Ocurrió hará unos siete años, cuando yo navegaba en ese barco que tuvo una botadura accidentada y tuvo un final aún más accidentado, llamado conmemoraciones de 2010. Aquella tripulación inicial había trabajado cual animal de carga durante todo noviembre, días festivos incluidos, para producir un documento llamado «Programa Base», que a la hora de la hora, se quedó en mero souvenir, porque el señor que finalmente fue designado (des)coordinador de las celebraciones optó por ignorarlo y generar su propio concepto de desmadre institucional por el cual habrá de pasar a la historia universal de la infamia.
Pero era noviembre de 2007, Rafael Tovar y de Teresa aún era el responsable de la misión bicentenaria y no se avizoraba que iba a acabar del desagradable modo en que terminó su encomienda. De hecho, el clima interno de aquella tripulación era bastante optimista, a pesar de que había costado pleitos, ruegos y jaloneos costear la producción del dichoso Programa Base, cuya hechura material fue integramente asumida por la Presidencia de la República, porque la Comisión del Bicentenario -nombre no oficial- no disponía de recursos, en esos momentos, ni para pagar las cocacolas de la oficina.
Aquella presentación fue, como muchas cosas de aquel asunto, rayana en el delirio: la Plaza de la República no era objeto, todavía, del remozamiento y arreglo que ahora disfruta mucha gente los fines de semana. Era un sitio, por decir lo menos, sucio y apestoso. Lo mismo entre el sillerío del auditorio que bajo la tarima donde se colocó el presidium, dominaba una peste de orines vieja de años y de constantes refrendos por los vagos y los indigentes de la zona. De modo que, bonito, bonito, no estaba el escenario.
Los operativos de seguridad del Estado Mayor calderonista eran, por decir lo menos, extravagantes, cuando se realizaban en la Plaza de la República: los accesos a la zona se montaban en las bocacalles circundantes, de modo que los ilustres invitados tenían que recorrer una distancia considerable para alcanzar sus asientos.
En esas danzas, a nadie se le ocurrió prever circunstancias como la silla de ruedas en la que se movía el arquitecto Pedro Ramírez Vázquez, que, en una decisión ridícula del Estado Mayor Presidencial, tuvo que dejarla en el acceso, o el hecho de que Gabriel García Márquez tendría que caminar solito desde una de esas calles, hasta el otro el extremo de la plaza, hasta su lugar en primerísima fila.
Cuando don Genovevo, el leal chofer de don Gabo se enteró, llamó a la asistente del antiguo reportero y consagrado Nobel. El problema no era la entrada; cualquier bienintencionado lo acompañaría hasta su lugar. Lo difícil era la salida. ¿Cómo podría llegar don Genovevo hasta don Gabriel con todo y auto, puesto que, ni podía estacionarse ni lo dejarían entrar?
La asistente de don Gabo, como toda persona eficiente, se aplicó a buscar contactos, teléfonos, números de celular. Por esa curiosa cadena de «Yo no sé, pero creo que Fulano sí sabe», acabé hablando, desde un celular prestado y endilgado por mi entonces jefe de ingratísima memoria, con la asistente, a quien le prometí por todos los dioses y la memoria de mis abuelas, que depositaría a García Márquez en las manos de Genovevo, con todo y auto, evitándole al escritor volver a cruzar la Plaza de la República. No está de más decir que, nadie más, de entre otras tres personas anteriores a mí en la cadena, asumió el compromiso de resolverle el problemita logístico a Gabriel García Márquez.
Aquel día fue como película de Fellini: me recuerdo a mí misma cruzando, a toda carrera, bajo la cúpula del Monumento a la Revolución con la recuperada silla de ruedas de don Pedro Ramírez Vázquez, que, cansado, quería irse antes de que saliera la multitud.
Negociar con el coordinador de giras de Felipe Calderón, con la gente de eventos de la Presidencia, con el Estado Mayor Presidencial, me tomó como la mitad del evento aquel. Lo bueno es que los discursos fueron muuy largos. Poco antes de terminar, me dejaron acercarme a la primera fila, donde rodeé y salté junto a una docena de mexicanos destacados por curriculum o por escalafón. Tuve que hacer un alto cuando, a cuatro personas de don Gabo, al presidente Calderón se le ocurrió que iba a saludar a toda la primera fila, de modo que tuve que esperar, junto a don Luis H. Álvarez, a que don Felipe me saludara de beso en la mejilla, para después cruzar el último tramo y tomar del brazo a don Gabriel, que, tras enterarse que yo llegaba en misión de rescate para llevarlo al lado de Genovevo, se dispuso, muy contento a ir conmigo a donde le dijera.
La mayor parte de mi media hora con Gabriel García Márquez consistió en caminar juntos y del brazo, muy despacito, mientras yo llamaba lo mismo al coordinador de giras de la presidencia que coucheaba a don Genovevo, para que, poco a poco, rompiéramos la dura y ruda cadena del Estado Mayor y el auto entrara, a una velocidad ridículamente baja, por toda la avenida Gómez Farías hasta la esquina de la plaza, donde, los muy generosos, permitirían entregar a don Gabo.
Mi educación periodística me ha infundido un pudor que no sé si comparten todos mis colegas: no somos protagonistas, somos los que contamos el hecho; no le decimos al personaje que tenemos enfrente cuánto nos encanta, cuánto nos fascina, cuanto lo admiramos o lo detestamos. Pero en esos días no andaba yo reporteando, y, con todo, mi pudor profesional, aprendido desde muy joven, solamente me daba para, entre los jaloneos telefónicos con el Estado Mayor, contemplar con emoción -un ojo al gato y otro al garabato- al reportero García Márquez.
A la distancia, me parece evidente que, todas estas especulaciones recientes respecto al envejecimiento y declive de García Márquez eran ya bastante perceptibles en 2007. Frágil, tomado de mi brazo izquierdo y del brazo derecho de mi amigo José Luis Martínez, caminaba sin prisa. Ese pausado recorrido hasta la esquina de Gómez Farías y Plaza de la República, sirvió para que una auténtica manada de fotógrafos nos siquiera con tenacidad y le tomaran fotos a don Gabo con grandes angulares, ojos de pescado y cuanto recursos se les ocurrió. de hecho, en estos días he visto muchas de esas fotos vueltas a publicar, con su saquito de rayas, con una corbata que no me pareció -ni me parece- la mejor combinación posible, con los ojos de viejito de 80 años que ya era, con una aureola azulosa en las pupilas. Lejos, sí, de la poderosa personalidad de las entrevistas y conversaciones grabadas en video.
Don Gabriel, en esos momentos, me recordó a una de mis abuelas, que murió siendo muy mayor: a ratos, la mirada buscando interlocutores que ya no eran de este mundo, sino que caminaban en paralelo en ese ámbito personalísimo de los recuerdos, la memoria y las propias cavilaciones. Sonreía a los fotógrafos, a ratos me sonreía a mí, a José Luis, y caminaba despacito, luciéndose, claro que sí, y accediendo a las peticiones de los que le pedían un selfie, la imagen para la egoteca. Maldecía yo, en mi fuero interno, por estar junto a García Márquez y no tener en la mano uno de sus libros de periodismo para pedirle me lo dedicara.
Conforme nos acercábamos a la esquina, nos íbamos quedando solos; se despedía José Luis, se despedía Karlita Pane, la niña de eventos de Presidencia. A lo lejos, desde Insurgentes, se acercaba el auto conducido por Genovevo. «Ya estamos cerca», le dije. Me sonrió. Me preguntó mi nombre. En voz bajita cambiamos unas pocas frases que se me han ido de la memoria. Llegaba Genovevo. Se bajó del auto, le abrió la puerta. Sólo entonces me animé, mandando al diablo mis ideas de que los periodistas no hacemos eso, a pedirle una foto a Gabriel García Márquez, que ya no me acuerdo si la tomó don Genovevo. Nos despedimos de beso y abrazo y don Gabo se fue en su coche.
Esa es la historia de esta foto, tomada en el último minuto de mi media hora con Gabriel García Márquez, regalo de la vida, y que había prometido contar un día.
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