Posts Tagged ‘Historias de periodistas mexicanos

03
Mar
16

Don Guillermo Prieto poeta tierno, amoroso patriota, liberal (casi) puro.

LOS VALIENTES NO ASESINAN LTG 4

A don Guillermo Prieto la historia lo congeló en ese día de marzo de 1859, cuando le salvó la vida a Benito Juárez, a su compadre Melchor Ocampo y al resto de aquel gabinete que gobernaba con facultades extraordinarias, en los primeros tiempos de la guerra de Reforma. Pero es también un personaje que deberíamos conocer más. Es uno de nuestros primeros economistas, aún antes de que existiera tal profesión; educado en la materia, a punta de pescozones y vigilancia, por don Manuel Payno padre, quien ponía a estudiar a su propio hijo -que luego alcanzaría la inmortalidad literaria con «Los Bandidos de Río Frío» y algunas otras hazañas– y al jovencito Guillermo, pues ambos periodistas fueron amigotes y compinches desde tierna edad.

Algunos de los poemas escritos por don Guillermo, son, al mismo tiempo, crónicas francamente sabrosas, como aquel llamado «Trifulca», que, con un ritmo fenomenal, cuenta la historia del matrimonio que agarrado del chongo en plena calle de Topacio, echa a gritos al bueno y decente tendero que intenta salvar a la mujer de los sopapos del marido. Tiradísimo al drama, reflejo de la condición femenina de sus tiempos es el Romance de la Migajita, flor del Barrio de la Palma y envidia de las Catrinas, que mi querido amigo, Guillermo Zapata, el Caudillo del Son, convirtió en sentida melodía que podría llegar hasta la última fila del Panteón de Dolores, junto a la barda, donde dice don Guillermo que enterraron a la desdichada mujer, muerta de amor y de celos del galán.

Es también el querido don Guillermo uno de los más brillantes periodistas satíricos del siglo XIX: como vivió tantos años, se dedicó a hacerle la vida de cuadritos a muchos personajes sonados de la vida política de nuestro país: fastidiar con constancia a Antonio López de Santa Anna le valió un emocionantísimo destierro a Cadereyta, Querétaro, donde se aburría como ostra. Como el ocio es mal consejero, tanta inmovilidad le dio la circunstancia apropiada para componer esa bomba ideológica que es «Los cangrejos» canción liberal que sobrevivió a Santa Anna y se convirtió en una de las canciones preferidas de aquello que después se iba a llamar La Gran Década Nacional -así, con mayúsculas. Sabemos que en diciembre de 1860, cuando las triunfantes tropas liberales entraron a esta, la sufrida Tenochtitlan, venían cantando Los Cangrejos. Naturalmente, don Guillermo, que siempre fue de lágrima fácil, chillaba, conmovido, a moco tendido, al ver su canción convertida en himno.

Varios fueron los clientes de don Guillermo: Maximiliano, desde luego, víctima materializada en uno de esos periódicos, hechos con las peores intenciones, que se llamó El Monarca. Otro de los periódicos indispensables para entender el periodismo de Prieto es La Chinaca, «hecho única y exclusivamente para el pueblo». Si Guillermo Prieto fue sangriento con alguien, fue con Juan Nepomuceno Almonte. En este caso, Prieto juega un papel importante en la construcción de la pésima imagen que el hijo de José María Morelos tiene hasta el día de hoy. Le deformó el nombre, imitando el habla de los indios de su tiempo; se refería a él como «Juan Pamuceno» o simplemente «Pamuceno»; lo más educado que le dijo fue «indio ladino», vendepatrias, traidor y mil lindezas más.

Era don Guillermo muy sentimental, llorón y sensible. Cuando se peleó, a fines de 1865 con Benito Juárez, se puso a escribir cartas azotadas y lacrimógenas, dirigidas a Pedro Santacilia, yerno del presidente, a quien ambas celebridades, en sus cinco minutos de divas, pusieron en la incómoda posición de recibir cartas de ambos, donde se cruzaban acusaciones, quejas y majaderías. Un poco pirado por el pleito, escribía don Guillermo: «Ni para servir a mi patria lo necesito; ni mientras pueda hilvanar una cuarteta tengo que buscar arrimo, mientras me llame Guillermo Prieto ni creo que en nuestro balance deba yo más a Juárez que Juárez a mí.» Disculpen el arrebato de mi tatarabuelo honorario, pero así se ponía cuando le herían el orgullo. Hay que agregar que, hasta la fecha, una de las ramas de descendientes de don Guillermo, se rehúsa a hablar del agarrón Juárez-Prieto, porque el susodicho abuelito le enseñó a toda su prole que de eso no se hablaba.

Fue don Guillermo, como se decía en su época, «perrito de todas bodas» o ajonjolí de todos los moles. Vio las epidemias de cólera de 1833,  fue, para vergüenza suya de toda su larga existencia, «polko»; Vio de cerca, aunque sin fusil en la mano (parece que era un pésimo tirador), la dolorosa invasión gringa en el valle de México y es el gran cronista de esos días en que los habitantes de Tenochtitlan decidieron vender caro su pellejo y resistieron la llegada de los gringos, peleando en las callejuelas y los barrios más populares y bravos de la época: por el rumbo de la Alameda, en el Salto del Agua, en las cercanías de Tlaxcoaque, en rumbos de los que apenas queda memoria porque queda una calle diminuta, una plazuela casi inexistente: San Salvador el Seco y San Salvador el Verde.

Fue don Guillermo diputado veinte veces y casi todas por Tacubaya; secretario particular de presidente, hijo adoptivo de reliquias de la patria como don Andrés Quintana Roo -no sabemos que opinaba doña Leona Vicario de tal alianza-, autor de libros de texto de historia y maestro del Colegio Militar. le daba lata un día y otro también, a Porfirio Díaz, con solicitudes de apoyo y apapacho que creía completamente legítimas y justificadas, dada su condición de último ministro de la Reforma.

Fue sufridísimo ministro de Hacienda, que quedó quemadísimo con el asunto de la desamortización y nacionalización de los bienes eclesiásticos, y lo peor, sin beneficio alguno. Mentaba madres porque los méndigos conservadores le quemaron los archivos antes de largarse de Palacio Nacional, y no tenía idea de lo que habían hecho con el erario. Tuvo, en su beneficio, algo que los funcionarios del ramo de este siglo XXI no tienen tan fácil: a don Guillermo no le temblaba la mano para tomar decisiones. Respiraba hondo, se encomendaba a la patria, y firmaba. Es de recordar que fue el autor del primer plan de choque económico del México independiente: en su primera gestión en Hacienda, en tiempos de Mariano Arista, decretó una rebaja de 50 por ciento a los sueldos de militares y de la burocracia. Casi lo linchan. Arista lo protegió, un tanto asombrado de la alocada temeridad de su ministro.

En fin, que hace 119 años que se fue al otro mundo, con un crucifijo en la mano y una enrevesada leyenda según la cual había al pie de su cama un cura que lo conminaba a arrepentirse de todas sus  tropelías liberales. Lo enterraron en la Rotonda de los Hombres Ilustres -que así se llamaba entonces- y el asunto fue otro fandango: el gobierno de Porfirio Díaz pagó la fosa, pero no el monumento, que tuvieron que pagar, a plazos y con esfuerzos,  la viuda de don Guillermo, Emilia Collard, y su hija María.

¿Sigue aquí don Guillermo? Desde luego. Está en el diorama del Museo del Caracol; en la estatua que le hicieron en la ampliación del Paseo de la Reforma, con un tambache de sus libros al lado y con un manto al desgaire. Estuvo en los primeros libros de texto gratuitos, de donde lo desterró en 1971 el equipo de especialistas del Colmex comandado por doña Josefina Zoraida Vázquez, para acabar colado (jeje) en el libro de lecturas de sexto año de esa misma reforma educativa. Hay al menos dos calles Guillermo Prieto en la ciudad de México, y en muchas ciudades del interior del país hay también calle Guillermo Prieto; en el palacio de Gobierno de Guadalajara, en el patio de los naranjos, está el relieve que lo representa cubriendo a Juárez con su cuerpo. En la Unidad Habitacional Tlatelolco hay un edificio Guillermo Prieto, y mejor aún, unas «Tortas Guillermo Prieto», puntada que le habría encantado de haberla presenciado. Cada vez que alguien dice «Los valientes no asesinan», don Guillermo sonríe, en algún lugar insospechado, feliz de seguir en boca de los mexicanos.

A mí, sin embargo, es otra frase suya la que más me gusta. La rescató de los soldados que custodiaban a don Benito y a su gabinete en su viaje hacia el norte; eso soldados que se acordaron un 15 de septiembre que era noche del grito y le dijeron al güero Prieto, para que ayudara a armar la conmemoración. Conmovido, Juárez le dio a Guillermo los pocos pesos que traía en el bolsillo para «la fiesta de los muchachos». A cambio ellos le dieron esta joya al poeta metido a político: «Y todavía nos acobijamos con la Patria».

 

 

17
Ene
15

Rosario cincuenta años después: conversaciones entre un diablo y una musa

ROSARIO DE LA PEÑA JOVEN

Rosario en su juventud, cuando Acuña se prendó de ellla.

Si con las complicaciones alrededor del sepulcro de Acuña se hubiera terminado esta historia, los románticos empedernidos habrían estado felices. Total, los chismes malintencionados acabarían por borrarse en el vértigo del tiempo. Pero no.

Aparecieron en escena esos personajes que ya resultaban incomodísimos en las últimas décadas del siglo XIX, y que en las primeras décadas de la nueva centuria se habían vuelto aún más audaces, aún más necios, aún más preguntones: los reporteros, o repórters, como se les llamaba en esos días. Para esa peculiarísima especie, la llegada, en diciembre de 1923, del aniversario 50 del suicidio de Manuel Acuña, se transformó en potencial noticia: porque la tragedia romántica del poeta coahuilense aún tenía mucho cartel, y porque Rosario de la Peña aún vivía, y con ella, cada día, cada hora, la etiqueta de causante de una de los mayores melodramas sentimentales de las letras mexicanas.

Era inevitable que la existencia de Rosario llamara la atención de este nuevo tipo de periodistas; si hubiera privado el criterio decimonónico por el cual la mayor parte de los amigos y conocidos de Acuña, de Rosario, de Laura Méndez y Agustín Cuenca se callaron las bocas hasta que se fueron muriendo de vejez y/o enfermedad, nadie se hubiera planteado siquiera la posibilidad de ir a molestar a la antigua musa que, retirada de la agitada vida del México de los años veinte, residía en «la ciudad» de Tacubaya.

Era un año movido, 1923: la causa delahuertista bullía en el mar de secretos a voces de la política, y en septiembre se había armado un notable escándalo cuando «El Mundo», un joven y ambicioso periódico vespertino que competía con los grandes diarios matutinos y, al mismo tiempo, con la primera estación de radio, la de la cigarrera El Buen Tono, había publicado la nota de la inminente renuncia de Adolfo de la Huerta a la cartera de Hacienda para aventurarse en la lucha por la presidencia de la República. La nota, se debía, cuenta la leyenda, a la audacia del director gerente -y propietario- de «El Mundo» un hombre joven y enérgico, al que le sobraba pila para competir y hasta pitorrearse -bajo el seudónimo de «El Reportero Respondón»- de sus colegas a los que «se les iba la nota». El sujeto, en cuestión, era también diputado y respondía al nombre de Martín Luis Guzmán.

La audacia de Guzmán -que habría leído la carta de renuncia de De la Huerta antes siquiera de que la viera el presidente Álvaro Obregón y la había dado a conocer- provocó, como buen trancazo periodístico, un escándalo y un bulle-bulle generalizado, donde todos se hacían lenguas y los reporteros correteaban a los secretarios de Estado para saber si también iban a descubrir sus ambiciones políticas y renunciarían para entrar en la grilla. A Guzmán, la exclusiva le costó su periódico, con todo y estación de radio, y un exilio que duró largos años. A De la Huerta, el asunto le salió aún más caro, como se vio después.

Tales eran las notas de primera plana en el otoño de 1923, y la lucha por el poder no bajaría de intensidad. Pero Rosario de la Peña ya no pertenecía al mundo donde la grilla iba del brazo de las bellas letras, y los hombres que se disputaban la silla presidencial ya no eran los elegantes periodistas-poetas-políticos que en otros tiempos la cortejaban. Y aún así, la buena mujer, con 76 años a cuestas, de los cuales llevaba 50 de ser, de una u otra manera «Rosario, la de Acuña», no dejaba de significar un reto atractivo para un periodista avispado.

El periodista en cuestión está en los anales de la historia de la prensa mexicana con un nombre que apenas usaba: Roberto Núñez y Domínguez. Su nombre de guerra preferido era «El Diablo», y era veracruzano, de Papantla, para más señas. Llegó al periódico Excelsior en 1917, con 24 años, y no se fue de allí sino para morirse en 1970. Escribió como loco en el rotativo de Reforma y Bucareli. «El Diablo» es su sobrenombre más notorio, y lo había tomado de una ópera de Giacomo Meyerbeer estrenada en 1831, precisamente, Robert, le Diable. Su fuerte eran las crónicas teatrales, las crónicas taurinas y las entrevistas.

Inventariado en los activos de Excelsior, Roberto El Diablo dirigió Revista de Revistas entre 1940 y 1949, pero era de los colaboradores indispensables de la publicación desde que ésta había nacido, en 1910. También fue corresponsal en Madrid. Más de medio siglo de talacha periodística le permitió escribir varios libros y usar  montones de seudónimos. Si en una incursión por esos túneles del tiempo que se llaman hemerotecas, el respetable público ha leído materiales firmados por Pepe Montera, por El Duende de la Quimera, Cleóbulo, Rehilete, Rejonazo, y otros menos extravagantes, como Pablo de los Santos, Antonio Vargas Heredia o Fermín Garza, estaba leyendo a Roberto El Diablo.

Su producción dio para la escritura de varios libros, y en uno de ellos, «50 Close Ups», editado en 1935 por la editorial Botas, recopiló algunas de sus entrevistas más notables. Allí rescató la conversación, publicada originalmente en Excelsior, que sostuvo con Rosario de la Peña a fines de 1923,  en los días en que se cumplían los cincuenta años del suicidio de Acuña.

Y entonces Rosario habló. Y vaya que habló.

Rosario, en noviembre o diciembre de 1923, cuando Roberto El Diablo la entrevistó.

Rosario, en noviembre o diciembre de 1923, cuando Roberto El Diablo la entrevistó.

Roberto El Diablo conservó para el libro una fotografía de Rosario tomada cuando se hizo la entrevista. Ahí está, una anciana de cabello recogido en chongo y totalmente blanco, vestida de negro, con los ojos entrecerrados en un gesto que, si me preguntan, tiene mucho de hartazgo y de cansancio: hartazgo de que le pregunten, cansancio de que la gente recuerde. En las manos sostiene el famoso álbum de tapas de nácar donde sus amigos y cortejantes de los días de la República Restaurada dejaron poemas y galanterías; el álbum donde se encuentra el que llaman «el original» del Nocturno donde Acuña reclamaba la atención y el amor de la propietaria del objeto.

La entrevista es entretenida: tiene aún los giros del lenguaje heredados de los manuales de buenas maneras decimonónicos: «Dígame usted», «Permítame interrumpirla»; «Con todo gusto le respondo», etcétera, etcétera, etcétera. Aún no son los tiempos de los estilos directos del quehacer noticioso. Acaso todos estos circunloquios estorben, finalmente, el valor informativo de la entrevista. Pero como sea, existió y se publicó, la que, hasta el momento, me parece la última declaración pública de Rosario de la Peña, pues ella murió al año siguiente, tal vez aligerada un poco, después de hablar con el reportero, del cansancio existencial que le debe haber provocado el chiste de Acuña. Por demás, resulta evidente que al entrevistador le pesa en la memoria la leyenda de la dama entrevistada; de ahí su descripción, su búsqueda de la mujer conservada en la memoria de las letras mexicanas: «En los ojos profundos perduran reflejos del fuego propicio a Eros, en que se abrasaron tantos corazones». Y, al leer esto, me parece que hallo el primer indicador de lo que buscaba el reportero de Excelsior: la leyenda, más que al personaje real.

Busca Roberto, en la señora que lo atiende, a la muchacha que fue, a la joven por la que Acuña perdió la cabeza -y la vida. Quizá su gana de enfrentarse a la figura mítica hace que se le vaya la mano en la entrevista, pero, al igual que un personaje contemporáneo suyo y del que nos hemos ocupado bastante, don Jacobo Dalevuelta, hay que recordar que, por más noticioso que ya fuera el periodismo mexicano, conservaba el hábito de llenar los huecos de las notas y la memoria con mucho aliento literario. Lean nada más: «Viéndola andar, tan erguida, tan ligera, como la más juncal mocita abrileña, no puedo menos que evocar su figura de hace medio siglo, cuando con su porte garrido y su aire seductor iba a su paso encendiendo lámparas de inquietud». El discurso mueve a sonrisa, pues Roberto, ciertamente, no había nacido en los días de gloria de Rosario.

Es así que, repuesto del mareo que lo acometió al trasladarse ¡en auto! a Tacubaya, El Diablo se sentó a conversar con la Musa, quien se desquitó de Acuña de la manera más propia posible, explicó cómo se desarrollaron las cosas, e involucró a algunos personajes más.

Rosario conoció a Manuel Acuña, contó, en casa del general Joaquín Téllez. Se lo presentaron en calidad de «nueva gloria nacional». Era mayo de 1873, y no tenía sino unos pocos días que la obra teatral del poeta, «El Pasado», se había presentado con éxito clamoroso. Acuña, por tanto, estaba de moda. Si hacemos caso a las declaraciones de Rosario, la nueva celebridad se prendó inmediatamente de la muchacha. Acuña, explicó ella, leía alguna cosa de su autoría a la concurrencia. Después de las presentaciones, le rogó a Rosario que leyera por él aquellas hojas. Probablemente, si ella hubiera sabido la bronca en que iba a meterse, no hubiera sido tan amable como para complacer al poeta.

La jornada concluyó con un Acuña empeñado en acompañar a su casa a la familia De la Peña; en el trayecto pidió permiso para visitar a Rosario y frecuentar su casa. Así, el nuevo astro de las letras mexicanas ingresó a la tertulia donde muchos de sus amigos y numerosos personajes de altos vuelos, ya tenían un sitio. Acudían a la casa de Rosario toda la generación de jóvenes valores que en el Porfiriato se convertirían en las vacas sagradas: Justo Sierra, que en 1873 aún tenía rizada melena; Juan de Dios Peza, jovencito y amigo de todos; Agustín Cuenca, Francisco Sosa y Porfirio Parra. Casi nada. Pero también estaban apuntados a las reuniones, los maestros de esta tropa de chicos talentosos, los contemporáneos y amigos de Porfirio Díaz: Vicente Riva Palacio  y don Nacho Altamirano, que oficiaba como patriarca de la pandilla. Pero también asistían sin falta algunos personajes de la generación de la Reforma: el padre intelectual de Altamirano: don Ignacio Ramírez, «El Nigromante», y su amigo, cómplice y compinche, Guillermo Prieto, el tierno y pícaro Fidel.

Con esta galería de ilustres, a Roberto el Diablo se le ocurrió preguntar quién le simpatizaba más. la dama recordó a un ilustre más, extranjero, que mientras vivió en México, formaba parte de las reuniones:  José Martí. Pero Rosario decidió ser justa. «Debo expresarle que de todo el grupo, con quien más me halagaba platicar, era con El Nigromante. ¡Qué hombre aquel, era una enciclopedia! Y luego que a su saber añadía un lenguaje tan florido tan galano, que arrullaba  como una música… Ni ninguna ciencia ni ningún arte tenía secretos para él».

La verdad de las cosas es que no sólo los muchachos se fascinaban con Rosario de la Peña. El Nigromante estaba enamoradísimo de ella. Pero, don Ignacio Ramírez, siempre brillante, a veces exaltado, no se engañaba a sí mismo: sabía que la chica no le correspondería. De modo que se conformaba con estar cerca y galantearla en los límites de lo decoroso. El tema es importante para lo que iba a ocurrir después.

A estas alturas de la conversación, Roberto El Diablo se moría de la emoción: tenía ante sus ojos el original, de puño y letra de Acuña, del famoso «Nocturno»: «una emoción casi mística (!) embargó mi espíritu. Era aquella una verdadera reliquia (!!) y como tal había que contemplarla: unciosa, reverentemente (!!!)». Si alguna duda quedaba del peso de la leyenda romántica asociada al poema, con estas frases queda perfectamente situada en el imaginario de aquellos días.

El entrevistador avanza: quiere conocer la historia del poema. Rosario responde en lo que parecen frases de consideración para Acuña: «Había decidido no hacerlo nunca  [contar la historia del poema] y llevarme a la tumba mi secreto. Si ahora accedo es sólo por la solemnidad del homenaje que se trata de tributar al poeta en la fecha del cincuentenario de su muerte… y no sería justo que yo negara mi grano de arena en la hora de la glorificación…»

Y ¡zas! Rosario se descose: A poco de conocerla, Acuña le declara su amor. Ella  responde que no siente más que «admiración por el poeta y amistad por el caballero». No obstante, no es un «no» rotundo; le da esperanzas: tal vez con el trato, con el tiempo, algo ocurra.

Acuña no necesita más. El hombre es feliz dentro de los tormentos y la fascinación por la muerte que se nota en la poesía que publicaba. A poco, a raíz de un homenaje que recibe, entra como huracán en el salón de Rosario, donde ella conversa con El Nigromante, y arroja a sus pies las coronas de flores que un rato antes estaban en su cabeza de poeta. Así se hace público el asunto: Manuel Acuña ama con locura a la señorita De la Peña y Llerena. El maduro testigo, el luciferino Nigromante, guarda compostura y silencio.

Pero aquí entra en escena don Guillermo Prieto, que trataba a la muchacha «con paternal solicitud». Enterado de todo el mitote, a los pocos días se sienta a platicar con Rosario. Por boca del Romancero, quien se arropa en «la estimación que te profeso» para contar todo el chisme que conoce. Así, ella se entera de unas cuantas cositas acerca de Acuña: su rendido admirador, que incluso se bota la puntada de llamarla «mi santa prometida», tiene relaciones sentimentales no con una, sino con dos mujeres: «una poetisa» [que no era otra que Laura Méndez Lefort] y la lavandera que se hacía cargo de la ropa del susodicho. Es más, narra Rosario haciéndose bolas con el recuerdo y pone en boca de Prieto: «de una de ellas se le acaba de morir un hijo». Para esas fechas, aún no moría el bebé de Laura como ya he narrado. Pero esta declaración permite saber que Rosario estaba enterada de todo el asunto, y supo perfectamente, en su momento, los detalles de aquella relación.

«Así es que tú sabes lo que haces», concluyó Prieto. El testimonio de Rosario confirma el papel del Romancero en el enredo. Personalmente creo que don Guillermo se mete en lo que no le importa en solidaridad con su hermano del alma, El Nigromante. No sería la primera vez que el par de glorias literarias, que habían vivido juntos tantas cosas, se ponían a conspirar o a pelear o a intrigar juntos o en apoyo el uno del otro. Y no siempre sabían si las cosas les iban a salir bien.

Enterada Rosario, esa misma noche confronta a Acuña, no bien este se apersona en el salón. Lo pone como dado. «¡Qué tal si me he creído de sus palabras!». Lo reta a negar la existencia de las dos mujeres. Descolocado, Acuña reconoce que todo es verdad. La dama aplica la puntilla: «Yo creo que ya no me seguirá diciendo ‘mi santa prometida’ «. Aún sacadísimo de onda, y resintiendo el porrazo, Acuña se sienta ante una mesa y se pone a escribir. Llegan más visitas, y mientras Rosario las atiende, vigila en silencio al poeta, que en su acelere, se llena las manos de tinta y, desde luego, la hoja del álbum donde trabaja. Cuando termina, toma su sombrero y le dice al objeto de su amor: «Lea esto, a ver qué le parece». Era el «Nocturno», pero, también, ya era demasiado tarde.

A estas alturas, Roberto el Diablo sabe que tiene una maravillosa historia para escribir: la leyenda es menos idílica, pero igualmente emocionante. Rosario se aplica en desarmar la narración trágico-romántica: una tarde el poeta se apersona en casa de la muchacha. No tiene mucho que ha escrito el «Nocturno», y le pregunta: «Rosario, si usted me llegara a querer, ¿sería capaz de tomar cianuro conmigo?»

Como Rosario ya no estaba para los rollos y las obsesiones de Acuña, lo regaña. «Qué cosas se le ocurren. Ni usted ni yo tenemos por qué matarnos. Deje de pensar en tonterías».  Pero el poeta no dejó de pensarlas. Rosario asegura que la tendencia suicida era una «tara familiar»; que dos hermanos del poeta también pusieron fin a sus existencias. El 5 de diciembre de 1873, el enamorado sin esperanza se despide como todas las noches, y deja en la mano de su musa una carta, donde se despedía de ella «para siempre». Rosario, desde luego, cree que el personaje exagera. Por eso no le echa de menos cuando Acuña no llega a saludarla, como todas las mañanas, después de sus prácticas de medicina en el Hospital de San Andrés.

Convencida de que el poeta regresará, más tarde o más temprano, Rosario se va a comer. Pero Acuña ya no volverá. En vez de eso, hacia las 2 y media de la tarde, aparece un agitado Ignacio Altamirano con una noticia y un reproche: Acuña está muerto; se suicidó por un amor no correspondido.

Ahí termina la entrevista de Roberto El Diablo, fascinado irremediablemente con la anciana. La posteridad fue menos generosa.  José Fuentes Mares, al examinar la historia, se pelea con otra escritora, Carmen Toscano, autora de «Rosario la de Acuña» y opina que Rosario aprovechó el chisme de Guillermo Prieto para sacarse de encima a Acuña, pues era, por lo menos, egoísta y «casquivana». En su trastorno emocional, el poeta, a cambio, habría procedido como lo hizo para vengarse del amor no correspondido, haciendo aparecer a la muchacha como la culpable de sus desarreglos emocionales, conducta que a lo largo de los años los siquiatras han encontrado en buena cantidad de suicidas: hacer mutis al tiempo que le dejan clavada la banderilla de la culpa o de la responsabilidad a alguna persona cercana.

Pero, acota Fuentes Mares: si tal era el propósito de Manuel Acuña, el suicida fracasó, porque Rosario no asumió la culpa del desastre. Ni siquiera fue al sepelio en el Campo Florido, y siguió su vida de musa de celebridades. En su cursilísimo (cuyo mérito en los inicios del siglo XXI estriba en que nadie escribía de esas cosas) «Amores Mexicanos», José Manuel Villalpando sigue a Fuentes Mares, tilda de egoísta y de manipuladora a la dama en cuestión. Es decir, que de todas maneras y para la posteridad, Rosario pierde, porque al final, juzgan estos caballeros, ella sí tuvo la culpa, aunque insista en rechazar la responsabilidad, en vista de su comportamiento hacia los escritores de los que se rodeaba y de los cuales Acuña fue, simplemente, uno más.

Fuentes Mares asegura que la entrevista de Roberto El Diablo contiene un fragmento donde el periodista, con todo y buenas maneras, le restriega en la cara esa responsabilidad a la dulce viejecita. Leve escaramuza con florete, el diálogo no tiene desperdicio, porque dice más del reportero que de la entrevistada:

-Pobre Acuña, dijo Rosario sin inmutarse. Hace mucho que le perdoné lo que hizo.

-No creo que tenga usted que perdonar a quien le escribió un poema tan hermoso, reclama el periodista, a quien Fuentes Mares juzga «escandalizado» por tanto desamor, y yo juzgo necio, decidido a tener la razón a como dé lugar, sin importar lo que piense el entrevistado.  De las hermosuras del «Nocturno» [«mi madre como un dios», etc., etc., etc.], mejor ya ni hablamos.

¡Todos los poetas de México me escribieron poemas hermosos! le rezonga la pacífica ancianita, que, me imagino, ya empezaba a encresparse.

-Sí, pero ningún otro se suicidó por usted,  remata Roberto, ahora sí haciéndola de Diablo, porque se revela como declarado partidario de la tragedia romántica que ha sobrevivido cincuenta años y no es cosa de dejar que la ruda viejecita la eche a perder así como así.

Pero ese fragmento de la entrevista, donde ambos protagonistas se despojan de la máscara de las buenas maneras y se dan un entre de ferocidad mal disimulada, no fue incluido por Roberto El Diablo a la hora de armar los «50 Close Ups».  Lo sustituye por una delicada negativa a revelar el contenido de la carta de despedida que Acuña le entregó en mano a Rosario la noche del 5 de diciembre de 1873. ¿Le pareció, a la hora de pasar de la fugacidad del periódico a la permanencia del libro, que era él mismo quien no quedaba bien parado, por necio? No tengo manera de saberlo. Lo que sí sé es que toda esta larga tragedia, bronca exclusiva de Acuña solito y su alma y su mamitis, ahí permanece, y a ratos se echa un silencioso round con la popularísima leyenda de «Rosario, la de Acuña» mucho menos cierta pero que, ah, lo que son las cosas, todavía vende que es una barbaridad.

12
Sep
11

Mis Once de Septiembre 2: el World Trade Center

Este es otro día de recordar, inevitablemente. Animales de corta memoria como somos, y generaciones distintas en convivencia, podemos ver a los compañeros de ForoTV clavados en la cobertura de los diez años de los ataques terroristas que el mundo entero presenció por televisión hace una década, sin ocuparse demasiado del aniversario del golpe militar en Chile, ocurrido en 1973. Pero de eso, ya he contado hace unas horas, mi pequeña historia particular.

Hace diez años vimos por TV la historia de la destrucción de las torres del WTC neoyorquino, y los que estábamos allí entendiendo la magnitud del asunto, sí supimos, después del segundo avionazo, que el mundo estaba asistiendo a la Historia con mayúsculas.  Una triste Historia, ciertamente.

Pero hace diez años, hacía noticieros de radio y era endiabladamente, adrenalinadamente feliz. Todo lo feliz que puede ser uno en ese espléndido mundo de las noticias por radio: rápido, encarrerado. Los días eran largos porque empezaban a las  5 de la mañana, el noti de 6 a nueve y era una espléndida pandilla, capitaneada por el querido Lalo Torreblanca, la que hacíamos noticiero en Radio Trece, en esa casa estilo colonial californiano de la calle de Emerson, donde decían que había un fantasma, una sombra que se iba a ocultar escaleras arriba a la madriguera de Abraham Zabludovsky , y donde, en esos días, después de una tormenta, cayó un rayo como a treinta metros que hizo que mi queridísmo Josué Vega, que en esos días era un muchachito que estaba cerca de acabar la carrera y ya era un auténtico peligro, se llevara un susto de la absoluta tostada.

Apoyada en la consola de audio miraba sin ver los monitores de televisión. Uno de ellos, puesto en CNN, de repente pasó al  encuadre de algo que no acababa de ser claro; pero el título inferior aseguraba que un avión se había estrellado en el WTC.  Raro el encuadre de aquellos primeros minutos de la transmisión mundial de la CNN; era tan cerrada la toma, que no había manera de imaginarse otra cosa que no fuese un accidente: parecía diminuto, en la inmensa fachada del WTC, el boquete que una avioneta, guiada por algún incompetente o un suicida, se hubiera estrellado contra el edificio. Como en esos casos pasa, se actúa por instinto. Dulce Lomelí, la querida amiga que se encargaba de los cortes de estación y leer las llamadas en aquel nuestro noticiero, agitando las manos, me sacó del raro ensimismamiento en que me quedé por unos segundos, pensando en el tamaño del agujero que puede producir una avioneta al estrellarse en un edificio tan grande. Pensaba, calculaba, estimaba un agujero, ¿del tamaño de un piso?

La máquina que todos los que andamos en esto traemos incluida se echó a andar. Dimos la nota -nos lo reportó al día siguiente el monitoreo- dos minutotes antes que el gran rival de todos en aquellos días, el Monitor de José Gutiérrez Vivó. Los encuadres de la CNN mejoraron, ya era visible la magnitud del daño, y ya sabíamos que no era una avionetita guiada por un pobre diablo; estábamos viendo Historia por la televisión, tal vez una de las más lamentables que a mi generación le ha tocado ver.

En cabina, Lalo, Carlos del Valle -que después acabaría megapeleado con la flota- Dulce y yo, empezamos a esbozar hipótesis comentarios. La impresión era mucha. Poco a poco, aparecían los enlaces con los personajes públicos que algo podrían  opinar del tema.. empezó a hablarse de terrorismo, aún como suposición… que se acabó cuando vimos juntos, silenciosos,  el momento en que el segundo avión se estrelló contra la segunda torre. Los noticieros se alargaron, se cambió de turno porque una señora levemente histérica -con la que nos llevábamos a matar y que se llama Estela Livera- estaba empeñada en entrar al aire también. Dejamos el micrófono pero no la estación. Satisfechos de la chamba hecha, de haber respondido como se espera que responda un buen periodista, todavía acelerados de adrenalina y de la certeza de que estábamos viendo algo que habrá que contar a los nietos: cómo vimos, al igual y al mismo tiempo que millones de personas en el resto del mundo, cómo el terrorismo acababa con una de las construcciones emblemáticas del siglo XX.

El armado del programa de la mañana siguiente tomó tiempo y esfuerzo. Un ex amigo me avisó que incluso los vuelos mexicanos se habían trastocado. Aquella mañana volaba a Monterrey a presentar un libro. Todo mundo en la editorial, según supe, decidió que no era momento de andar yendo de paseo en avión hacia el norte. No fuera a ser. Nadie sabía lo que podrían hacer nuestros gringos vecinos, máxime que a esas alturas, las once o doce del día, ya habían cerrado su espacio aéreo y advertido que se dispararía contra cualquier aeronave que tuviese siquiera la remota apariencia de querer pasar cerca de territorio estadounidense. Ese día llegué a Radio Trece a las 5:45 de la mañana, y salí a las 10 de la noche. No tenía sueño, había comido cualquier cosa. La adrenalina, señores, ese vicio del periodista, ejercía su imperio.

Que el responsable de los ataques era Osama Bin Laden, fue cosa muy sabida muy pronto.  En los días subsecuentes, entre el impacto y seguimiento de la información, aparecieron los parientes de Bin Laden. Chiste tonto de radiodifusora, nos comunicábamos unos a otros para el trabajo diario, de extensión a extensión, con el «Bin Laden» ya convertido en prefijo: «Bin Laden, necesito que me pases una copia de las notas de la tarde» «Bin Laden, ya te las puse en tu carpeta». «Bin Laden, háblenle al senador paquito y díganle que lo necesitamos para entrevista a las 7 y media de la mañana, por favor» «Bin Laden, el wey dice que si le marcamos a las 8, porque llega a bañarse después de correr».

En esas estábamos cuando, como un mes después de los atentados, al ingeniero de sistemas de Radio Trece, un sujeto que no era del todo mala gente, pero que era nefastísimo en cuanto agarraba cualquier computadora, tuvo la brillantísima idea de limpiar toda la red, y cual talibán, reseteó los equipos, formateó cuanto estuvo a su alcance, y se chutó toditititos los formatos de guiones de los noticieros matutinos y nocturnos. Llegaba yo a la estación a las 5 de la tarde, y Josué me esperaba en la puerta de la oficina, con las quijadas trabadas: «Bertha, este cabrón SÍ ES HIJO DE OSAMA BIN LADEN», y procedió a acusarlo con todo detalle. De esos meses recuerdo que en alguna manifestación, llegamos a escuchar un estribillo que los activistas, que la verdad no recuerdo quiénes eran, coreaban muertos de la risa: «¡Si Osama, viniera, en la Torre les pusiera!»  Así somos, así eramos los que éramos en esos días.

Hoy, diez años después, han pasado muchas cosas, en este Reino y en el mundo. El amigo que esa mañana me habló para decir que había cancelado su vuelo a Monterrey -después entendería que fue por perro miedo, qué editorial ni qué tres cuartos- ya es un ex amigo que, mientras más lejos, definitivamente mejor. Josué es el espléndido profesional que hace diez años era claro que iba a ser. A mí el olfato se me ha hecho más agudo y el humor más ácido. No creo en la mitad de las cosas en las que creía hace una década, y para unas cuantas me he vuelto hasta fundamentalista. Eso, supongo, se llama madurez, otra forma de la felicidad.

Diez años de vértigo, desde aquel día.

04
May
11

Estas cosas de la libertad de expresión: maldades de Guillermo Prieto.

Otra vez, Día de la Libertad de Expresión. Pasé delante de la estatua de Francisco Zarco que está a unos pasos de la iglesia de san Hipólito, donde hay verbena permanente, porque allí acuden los devotos de San Judas Tadeo a pedir por la solución a las causas difíciles, desesperadas o imposibles. En contraste, la estatua de Zarco destaca en la placita, impecable, hay que decirlo,  pero vacía. Este 3 de mayo no ha habido ni un solo periodista que se pare allí a decir, a quejarse, a recordar o a patalear. Se nos va olvidando que a este gremio, tan alborotado, tan luminoso a veces, que nuestra sobrevivencia, en muchas ocasiones, ha dependido de lo que podamos mostrar como manada; de esa solidaridad que, cuando se malentiende se traduce en ese «perro no come perro» que mis amigotes mayores que yo pronunciaban con frecuencia. Cuando se entiende bien y se obra bien, cosa infrecuente, da lugar a hechos memorables.

Desde temprano, en Twitter, se leían ayer felicitaciones  para «los comunicadores y periodistas». El gremio, metido en sus cosas, no hizo mucho escándalo por el asunto. Y, a lo mejor, era un buen momento para hacerlo. Porque hoy, en Tamaulipas, hay periódicos a los que llaman por teléfono «los narcos» (como me lo ha contado una fuente de primerísima mano) para ordenar (sí, ordenar) qué notas se publican y cuáles no; porque hoy, en Ciudad Juárez, los periodistas de allá deben tener un legítimo hartazgo de publicar a diario hechos de sangre de las más variadas magnitudes. Porque mal estamos el día en que, como ocurrió durante la Semana Santa, de un día para otro las fosas clandestinas de Tamaulipas ocupaban la primera plana, y el Jueves Santo, cuando el saldo final era de 177 cuerpos encontrados, la nota ya estaba pequeña y en página par, en interiores. Porque se nos olvida a ratos que los periodistas contamos la novela, pero no tenemos que ser los estelares.

Tan malo el exceso como la  ausencia de libertad de expresión, esta historia tiene que ver con las esperanzas y el optimismo que la alternancia política y partidista trajeron a los sectores ilustrados, educados y opinadores de este sufrido país. Ahora que se vuelve a poner de moda quejarnos desde la barrera, porque eso y no otra cosa hacemos los periodistas chilangos con respecto de los colegas del interior de la República, también disimulamos que, las borracheras de libertad de expresión que permitieron acomodarle a Vicente Fox soberanas palizas durante su sexenio, han derivado en peculiares crudas que permiten acomodarle soplamocos similares a Felipe Calderón,bastantes veces con razón, pero perdiendo los modales y el estilo (lo Cortés no quita lo Cuauhtémoc, dicen por ahí), muchas veces con cierta razón, y otra buena cantidad de ocasiones sin razón alguna. Para el caso, a veces da la impresión de que sale lo mismo. Esas actitudes, además de las consecuencias del poco rigor con que a veces trabajamos la información, nos genera una popularidad de la auténtica tiznada. Matan, golpean, agreden, hostilizan u hostigan a un reportero -o reportera, para que no muelan- y mientras nosotros chillamos y nos quejamos, la mitad de la honorable concurrencia nos mira con harta indiferencia, o a veces con cierta malsana satisfacción. No faltará el que diga: «Se lo merecen por mentirosos/y/o/metiches/y/o/exagerados/y/o/malaleche». No si buena prensa, lo que se dice buena prensa, los periodistas no acabamos de tener.

Somos un gremio que sostiene complejas relaciones con la sociedad; aún más complejas son las que tenemos con el poder. Vínculos de amor-odio, de codependencias con densas raíces, que harían las delicias de cualquier psicólogo. Siempre nos jaloneamos con el fuerte bagaje de ética profesional que nos enseñan en las escuelas, con el peso de nuestra herencia histórica, según la cual, como nuestros tatarabuelos profesionales, tenemos que ser arrojados y valientes hasta la heroicidad, y si se puede alcanzar el martirio, hasta resulta enaltecedor y fantástico. Difícil esta chamba. Como, también, es histórica la persecución a los periodistas que escriben y/o dicen y/o publican más de lo que los buenos modales y lo políticamente correcto y el miedo mezclado con respecto a los hombres del poder permiten.  Ya es conocida por muchos aquella historia del texto, «escrito con ponzoña de escorpiones», que una ocasión Guillermo Prieto le dedicó al presidente  Antonio López de Santa Anna en ocasión de su cumpleaños.

Ya es sabido que don Guillermo, que era una completa mula, en el buen y más extenso sentido de la palabra, encima se moría de la risa cuando Santa Anna lo amenazó con patearlo, pues no se figuraba al general, cojo desde los tiempos de la Guerra de los Pasteles, haciéndose camotes ante la disyuntiva de patearlo con la prótesis que usaba o con la pierna buena. Cuando el presidente advirtió que Prieto ya ni le contestaba, ocupado como estaba en aguantarse las carcajadas, hizo el ademán de levantarse con bastón en mano, para no quedarse con las ganas de apalear al periodista gandul. Guillermo decidió que no había a qué quedarse y se peló de inmediato a espacios más acogedores, pero de poco le valió.

Esa misma noche, un grupo de soldados sacaba a Prieto de su hogar y lo aventaba, lo desterraba a Cadereyta,  en Querétaro, como castigo por andar pasándose de gracioso. Si hoy día no se me ocurre mucho qué hacer en Cadereyta -con perdón de los queretanos- , a mediados del siglo XIX la cosa debe haber estado para morirse de emoción. Prieto ni siquiera tenía permiso de subirse a un caballo; le vigilaban los movimientos y su «entretenimiento» consistía en largarse todas las tardes a caminar alrededor del quiosco del pueblo, para que no se aburriera.  Si Santa Anna hubiera sabido que el ocio es padre de cierta perversa inventiva, de la cual Guillermo Prieto poseía toneladas, habría pensado en algún castigo más concreto, como una tanda de azotes, un par de semanitas en el bote, una multa de esas que sí duelen. Pero a su Alteza Serenísima se le fueron las cabras y le proporcionó a don Guillermo el espacio suficiente como para escribir un libro bastante bueno: «Viajes de Orden Suprema», donde cuenta sus fechorías queretanas, y , en respuesta a la convocatoria de Santa Anna para un concurso del cual saldría nuestro himno nacional, perpetró una de sus maldades más conocidas: compuso «una marchita» que pidió a un cuate de la capital inscribiera con nombre falso.

El nombre de esa «marchita» era «Los Cangrejos», canción satírica que sobrevivió a Santa Anna, que fue grito de combate en la Guerra de Reforma, a grado tal que en la entrada triunfal de diciembre de 1860, de las tropas liberales a la ciudad de México, avanzaban cantándola; que en la guerra de Intervención los republicanos se la restregaban en la cara a los franceses e imperialistas. Tan efectiva la canción, que es una de las antiguas piezas que nos heredaron los mexicanos del siglo XIX y que todavía hoy se graba y se ejecuta, reflejo de lo que pasa cuando la palabra se enfrenta al poder con causas y razones sólidas.

En años recientes… bueno, no tanto, Manuel Buendía hace ya veintisiete años que murió, y esto que narro a continuación ocurrió más atrás, cuando a Buendía lo amenazó directo y de frente el gobernador de Guerrero, Rubén Figueroa, el gremio reaccionó como uno solo: muchos, muchísimos integrantes del gremio se reunieron y ofrecieron una comida de apoyo y solidaridad al columnista amenazado, en un salón del Hotel del Prado, paradoja simpática, el mismo sitio donde Diego Rivera pintó el mural donde representó al querido Nigromante con su frase inmortal «Dios no existe», y se armó un embrollo similar al que en su momento causó Ignacio Ramírez en la Academia de Letrán, a grado tal que Rivera, que no era ningún pusilánime, optó por cubrir la frase escandalizadora de las buenas y mochas conciencias.

En aquella comida, Miguel Ángel Granados Chapa, que siempre se ha manifestado alumno de Buendía, fue orador, y por cierto, recordó este incidente de la vida de Guillermo Prieto. De esta manera, me parece a mí, los periodistas del siglo XX reafirmaron su linaje, y renovaron sus vínculos con los arrojados periodistas liberales del siglo XIX, los personajes de aquellos días en que perro sí comía perro, en que se daban unos agarrones formidables de periódico a periódico, y hacían acopio de valor para decir lo que creían era su deber decir. Eran de una incorrección política estos liberales, que hoy resultan francamente deliciosos. A lo mejor recobramos el sentido de la libertad de prensa y repasamos las andanzas de estos hombres. Podemos decir lo que debemos decir, pero con inteligencia; podemos patear al que se lo merezca, pero con estilo; podemos vivir al filo de la navaja sin convertirnos en mártires o en niños héroes que nadie llorará al cabo de un año. Nos falta volver a aprender las sutilezas de esto que llamamos la libertad de expresión.




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