Posts Tagged ‘Reportero Gabriel García Márquez

18
Abr
15

Postal del pasado reciente: recordamos al reportero García Márquez

Se agradece esta hermosa imagen a los amigos de ClasesdePeriodismo.

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Por todas las páginas de reportajes, de crónicas, de notas, de columnas y de artículos, recordamos con ese amor que se tiene a las figuras entrañables, a las que tuvieron que ver con nuestros años de descubrimiento del mundo, al reportero Gabriel García Márquez.

 

 

26
Abr
14

Mi media hora con Gabriel García Márquez

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Ocurrió hará unos siete años, cuando yo navegaba en ese barco que tuvo una botadura accidentada y tuvo un final aún más accidentado, llamado conmemoraciones de 2010.  Aquella tripulación inicial había trabajado cual animal de carga durante todo noviembre, días festivos incluidos, para producir un documento llamado «Programa Base», que a la hora de la hora, se quedó en mero souvenir, porque el señor que finalmente fue designado (des)coordinador de las celebraciones optó por ignorarlo y generar su propio concepto de desmadre institucional por el cual habrá de pasar a la historia universal de la infamia.

Pero era noviembre de 2007, Rafael Tovar y de Teresa aún era el responsable de la misión bicentenaria y no se avizoraba que iba a acabar  del desagradable modo en que terminó su encomienda. De hecho, el clima interno de aquella tripulación era bastante optimista, a pesar de que había costado pleitos, ruegos y jaloneos costear la producción del dichoso Programa Base, cuya hechura material fue integramente asumida por la Presidencia de la República, porque la Comisión del Bicentenario -nombre no oficial- no disponía de recursos, en esos momentos, ni para pagar las cocacolas de la oficina.

Aquella presentación fue, como muchas cosas de aquel asunto, rayana en el delirio: la Plaza de la República no era objeto, todavía, del remozamiento y arreglo que ahora disfruta mucha gente los fines de semana. Era un sitio, por decir lo menos, sucio y apestoso.  Lo mismo entre el sillerío del auditorio que bajo la tarima donde se colocó el presidium, dominaba una peste de orines vieja de años y de constantes refrendos por los vagos y los indigentes de la zona. De modo que, bonito, bonito, no estaba el escenario.

Los operativos de seguridad del Estado Mayor calderonista eran, por decir lo menos, extravagantes, cuando se realizaban en la Plaza de la República: los accesos a la zona se montaban en las bocacalles circundantes, de modo que los ilustres invitados tenían que recorrer una distancia considerable para alcanzar sus asientos.

En esas danzas, a nadie se le ocurrió prever circunstancias como la silla de ruedas en la que se movía el arquitecto Pedro Ramírez Vázquez,  que, en una decisión ridícula del Estado Mayor Presidencial, tuvo que dejarla en el acceso, o el hecho de que Gabriel García Márquez tendría que caminar solito desde una de esas calles, hasta el otro el extremo de la plaza, hasta su lugar en primerísima fila.

Cuando don Genovevo, el leal chofer de don Gabo se enteró,  llamó a la asistente del antiguo reportero y consagrado Nobel. El problema no era la entrada; cualquier bienintencionado lo acompañaría hasta su lugar. Lo difícil era la salida. ¿Cómo podría llegar don Genovevo hasta don Gabriel con todo y auto, puesto que, ni podía estacionarse ni lo dejarían entrar?

La asistente de don Gabo, como toda persona eficiente, se aplicó a buscar contactos, teléfonos, números de celular. Por esa curiosa cadena de «Yo no sé, pero creo que Fulano sí sabe», acabé hablando, desde un celular prestado y endilgado por mi entonces jefe de ingratísima memoria, con la asistente, a quien le prometí por todos los dioses y la memoria de mis abuelas, que depositaría a García Márquez en las manos de Genovevo, con todo y auto,  evitándole al escritor volver a cruzar la Plaza de la República. No está de más decir que, nadie más, de entre otras tres personas anteriores a mí en la cadena, asumió el compromiso de resolverle el problemita logístico a Gabriel García Márquez.

Aquel día fue como película de Fellini: me recuerdo a mí misma cruzando, a toda carrera, bajo la cúpula del Monumento a la Revolución con la recuperada silla de ruedas de don Pedro Ramírez Vázquez, que, cansado, quería irse antes de que saliera la multitud.

Negociar con el coordinador de giras de Felipe Calderón, con la gente de eventos de la Presidencia, con el Estado Mayor Presidencial, me tomó como la mitad del evento aquel. Lo bueno es que los discursos fueron muuy largos.  Poco antes de terminar, me dejaron acercarme a la primera fila, donde rodeé y salté junto a una docena de mexicanos destacados por curriculum o por escalafón. Tuve que hacer un alto cuando, a cuatro personas de don Gabo,  al presidente Calderón se le ocurrió que iba a saludar a toda la primera fila, de modo que tuve que esperar, junto a don Luis H. Álvarez, a que don Felipe me saludara de beso en la mejilla, para después cruzar el último tramo y tomar del brazo a don Gabriel, que, tras enterarse que yo llegaba en misión de rescate para llevarlo al lado de Genovevo, se dispuso, muy contento a ir conmigo a donde le dijera.

La mayor parte de mi media hora con Gabriel García Márquez consistió en caminar juntos y del brazo, muy despacito, mientras yo llamaba lo mismo al coordinador de giras de la presidencia que coucheaba a don Genovevo, para que, poco a poco, rompiéramos la dura y ruda cadena del Estado Mayor y el auto entrara, a una velocidad ridículamente baja, por toda la avenida Gómez  Farías hasta la esquina de la plaza, donde, los muy generosos, permitirían entregar a don Gabo.

Mi educación periodística me ha infundido un pudor que no sé si comparten todos mis colegas: no somos protagonistas, somos los que contamos el hecho; no le decimos al personaje que tenemos enfrente cuánto nos encanta, cuánto nos fascina, cuanto lo admiramos o lo detestamos. Pero en esos días no andaba yo reporteando, y, con todo, mi pudor profesional, aprendido desde muy joven, solamente me daba para, entre los jaloneos telefónicos con el Estado Mayor,  contemplar con emoción -un ojo al gato y otro al garabato-  al reportero García Márquez.

A la distancia, me parece evidente que, todas estas especulaciones recientes respecto al envejecimiento y declive de García Márquez eran ya bastante perceptibles en 2007. Frágil, tomado de mi brazo izquierdo y del brazo derecho de mi amigo José Luis Martínez, caminaba sin prisa. Ese pausado recorrido hasta la esquina de Gómez Farías y Plaza de la República, sirvió para que una auténtica manada de fotógrafos nos siquiera con tenacidad y le tomaran fotos a don Gabo con grandes angulares, ojos de pescado y cuanto recursos se les ocurrió. de hecho, en estos días he visto muchas de esas fotos vueltas a publicar, con su saquito de rayas, con una corbata que no me pareció -ni me parece- la mejor combinación posible, con los ojos de viejito de 80 años que ya era, con una aureola azulosa en las pupilas.  Lejos, sí, de la poderosa personalidad de las entrevistas y conversaciones grabadas en video.

Don Gabriel, en esos momentos, me recordó a una de mis abuelas, que murió siendo muy mayor: a ratos, la mirada buscando interlocutores que ya no eran de este mundo, sino que caminaban en paralelo en ese ámbito personalísimo de los recuerdos, la memoria y las propias cavilaciones. Sonreía a los fotógrafos, a ratos me sonreía a mí, a José Luis, y caminaba despacito, luciéndose, claro que sí, y accediendo a las peticiones de los que le pedían un selfie, la imagen para la egoteca. Maldecía yo, en mi fuero interno, por  estar junto a García Márquez y no tener en la mano uno de sus libros de periodismo para pedirle me lo dedicara.

Conforme nos acercábamos a la esquina,  nos íbamos quedando solos;  se despedía José Luis, se despedía Karlita Pane, la niña de eventos de Presidencia. A lo lejos, desde Insurgentes, se acercaba el auto conducido por Genovevo. «Ya estamos cerca», le dije. Me sonrió. Me preguntó mi nombre.  En voz bajita cambiamos unas pocas frases que se me han ido de la memoria. Llegaba Genovevo. Se bajó del auto, le abrió la puerta. Sólo entonces me animé, mandando al diablo mis ideas de que los periodistas no hacemos eso,  a pedirle una foto a Gabriel García Márquez, que ya no me acuerdo si la tomó don Genovevo.  Nos despedimos de beso y abrazo y don Gabo se fue en su coche.

Esa es la historia de esta foto, tomada en el último minuto de mi media hora con Gabriel García Márquez, regalo de la vida, y que había prometido contar un día.

 

 

 

 

23
Abr
14

El reportero Gabriel García Márquez

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En otras épocas, los que estudiábamos periodismo (lectura más terrenal de eso llamado «Ciencias de la Comunicación» ), para acercarnos a una muestra muy pequeña, pero sustanciosa del trabajo del reportero Gabriel García Márquez, solíamos acudir a una pequeña y bonita edición: «Crónicas y Reportajes», publicada en 1976 por la editorial colombiana Oveja Negra.

Recetarse, en los primeros meses de Géneros Periodísticos, «Relato de un náufrago», era más o menos indispensable. De esa manera, los que de don Gabo conocían alguna  novela, acaso «Cien años de soledad» o alguna de las ya publicadas para aquellos años -hablo de la segunda mitad de los años ochenta ¡del siglo pasado!- ,se daban cuenta de que había otro personaje que también se llamaba Gabriel García Márquez y que se había formado en las redacciones de la prensa colombiana y que escribía maravillas. Aquel librito que no llegaba a las 400 páginas y que reflejaba a un periodista de mirada cuidadosa y aguda, capaz de encontrar su nota cotidiana en una oficina de correos, en la vuelta a casa de los colombianos que combatieron en Corea, el fulgor de una estrella italiana del cine internacional o un Papa que se va de vacaciones.

Probablemente eramos una cantidad interesante los que veníamos de leer al García Márquez en ejercicio, en los artículos que  publicaba en diversas revistas; artículos que inevitablemente tenían sabor de reportaje,  de tanta y tan buena información que contenían.  Quizá el que más recuerdo, como adolescente monstruo apenas llegada a la Escuela Nacional Preparatoria, es ese texto escrito a raíz del asesinato de John Lennon, que yo leí en la desaparecida revista Caballero -de algo sirve tener tíos  mayores que uno-  y que se había publicado el 16 de diciembre de 1980.

El ojo del buen reportero, se sabe, nunca se queda quieto, de modo que García Márquez  pudo recuperar para ese texto, importante en mi biografía personal,  algo que pudimos haber firmado miles de adolescentes en ese año: Mi hijo menor le preguntó a una muchacha de su misma edad por qué habían matado a John Lennon, y ella le contestó, como si tuviera ochenta años: «porque el mundo se está acabando». Con sagacidad, don Gabo  concluía que, en ese ya lejano 1980, «la única nostalgia común que uno tiene con sus hijos son las canciones de los Beatles«, según escribió, para recordar que en un aún más remoto 1963 escuchó por primera vez a los muchachos de Liverpool, para recordar que en la casa en la que vivía, en San Ángel, «donde apenas si teníamos dónde sentarnos», había solo un par de discos: uno de Debussy y el primer disco de los Beatles. Reportero que construye la memoria, esa joya inestable, cambiante e inexacta, pero indispensable, aseguraba que «por toda la ciudad, a toda hora,se escuchaba un grito de muchedumbres: Help, I need somebody«.  Maravillosa debió haber sido la ciudad de 1965 en la que los habitantes de la vieja Tenochtitlan  repetían hasta el mareo la canción donde Lennon pedía ayuda a gritos.

Ese artículo de García Márquez tuvo, en su momento, diversos beneficios, aparte del consuelo por la muerte de Lennon: por él me enteré que  Carlos Fuentes escribía a máquina «con un solo dedo de una sola mano«,  «aislado de los horrores del universo con la música de los Beatles a todo volumen«. Con ese párrafo, García Márquez aniquiló las quejas y pataleos de mis tías, que se quejaban del volumen con que la música amenizaba mis tareas preparatorianas; con ese párrafo, García Márquez exorcizó la culpa pequeñita y molesta, cual pinche mosco, que me daba el hecho de no escribir en la máquina con todos los dedos, como mandaba el canon mecanográfico. Aún me faltaba conocer a muchos colegas que tampoco lo hacen.

Muchos años después, cuando podemos leer, ahora  integrados, los cinco  libros de Obra Periodística de Gabriel García Márquez que amplían y detallan la probadita que significa «Crónicas y Reportajes», es posible asomarse a la evolución del eterno reportero que fue don Gabo. Tres de los cinco volúmenes corresponden a la producción reporteril de 1948  a 1960, y su primera edición data de 1981.  Engrosa la colección «Por la libre», colección de 28 reportajes escritos entre 1974 y 1995 y publicados como libro en 1999. El quinto volumen es una reedición de «Notas de Prensa», publicado originalmente en 1991, y que contiene artículos escritos entre 1961 y 1984,

Los cinco librotes, hoy por hoy conseguibles con unas portadas mucho más hermosas que las diseñadas por editorial Diana en la edición de 2003, amplían la colección periodística de García Márquez,  y permiten leer al personaje, desde los días de «picar piedra», hasta los años en que podía escribir de lo que le viniese en gana.

Así, junto con los libros «Relato de un náufrago», «La aventura de Miguel Littin, clandestino en Chile», «Noticia de un secuestro», constituyen un banquete para el que quiera conocer al reportero Gabriel García Márquez. Libros como   «Operación Carlota» «Periodismo Militante»  o «Viva Sandino» son, seguramente, punto menos que inconseguibles a estas alturas de la vida. Pero con lo que hay basta.

EL HOMENAJE DE LA PRENSA AL REPORTERO GARCÍA MÁRQUEZ

Si, como parece, la mayor parte de los periodistas en activo hemos adquirido, gracias a los maestros universitarios -que a veces también tienen la gran cualidad de ser periodistas- nuestra dosis mínima de textos periodísticos  producidos por don Gabo,  se vuelve muy explicable el esmero y la calidad de los periódicos  que, desde el jueves santo de 2014 se han dado a la tarea de cronicar la enfermedad final y la muerte de García Márquez.

Fue, pues, una despedida de colegas a colegas, sin entrar en discusiones por la calidad dispareja de la producción cotidiana del gremio. Baste, por ahora, decir, con pruebas abundantes, que todos a quienes se les asignó la chamba, y quienes hoy por hoy deciden qué se publica y cómo en los periódicos, se esforzaron por dar un «adiós» de buena calidad, que se queda en las planas que irán a engrosar los acervos de las hemerotecas, para que, un día, algún curioso o algún investigador se asome a ver lo que dijo e hizo el gremio ante el fallecimiento de uno de sus grandes decanos, con dimensión mundial.

Pasados los primeros momentos, cuando el discurso de los conductores y lectores de noticias de los medios electrónicos se centraron en la obra narrativa y, más específicamente, novelística de don Gabo, poco a poco, con respetuosa suavidad, comenzó a brotar el homenaje de la prensa, de los periodistas, de los reporteros que, desde hace muchos años hemos visto al autor de cientos de paginas de una realidad fantástica y alucinante, como referente, como ejemplo de agudeza y olfato, como modelo de pluma impecable, como vocero de eso que todos los del gremio sabemos pero que no siempre tenemos tiempo de ponernos a escribir: que este, el periodismo, es el mejor oficio del mundo.

Quizá la muerte de don Gabriel sonó  como campanada grave en docenas de cabezas con crianza y espíritu reporteriles. De otra manera sería difícil explicar las espléndidas primeras planas con que la prensa mexicana dio, el pasado viernes,su particular adiós: planas bien resueltas, precisas, casi todas con fotos hermosas,  bien escogidas; con cabezas [titulares, es que así les decimos en México] concretas, exactas. El amplio abanico que va desde  la enunciación de la nota convencional, el hecho noticioso propiamente dicho, hasta el retruécano ingenioso, rayano en la peladez, que por naturaleza identifica a los periodiquitos escandalosos que hacen de la nota roja su garantía de venta.

Unos, los agradecidos, volvieron cabeza principal el hashtag #GraciasGabo.  Otros, apelando a sus usuales muestras de picardía ingeniosa, cabecearon: «Se pintó el Gabo» y otros, sincerotes, se quedaron en «Qué puta tristeza».  Y lo cierto es que ese afán de escribir para despedirse no se apagó con el aguacero del viernes santo. Si es cierto que los periodistas son mensajeros del caudal de información que un día se convertirá en historia, llegará, dentro de medio siglo, o algo así, el momento en que un lector de hemeroteca se vuelva a encontrar con las páginas que contienen adioses y agradecimientos, cual despedida amorosa para un reportero de altísimos vuelos.

 

 

 




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