Las generaciones de periodistas que podrían ser englobadas en lo que Jose Luis Martínez S llama «la vieja guardia» tenían un dicho que con frecuencia aparece, entre bromas y veras, en el habla cotidiana del gremio como es ahora: «perro no come perro». Con el paso de los años, naturalmente, la frasecita ha tenido que pasar por las pruebas del ácido y de la brecha generacional.
A algunos, «perro no come perro» les suena a contubernio, a complicidad en esos recovecos de valores entendidos que no se han ido de las redacciones y espacios similares. A otros, les suena retro, demodé.
Pero en tiempos en que asesinan periodistas y no falta alguien del gremio que diga dubitativo: «vayan a saber en qué andaba», a ratos parece que este mismo gremio anda, en muchas cosas -moral, profesional, operativamente- algo, bastante desamparado.
A como andan las cosas, no volveremos a ver esas reuniones multitudinarias en las que los periodistas arropaban a un colega amagado por el poder político o fáctico teñido de prepotencia. Es decir, «mostraban músculo».
Así lo hicieron en 1945 cuando a Martín Luis Guzmán -tan reportero como el que más- se le ocurrió bronquearse con el clero cuando a los honorables señores se les ocurrió andar haciendo procesiones en Semana Santa, estando prohibidas las manifestaciones de fe públicas.
En aquella ocasión, donde se invitó a 600 periodistas y yerbas afines y según Salvador Novo llegaron «como 3 mil», algunos acelerados hasta propusieron crear un «periódico liberal» que no se hizo realidad porque la concurrencia -con excepción de Siqueiros, que se cayó al punto con mil pesotes de los de entonces- andaba corta de fondos.
Bastantes años más tarde, los suficientes como para que algunos se acuerden y otros no tengan la más remota idea de lo que aquí digo, un gobernador de Guerrero -caramba, qué coincidencia- llamado Rubén Figueroa, tuvo la mala ocurrencia de amenazar al columnista Manuel Buendía. La solidaridad gremial se manifestó en otra reunión, igualmente masiva, en el restaurante del desaparecido Hotel del Prado, en julio de 1979.
Durante ese encuentro solidario, Buendía, a quien yo no conocí -lo mataron el mismo año que entré a la licenciatura- dijo algo que aún es válido, a pesar del tiempo transcurrido: “Allá, en los pueblos del interior, es donde el periodismo requiere auténtica valentía personal, porque las banquetas son demasiado estrechas para que no se topen de frente -por ejemplo- el periodista y el comandante de policía de quien aquél hizo crítica en la edición de esa misma mañana. Aquí la incomodidad más seria que sufrimos es la de no encontrar mesa en nuestro restaurante favorito de la Zona Rosa.»
En 1984, cuando le pegaron de balazos a Buendía a la salida de su oficina en la colonia Juárez, el gremio, además de indignado, muy asustado, convirtió el funeral del columnista en una demanda generalizada de justicia y seguridad para el gremio. Pero de ese momento, una señora con décadas en este oficio a la que me honra llamar amiga, le dijo a otro cercanísimo amigo: «entonces, fue el miedo el que nos unió».
Pienso todas estas cosas al enterarme que el columnista Jorge Fernández Menénez -que tiene sus fans y sus malquerientes- acusa al columnista Julio Hernández -que tiene sus fans y sus malquerientes- de encabezar y promover uno de esos recursos ciudadanos que están tan de moda para darle corporeidad al derecho de pataleo, una petición colectiva enchange.org, que exige prohibir la difusión del documental «La noche de Iguala» realizado por Fernández Menéndez. Un integrante del gremio que promueve la censura al trabajo de otro integrante del gremio. Tantos años después, ¿resulta que perro sí come perro?
O, acaso, ¿hay integrantes del gremio que en los momentos pertinentes encuentran más rentable y/o conveniente y/o preferible el activismo al periodismo? Entonces no es un caso de «perro sí come perro», sino uno de «activista ex-perro pretende comer perro».
Como siempre ha sido en esta tribu, cada quién sus intereses y cada quién sus mieditos. Porque ese gran miedo que alguna vez acicateó el movimiento colectivo -y que, admitámoslo, nos ha llevado también a hacer osos espectaculares, como el que protagonizamos cuando unos guerrilleros mandaron al otro mundo a los vigilantes de la puerta del viejo edificio de La Jornada- no ha aparecido.
De modo que la polarización gremial sembrada hace unos cuarenta años en una historia que merece ser contada en otra ocasión, ahora fructifica en la censura pública ejercida entre pares, de balcón a balcón. Es en días como estos que, con alguna melancolía, mi entrañable don Pepe Fonseca y yo volvemos a decirlo: ya no los hacen como antes.
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