Posts Tagged ‘Panteón de San Fernando

13
Jun
13

Monumentos que no fueron: el Panteón Nacional.

Detalle del monumento central del inexistente Panteón Nacional.

Detalle del monumento central del inexistente Panteón Nacional.

A  mediados de mayo pasado se cumplieron 110 años de que don Porfirio puso otra primera piedra que nunca floreció, aunque gracias al proyecto aparecieron unas cuantas calles que todavía siguen vivas. Me refiero al soñado Panteón Nacional, peculiar plaza con mausoleo, donde habrían de estar los restos de los caudillos insurgentes y personajes complementarios.

A fin de cuentas, no hubo Panteón Nacional, a pesar de las ganas que al proyecto le echaron los porfirianos. Querían, en esos ayeres, «levantar un templo [laico, se entiende], el templo de la gloria, a nuestros héroes; donde al par de que en él reposen para siempre sus cenizas, pueda darse en todos tiempos culto público [y laico, se entiende] a quienes consagraron su aliento y su existencia al servicio eminente de la Patria», según escribió, barrocamente puntuado, don Jesús Galindo y Villa, que en 1908 le dedicó un espacio al proyecto de Panteón Nacional en su libro «El Panteón de San Fernando y el futuro Panteón Nacional. Notas históricas, biográficas y descriptivas» (Imprenta del Museo Nacional, 1908).

Parece que algunos monumentos nacen con mal fario. La historia del Panteón Nacional, al que le fue peor que a la Suavicr… a la Estela de Luz de nuestro siglo XXI, es de esas donde los testigos que la cuentan hacen malabar y medio para disimular las broncas y los enredos que todo proyecto de monumento trae aparejados.

No es la excepción el Panteón Nacional. Para erigirlo, se consideraron sitios diversos, según Galindo y Villa: unos se inclinaban por el Panteón de Dolores; otros, «en Anzures, junto a Chapultepec» [me hubiera gustado que definieran el alcance del «junto»]. Otros consideraron  que podría estar en una «glorieta cercana a la de la Independencia, en la Calzada de la Reforma». No hay que olvidar que, por las mismas fechas en que escribe Galindo y Villa (1907-1908), ya se estaba construyendo la columna con la que se rendiría homenaje a esos mismos insurgentes, es decir, nuestro «Angel» ya era una realidad más o menos tangible. El punto relevante es que, como puede verse, a los hombres de hace 110 años no les pasaba por la cabeza que la columna, a cargo del arquitecto Antonio «El Oso» Rivas Mercado, fuese a tener, en algún momento, funciones de cripta, que sólo le fueron adjudicadas hasta 1925, por Plutarco Elías Calles.

Lo que sí estaba presente en el ánimo de muchos de estos hombres pertenecientes a la clase gobernante, es que no estaba del todo bien, no resultaba del todo adecuado, que los archimentados restos de los insurgentes siguieran dormitando en la Capilla de San José de la Catedral Metropolitana. Al fin y al cabo, los porfirianos, a su manera, también eran liberales y descendían ideológicamente, con sus asegunes y concesiones, de las generaciones artífices de las instituciones republicanas y de la Reforma.

Por fin, y al cabo de «madura reflexión», cuenta Galindo y Villa, se pensó que se podría construir el dichoso Panteón en los terrenos de la huerta del Hospital de Dementes de San Hipólito, Con mucho sentido práctico, los promotores de la idea argumentaban que, después de todo, en algún momento se terminaría el nuevo manicomio General (es decir, La Castañeda), y el hospital de San Hipólito, contiguo a la iglesia del mismo nombre (ubicada, hoy día,  en el cruce de Paseo de la Reforma, Francisco Zarco y Avenida Hidalgo), sería derrumbado. Esa, por cierto, es otra de las cosas que jamás ocurrieron.

Pero insisto: le echaron muchas ganas. La Secretaría de Comunicaciones tomó la batuta y supervisión del proyecto, que se encargó al arquitecto Guillermo de Heredia; le avisaron al Ayuntamiento del DF que iban que volaban para construir el Panteón Nacional, y acto seguido empezaron a meterle piqueta a un montón de construcciones del rumbo, pues eran los tiempos en que  se derribaban «añejas construcciones para sustituirlas con palacios suntuosos, dignos de la Metrópoli de la República» .

Que a muchos no acababa de gustar que los insurgentes huesos estuvieran en Catedral, es evidente en un testimonio de Guillermo de Heredia: «allí suelen ir las corporaciones y los particulares a tributarles homenaje, y como es patente que no es aquel lugar el más a propósito para ese género de manifestaciones, algunos propusieron que fuesen trasladados dichos restos a la Capilla de la Concepción (que aún está en la calle de Belisario Domínguez), a la Iglesia de la Enseñanza, a la de Betlemitas, etcétera, lugares también impropios por varios motivos». Los «varios motivos», creo yo, se resumen en uno solo: se trataba de templos católicos en funciones.

Dándole vueltas al asunto, el gobierno porfirista estudió otras opciones: también pensó en construir un monumento específico para los insurgentes en la rotonda de los Hombres Ilustres. Tampoco acabaron de decidirse.

A Guillermo de Heredia le cupo en suerte formar parte del jurado que evaluaba los proyectos para el que sería el Palacio Legislativo -otra primera piedra fracasada- y don Porfirio pensó: ya que andaban en ésas y reunidos destacados arquitectos, no seería mala idea que de entre esa ilustre compañía, se eligiera, en conciábulo interno, al que debería avanzar con el proyecto de Panteón Nacional. Así quedó designado De Heredia.

Qué ocurrió para que se entorpeciera la marcha de los trabajos, no está claro, al menos en los testimonios de don Guillermo de Heredia, quien se limita a explicar que el asunto se atrasó «por varias causas».  El retraso sirvió para que las autoridades repensaran la idea de construirlo en la Rotonda de los Hombres Ilustres, por la sencilla razón de que el Panteón de Dolores quedaba endemoniadamente lejos de la ciudad de México (ay, qué tiempos aquellos),  y esa circunstancia obraría en contra de las nutridas manifestaciones públicas de homenaje a los Héroes de la Patria (así dice De Heredia) con que el gobierno federal soñaba.

De modo que, decididos ya por la huerta del Hospital de Dementes, convocaron a toda la buena sociedad y a la clase política para que contemplara a don Porfirio colocar la mentada primera piedra.  A la huerta dichosa se entraba por la más o menos nueva calle de Francisco Zarco.

Hubo discursos, poesías, lectura y firma del acta que daba cuenta del inicio de los trabajos. Colocaron la, a esas alturas pinche piedra, amenizado todo por la música de Grieg, Massenet y Saint Saëns, para rematar con el Himno Nacional.

En algún momento de los años que siguieron, el asunto del monumento dejó de ser competencia de la secretaría de Comunicaciones y pasó a ser trabajo de la Secretaría de Gobernación -ah, las odiosas coincidencias-.

El decreto que sustentaba el Panteón Nacional tiene su interés: no se inhumarían en él cadáveres, solamente restos o cenizas. Entendible: para los ilustres que se iban muriendo estaba la Rotonda. En caso de que el muerto ilustre ya se hubiese ganado el pase para el Panteón Nacional, «el periodo de descomposición» se llevaría a cabo con la calma que exigen estos casos en cualquiera de los  cementerios del país, hasta que el Supremo Gobierno se acordara que tenía en X o en Y a un ilustre en descomposición, y entonces decretara su traslado. Una ventaja de ello, opinaba De Heredia,  es que el paso del tiempo atemperaría rencores y pasiones políticas que obstruyeran el tránsito del difunto a su lugar de honor.

De haberse construido, el Panteón Nacional habría tenido este aspecto, y tal vez su existencia hubiera transformado la de los habitantes de la colonia Guerrero.

De haberse construido, el Panteón Nacional habría tenido este aspecto, y tal vez su existencia hubiera transformado la de los habitantes de la colonia Guerrero.

Se planeó una plaza circular, de 60 metros de radio, con cuatro entradas. En el centro se construiría un cenotafio, decían los involucrados, ideal para las ceremonias cívicas que soñaban con realizar allí. Debajo, estaría la cripta para todos los héroes esenciales de la patria.  En los pórticos de la circunferencia construida, copiados de los de la Plaza de San Pedro de Roma, habría nichos para albergar las cenizas de los que era solamente ilustres a secas.

Estaría el Panteón repleto de grupos escultóricos que representaban a todas las virtudes que tienen que ver con el pasado y con bien de la Patria: desde la Reforma hasta la Perseverancia,  de la Independencia hasta la Paz, pasando por la Historia y la Justicia.

Se abrieron y renombraron calles: la prolongación de la antigua Humboldt recibió el nombre de calle de los Héroes, y así la conocemos y caminamos aún; la avenida de San Hipólito se rebautizó como Avenida de los Hombres Ilustres. En ese punto de la que hoy es nuestra avenida Hidalgo, junto al jardín Guerrero, se procedió a tumbar con minuciosidad construcciones de un piso que, en opinión de Galindo y Villa,  no eran sino «casuchas de pobre aspecto».  El dueño de los terrenos, Eustaquio Escandón, reclutó a un arquitecto de nombre Jenaro Alcorta y construyó «costosos edificios», pensando, con seguridad,  en aprovechar la nueva vocación del rumbo. Entre los edificios, cuenta don Jesús, habría, como los hubo y creo que hay, «pasajes cubiertos». Cuando estuviera terminada la obra, juzgaba el buen señor, «contribuirá a dar un sello de grandiosidad a ese rumbo».

Como a la hora de la hora no hubo Panteón Nacional, Escandón se quedó vestido y alborotado, con un edificio que en su momento debió ser bellísimo, y que, al paso del tiempo, fue víctima del abandono y el deterioro. Una de esas construcciones ha comenzado a restaurarse muy, pero muy recientemente.

El Panteón de San Fernando, hoy convertido en museo, sufrió también los embates de la modernidad que significaba contruir el Panteón Nacional: le cercenaron al menos un muro de nichos. Acelerado, Galindo y Villa juzgaba que al viejo cementerio donde reposa parte de nuestra pléyade liberal habría que tumbarle «todo el corredor Sur, también el Oriental y una porción del Patio Grande.» Nada menos. Con la suficiencia que da la certeza de estar  aportando algo a la posteridad, el buen hombre concluía, benevolente, que «puede dejarse en pie» la parte del cementerio que no estorbara al magno proyecto porfiriano, pues reconocía que «ya habrá dificultades para sustituir por otras las numerosas perpetuidades de San Fernando», y bien se podrían conservar las tumbas que restaran [entre otras las de Juárez, Zaragoza, Zarco y Lafragua] «siquiera sea para recuerdo y no remover inútilmente tanta ceniza». La voz de la modernidad, ni más ni menos, la modernidad en cuyo nombre llevamos casi quinientos años construyendo, tumbando y reconstruyendo sobre los restos de las piedras viejas, a veces para bien, a veces para mal. Total, llevaban un buen rato los capitalinos de entonces, tumbando y desapareciendo cementerios nacidos en el virreinato o en los albores del siglo XIX. Uno más, aunque estuviera enterrado allí el benemérito don Benito -o, a lo mejor, porque ALLÍ estaba enterrado don Benito- no les quitaba el sueño para nada.

Si en 1908 don Jesús Galindo y Villa aún era optimista respecto a la realización de una obra que llevaba ya cinco años de hechura y no acababa de verse claro al respeto, el hombre tenía más buena fe que realismo. El Panteón Nacional no estuvo ni para las fiestas del Centenario -es más, ni siquiera se le planteó- y si no estuvo en 1910, no estaría nunca más, como no estuvo el Palacio Legislativo, a cuyo proyecto sí se dignó echarle una miradita Francisco Madero.  Del Panteón Nacional nos quedan unos cuantos papeles, el croquis del monumento, el proyecto de la plaza. Sueños de piedras  nuevas sobre piedras viejas que no llegaron a realizarse; ambiciones agostadas y agotadas de lo que no fue en tiempos de don Porfirio.

16
Nov
12

De última hora: (y cómo no iba a ser así): con ustedes, Francisco Zarco

Los afortunados azares  han permitido que a este blog lleguen amigos que me ayudaron a tender un puente con un investigador universitario, tataranieto de don Pancho Zarco. Al leer mi curiosidad pendiente sobre el tema, muy amablemente me ha hecho llegar el retrato de su ilustre pariente, después del tratamiento embalsamador y después, dice el pie de foto, de 110 años de don Pancho se fue al mundo de los muertos, sección periodistas. Me proporcionan el dato de que estas imágenes se publicaron en 1985. El dato ya da para iniciar otro reporteo: sabemos que a raíz de los terremotos de 1985, al panteón de San Fernando hubo que hacerle cirugía plástica: lo repintaron y quisieron darle una mano de gato a las lápidas de los nichos. Tan buena voluntad tuvo un problema: se equivocaron y repitieron los nombres de una hilera del muro del fondo. A partir de ahí, tienen un problema de ubicación que no sé si ya se dieron cuenta, porque nadie le ha movido a la numeración. Pero San Fernando se merece su propio relato, uno de estos días. Por lo pronto, honorable concurrencia, les presento al cuerpo embalsamado de Pancho Zarco:

¿Pertenecerán estas imágenes a los días en que cambiaron a don Pancho de alojamiento, de un nicho en San Fernando, a la fosa con monumento y espejillo de agua que ahora ocupa?  Habrá que ir a dar una mirada a los papeles viejos del que ahora es un museo-panteón. Tengo un par de cosas que contarles además de otros cadáveres  bien conservados. Se los cuento mañana. Ahora, como en película de horror de las de antes, que tengan dulces sueños…..

 

04
Nov
12

Mil maneras de vencer a la muerte 2. Los dos entierros de Francisco Zarco

Al que sí le fue bien, y muy bien, con su embalsamamiento, fue a don Francisco Zarco, ese entrañable periodista liberal de corta pero intensa existencia,primigenio reportero del Congreso de la Constitución liberal de 1857, redactor jefe de El Siglo Diez y Nueve, autodidacta, ministro de Relaciones Exteriores y ministro de Gobernación después de la Guerra de Reforma, pero siempre, y ante todo, legendario periodista. Había vivido con extrema modestia, pero a la hora de su muerte, la patria liberal se esforzó en recompensarlo. Su cadáver tuvo mejor destino que el del infortunado Maximiliano.

Don Pancho se murió de manera prematura en diciembre de 1869, a los 40 años. Unos dicen que de tuberculosis, otros dicen que de alguna otra porquería igual de nociva pero no muy claramente identificada, que pescó durante la segunda mitad de 1860, el último año de la guerra de Reforma, cuando, atrapado por la autoridad conservadora que dominaba la ciudad de México, lo encerraron en la legendaria, malsana  e infame cárcel que desde hacía décadas acumulaba una fama miserable: La Acordada.

Allí lo habían ido a encerrar los conservadores, después de andarlo correteando por media ciudad, mientras Zarco distribuía su Boletín Clandestino, publicación de combate y desaforadamente liberal, que puso a circular cuando la persecución conservadora hizo imposible sacar la edición diaria de El Siglo Diez y Nueve. Parece que la mayor parte de sus contemporáneos sabían las mil y una cosas que tuvo que discurrir Zarco para que la policía conservadora no lo atorara. Sin embargo, ninguno de ellos nos dejó muchos datos al respecto. Zarco menos, quizá por ese prurito peculiar de algunos integrantes del gremio, que yo suscribo, según el cual no somos sujetos de noticia, sino narradores de la noticia, fuera de casos muy excepcionales.

Por eso, hubo que esperar a que Victoriano Salado Álvarez, quien nació dos años antes de que Zarco se convirtiera -oficialmente- en residente permanente del Panteón de San Fernando, se pusiera a escribir sus Episodios Nacionales Mexicanos y convirtiera a Pancho Zarco -que así le decían todos- en mago y escapista, agente subversivo y alegre burlador de la policía. Todo en un capítulo. El tema volvería a salir a la luz en las solemnes oraciones fúnebres que la sociedad mexicana le dedicó a Zarco el día en que se murió.

Los testimonios de otros liberales, como Altamirano o Prieto -qué quieren, eran los mismos y no hay otros- hablan de que el pobre Zarco regresó a su tierra del exilio estadounidense  hecho una piltrafa. Lo que hubiera contraído en La Acordada, sumado a las privaciones y la miseria que hubo de soportar en la Unión Americana en tiempos del Imperio, lo acabaron prematuramente. Todo mundo lo recordaba flaquito, apoyado en bastón, arrastrando los pies para caminar, débil hasta el escándalo. Un anciano que apenas llegaba a los cuarenta años, que aún para los decimonónicos,  era una buena edad para andar infernándole la existencia a Benito Juárez, como estaba de moda hacer entre 1867 y 1872.

Zarco se murió un 22 de diciembre, con cuarenta años y diecinueve días cumplidos. La ciudad se puso de luto, y todos los liberales de importancia, también. Su entierro, nos cuenta el mismo Siglo Diez y Nueve, fue impresionante.  Todo mundo se apersonó en la Calle de los Rebeldes número 2, que hoy es Artículo 123. En ese lugar propiedad del impresor Ignacio Cumplido y sede de El Siglo Diez y Nueve, vivía también Zarco -complicadísimos, como siempre, los vínculos entre el periodista y el dueño de los fierros- murió el buen Pancho, que, siendo también diputado, tenía varias semanas de no presentarse a las sesiones del Congreso, de tanta debilidad y padecimiento, después de ocupar, durante octubre, la presidencia del órgano legislativo.

Murió Zarco, pues, y con una celeridad que ya quisieran nuestros Congresos contemporáneos, sus colegas votaron por unanimidad un decreto declarándolo «Bien de la Patria». la inscripción de su nombre en el muro de honor del salón de sesiones, y la determinación de entregar a su familia  -viuda con tres pequeños- la suma de treinta mil pesos y la determinación de becar a sus hijos para que tuvieran educación en todas las instituciones públicas que les pareciese mejor, para asegurar su futuro.

En un afán de demostrar que la patria es justa a la hora de reconocer lo que sus hijos han hecho por ella, se organizó una impresionante procesión laica para llevar a Zarco a San Fernando. Encabezaba el asunto un montón de niños y niñas, escolares de diversos centros y que a alguien se le hizo muy buena cosa llevar, para mostrar que incluso los más jóvenes se dolían de la muerte de Fortún, que ese era uno de los seudónimos de los que gustó Zarco en algún momento de su vida para escribir ácidos y entretenidos artículos.

Después de los peques, multitud de integrantes de las logias masónicas de la época, pues Zarco sí perteneció a este tipo de organizaciones -lo que explica que, entre los oradores estuviera uno de sus conocidos, también masón, Nacho Altamirano- , después llevaban a la estrella del espectác… digo, al cadáver, en una «caja modesta pero decente», a hombros de los trabajadores de la imprenta de El Siglo Diez y Nueve, que, por lo que parece, adoraban a Zarco y quisieron hacerle ese homenaje. Eso me gusta: un periodista va hacia la tumba, arropado por los suyos, con los que ha compartido los azares y las glorias fugaces que distinguen al oficio periodístico.

Después del cuerpo de Zarco, avanzaban, calcula el cronista de El Siglo Diez y Nueve que nos dejó la narración, «como un millar de personas», entre las cuales el responsable -que no firmaba la nota porque sí se estilaba- alcanzó a identificar a Sebastián Lerdo, a José María Iglesias y a Blas Balcárcel, todos ellos integrantes del gabinete de la República Restaurada. Cerraba el grupo «multitud» de carruajes particulares y enlutados.

La ruta del cortejo es muy llamativa por barroca y enrevesada, me parece a mí. De Los Rebeldes salieron a San Juan de Letrán, entraron por la calle de San Francisco (Madero) Tomaron parte de la calle de Vergara (Bolívar), llegaron hasta Santa Clara (Tacuba), regresaron por la calle de San Andrés hasta salir a la calle de La Mariscala –es decir, de nuevo a San Juan de Letrán, pero a la altura de lo que hoy es avenida Hidalgo- “y así por las siguientes”. Orientadísimo, como ven, el atarantado cronista. Pero lo cierto es que desde la Mariscala, era muy fácil llegar a San Fernando: avanzar en línea recta, pasar delante de la iglesia de la Santa Veracruz, de San Juan de Dios, pasar por el cruce de lo que ya era el Paseo de la Reforma, cruzar delante del viejo templo de San Hipólito y del hospital para dementes que estaba junto a la iglesia.

De hecho, la pequeña calle que se abriría después, en el reacomodo de la colonia Guerrero y el diseño fallido de lo que iba a ser la rotonda de personajes ilustres, y que separa a San Hipólito de la prolongación del Paseo de la Reforma, lleva el nombre del periodista.

Unos cientos de metros más adelante, estaba el jardín y el templo de San Fernando, con su panteón adyacente, lleno de notables de la patria, desde los conservadores Miramón y Mejía hasta Felipe Santiago Xicoténcatl, Ignacio Zaragoza, parientes de la Güera Rodríguez, los hijos de Benito Juárez muertos en la infancia, actores y funcionarios. Allí, a una gaveta, llevaron a don Pancho.

La ceremonia fúnebre debe haber sido larguísima; Habló el diputado Joaquín Baranda, que  llegaría a ser ministro de educación de don Porfirio, después Nacho Altamirano, a continuación Rafael Rebollar Jr.,  a nombre de una organización literaria Nezahualcóyotl, después el joven pero ya destacado poeta Justo Sierra, un amigo personal de Zarco, liberal también, y llamado Francisco Mejía. Todavía hubo un discurso, a nombre del gobierno juarista, por parte del ministro de Instrucción y Justicia, que era en esos momentos José María Iglesias y al final un señor de apellido Beltrán.

El pequeño problema consistía en que en la caja “modesta pero decente”, no estaba el cadáver de Zarco. Fortún, en el más allá, seguramente estaba revolcándose de la risa.

 

¿Tanto irigote y el muerto no estaba en su entierro? Como puede verse, el hecho de que Heriberto Lazcano no estuviese de cuerpo presente para que los responsables de la seguridad nacional mexicana del siglo veintiuno se cubrieran de gloria, no es el primer oso que protagoniza un gobierno federal mexicano. Pues no, Zarco no fue enterrado el 23 de diciembre de 1869, al día siguiente de su muerte.

¿Y en dónde demonios andaba el muerto? No andaba de parranda, sino protagonizando una misión científica. Fallecido Zarco, uno de sus grandes cuates y compinches, el diputado y periodista Felipe Sánchez Solís, había pedido a la joven viuda del periodista le soltara el cadáver de su marido para mandarlo embalsamar de la mejor manera que hubiese, a fin de redondear los homenajes al gran personaje que sin duda había sido el duranguense. Haya sido porque tomó por sorpresa a la viuda, ya bastante abrumada con la viudez, haya sido porque Zarco aún en vida, dio su permiso, el hecho es que Sánchez Solís se hizo con el cadáver y lo mandó a embalsamar con lo mejor y con el mejor que se pudiera encontrar.

Sánchez Solís no era ningún pelagatos, hay que decirlo; era un liberal de larga carrera, diputado en varias ocasiones, y hacia mediados del siglo había sido director del Instituto Científico y Literario de Toluca. Como siempre eran los mismos en la vida pública del siglo diecinueve,  a Sánchez Solís lo conoció el chamaquito Altamirano, cuando, becado, llegó a estudiar a Toluca. En esos años formativos, Altamirano le dedicó sus primeros versos al director del Instituto, en ocasión de algún festejo escolar. Unos versos espantosos, por cierto.

En ese núcleo toluqueño, Sánchez Solís tenía una importante batería de profesores liberales. Entre ellos destacaba el padre ideológico de Altamirano, don Ignacio Ramírez, el luciferino y entrón Nigromante.  Ramírez andaba de novio con la hermana de un condiscípulo de Altamirano, un tal Juan A. Mateos, con el que hacía algunas diabluras literarias. Mateos fue otro de los políticos liberales y, en especial, autor de algunas de las novelas históricas decimonónicas, como “Sacerdote y Caudillo”, “El Sol de Mayo” y “El Cerro de las Campanas” y la última de su generación y su género, “La Majestad Caída”, acerca de la debacle de Porfirio Díaz. Y si me he echado todo este rollo genealógico es porque los Mateos eran primos de Zarco (su segundo apellido era, precisamente Mateos). De este modo, hay elementos para creer que la amistad entre Francisco Zarco y Felipe Sánchez Solís era vieja y entrañable.  De otra manera, es difícil explicarse por qué el diputado acabó llevándose el cuerpo de su cuate, mientras la caja modesta pero decente, rellena de piedras o vayan a saber de qué, era objeto de llantos, rollos y discursos.

Por lo que se sabe, el trabajo de embalsamamiento de Zarco fue de primerísima calidad. Una vez terminado el asunto, los técnicos contratados entregaron a don Pancho en la casa de Sánchez Solís, se sabe, vestido con levita y con una gorra en la cabeza. Si se creyó que con eso terminaba el sainete, resultó que no, pues a continuación Sánchez Solís puso al cadáver ante una mesa, bien sentadito –lo que habla muy bien de la flexibilidad que conservó el cuerpo-, con una pluma en la mano y en actitud de escribir.

Aquí el chisme histórico tiene dos versiones: una dice que la zarca momia se quedó “por espacio de unos seis meses” en tan elegante pose, en la casa de Sánchez Solís, y después de transcurrido aquel lapso, el diputado le devolvió el marido a la viuda, quien procedió a sepultarlo. Otras versiones aseguran que Zarco se quedó “años” bajo la tutela de su cuate, hasta que algunas amistades convencieron a Sánchez Solís de que ya estaba bueno de andar jugando a los muertos vivos y que era justo y pertinente mandar a don Pancho a ocupar su reservación en San Fernando.

El asunto de Zarco embalsamado quedó entre los integrantes de la familia Mateos como una curiosa historia familiar. Hay datos de que, a mediados del siglo XX, aún vivía una sobrina del periodista, Lupita Mateos, quien, en la novena década de su vida, aún contaba que de muy chiquita, vio a la momia de su tío Pancho, sentada con su gorra y su pluma en la mano.  Así se las gastaban nuestros decimonónicos.

Esta entretenida historia rebotó, como era inevitable, en la prensa de fines del siglo XIX.  En 1874, en ocasión de un homenaje que una organización literario-cultural, como era el Liceo Hidalgo, rindió a Sánchez Solís, se recordó el asunto del embalsamamiento y tiempo extra en la tierra de Francisco Zarco. La nota, publicada en El Constitucional, del 14 de abril de 1874, mereció la atención de un personaje del siglo XX,  Antonio Martínez Báez, quien decidió averiguar si el chisme era cierto, y, según le contó al compilador de las obras de Juárez, el ingeniero Jorge L. Tamayo, se apersonó en San Fernando y abrió el nicho en el que, finalmente y después de tanto relajo, dormía Zarco la siesta de la eternidad.

Martínez Báez debe haber suspirado con alivio cuando, al abrir el nicho, encontró a don Pancho, en admirables condiciones. Lo que reportó el buen señor en la segunda mitad del siglo pasado, es que Zarco, vestido como la historia familiar señalaba,  “estaba en buen estado”, lo mismo que la madera del ataúd. Agregaba Martínez Baéz que, fuera de algunos detallitos, como el hecho de que los ojos de vidrio que tenía puestos el periodista se habían hundido en las fosas oculares, y se le había desprendido el cabello del cráneo, al igual que el gran bigote de la cara, Zarco estaba perfectamente reconocible, incluida su aguileña y pronunciada nariz.

En los años setenta del siglo XX, una ocurrencia de Luis Echeverría sacó a don Pancho de su nicho y lo puso en tierra, en el mismo San Fernando, a unos pocos metros de la tumba de la familia Juárez Maza. Algunos opinan que la tumba setentera es bastante fea. Eso sí, conservaron la placa de mármol negra con letras de bronce que le pusieron de adorno en 1869. Ignoro si cuando lo trasladaron alguien se tomó la molestia de ver cómo le iba a la momia del periodista. Esa es una misión hemerográfica y archivística que sería bueno acometer.

Pero por lo pronto, les dejo una nota, chiquitita, publicada en El Siglo Diez y Nueve, el 10 de agosto   de 1870, es decir, poco más de medio año después de la muerte del redactor jefe del periódico. No tiene desperdicio y cierra esta entretenida historia de un cadáver ilustre:

EL VERDADERO ENTIERRO DEL SEÑOR ZARCO.

Ayer, a las seis de la tarde, acompañado sólo de varios amigos y con el mayor silencio, ha sido sepultado en el panteón de San Fernando el cadáver del antiguo redactor en jefe de El Siglo. Habían permanecido los restos del señor Zarco depositados en la casa del Sr. licenciado Sánchez Solís, donde el doctor Montaño emprendió embalsamar el cuerpo de una manera perfecta y con todas las reglas más modernas de la ciencia.

El resultado ha sido satisfactorio, según nos han informado las personas que asistieron ayer al entierro; y concluida la operación, para la que se han necesitado muchos meses, los restos de aquel distinguido escritor descansan ya en paz en su última morada.

 

Muchas veces se ha insistido en que Zarco debiera ir a dar a la Rotonda de los Hom… de las Personas Ilustres. Me gusta más donde está; a un par de cuadras de la gran estatua que, para cumplirle un capricho al gremio, mandó hacer Gustavo Díaz Ordaz y que se colocó en el centenario de la muerte del gran cronista de la constitución liberal. Como buen periodista, estará más a gusto en el corazón de la vida de esta ciudad enorme, sin que se le vaya la nota. La Rotonda… ¿qué chiste habría de tener para un reportero?

05
May
10

Ecos del 5 de mayo

A veces la vida se pone vertiginosa. Tan vertiginosa que no habían llegando las muchas palabras escritas desde el pasado 16 de febrero a este blog. Pero hago mea culpa y habrá que ponerlas todas a disposición de ustedes mis amigos. Pero hablando de cosas serias y no tan serias, hoy es cinco de mayo.

 Oooootra vez cinco de mayo, y mientras iniciaba estos renglones, el presidente, allá en Puebla, como corresponde, va y deja una corona y monta una guardia ante el monumento que guarda los restos de Ignacio Zaragoza y de su esposa doña Rafaela Padilla. A ella le fue bien… en principio, y según el ideal decimonónico de acabar hasta en la sepultura junto al marido, aunque se le detestara cordialmente, o al amante imposible, aunque el muy bestia jamás se hubiese animado a mejorar el estado de cosas PARÉNTESIS: para ejemplo de esto, ahí anda la historia de Lola Escalante, la eterna novia de José María Lafragua, allá en el Pantéón de San Fernando. Su fidelidad y paciencia, y su incapacidad para poner en su sitio a un pretendiente que, alegando un padecimiento cardiaco, la amenazaba cada tanto con que se moriría de un infarto si Lola acababa de casarse de una buena vez con Lafragfua,  le valieron un lindo monumento de mármol de Carrara, encargado a Italia y dirigido por los famosos hermanos Tangassi, porque cuando parecía que todo iba de maravillas y la pareja sería feliz por siempre, a Lola se la llevó la epidemia de cólera de 1850. Enterrada en el Panteón de San Fernando, el novio, de quien Vicente Riva Palacio hizo un texto satírico delicioso, solamente se tardó tres años en traer de Italia el mentado monumento. Como lo trajo uno de los Tangassi, quien supervisó el armado, ya se puede uno imaginar lo que costó el numerito. Pero San Fernando es escenario de todo tipo de extravagancias, peculiaridades, aficiones  y locuras, de los del siglo XIX y de los del siglo XX. Al rato les platico.

Porque yo estaba en esto del cinco de mayo (que también tiene que ver con San Fernando) y decía que por una de esas cosas raras la esposa de Zaragoza sí fue a dar al monumento de Puebla, aunque no sepamos a estas alturas si estaba harta o no del marido soldado al que nunca veía y que tuvo la poca delicadeza de morirse a los pocos meses que ella, dejando a la única hija huérfana pero eso sí, siendo héroe y benemérito de la patria. No obstante, a ella SÍ la trasladaron a Puebla para que durmiera el sueño eterno con su marido.  OTRO PARÉNTESIS: A la esposa de Pino Suarez, Doña María Cámara, y a doña Sara Pérez, la esposa de Madero, parece que no les fue tan bien al respecto. Ellas, en principio, siguen en el Panteón Francés de la Piedad, (Doña Sara en una fosa junto a la que, en ese lejano 1913, fue la primera sepultura de su esposo, doña María, una placa señala que se la inhumó en la misma tumba que al vicepresidente Pino Suárez. A lo mejor Eva María Ponce nos puede decir si hubo algún cambio cuando se llevaron a don José María) mientras sus mariditos se entretienen uno, (Madero), con toooodos sus amiguitos los revolucionarios allá en la Plaza de la República, y Pino Suárez, que era poeta, debe sentirse más a gusto en la Rotonda de los Hom… perdón, de las Personas Ilustres.

Y sigo: yo estaba en esto del cinco de mayo, y lo primero que espero es que, puesto que el presidente se dignó ir, hayan limpiado toda la zona de lo que fueron los fuertes de Loreto y Guadalupe, y que hoy es un parque dentro de la ciudad de Puebla. Las fotos que aquí ven, las tomé una navidad de… hace un año y meses, sí, en la navidad de 2008, y aparte de que el museo estaría cerrado en uno de los días festivos en los que la gente SÍ PUEDE IR. Tengo que decir que emociona caminar por el fuerte de Loreto, pues de Guadalupe queda poquísimo y era más bien templo convertido en fortificación , imaginándose al ejército mexicano maltrecho, hambreado, harapiento y sin embargo dispuestos a vender caros sus pellejos, aunque los infelices poblanos les hubieran escatimado hasta el insulto los recursos para su manutención. Triste jornada en la que siendo comandante del ejército sabes que se te van a morir muchísimos y sin embargo les tienes que dar ánimo y decirles, como les dijo Zaragoza «Veo en sus frentes la señal de la victoria».

Pero también me acuerdo que en 1962 las conmemoraciones por el centenario de la única victoria militar seria que ha tenido el ejército mexicano (porque no me digan que es mucho mérito que unos 500 arrasen a 60 legionarios en Camarón). Eran los días del gobierno de López Mateos (que, o mucho me equivoco, pero a ratos creo que es el referente histórico de muchos que en el gobierno federal viven hoy día pensando, soñando con ese poder omnipotente, omnipresente que piensan que era el patrimonio de las presidencias priistas de los años sesenta) cuando los periódicos hablaban de auténticas multitudes marchando hacia Puebla para asistir a la ceremonia conmemorativa de este centenario. Eran tiempos interesantes: un televisor grande de General Electric costaba más de cinco mil pesos, exactamente 5 mil 995; y  un traje de mujer caro (de lana tipo «pelo de foca» [?]) en el Palacio de Hierro costaba 283 pesos. (Pienso que en 1962 Martín Luis Guzmán pagó cinco mil pesotes a Jorge González Camarena por «La Patria», cuadro emblemático de la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuitos y de la educación pública mexicana). Más datitos:  Felipe Calderón, hoy cinco de Mayo de 1962 tomaba protesta a los conscriptos. El maestro de ceremonias dijo algo que no quedó muy claro: «El ciudadano Presidente de los Estados Unidos Mexicanos realizará la Toma de Protesta, haciendo llegar su voz hasta el último rincón del país a través de la Red Nacional de Radio y Televisión» (woooooo, el último rincón del paíiiiiis) . No me quedó claro qué significa el dato, en términos prácticos, pero me hizo recordar que en 1962 López Mateos tomó protesta a 300 mil conscriptos en todo el país por medio de «un sistema de radio». A saber si querían decir eso en este 2010 o solamente querían decir que la cadena nacional es la cadena nacional.

Sigo contando: en ese 1962 hubo un desfile conmemorativo en Puebla, con 15 mil efectivos, entre conscriptos, tropas y alumnos de escuelas militarizadas. Hubo otra cosa entretenidísima: un equipo de 120 corredores, de los cuales 60 eran poblanos llevaron a carrera limpia y hasta puebla una caja que contenía tierra del sitio de nacimiento de Ignacio Zaragoza (o sea, hablamos de Goliad, en la lejana Texas, alguna vez mexicana) y una antorcha con un fuego conmemorativo (como pueden ver no estamos inventando NADA en materia de conmemoraciones). Habían comenzado a correr el 21 de abril y el 1 de mayo andaban entrando a Puebla y un corredor de 18 años, Agustín Moreno, le daba el dichoso cilindro de tierra al gobernador Fausto M. Ortega.

Pasaban cosas ese mayo de 1962: era la quinta semana de éxito en cartelera de «Psicosis», de Hitchcock, Jorge Ferretis, Director General de Cinematografía se había muerto el 28 de abril y las esquelas abundaban. Se anunciaba la película «El centauro del Norte» con José Elías Moreno y María Antonieta Pons que presumía de presentar al cineaficionado «¡las más bonitas canciones de la época!» en esta película «emotiva, alegre, comántica y muy mexicana».

Como ya estaban a un pelo de los festejos del 10 de mayo, Los anuncios ya se centraban en el tema. Liverpool ofrecía «el regalo ideal para mamá», un delantal de algodón a sólo 14.95 pesos.  (suena, tantos años después, hasta ofensivo, pero me acuerdo que, en los sesenta, el delantal era una prenda de uso frecuente entre las amas de casa de algún tipo). Claro que también había regalos de más clase, como guantes de cabritilla a 45 pesos, semilargos de nylon a 49.50 (y no sé en qué momento las mujeres dejamos de usar guantes. tan bonitos que son. Aunque con los 32 grados que dicen que hay ahorita al mediodía del 5 de mayo de 2010, ni a quien se le antojen).

Se emitieron en ese mayo de 1962 dos medallas (¿monedas?) conmemorativas: de oro, una que representaba a Zaragoza a caballo. ¡37.5 gramos oro, 38 milímetros de diámetro y costaba 585 pesos con todo y estuche! La de plata también con Zaragoza a caballo, 19.8 gramos plata, 36 milímetros de diámetro, costaba muuucho menos, como diez pesos.

Se editó un libro conmemorativo:  «A cien años del cinco de mayo de 1862», auspiciado por Manuel J. Sierra, quien era el oficial mayor de la Secretaría de Hacienda, donde escribieron Catalina Sierra Casasús, personaje interesantísimo, Agustín Yáñez, Rubén Bonifaz Nuño, Melchor García Reynoso. La comunidad artística de Corpus Christi, Tecas, también se disponían a emprender enorme fiesta, y la publicidad aprovechaba para hacer patente su presencia en aquella jornada de conmemoraciones: Tequila Cuervo, por ejemplo, en un anuncio entero (una plana… nada despreciable), le decían a los lectores de la ciudad de México: «Cuando las armas nacionales se cubrieron de gloria frente a la ciudad de Puebla en 1862, hacía 39 años que el pueblo mexicano brindaba con Tequila Cuervo…» y, para que vean lo que era la economía en aquellos años, el Banco de Comercio de Puebla invitaba a todo el país a invertir en el estado, con las siguientes ventajas: a. Exención fiscal por 10 años. b. Los salarios y costos eran más bajos que en el DF. c. Su cercanía a la ciudad de México y al puerto de Vercaruz. 4. Disponibilidad de agua y electricidad.

Son algunas cosas de otro centenario, de otro país que tenía aún mucho de rural. Era otro cinco de mayo, claro, distinto al de 2010 donde la efeméride cívica se ajusta a la agenda politica de un gobierno. Si eso no es tener una idea concreta de para qué sirve la historia, díganme entonces qué es.




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