Posts Tagged ‘Martín Luis Guzmán

17
Oct
15

Perro… ¿come perro?

buendia

Las generaciones de periodistas que podrían ser englobadas en lo que Jose Luis Martínez S llama «la vieja guardia» tenían un dicho que con frecuencia aparece, entre bromas y veras, en el habla cotidiana del gremio como es ahora: «perro no come perro». Con el paso de los años, naturalmente, la frasecita ha tenido que pasar por las pruebas del ácido y de la brecha generacional.
A algunos, «perro no come perro» les suena a contubernio, a complicidad en esos recovecos de valores entendidos que no se han ido de las redacciones y espacios similares. A otros, les suena retro, demodé.
Pero en tiempos en que asesinan periodistas y no falta alguien del gremio que diga dubitativo: «vayan a saber en qué andaba», a ratos parece que este mismo gremio anda, en muchas cosas -moral, profesional, operativamente- algo, bastante desamparado.
A como andan las cosas, no volveremos a ver esas reuniones multitudinarias en las que los periodistas arropaban a un colega amagado por el poder político o fáctico teñido de prepotencia. Es decir, «mostraban músculo».

Así lo hicieron en 1945 cuando a Martín Luis Guzmán -tan reportero como el que más- se le ocurrió bronquearse con el clero cuando a los honorables señores se les ocurrió andar haciendo procesiones en Semana Santa, estando prohibidas las manifestaciones de fe públicas.
En aquella ocasión, donde se invitó a 600 periodistas y yerbas afines y según Salvador Novo llegaron «como 3 mil», algunos acelerados hasta propusieron crear un «periódico liberal» que no se hizo realidad porque la concurrencia -con excepción de Siqueiros, que se cayó al punto con mil pesotes de los de entonces- andaba corta de fondos.

Así lucía don Martín Luis en su despacho del Semanario de la Vida y la Verdad.

Así lucía don Martín Luis en su despacho del Semanario del a Vida y la Verdad.

Bastantes años más tarde, los suficientes como para que algunos se acuerden y otros no tengan la más remota idea de lo que aquí digo, un gobernador de Guerrero -caramba, qué coincidencia- llamado Rubén Figueroa, tuvo la mala ocurrencia de amenazar al columnista Manuel Buendía. La solidaridad gremial se manifestó en otra reunión, igualmente masiva, en el restaurante del desaparecido Hotel del Prado, en julio de 1979.
Durante ese encuentro solidario, Buendía, a quien yo no conocí -lo mataron el mismo año que entré a la licenciatura- dijo algo que aún es válido, a pesar del tiempo transcurrido: “Allá, en los pueblos del interior, es donde el periodismo requiere auténtica valentía personal, porque las banquetas son demasiado estrechas para que no se topen de frente -por ejemplo- el periodista y el comandante de policía de quien aquél hizo crítica en la edición de esa misma mañana. Aquí la incomodidad más seria que sufrimos es la de no encontrar mesa en nuestro restaurante favorito de la Zona Rosa.»
En 1984, cuando le pegaron de balazos a Buendía a la salida de su oficina en la colonia Juárez, el gremio, además de indignado, muy asustado, convirtió el funeral del columnista en una demanda generalizada de justicia y seguridad para el gremio. Pero de ese momento, una señora con décadas en este oficio a la que me honra llamar amiga, le dijo a otro cercanísimo amigo: «entonces, fue el miedo el que nos unió».
Pienso todas estas cosas al enterarme que el columnista Jorge Fernández Menénez -que tiene sus fans y sus malquerientes- acusa al columnista Julio Hernández -que tiene sus fans y sus malquerientes- de encabezar y promover uno de esos recursos ciudadanos que están tan de moda para darle corporeidad al derecho de pataleo, una petición colectiva enchange.org, que exige prohibir la difusión del documental «La noche de Iguala» realizado por Fernández Menéndez. Un integrante del gremio que promueve la censura al trabajo de otro integrante del gremio. Tantos años después, ¿resulta que perro sí come perro?
O, acaso, ¿hay integrantes del gremio que en los momentos pertinentes encuentran más rentable y/o conveniente y/o preferible el activismo al periodismo? Entonces no es un caso de «perro sí come perro», sino uno de «activista ex-perro pretende comer perro».
Como siempre ha sido en esta tribu, cada quién sus intereses y cada quién sus mieditos. Porque ese gran miedo que alguna vez acicateó el movimiento colectivo -y que, admitámoslo, nos ha llevado también a hacer osos espectaculares, como el que protagonizamos cuando unos guerrilleros mandaron al otro mundo a los vigilantes de la puerta del viejo edificio de La Jornada- no ha aparecido.

De modo que la polarización gremial sembrada hace unos cuarenta años en una historia que merece ser contada en otra ocasión,  ahora fructifica en la censura pública ejercida entre pares, de balcón a balcón. Es en días como estos que, con alguna melancolía, mi entrañable don Pepe Fonseca y yo volvemos a decirlo: ya no los hacen como antes.

19
Feb
15

Capítulos marginales de la Decena Trágica: El Honor Nacional

BALDERAS EN DECENA TRAGICA4

En esos días que los mexicanos aprendimos a llamar la Decena Trágica, se despliegan, como hilos paralelos, numerosas historias; evidentemente, algunas más trascendentes que otras. Con el paso de los años, muchas de ellas se perdieron, otras permanecieron, pero se disfrazaron y hasta se distorsionaron para convertirse en cosas raras, gracias a la flojera de algunos investigadores y a la facilidad con que se repiten datos que acaban por volverse lugares comunes en ciertas narrativas históricas. Tal es el caso de un fantasma, el fantasma de un periódico, que solamente ganó materialidad postrera gracias a un personaje entrañable para este Reino: don Martín Luis Guzmán.

LA IMAGEN FUGAZ DE EL HONOR NACIONAL

Todas las semblanzas de Martín Luis Guzmán mencionan su participación en la publicación de un periódico, editado en los días más oscuros de la Decena Trágica y la caída del maderismo: El Honor  Nacional. El dato, a falta de referencias más sólidas, e independientes del dicho del escritor y periodista, se ha repetido de uno a otro de los trabajos biográficos sobre Guzmán, sin mayor avance o indagación sobre el tema.

Solamente el ingeniero y político, amigo personal del joven Martín Luis, y a la sazón su jefe en la Dirección de Obras Públicas del Distrito Federal, ofrece algunas claves para saber de los avatares de aquella fugaz publicación. Según refiere Alberto J. Pani, que era el funcionario en cuestión, la hechura de esta hoja suelta –que así la define- de vida brevísima, fue una de las acciones que una combinación de militares y civiles leales al régimen de Francisco I. Madero desarrollaron para enfrentar la crisis política que generó el levantamiento de Félix Díaz y Bernardo Reyes:

«…ese grupo de civiles, al que cada día se incorporaban nuevos adherentes, desempeño, durante la Decena Trágica, difíciles y peligrosas labores complementarias o supletorias de la acción desarrollada por la Comandancia Militar contra los alzados de la Ciudadela. Entre ellas cabe mencionar –por ejemplo- las de aprovisionamiento de las tropas –deficientemente hecho por la Comandancia Militar- las de la instalación de la red telefónica de dicha Comandancia con los jefes de las diversas fuerzas que atacaban la Ciudadela y las de redacción y publicación de una hoja suelta diaria, titulada “El Honor Nacional” y encaminada a contrarrestar el efecto depresivo que sobre la masa de la población y, principalmente, sobre la parte leal del Ejército pudiera producir la activa propagación de mentiras con que los reaccionarios y clericales contribuían, cobardemente, al derrocamiento del régimen democrático.«

En ese grupo de militares y civiles, Pani menciona algunos nombres, aunque no el de Martín Luis Guzmán, no obstante que éste era su secretario particular en la Dirección General de Obras: están Juan F. Urquidi, hermano del subsecretario de comunicaciones Manuel Urquidi; están dos miembros más del clan Pani, Arturo y Julio, hermanos del Director  de Obras, Miguel Alessio Robles, el diputado Carlos Argüelles, el doctor Ramón Puente, Samuel Vázquez, los ingenieros Modesto C. Rolland, Froilán Álvarez del Castillo y Efraín R. Gómez. Llegan también Luis M. Hernández y el profesor Enrique Peña –que se hará cargo de la corrección de pruebas de El Honor Nacional. Y, aunque no le menciona en esa relación breve de los hechos, es improbable que Guzmán fuese ajeno o no estuviese involucrado en el proyecto, cuando las circunstancias del momento exigían la cercanía y presencia de todos aquellos que, de probada lealtad, apoyaran al gobierno maderista en crisis.

Durante años, los biógrafos o aspirantes a biógrafos de Martín Luis Guzmán, empezando por Fernando Curiel, aseguran que no hay rastro del tal periódico, y sospecho, entre otras cosas, porque no se ha buscado a profundidad, o porque no lo hemos buscado donde realmente habría probabilidades de que estuviera. Susana Quintanilla afirma que hasta la fecha «nadie ha dado con un ejemplar» y yo creo que se debe a que no nos hemos puesto a buscarlo, ninguno de los que hemos escrito sobre don Martín Luis, con la debida seriedad.

El hecho de que, hasta la fecha no se hayan localizado ejemplares de la edición, tiene que ver con el perfil del material y el propósito para el cual se realizó. Atenidos a la descripción de Pani, -al que por alguna razón que desconozco y me intriga, nadie le hace el menor caso, ni lo consulta como fuente en las biografías de  don Martín Luis, con excepción de Jaime Ramírez Garrido y una servidora- para hacer El Honor Nacional se optó por su brevedad, rasgo característico, manejable y de rápida distribución, de mano en mano, y como un material de claros propósitos contrapropagandísticos, destinado a frenar la desconfianza entra la población y la defección de las tropas leales.

Pani agrega que la hoja suelta estaba dirigida, principalmente, a las tropas leales al régimen maderista, en un intento por evitar posibles defecciones, y, sólo en segundo término, a la población de la ciudad de México. Si se considera que durante la Decena Trágica, muchas familias se encerraron en sus hogares y hubo quienes, hallándose fuera de ellos, se quedaron encerrados en sitios tan extravagantes como el Café de Tacuba, sin animarse a salir a la calle en esos diez días, resulta comprensible que El Honor Nacional tuviera una circulación limitadísima.

Para El Honor Nacional, Francisco I. Madero dictó un artículo el 17 de febrero de 1913, que debió aparecer en la edición que debió aparecer hoy hace 102 años, el día 18. Pero el periódico ya no pudo circular, pues, no bien Alberto J. Pani salió a la calle, después de  cerrar la edición, se enteró de la aprehensión del presidente Madero por el general Aureliano Blanquet. Allí se acabó la circulación de la hoja suelta. Incluso, la última edición, estimaba Pani, se quedó sin distribuir, y consideró que la corrección de las pruebas de esa última edición de El Honor Nacional, hecha por él y por su hermano Julio, fue también la última de las actividades «oficiales» que desempeñó durante la Decena Trágica.

El artículo de Madero fue escrito porque, convencido de los leales estaban ganando la batalla en la Ciudadela, “estaba tan de buen humor que me ofreció su colaboración para El Honor Nacional” -pobrecito, don Pancho- en uno de esos casos de desfortuna que nos impide leer las últimas frases políticas del presidente Madero, y a diferencia de otros materiales periodísticos que sí copió Pani para su libro, éste no fue reproducido en»Mi contribución al nuevo régimen», escrito en una época en que intentaba tundirle a José Vasconcelos -que lo detestaba, lo despreciaba y le apodaba «Pansi»- por las abundantes majaderías que contra él había escrito el tempestuoso Ulises Criollo. Eso sí, Pani reseña que el texto comparaba las acciones y lealtades del Senado y de la Cámara de Diputados con respecto al régimen maderista.

Azarosa, como aquellos días, fue la existencia de El Honor Nacional. Se imprimía en los talleres que poseía la Secretaría de Comunicaciones, en la Aduana Vieja de Santo Domingo, hoy la parte antigua del edificio de la Secretaría de Educación Pública, y si no se ha localizado aún, ejemplar alguno se debe, precisamente, a su materialidad de hoja suelta, generada y distribuida a las volandas, en momentos donde la mera distribución de ese impreso recién hecho, implicaba riesgo para la vida.

Don Martín Luis, en sus años mozos. Tenía 25 años en los días de la Decena Ttrágica.

Don Martín Luis, en sus años mozos.

Tiempo después, Martín Luis Guzmán escribiría en «El Águila y la Serpiente», inspirado en los días previos a su partida hacia el norte del país junto con Pani, los riesgos que se corrían al hacer resistencia, con la “guerrilla de pluma” tan cara a los decimonónicos, ejercicio que no sólo tenía que ver con la fugaz hoja suelta, sino con las actividades, que, separados de sus empleos en el gobierno, desarrollaron en los primeros meses del régimen huertista, y que, evidentemente, no les eran nuevos; muy probablemente, tenían como origen los mil y un artificios desarrollados para hacer circular El Honor Nacional. Leídos un siglo después resultan de una temeridad que no deja de tener un toque de suicida ternura:

«En la capital de la República, Alberto J. Pani y yo actuábamos, motu proprio, como avanzada de la Revolución –avanzada sin armas, se entiende, mas no sin pluma ni, sobre todo, sin dactilógrafa-. Documento subversivo que caía en nuestras manos era documento destinado a circular profusamente. Hacíamos las copias cuándo en el despacho del ingeniero Calderón, cuándo en nuestras casas, y las distribuíamos por procedimientos de propaganda tan primitivos como audaces. Solíamos ir por la calle y detener, de pronto, como frase perentoria, al transeúnte de aspecto propicio: “Tome usted: léalo y páselo a sus amigos”. Solíamos también, en las oficinas del Correo y del Telégrafo, dejar olvidados en las mesas los papeles vengadores… Así fue como algunos escritor revolucionarios conocieron más lectores que El Imparcial.»

Esos “escritos revolucionarios” no eran parte de El Honor Nacional. Algunos investigadores han señalado como fecha de muerte del periódico mayo de 1913, fecha en la cual intenta Guzmán su primera salida del país, con la pretensión de unirse a la rebelión que, contra Victoriano Huerta, se gesta en el norte. Errores de apreciación y falta de recursos lo devolverán a la ciudad de México al poco tiempo; y es, tras su regreso, en que se convierte, junto con Pani, en  agente propagandístico de los opositores al régimen nacido del cuartelazo. Pero esa circunstancia no significa la resurrección de El Honor Nacional. Huerta nunca mandó cerrar el periódico (como se atreve a escribir Julio Patán por andar repitiendo sin investigar)  por la sencilla razón de que la hoja suelta nunca tuvo una redacción propia, que su producción resultó relativamente escasa, y que se había terminado el día en que Francisco I. Madero fue aprehendido por los golpistas. Es probable, incluso, que el nuevo presidente, al calor de los acontecimientos, nunca hubiese visto el impreso.

De lo que sí tenemos testimonios es de la reunión sostenida entre Pani y José Vasconcelos, en la cual ambos personajes definen, en sus difíciles circunstancias, las “actividades revolucionarias contra la dictadura de Huerta”, que en adelante habrían de emprender. Guzmán explicará en qué consistió parte de esas “actividades revolucionarias”, en El Águila y la Serpiente, con detalles acerca de las circunstancias en las que sobreviviría en aquellos días, cuando él y Pani hacían su trabajo subversivo con tal éxito, que los agentes huertistas “empezaron a pisarnos la sombra”.

En adelante, la ruta hacia la Revolución sería el norte del joven Guzmán. Con la mirada adiestrada del joven repórter que ya era, recorrió el país para unirse a los hombres de las tierras desérticas de Sonora y Coahuila, No sólo es el escritor que ha hacho sus primeras armas en la revista Nosotros, ni es únicamente el joven inquieto que ve en la política el sino del resto de sus existencia. Viaja también el lector cuidadoso de aquellos días complejos: lee, lee el mundo y lo piensa; sus metas políticas y  su indignación lo guían; camina hacia adelante, a buscarse un mejor destino del que ha tenido hasta el momento.

Nadie más hablaría después del El Honor Nacional. Es perfectamente comprensible. Guzmán lo recuperará, en los recuentos de su vida, no todos, ciertamente. Pero en la amplia nota necrológica que en 1976 abarcará 26 páginas de Tiempo, dando cuenta de “La Muerte de Axkaná”, y que repite, en buena parte, la nota biográfica publicada en el mismo Semanario de la Vida y la Verdad en octubre de 1967, en ocasión de los 80 años del Director Gerente, está consignado. Probablemente, en algún repositorio, en un archivo aún no trabajado a fondo, aún se conserven algunos ejemplares de El Honor Nacional.

 

 

 

 

 

 

 

17
Ene
15

Rosario cincuenta años después: conversaciones entre un diablo y una musa

ROSARIO DE LA PEÑA JOVEN

Rosario en su juventud, cuando Acuña se prendó de ellla.

Si con las complicaciones alrededor del sepulcro de Acuña se hubiera terminado esta historia, los románticos empedernidos habrían estado felices. Total, los chismes malintencionados acabarían por borrarse en el vértigo del tiempo. Pero no.

Aparecieron en escena esos personajes que ya resultaban incomodísimos en las últimas décadas del siglo XIX, y que en las primeras décadas de la nueva centuria se habían vuelto aún más audaces, aún más necios, aún más preguntones: los reporteros, o repórters, como se les llamaba en esos días. Para esa peculiarísima especie, la llegada, en diciembre de 1923, del aniversario 50 del suicidio de Manuel Acuña, se transformó en potencial noticia: porque la tragedia romántica del poeta coahuilense aún tenía mucho cartel, y porque Rosario de la Peña aún vivía, y con ella, cada día, cada hora, la etiqueta de causante de una de los mayores melodramas sentimentales de las letras mexicanas.

Era inevitable que la existencia de Rosario llamara la atención de este nuevo tipo de periodistas; si hubiera privado el criterio decimonónico por el cual la mayor parte de los amigos y conocidos de Acuña, de Rosario, de Laura Méndez y Agustín Cuenca se callaron las bocas hasta que se fueron muriendo de vejez y/o enfermedad, nadie se hubiera planteado siquiera la posibilidad de ir a molestar a la antigua musa que, retirada de la agitada vida del México de los años veinte, residía en «la ciudad» de Tacubaya.

Era un año movido, 1923: la causa delahuertista bullía en el mar de secretos a voces de la política, y en septiembre se había armado un notable escándalo cuando «El Mundo», un joven y ambicioso periódico vespertino que competía con los grandes diarios matutinos y, al mismo tiempo, con la primera estación de radio, la de la cigarrera El Buen Tono, había publicado la nota de la inminente renuncia de Adolfo de la Huerta a la cartera de Hacienda para aventurarse en la lucha por la presidencia de la República. La nota, se debía, cuenta la leyenda, a la audacia del director gerente -y propietario- de «El Mundo» un hombre joven y enérgico, al que le sobraba pila para competir y hasta pitorrearse -bajo el seudónimo de «El Reportero Respondón»- de sus colegas a los que «se les iba la nota». El sujeto, en cuestión, era también diputado y respondía al nombre de Martín Luis Guzmán.

La audacia de Guzmán -que habría leído la carta de renuncia de De la Huerta antes siquiera de que la viera el presidente Álvaro Obregón y la había dado a conocer- provocó, como buen trancazo periodístico, un escándalo y un bulle-bulle generalizado, donde todos se hacían lenguas y los reporteros correteaban a los secretarios de Estado para saber si también iban a descubrir sus ambiciones políticas y renunciarían para entrar en la grilla. A Guzmán, la exclusiva le costó su periódico, con todo y estación de radio, y un exilio que duró largos años. A De la Huerta, el asunto le salió aún más caro, como se vio después.

Tales eran las notas de primera plana en el otoño de 1923, y la lucha por el poder no bajaría de intensidad. Pero Rosario de la Peña ya no pertenecía al mundo donde la grilla iba del brazo de las bellas letras, y los hombres que se disputaban la silla presidencial ya no eran los elegantes periodistas-poetas-políticos que en otros tiempos la cortejaban. Y aún así, la buena mujer, con 76 años a cuestas, de los cuales llevaba 50 de ser, de una u otra manera «Rosario, la de Acuña», no dejaba de significar un reto atractivo para un periodista avispado.

El periodista en cuestión está en los anales de la historia de la prensa mexicana con un nombre que apenas usaba: Roberto Núñez y Domínguez. Su nombre de guerra preferido era «El Diablo», y era veracruzano, de Papantla, para más señas. Llegó al periódico Excelsior en 1917, con 24 años, y no se fue de allí sino para morirse en 1970. Escribió como loco en el rotativo de Reforma y Bucareli. «El Diablo» es su sobrenombre más notorio, y lo había tomado de una ópera de Giacomo Meyerbeer estrenada en 1831, precisamente, Robert, le Diable. Su fuerte eran las crónicas teatrales, las crónicas taurinas y las entrevistas.

Inventariado en los activos de Excelsior, Roberto El Diablo dirigió Revista de Revistas entre 1940 y 1949, pero era de los colaboradores indispensables de la publicación desde que ésta había nacido, en 1910. También fue corresponsal en Madrid. Más de medio siglo de talacha periodística le permitió escribir varios libros y usar  montones de seudónimos. Si en una incursión por esos túneles del tiempo que se llaman hemerotecas, el respetable público ha leído materiales firmados por Pepe Montera, por El Duende de la Quimera, Cleóbulo, Rehilete, Rejonazo, y otros menos extravagantes, como Pablo de los Santos, Antonio Vargas Heredia o Fermín Garza, estaba leyendo a Roberto El Diablo.

Su producción dio para la escritura de varios libros, y en uno de ellos, «50 Close Ups», editado en 1935 por la editorial Botas, recopiló algunas de sus entrevistas más notables. Allí rescató la conversación, publicada originalmente en Excelsior, que sostuvo con Rosario de la Peña a fines de 1923,  en los días en que se cumplían los cincuenta años del suicidio de Acuña.

Y entonces Rosario habló. Y vaya que habló.

Rosario, en noviembre o diciembre de 1923, cuando Roberto El Diablo la entrevistó.

Rosario, en noviembre o diciembre de 1923, cuando Roberto El Diablo la entrevistó.

Roberto El Diablo conservó para el libro una fotografía de Rosario tomada cuando se hizo la entrevista. Ahí está, una anciana de cabello recogido en chongo y totalmente blanco, vestida de negro, con los ojos entrecerrados en un gesto que, si me preguntan, tiene mucho de hartazgo y de cansancio: hartazgo de que le pregunten, cansancio de que la gente recuerde. En las manos sostiene el famoso álbum de tapas de nácar donde sus amigos y cortejantes de los días de la República Restaurada dejaron poemas y galanterías; el álbum donde se encuentra el que llaman «el original» del Nocturno donde Acuña reclamaba la atención y el amor de la propietaria del objeto.

La entrevista es entretenida: tiene aún los giros del lenguaje heredados de los manuales de buenas maneras decimonónicos: «Dígame usted», «Permítame interrumpirla»; «Con todo gusto le respondo», etcétera, etcétera, etcétera. Aún no son los tiempos de los estilos directos del quehacer noticioso. Acaso todos estos circunloquios estorben, finalmente, el valor informativo de la entrevista. Pero como sea, existió y se publicó, la que, hasta el momento, me parece la última declaración pública de Rosario de la Peña, pues ella murió al año siguiente, tal vez aligerada un poco, después de hablar con el reportero, del cansancio existencial que le debe haber provocado el chiste de Acuña. Por demás, resulta evidente que al entrevistador le pesa en la memoria la leyenda de la dama entrevistada; de ahí su descripción, su búsqueda de la mujer conservada en la memoria de las letras mexicanas: «En los ojos profundos perduran reflejos del fuego propicio a Eros, en que se abrasaron tantos corazones». Y, al leer esto, me parece que hallo el primer indicador de lo que buscaba el reportero de Excelsior: la leyenda, más que al personaje real.

Busca Roberto, en la señora que lo atiende, a la muchacha que fue, a la joven por la que Acuña perdió la cabeza -y la vida. Quizá su gana de enfrentarse a la figura mítica hace que se le vaya la mano en la entrevista, pero, al igual que un personaje contemporáneo suyo y del que nos hemos ocupado bastante, don Jacobo Dalevuelta, hay que recordar que, por más noticioso que ya fuera el periodismo mexicano, conservaba el hábito de llenar los huecos de las notas y la memoria con mucho aliento literario. Lean nada más: «Viéndola andar, tan erguida, tan ligera, como la más juncal mocita abrileña, no puedo menos que evocar su figura de hace medio siglo, cuando con su porte garrido y su aire seductor iba a su paso encendiendo lámparas de inquietud». El discurso mueve a sonrisa, pues Roberto, ciertamente, no había nacido en los días de gloria de Rosario.

Es así que, repuesto del mareo que lo acometió al trasladarse ¡en auto! a Tacubaya, El Diablo se sentó a conversar con la Musa, quien se desquitó de Acuña de la manera más propia posible, explicó cómo se desarrollaron las cosas, e involucró a algunos personajes más.

Rosario conoció a Manuel Acuña, contó, en casa del general Joaquín Téllez. Se lo presentaron en calidad de «nueva gloria nacional». Era mayo de 1873, y no tenía sino unos pocos días que la obra teatral del poeta, «El Pasado», se había presentado con éxito clamoroso. Acuña, por tanto, estaba de moda. Si hacemos caso a las declaraciones de Rosario, la nueva celebridad se prendó inmediatamente de la muchacha. Acuña, explicó ella, leía alguna cosa de su autoría a la concurrencia. Después de las presentaciones, le rogó a Rosario que leyera por él aquellas hojas. Probablemente, si ella hubiera sabido la bronca en que iba a meterse, no hubiera sido tan amable como para complacer al poeta.

La jornada concluyó con un Acuña empeñado en acompañar a su casa a la familia De la Peña; en el trayecto pidió permiso para visitar a Rosario y frecuentar su casa. Así, el nuevo astro de las letras mexicanas ingresó a la tertulia donde muchos de sus amigos y numerosos personajes de altos vuelos, ya tenían un sitio. Acudían a la casa de Rosario toda la generación de jóvenes valores que en el Porfiriato se convertirían en las vacas sagradas: Justo Sierra, que en 1873 aún tenía rizada melena; Juan de Dios Peza, jovencito y amigo de todos; Agustín Cuenca, Francisco Sosa y Porfirio Parra. Casi nada. Pero también estaban apuntados a las reuniones, los maestros de esta tropa de chicos talentosos, los contemporáneos y amigos de Porfirio Díaz: Vicente Riva Palacio  y don Nacho Altamirano, que oficiaba como patriarca de la pandilla. Pero también asistían sin falta algunos personajes de la generación de la Reforma: el padre intelectual de Altamirano: don Ignacio Ramírez, «El Nigromante», y su amigo, cómplice y compinche, Guillermo Prieto, el tierno y pícaro Fidel.

Con esta galería de ilustres, a Roberto el Diablo se le ocurrió preguntar quién le simpatizaba más. la dama recordó a un ilustre más, extranjero, que mientras vivió en México, formaba parte de las reuniones:  José Martí. Pero Rosario decidió ser justa. «Debo expresarle que de todo el grupo, con quien más me halagaba platicar, era con El Nigromante. ¡Qué hombre aquel, era una enciclopedia! Y luego que a su saber añadía un lenguaje tan florido tan galano, que arrullaba  como una música… Ni ninguna ciencia ni ningún arte tenía secretos para él».

La verdad de las cosas es que no sólo los muchachos se fascinaban con Rosario de la Peña. El Nigromante estaba enamoradísimo de ella. Pero, don Ignacio Ramírez, siempre brillante, a veces exaltado, no se engañaba a sí mismo: sabía que la chica no le correspondería. De modo que se conformaba con estar cerca y galantearla en los límites de lo decoroso. El tema es importante para lo que iba a ocurrir después.

A estas alturas de la conversación, Roberto El Diablo se moría de la emoción: tenía ante sus ojos el original, de puño y letra de Acuña, del famoso «Nocturno»: «una emoción casi mística (!) embargó mi espíritu. Era aquella una verdadera reliquia (!!) y como tal había que contemplarla: unciosa, reverentemente (!!!)». Si alguna duda quedaba del peso de la leyenda romántica asociada al poema, con estas frases queda perfectamente situada en el imaginario de aquellos días.

El entrevistador avanza: quiere conocer la historia del poema. Rosario responde en lo que parecen frases de consideración para Acuña: «Había decidido no hacerlo nunca  [contar la historia del poema] y llevarme a la tumba mi secreto. Si ahora accedo es sólo por la solemnidad del homenaje que se trata de tributar al poeta en la fecha del cincuentenario de su muerte… y no sería justo que yo negara mi grano de arena en la hora de la glorificación…»

Y ¡zas! Rosario se descose: A poco de conocerla, Acuña le declara su amor. Ella  responde que no siente más que «admiración por el poeta y amistad por el caballero». No obstante, no es un «no» rotundo; le da esperanzas: tal vez con el trato, con el tiempo, algo ocurra.

Acuña no necesita más. El hombre es feliz dentro de los tormentos y la fascinación por la muerte que se nota en la poesía que publicaba. A poco, a raíz de un homenaje que recibe, entra como huracán en el salón de Rosario, donde ella conversa con El Nigromante, y arroja a sus pies las coronas de flores que un rato antes estaban en su cabeza de poeta. Así se hace público el asunto: Manuel Acuña ama con locura a la señorita De la Peña y Llerena. El maduro testigo, el luciferino Nigromante, guarda compostura y silencio.

Pero aquí entra en escena don Guillermo Prieto, que trataba a la muchacha «con paternal solicitud». Enterado de todo el mitote, a los pocos días se sienta a platicar con Rosario. Por boca del Romancero, quien se arropa en «la estimación que te profeso» para contar todo el chisme que conoce. Así, ella se entera de unas cuantas cositas acerca de Acuña: su rendido admirador, que incluso se bota la puntada de llamarla «mi santa prometida», tiene relaciones sentimentales no con una, sino con dos mujeres: «una poetisa» [que no era otra que Laura Méndez Lefort] y la lavandera que se hacía cargo de la ropa del susodicho. Es más, narra Rosario haciéndose bolas con el recuerdo y pone en boca de Prieto: «de una de ellas se le acaba de morir un hijo». Para esas fechas, aún no moría el bebé de Laura como ya he narrado. Pero esta declaración permite saber que Rosario estaba enterada de todo el asunto, y supo perfectamente, en su momento, los detalles de aquella relación.

«Así es que tú sabes lo que haces», concluyó Prieto. El testimonio de Rosario confirma el papel del Romancero en el enredo. Personalmente creo que don Guillermo se mete en lo que no le importa en solidaridad con su hermano del alma, El Nigromante. No sería la primera vez que el par de glorias literarias, que habían vivido juntos tantas cosas, se ponían a conspirar o a pelear o a intrigar juntos o en apoyo el uno del otro. Y no siempre sabían si las cosas les iban a salir bien.

Enterada Rosario, esa misma noche confronta a Acuña, no bien este se apersona en el salón. Lo pone como dado. «¡Qué tal si me he creído de sus palabras!». Lo reta a negar la existencia de las dos mujeres. Descolocado, Acuña reconoce que todo es verdad. La dama aplica la puntilla: «Yo creo que ya no me seguirá diciendo ‘mi santa prometida’ «. Aún sacadísimo de onda, y resintiendo el porrazo, Acuña se sienta ante una mesa y se pone a escribir. Llegan más visitas, y mientras Rosario las atiende, vigila en silencio al poeta, que en su acelere, se llena las manos de tinta y, desde luego, la hoja del álbum donde trabaja. Cuando termina, toma su sombrero y le dice al objeto de su amor: «Lea esto, a ver qué le parece». Era el «Nocturno», pero, también, ya era demasiado tarde.

A estas alturas, Roberto el Diablo sabe que tiene una maravillosa historia para escribir: la leyenda es menos idílica, pero igualmente emocionante. Rosario se aplica en desarmar la narración trágico-romántica: una tarde el poeta se apersona en casa de la muchacha. No tiene mucho que ha escrito el «Nocturno», y le pregunta: «Rosario, si usted me llegara a querer, ¿sería capaz de tomar cianuro conmigo?»

Como Rosario ya no estaba para los rollos y las obsesiones de Acuña, lo regaña. «Qué cosas se le ocurren. Ni usted ni yo tenemos por qué matarnos. Deje de pensar en tonterías».  Pero el poeta no dejó de pensarlas. Rosario asegura que la tendencia suicida era una «tara familiar»; que dos hermanos del poeta también pusieron fin a sus existencias. El 5 de diciembre de 1873, el enamorado sin esperanza se despide como todas las noches, y deja en la mano de su musa una carta, donde se despedía de ella «para siempre». Rosario, desde luego, cree que el personaje exagera. Por eso no le echa de menos cuando Acuña no llega a saludarla, como todas las mañanas, después de sus prácticas de medicina en el Hospital de San Andrés.

Convencida de que el poeta regresará, más tarde o más temprano, Rosario se va a comer. Pero Acuña ya no volverá. En vez de eso, hacia las 2 y media de la tarde, aparece un agitado Ignacio Altamirano con una noticia y un reproche: Acuña está muerto; se suicidó por un amor no correspondido.

Ahí termina la entrevista de Roberto El Diablo, fascinado irremediablemente con la anciana. La posteridad fue menos generosa.  José Fuentes Mares, al examinar la historia, se pelea con otra escritora, Carmen Toscano, autora de «Rosario la de Acuña» y opina que Rosario aprovechó el chisme de Guillermo Prieto para sacarse de encima a Acuña, pues era, por lo menos, egoísta y «casquivana». En su trastorno emocional, el poeta, a cambio, habría procedido como lo hizo para vengarse del amor no correspondido, haciendo aparecer a la muchacha como la culpable de sus desarreglos emocionales, conducta que a lo largo de los años los siquiatras han encontrado en buena cantidad de suicidas: hacer mutis al tiempo que le dejan clavada la banderilla de la culpa o de la responsabilidad a alguna persona cercana.

Pero, acota Fuentes Mares: si tal era el propósito de Manuel Acuña, el suicida fracasó, porque Rosario no asumió la culpa del desastre. Ni siquiera fue al sepelio en el Campo Florido, y siguió su vida de musa de celebridades. En su cursilísimo (cuyo mérito en los inicios del siglo XXI estriba en que nadie escribía de esas cosas) «Amores Mexicanos», José Manuel Villalpando sigue a Fuentes Mares, tilda de egoísta y de manipuladora a la dama en cuestión. Es decir, que de todas maneras y para la posteridad, Rosario pierde, porque al final, juzgan estos caballeros, ella sí tuvo la culpa, aunque insista en rechazar la responsabilidad, en vista de su comportamiento hacia los escritores de los que se rodeaba y de los cuales Acuña fue, simplemente, uno más.

Fuentes Mares asegura que la entrevista de Roberto El Diablo contiene un fragmento donde el periodista, con todo y buenas maneras, le restriega en la cara esa responsabilidad a la dulce viejecita. Leve escaramuza con florete, el diálogo no tiene desperdicio, porque dice más del reportero que de la entrevistada:

-Pobre Acuña, dijo Rosario sin inmutarse. Hace mucho que le perdoné lo que hizo.

-No creo que tenga usted que perdonar a quien le escribió un poema tan hermoso, reclama el periodista, a quien Fuentes Mares juzga «escandalizado» por tanto desamor, y yo juzgo necio, decidido a tener la razón a como dé lugar, sin importar lo que piense el entrevistado.  De las hermosuras del «Nocturno» [«mi madre como un dios», etc., etc., etc.], mejor ya ni hablamos.

¡Todos los poetas de México me escribieron poemas hermosos! le rezonga la pacífica ancianita, que, me imagino, ya empezaba a encresparse.

-Sí, pero ningún otro se suicidó por usted,  remata Roberto, ahora sí haciéndola de Diablo, porque se revela como declarado partidario de la tragedia romántica que ha sobrevivido cincuenta años y no es cosa de dejar que la ruda viejecita la eche a perder así como así.

Pero ese fragmento de la entrevista, donde ambos protagonistas se despojan de la máscara de las buenas maneras y se dan un entre de ferocidad mal disimulada, no fue incluido por Roberto El Diablo a la hora de armar los «50 Close Ups».  Lo sustituye por una delicada negativa a revelar el contenido de la carta de despedida que Acuña le entregó en mano a Rosario la noche del 5 de diciembre de 1873. ¿Le pareció, a la hora de pasar de la fugacidad del periódico a la permanencia del libro, que era él mismo quien no quedaba bien parado, por necio? No tengo manera de saberlo. Lo que sí sé es que toda esta larga tragedia, bronca exclusiva de Acuña solito y su alma y su mamitis, ahí permanece, y a ratos se echa un silencioso round con la popularísima leyenda de «Rosario, la de Acuña» mucho menos cierta pero que, ah, lo que son las cosas, todavía vende que es una barbaridad.

30
Sep
13

La Patria está en todas partes.

patria reloaded

No es esta una frase de mera retórica para despedir el mes de los apaleados festejos civico-históricos. En esta ocasión, es literal, y no me refiero a cualquier patria, sino a la mujer poderosa que representó el artista jalisciense Jorge González Camarena en la célebre alegoría de la patria que sirvió de portada durante diez años a los libros de texto gratuitos.

La historia de ese óleo, «La patria», es espléndida y algún día habrá que dedicarle un trabajo más amplio; porque es, quizá, una de las imágenes más reproducidas, re-creadas, re-imaginadas y hasta peleadas en la accidentada historia de la segunda mitad del siglo XX mexicano.

Por todas partes resurge una y otra vez el eco de la obra de González Camarena, a despecho de las leyes de derecho de autor, el respeto a los derechos patrimonial delos artistas y a las inquietudes de los herederos de esos derechos, cuestiones todas que siempre dan materia para protagonizar agarrones de antología.

Sin embargo, en el caso de «La Patria» el asunto es complejo. En aquellos años en que yo era algo así como la nana operativa y administrativa del famosísimo cuadro, cada tanto me daba algún leve entre con quienes creían -o fingían creer- que «La Patria» es una imagen de dominio público. Agarrados de esa creencia, funcionarios del Distrito Federal (nada más como claro antecedente de lo que hoy pasa con nuestro Caballito), diputados locales, sindicatos universitarios y yerbas parecidas, han perpetrado montajes e impresiones espantosas de la interesante figura de aquella mujer que, afirman algunos, responde al nombre de Victoria Dorenlas y otros llaman Victoria Dorantes.  Jaloneos, reclamos y una que otra torcida de manita ante el INDAUTOR; pequeños pleitos domésticos  a los que no son ajenos ni siquiera personajes del mundo académico que disparan antes de averiguar y luego no saben cómo disimular que han metido a su institución en un problemilla por esas cosas de tan mal gusto como son los derechos de autor (no le busquen: esta es una figura retórica llamada «ironía»).

Muy diferente es el caso de las escuelas primaria y secundarias de este país, que se cuentan por docenas, en las cuales se juega a reproducir, con desigual fortuna pero con la misma intención, y en dimensiones  desaforadas, a la patria de González Camarena. A veces llena un muro, en otras, abarca todo un lado de una modesta escuela. Alguna vez, uno demis entonces asistentes, al enseñarme una de estas escuelas, en algún punto de Tlaxcala, me dijo: «¿y no les va a decir nada»? Y desde luego que no, no les dije nada. Porque ese inocente, modesto y bienintencionado homenaje a una figura emblemática de la educación pública no tiene nada que ver con los agarrones del debate  educativo, con la gana de lucrar con esta imagen, que es ir a lo seguro, no. Es la memoria de las comunidades escolares, que permea en las más diversas manifestaciones artísticas; que se manifiesta en centros educativos cuyos maestros o directores, seguramente, conocieron estos libros y estudiaron en ellos. Creo yo que mejor homenaje a la obra de un artista, no puede haber, a despecho de lo que opinen los herederos de los derechos.

La portadilla de los libros de texto gratuitos que recibieron los escolares mexicanos entre 1962 y 1972 explica el sentido de esta alegoría encargada por Martín Luis Guzmán a Jorge González Camarena para unificar las portadas, que eran un amplio abanico de próceres y símbolos heroicos en el contexto de las conmemoraciones cívico-históricas de 1960:

«Es la reproducción de un cuadro que representa a la nación mexicana avanzando al impulso de su historia y con el triple empuje -cultural, agrícola, industrial- que le da el pueblo.»

Es, si lo quieren ver así, la Patria del Desarrollo Estabilizador, en cuyos resabios crecimos buena parte de los mexicanos que vamos llegando, en estos tiempos, a la madurez.  Pero ha sido tan larga su presencia, tan profundo su impacto visual, emotivo e ideológico, que es la patria de González Camarena la que los cartonistas representan llorosa, a punto de casarse con Benito Juárez, lastimada o incluso secuestrada. Es la misma patria que está en los nuevos materiales de apoyo que recibieron los profesores de educación básica al inicio de este ciclo escolar y es la misma patria con la que se «acobijan» -como diría Guillermo Prieto-  algunos de los maestros que iniciaron plantones en el Zócalo antes de que la oleada oaxaqueña se adueñara de la plaza.

Algunos ánimos desencantados con nuestro presente le han achacado a la pobre Patria de González Camarena ser el emblema de una realidad inexistente, la de los años del famoso desarrollo estabilizador. Discrepo del juicio.  Las representaciones de «lo nacional» tienen numerosos referentes en la vida de todos los día, y aquellos años sesenta del siglo XX son los años en que en este país se construían museos sin regatearle un clavo a la educación y a la cultura, en que se construían escuelas y en que por primera vez se distribuían libros de texto a los escolares. No era percepción, les guste o no a quienes descalifican con simplismo a una época que definen como «priato» a secas. ¿ideología? Claro que lo era.

Pero esta Patria le es tan cercana a muchos mexicanos, que ayer, que visité la plaza Tolsá para ver de cerca los daños hechos a nuestro Caballito, que me la encontré ayer, en versón reloaded, a los pies de la estatua. Esta patria, que recupera la de González Camarena  y la funde con esta otra patria, contemporánea de la de los libros de texto, creada por Jesús Helguera, que avanza llevando a un niño de la mano. Acá ambas imágenes:

La de Jorge González Camarena:

patria mia

La de Jesús Helguera:

patria por Helguera

Pregunté al artista callejero, hace mucho ya bien establecido en la Plaza Tolsá algunos detalles.  La hizo hace tres semanas. Diariamente la cepilla, le aplica fijador y refuerza el  color. Le pregunté el motivo para hacer esta curiosa mezcla de dos representaciones de la patria. Me respondió: «La de Helguera es una mujer muy blanca.  Creo que la de González Camarena es la adecuada para representarnos». No más, no menos. El argumento, me parece, es legítimo y preciso, con toda la subjetividad que puede venir de un creador. Me gustó.

El galobito Miguel, a sus once años, depositó, espléndido, una moneda de cinco pesos en la charola del artista que ha sentado sus reales en la Plaza Tolsá.  «¡Qué hermosa!», me dijo, emocionado, y pidió la foto para su Facebook.  Yo creo que la historia es hermosa también y que importa compartirla. Patria reloaded, patria posmoderna en tiempos oscuros, patria esperanzada todavía. Prometo un día escribirle esta, su post-historia.

 

31
Jul
13

117 faltas de ortografía: algunas cosas sobre el tema y los libros de texto gratuitos.

Si en su momento alguien le hubiera hecho caso a don Amado Nervo, tal vez, sólo tal vez, otro gallo nos cantara en estos momentos. Hacia 1895, don Amado se engolosinaba con la idea de crear un impuesto ¡a las faltas de ortografía! Calculaba Nervo que, si ese año -y para asombro y envidia de la buena de Guillermo Prieto- el erario nacional se regocijaba con un «excedente» de poco más de un millón de pesos, de aplicar la propuesta fiscal, tal vez el «excedente» ascendería a un par de milloncitos. Así de crítica estaba la cosa, en el México de fines del siglo XIX, con respecto a la ortografía nacional.

No estamos mejor 128 años después. Pero el escandalito de este julio decreciente, acerca de 117 faltas de ortografía en los libros de texto gratuitos que reciben nuestros niños de primaria, fuera de su contexto de el México del siglo XXI, es la inquietud de muchos bienintencionados, la oportunidad de buena cantidad de malintencionados y el delirio de muchos ignorantes que no toman un libro de texto gratuito desde que salieron de la primaria.

Así, escucho a Ciro Gómez Leyva tirarse al drama, asegurando que los libros de texto gratuitos «están plagados» de faltas de ortografía.  Leo que un grupo de diputados del DF, perredistas para más señas, patalea y exige a la secretaría de la Función Pública auditar el proceso de elaboración de los libros de texto y, en consecuencia, sancionar a los responsables de las dichosas erratas.  Más aún: la culpa, sentencian no es  solamente de quienes, en la administración federal anterior elaboraron los contenidos de los libros de texto; también merecen castigo los actuales funcionarios por «no hacer nada» y limitarse a aclarar que, cuando ellos llegaron, el daño estaba hecho.

En un alarde de buenas intenciones rebozadas con ignorancia y de falta de sentido común,  algunas voces se indignan porque los libros se entregaron, en vez de destruirse, corregirse y volverse a imprimir. En suma, variados personajes de la vida pública y política del país están dispuestísimos a quemar en el Zócalo a los culpables de las 117 faltas de ortografía, y si de paso le acomodan un buen raspón a la autoridad educativa federal, tanto mejor.

Pero,  si somos MUY sinceros y estamos dispuestos a la autocrítica, me gustaría saber cuáles de entre los quejosos podrían advertir las 117 faltas de ortografía, en el supuesto caso de que se dignaran tomar un libro de texto gratuito en sus manos. Porque, como en tiempos de Amado Nervo, si se creara el impuesto sobre las faltas de ortografía, y los mecanismos adecuados para cobrarlo, le caería al gobierno una lana muy respetable.

Mala ortografía siempre ha habido -las lenguas venenosas aseguran que don Porfrio Díaz tenía una ortografía atroz, pese a todos los esfuerzos de Carmelita- pero lo cierto es que, durante los gobiernos panistas, esa mala ortografía escaló desde la humildad de la vida cotidiana hasta la presencia masiva de las campañas de difusión del gobierno federal. ¿llevaba gerundios? ¡tanto mejor! ¿estaba mal redactado? ¡qué le hace! ¿el mensaje resultaba críptico? Ah, ¿es que tiene que ser entendible? Así se las gastaban algunos personajes de las oficinas de comunicación social de los sexenios panistas. El razonamiento, por elemental, resulta lastimoso: si hasta cierta publicidad resulta incomprensible (como el «soy antillano ¿y qué?» o la rídícula «capiseñal»), o si «así lo aprobaron en comunicación social de Presidencia» [caso de la vida real], entonces no hay problema en ejercer la ignorancia propia, con plena confianza en la ignorancia ajena. No, definitivamente eso de escribir bien no se les daba. Eso sí, eran valientes. No les daba miedito salir al mundo a exhibir sus limitaciones.

No son ganas de aligerarle la bronca a las actuales autoridades de la  SEP. Desde luego que los libros que llegan a manos de nuestros pequeños debieran estar lo mejor hechos posible, y ese «lo mejor hechos posible» debe incluir, naturalmente, una buena ortografía y una buena redacción. Pero rehacer una edición de poco más de 223 millones de libros de texto gratuitos, honorable público, no es chamba menor.

Y aquí el asunto se vuelve una ecuación «perder-perder». Porque si se hubieran retirado los libros con faltas de ortografía, ello hubiera significado corregir contenidos, y repetir el proceso de edición e impresión, y después el de distribución. Habría implicado, probablemente, el enviar por los libros ya entregados a diversos almacenes regionales, porque en los estados, salvo contadas excepciones, no hay infraestructura para mandar a la picadora los libros «plagados» de faltas de ortografía. Habría implicado, por tanto, el retraso de la entrega de los libros de texto gratuitos. Y se llegaría el inicio de clases sin que los libros estuvieran -como sí ocurre cada año- en todas las escuelas del país. Y aquí, público inteligente y conocedor, sería el momento del chirriar de dientes y del crujir de huesos; se armaría una bronca que Dios guarde la hora, donde las autoridades educativas estatales le echarían la culpa a sus colegas federales y a la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuitos; los maestros dirían que no pueden trabajar a satisfacción porque faltan los libros, y los padres de familia, indignados tirando a encabronados, incordiarían a cuanta autoridad escolar se les atravesara, para saber cuándo llegan los libros; los opinadores profesionales -como Ciro Gómez Leyva- que no ven más allá de sus narices, clamarían por un castigo para los irresponsables que dejaron sin libros de texto gratuito a los escolares mexicanos, valiéndoles gorro todo tipo de explicaciones acerca del lógico e inevitable retraso debido a la macrocorrección; diputados de todos colores se indignarían y llamarían a comparecer al secretario Chuayffet para que les explique por qué los libros no han llegado, etcétera, etcétera, etcétera. Ante tal escenario, horroroso ciertamente, creo que la autoridad educativa federal optó por el mal menor: los libros, perfectibles, estarán en todos los salones de clases con el inicio del ciclo escolar, como ha sido desde hace 53 años.

Mi personalísima hipótesis es que la propia SEP hizo circular el dato de las 117 faltas de ortografía en cuanto detectó los problemas, o en cuanto revisó el diagnóstico que hace 4 años se hiciera sobre el proceso de elaboración de los contenidos de los libros de texto gratuitos y que hoy comenta una nota de El Universal que pueden leer aquí. De ese modo, efectuó un control de daños razonable -por esa ecuación perder-perder de la que hablo es imposible un éxito del 100 por ciento- para dejar claro que los culpables de las faltas de ortografía no están en las filas de la actual administración federal.

Con todo, nadie ha visto publicada la lista de las 117 faltas de ortografía.  La autoridad educativa anunció ayer, martes 30, que se elaborará una fe de erratas que tendrá formato de impreso o soporte digital para que los profesores la apliquen a la hora de trabajar con los libros.

Mejor aún: dice el secretario Chuayffet, quien, me cuentan, es un hombre cuidadoso con el uso del lenguaje, que solicitará a la Academia Mexicana de la Lengua que un comité formado por algunos de sus ilustres integrantes, revise los libros de texto antes de que se vayan a producción. si esto ocurre, Chuayffet no estará haciendo ninguna novedad: los primeros libros de texto gratuitos, hechos en 1959, tuvieron como revisores finales a dos académicos de altísimo nivel en el manejo del lenguaje, condición que nadie les escatima: Jaime Torres Bodet, entonces titular de la SEP, y Martín Luis Guzmán, director fundador de la Conaliteg. Nada menos.

Además, no viene mal recordar que, entre los vocales y consejeros de la Conaliteg en aquel ya un tanto remoto 1959, se contaban personajes como José Gorostiza, Agustín Yáñez, Arturo Arnáiz y Freg y Alfonso Caso. Personal de lujo, la verdad.

El tiempo pasa y los hombres y los gobiernos cambian. Igual ocurre con las necesidades de los países. No creo que haya necesidad de un nuevo Torres Bodet o de un Vasconcelos en la SEP. Basta, eso sí, con alguien que sepa tomar decisiones, elegir de entre el menor de los males, y que no tire la lana pública por quedar bien con los círculos políticos y mediáticos. Con que la fe de erratas circule,  basta.

Algunos maestros la aplicarán  con la conciencia tranquila. Otros maestros la aplicarán y aprenderán unas pocas cositas más (ups).  No les vendría mal a los opinadores y a los legisladores echarle una leída a la fe de erratas; puede que también aprendan algo. Y a como andan los chamacos de primaria en ortografía, tendrán 117 errores potenciales menos.  Aún me gusta mucho la propuesta de Amado Nervo: multa al que cometa faltas de ortografía.

DATOS SOBRE LOS LIBROS DE TEXTO GRATUITOS, PARA QUIEN SABE POCO SOBRE LOS LIBROS DE TEXTO GRATUITOS:

  • En 1959, la Conaliteg produjo casi 18 millones de libros de texto gratuitos prácticamente de la nada. Nadie había hecho un tiraje de ese tamaño antes, nadie había producido el papel para imaginar ese tiraje; ni siquiera había una imprenta que pudiera asumir la producción masiva de libros. Por eso, aquellos primeros libros se hicieron en los talleres de Editorial Novaro, que muchos recordamos porque producía los «cuentos», las historietas que leímos en nuestras infancias. El asunto, de proporciones casi heroicas para las condiciones de la época se hizo solamente en 10 meses. Don Martín Luis fue el único que dijo «sí puede hacerse».
  • En este siglo XXI, solamente la producción de libros de texto gratuitos de primaria es de 151.3 millones de libros. Si le sumamos lo que se produce para preescolar, los libros de secundaria que se compran a las editoriales privadas para entregarse a los chavos de las escuelas públicas de ese nivel, los libros en braille, los libros en lenguas indígenas, los libros de historia y geografía para cada entidad federativa, los libros para los peques con debilidad visual, y los libros para los alumnos de telesecundaria, son más de 238 millones los libros distribuidos este año. Ningún otro país hace eso.
  • En sus orígenes, la Conaliteg era la responsable de la hechura total de los libros de texto gratuitos: contenidos, producción y distribución. Hoy día, y desde los tiempos de José López Portillo, la Comisión es responsable de la producción y la distribución de los libros. La elaboración de los contenidos es atribución de la Subsecretaría de Educación Básica, por medio de su Dirección General de Materiales Educativos.
  • Este cambio en el proceso de elaboración ha provocado, a pesar de los años que han transcurrido desde entonces, algunos equívocos. cada vez que se detecta un problema con los contenidos de los libros de texto gratuitos, la bronca aterriza en la Conaliteg, entidad que, hay que decirlo, ha sido sumamente educada al no señalar con el dedo a sus colegas de la SEP, cada vez que hay un problemita de estos.
  • Si bien la Conaliteg es responsable del reparto, a todo el país, de los libros de texto, su trabajo llega hasta los almacenes regionales de cada estado. El «trabajo hormiga» que consiste en llevar a cada escuela los libros, corre por cuenta de las autoridades educativas estatales.
  • Cada cierto tiempo, hay bronca y polémica por los contenidos de los libros de texto gratuitos. La historia, la educación sexual, el trasfondo ideológico, las ilustraciones.  La ortografía se suma a la lista.  En 1962, un grupo reaccionarísimo de Monterrey acusó a la SEP de producir «libros comunistas», porque en ninguno de ellos aparecía la expresión «propiedad privada» (!). Con un dejo de venganza, Martín Luis Guzmán mandó a hacer una revisión despiadada, diría yo, de los libros escolares que defendían los críticos del libro gratuito. El resultado era más aparatoso que el de este 2013: mal puntuado, palabras mal empleadas, redacción pobre, y, lo que más les preocupaba a los asesores pedagógicos de don Martín, planteamientos despegados de la realidad, como plantas que hablaban con los niños y cosas así.
  • Sobre las 117 faltas de ortografía: si tomamos en cuenta que los 117 errores se localizan en los 42 libros que componen el juego de libros de texto gratuito para primaria,  hay, en promedio, algo así como 2.7 faltas de ortografía por libro, que, en general, tiene 200 páginas. Dicho así, suena menos histerizante, pero no menos importante. Y sospecho que el indicador es menor al promedio de erratas por título de algunas editoriales comerciales.
  • Todo este mitote sirve para recordar lo importantes que son en nuestra cultura los libros de texto gratuitos, aunque le duelan a los Schettino (Macario) y a los Zuckermann (Leo), que desearían verlos desaparecer -lo han dicho en televisión- porque no forman parte de la cultura de una «democracia liberal». No les vendría mal una cubetada de realidad, para saber que aún hay hogares mexicanos, muchos, donde los únicos libros que hay, son estos. Tampoco les vendría mal saber que hay muchos mexicanos que tienen un fuerte vínculo afectivo con los libros de sus años escolares.  Son perfectibles, ciertamente. Y no somos un país escandalosamente próspero que pueda darse el lujo de desaparecerlo. Esa es la realidad, nuestra realidad. Lo que sí es deseable, es que no tengan faltas de ortografía, para empezar.
28
Nov
11

Para los amigos: «Así eran mis libros…» Muchas historias por contar.

  Hay muchas historias del pasado que ya ha dejado de ser reciente, pero que aún no ocupa espacio en el mundo de lo antiguo, y que merecen ser contadas. Y lo que cuento en «Así eran mis libros…» La colección pictórica de la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuitos, es una de ellas. Es un libro de recuerdos, de memorias, de cómo una imagen le devuelve la infancia a muchos mexicanos. De cómo es que recordamos y conservamos algunos de los días más felices de la existencia: los días de escuela, cuando los ha habido con tranquilidad y estabilidad. Ojalá todos pudieran tener buenos recuerdos de esos días; pero el pasado, para que sirva de algo, mientras menos idílica su reconstrucción, mejor. Pero este es un libro donde hablo de buenas intenciones y de gente que estuvo decidida a concretar  ideas que llevaban rumiando alrededor de medio siglo, en el mejor de los casos, y que habían escuchado de labios de sus maestros o de sus amigos.

El libro de texto gratuito, como fruto del diseño de políticas públicas, como garante de la gratuidad educativa, como continuador de un proyecto educativo que, duélale al que le duela, habla de una visión del mundo que muchos asocian a lo que de revolucionario haya habido en los movimientos sociales y armados ocurridos en este sufrido país entre 1910 y 1921, es una realidad que aún inquieta, irrita, molesta a algunas buenas conciencias. Pero el libro de texto gratuito es una gran cosa, perfectible, con temas y puntos sujetos a discusión, pero que muestra, entre otras cosas, uno de los mejores proyectos del Estado mexicano, y, por cierto, es la muestra de que, cuando una política social demuestra sus beneficios, hasta los vaivenes de la alternancia puede soportar. Acá les comparto la portada, ya empezamos a hablar de estas y otras cosas, guardadas en el cibertintero, mientras  escribía estas historias de imágenes y libros.




En todo el Reino

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