A mediados de mayo pasado se cumplieron 110 años de que don Porfirio puso otra primera piedra que nunca floreció, aunque gracias al proyecto aparecieron unas cuantas calles que todavía siguen vivas. Me refiero al soñado Panteón Nacional, peculiar plaza con mausoleo, donde habrían de estar los restos de los caudillos insurgentes y personajes complementarios.
A fin de cuentas, no hubo Panteón Nacional, a pesar de las ganas que al proyecto le echaron los porfirianos. Querían, en esos ayeres, «levantar un templo [laico, se entiende], el templo de la gloria, a nuestros héroes; donde al par de que en él reposen para siempre sus cenizas, pueda darse en todos tiempos culto público [y laico, se entiende] a quienes consagraron su aliento y su existencia al servicio eminente de la Patria», según escribió, barrocamente puntuado, don Jesús Galindo y Villa, que en 1908 le dedicó un espacio al proyecto de Panteón Nacional en su libro «El Panteón de San Fernando y el futuro Panteón Nacional. Notas históricas, biográficas y descriptivas» (Imprenta del Museo Nacional, 1908).
Parece que algunos monumentos nacen con mal fario. La historia del Panteón Nacional, al que le fue peor que a la Suavicr… a la Estela de Luz de nuestro siglo XXI, es de esas donde los testigos que la cuentan hacen malabar y medio para disimular las broncas y los enredos que todo proyecto de monumento trae aparejados.
No es la excepción el Panteón Nacional. Para erigirlo, se consideraron sitios diversos, según Galindo y Villa: unos se inclinaban por el Panteón de Dolores; otros, «en Anzures, junto a Chapultepec» [me hubiera gustado que definieran el alcance del «junto»]. Otros consideraron que podría estar en una «glorieta cercana a la de la Independencia, en la Calzada de la Reforma». No hay que olvidar que, por las mismas fechas en que escribe Galindo y Villa (1907-1908), ya se estaba construyendo la columna con la que se rendiría homenaje a esos mismos insurgentes, es decir, nuestro «Angel» ya era una realidad más o menos tangible. El punto relevante es que, como puede verse, a los hombres de hace 110 años no les pasaba por la cabeza que la columna, a cargo del arquitecto Antonio «El Oso» Rivas Mercado, fuese a tener, en algún momento, funciones de cripta, que sólo le fueron adjudicadas hasta 1925, por Plutarco Elías Calles.
Lo que sí estaba presente en el ánimo de muchos de estos hombres pertenecientes a la clase gobernante, es que no estaba del todo bien, no resultaba del todo adecuado, que los archimentados restos de los insurgentes siguieran dormitando en la Capilla de San José de la Catedral Metropolitana. Al fin y al cabo, los porfirianos, a su manera, también eran liberales y descendían ideológicamente, con sus asegunes y concesiones, de las generaciones artífices de las instituciones republicanas y de la Reforma.
Por fin, y al cabo de «madura reflexión», cuenta Galindo y Villa, se pensó que se podría construir el dichoso Panteón en los terrenos de la huerta del Hospital de Dementes de San Hipólito, Con mucho sentido práctico, los promotores de la idea argumentaban que, después de todo, en algún momento se terminaría el nuevo manicomio General (es decir, La Castañeda), y el hospital de San Hipólito, contiguo a la iglesia del mismo nombre (ubicada, hoy día, en el cruce de Paseo de la Reforma, Francisco Zarco y Avenida Hidalgo), sería derrumbado. Esa, por cierto, es otra de las cosas que jamás ocurrieron.
Pero insisto: le echaron muchas ganas. La Secretaría de Comunicaciones tomó la batuta y supervisión del proyecto, que se encargó al arquitecto Guillermo de Heredia; le avisaron al Ayuntamiento del DF que iban que volaban para construir el Panteón Nacional, y acto seguido empezaron a meterle piqueta a un montón de construcciones del rumbo, pues eran los tiempos en que se derribaban «añejas construcciones para sustituirlas con palacios suntuosos, dignos de la Metrópoli de la República» .
Que a muchos no acababa de gustar que los insurgentes huesos estuvieran en Catedral, es evidente en un testimonio de Guillermo de Heredia: «allí suelen ir las corporaciones y los particulares a tributarles homenaje, y como es patente que no es aquel lugar el más a propósito para ese género de manifestaciones, algunos propusieron que fuesen trasladados dichos restos a la Capilla de la Concepción (que aún está en la calle de Belisario Domínguez), a la Iglesia de la Enseñanza, a la de Betlemitas, etcétera, lugares también impropios por varios motivos». Los «varios motivos», creo yo, se resumen en uno solo: se trataba de templos católicos en funciones.
Dándole vueltas al asunto, el gobierno porfirista estudió otras opciones: también pensó en construir un monumento específico para los insurgentes en la rotonda de los Hombres Ilustres. Tampoco acabaron de decidirse.
A Guillermo de Heredia le cupo en suerte formar parte del jurado que evaluaba los proyectos para el que sería el Palacio Legislativo -otra primera piedra fracasada- y don Porfirio pensó: ya que andaban en ésas y reunidos destacados arquitectos, no seería mala idea que de entre esa ilustre compañía, se eligiera, en conciábulo interno, al que debería avanzar con el proyecto de Panteón Nacional. Así quedó designado De Heredia.
Qué ocurrió para que se entorpeciera la marcha de los trabajos, no está claro, al menos en los testimonios de don Guillermo de Heredia, quien se limita a explicar que el asunto se atrasó «por varias causas». El retraso sirvió para que las autoridades repensaran la idea de construirlo en la Rotonda de los Hombres Ilustres, por la sencilla razón de que el Panteón de Dolores quedaba endemoniadamente lejos de la ciudad de México (ay, qué tiempos aquellos), y esa circunstancia obraría en contra de las nutridas manifestaciones públicas de homenaje a los Héroes de la Patria (así dice De Heredia) con que el gobierno federal soñaba.
De modo que, decididos ya por la huerta del Hospital de Dementes, convocaron a toda la buena sociedad y a la clase política para que contemplara a don Porfirio colocar la mentada primera piedra. A la huerta dichosa se entraba por la más o menos nueva calle de Francisco Zarco.
Hubo discursos, poesías, lectura y firma del acta que daba cuenta del inicio de los trabajos. Colocaron la, a esas alturas pinche piedra, amenizado todo por la música de Grieg, Massenet y Saint Saëns, para rematar con el Himno Nacional.
En algún momento de los años que siguieron, el asunto del monumento dejó de ser competencia de la secretaría de Comunicaciones y pasó a ser trabajo de la Secretaría de Gobernación -ah, las odiosas coincidencias-.
El decreto que sustentaba el Panteón Nacional tiene su interés: no se inhumarían en él cadáveres, solamente restos o cenizas. Entendible: para los ilustres que se iban muriendo estaba la Rotonda. En caso de que el muerto ilustre ya se hubiese ganado el pase para el Panteón Nacional, «el periodo de descomposición» se llevaría a cabo con la calma que exigen estos casos en cualquiera de los cementerios del país, hasta que el Supremo Gobierno se acordara que tenía en X o en Y a un ilustre en descomposición, y entonces decretara su traslado. Una ventaja de ello, opinaba De Heredia, es que el paso del tiempo atemperaría rencores y pasiones políticas que obstruyeran el tránsito del difunto a su lugar de honor.
Se planeó una plaza circular, de 60 metros de radio, con cuatro entradas. En el centro se construiría un cenotafio, decían los involucrados, ideal para las ceremonias cívicas que soñaban con realizar allí. Debajo, estaría la cripta para todos los héroes esenciales de la patria. En los pórticos de la circunferencia construida, copiados de los de la Plaza de San Pedro de Roma, habría nichos para albergar las cenizas de los que era solamente ilustres a secas.
Estaría el Panteón repleto de grupos escultóricos que representaban a todas las virtudes que tienen que ver con el pasado y con bien de la Patria: desde la Reforma hasta la Perseverancia, de la Independencia hasta la Paz, pasando por la Historia y la Justicia.
Se abrieron y renombraron calles: la prolongación de la antigua Humboldt recibió el nombre de calle de los Héroes, y así la conocemos y caminamos aún; la avenida de San Hipólito se rebautizó como Avenida de los Hombres Ilustres. En ese punto de la que hoy es nuestra avenida Hidalgo, junto al jardín Guerrero, se procedió a tumbar con minuciosidad construcciones de un piso que, en opinión de Galindo y Villa, no eran sino «casuchas de pobre aspecto». El dueño de los terrenos, Eustaquio Escandón, reclutó a un arquitecto de nombre Jenaro Alcorta y construyó «costosos edificios», pensando, con seguridad, en aprovechar la nueva vocación del rumbo. Entre los edificios, cuenta don Jesús, habría, como los hubo y creo que hay, «pasajes cubiertos». Cuando estuviera terminada la obra, juzgaba el buen señor, «contribuirá a dar un sello de grandiosidad a ese rumbo».
Como a la hora de la hora no hubo Panteón Nacional, Escandón se quedó vestido y alborotado, con un edificio que en su momento debió ser bellísimo, y que, al paso del tiempo, fue víctima del abandono y el deterioro. Una de esas construcciones ha comenzado a restaurarse muy, pero muy recientemente.
El Panteón de San Fernando, hoy convertido en museo, sufrió también los embates de la modernidad que significaba contruir el Panteón Nacional: le cercenaron al menos un muro de nichos. Acelerado, Galindo y Villa juzgaba que al viejo cementerio donde reposa parte de nuestra pléyade liberal habría que tumbarle «todo el corredor Sur, también el Oriental y una porción del Patio Grande.» Nada menos. Con la suficiencia que da la certeza de estar aportando algo a la posteridad, el buen hombre concluía, benevolente, que «puede dejarse en pie» la parte del cementerio que no estorbara al magno proyecto porfiriano, pues reconocía que «ya habrá dificultades para sustituir por otras las numerosas perpetuidades de San Fernando», y bien se podrían conservar las tumbas que restaran [entre otras las de Juárez, Zaragoza, Zarco y Lafragua] «siquiera sea para recuerdo y no remover inútilmente tanta ceniza». La voz de la modernidad, ni más ni menos, la modernidad en cuyo nombre llevamos casi quinientos años construyendo, tumbando y reconstruyendo sobre los restos de las piedras viejas, a veces para bien, a veces para mal. Total, llevaban un buen rato los capitalinos de entonces, tumbando y desapareciendo cementerios nacidos en el virreinato o en los albores del siglo XIX. Uno más, aunque estuviera enterrado allí el benemérito don Benito -o, a lo mejor, porque ALLÍ estaba enterrado don Benito- no les quitaba el sueño para nada.
Si en 1908 don Jesús Galindo y Villa aún era optimista respecto a la realización de una obra que llevaba ya cinco años de hechura y no acababa de verse claro al respeto, el hombre tenía más buena fe que realismo. El Panteón Nacional no estuvo ni para las fiestas del Centenario -es más, ni siquiera se le planteó- y si no estuvo en 1910, no estaría nunca más, como no estuvo el Palacio Legislativo, a cuyo proyecto sí se dignó echarle una miradita Francisco Madero. Del Panteón Nacional nos quedan unos cuantos papeles, el croquis del monumento, el proyecto de la plaza. Sueños de piedras nuevas sobre piedras viejas que no llegaron a realizarse; ambiciones agostadas y agotadas de lo que no fue en tiempos de don Porfirio.
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