- Los años de la Pequeña Francia son poco conocidos por el común de la gente, pero contienen una buena cantidad de momentos interesantes en la biografía de Miguel Hidalgo, al que aún no se le ocurría convertirse en padre de la patria y en los que, a partir de esta película, muchos querrán saber más. «La Historia jamás contada» hace pensar en la clase de hombres que eran los párrocos del siglo XVIII, cuántos de ellos no tenían una definitiva vocación de pastor de almas. Eso se verá a la hora de la guerra de independencia, cuando aparte de Hidalgo, de Morelos, de Matamoros, anden en el mitote una buena cantidad de curas, como el mercedario Navarrete, que, cuentan, era bastante feroz, como el Padre Chocolate que, se cuenta en Alamán, tenía una clara tendencia a inmiscuirse en todos asuntos (y algunos muy feos), el Padre Zapatitos, del que solo sabemos que andaba en la bola, del Padre Chinguirito, del cual ignoramos todo, menos que andaba por Valladolid cuando Hidalgo y sus huestes entraron a la ciudad, y que «carecía por completo de vocación religiosa». Es cierto que no les aplaudían a los curas con mujer e hijos, pero tampoco constituían una rareza. Morelos confesará la existencia de sus hijos durante su proceso. Hidalgo no lo confesó en su juicio, y ese es el elemento en el cual se apoyan quienes opinan que nuestro cura redivivo en Demián Bichir no tuvo descendencia. «Bueno, tampoco le preguntaron», opina mi querida Lupita Jiménez Codinach.
Esta película genera tanto qué pensar en torno a Miguel Hidalgo, que aún quedan cosas que decir. De hecho, si no fuera así, no estaríamos , medio mundo, aguardando con inquietud hasta emocionada (nariz húmeda, bigotes temblorosos) LA biografía de Hidalgo escrita por Herrejón y que se promete de pronta aparición. En el inter, corran a ver «La Historia Jamás Contada». Ojalá se emocionen tanto como yo.
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