Posts Tagged ‘Zócalo de la Ciudad de México

01
Dic
10

Historias centenarias 4: lo bueno y lo (muy) malo de los espectáculos multimedia del Zócalo

Luces tricolores, muy bien: ¿qué historia quisimos contar?

Lo he pensado un muy buen rato.   Y no, no es solamente que a mí no me guste. Es que es malo. Ha sido muy malo.

Nadie dice que esto sea malo. Lo malo es que atrás de esto no queda nada.

La noche del miércoles, desde la ventana de casa, he visto las últimas luces de la última fiesta pública de los centenarios. Vistosa, sí, y que da para mucho qué pensar. Pero después de haber visto tres veces el espectáculo «Yo, México» (que, para empezar, no sé qué quiera decir el titulito) y reflexionar cuidadosamente, creo que es un ejemplo de qué pasa cuando una idea que a lo mejor pudo ser buena, fracasa en el mar de la mala planeación.

Mientras, en Guadalajara, háganme favor, las megamarionetas traían un rollo -y que también se acabó ayer-a cual más extravagante, una historia de tres personajes: un campesino gigante, una niña gigante y un perro gigante. Resulta que, a la hora de la hora, SÍ hay un Perro Bicentenario. Lo delirante es que el perro dizque estaba en un bloque de hielo y tardó como dos días en descongelarse para estar a la altura de los acontecimientos, y si se trata de un perro respetable, aplicarse a la misión que le haya sido encomendada.  y luego resulta que hay un gigante sepultado por Hidalgo, y una sobrina suya que viene de Morelos, y «buscan» (?) algo así como los «valores de la Independencia y de la revolución» (?). Lo peor es que un articulista de Guadalajara asegura que, en rueda de prensa, el creativo francés que coordina esto, comentó que la historia que narran -o dicen que narran- se le ocurrió al día siguiente de una buena borrachera de whisky, con la cruda consecuente. Para como somos los mexicanos de barrocos, lo que es otras latitudes es una puntada de la vida cotidiana del Occidente posmoderno, esquivale a irreverencia y falta de respeto. Yo puedo opinar que más le valdría al francés cambiar de marca de whisky, pero hay gente que se lo ha tomado mal.

En fin. Eso es para escribirlo otro día, aunque creo que, con la expectación casi nula que ha creado en cualquier otro sitio que no sea Guadalajara, donde la autoridad educativa encargada de la vocería (que no de la planeación, organización y administración, que es, a la hora de las auditorías, lo que VERDADERAMENTE CUENTA), asegura que compartieron el mitote megamarionetil unos tres millones y medio de personas, el asunto se va a volver materia de análisis para los que estudiamos algunas de estas cositas o los que tengan ganas de enterarse en qué y cómo se gasta el dinero público.

Confieso que a mí me llama la atención EL PERRO, que, ha de decirse, está muy bonito y bien hecho, y cuya presencia demuestra que en todo mitote notable y/o memorable, tiene que haber uno de estos buenos animalillos

Pero yo iba a decir otra cosa.

La pregunta es, ¿por que esta ocasión las luces y la música no bastan para decir que es una gran fiesta?

Iba a decir que triste final el de conmemoraciones, que prefieren llevársela bajito, por la tranquila, y poner allí nomás los espectáculos para que, quien pueda, los vea. Si es que los alcanza a ver. Porque «Yo, México» era, a semejanza del espectáculo de manufactura mexicano-australiana, un proyecto pensado para producción televisiva, donde sea posible ver los close ups y hasta los big close ups de los bailarines que -no sé a quién se le ocurrió la idea- solamente ven quienes llegaban a la primera fila de la barrera. El resto de la gente pudo ver los muros iluminados, asunto muy llamativo y muy vistoso… pero no mucho más.

El Zócalo de la Ciudad de México, bestia dulce y amarga al mismo tiempo, se rebeló a los que pensaban que estaba domesticada, amansada por el solo hecho de vestirla con luces de colores. El Zócalo tiene sus dimensiones y acoge a la gente en su dinámica: ven los que están en el centro; no ven los que están en las orillas. Si el espectáculo está en el centro de la plaza, los que están en la esquina de Madero o de 5 de Mayo, no ven maldita la cosa. Tendrían que esperarse a que vendan el DVD, porque me imagino que tendrían que vender un DVD para que la gente vea lo que no vio. ¿no?

como unas adelitas.....

o danzas prehispánicas...

Cuando alguien se anime a analizar el sentido de este espectáculo va a hallar asuntos incomprensibles: un discurso sin destinatario, porque el destinatario no los puede ver.

Hasta la tercera ocasión que vi el espectáculo me di cuenta de que había un escenario, una enorme pasarela. Vista a ras de piso, nunca me hubiera dado cuenta. Pero los dioses bicentenarios me hacen a veces pequeños guiños.

Grande, sí, pero bajo. La distancia en estos casos ayuda, pero también me hace inferir que el que planeó esto estaba soñando con una transmisión televisiva que no ha pasado. La pregunta es ¿de quién son los derechos del dvd?

La iluminación de los edificios, hay que decirlo, estaba hermosa. No le entendí, como la otra vez, a los esqueletos. No sé qué hacen ahí ni para qué, pero estan bonitos. Tal vez, pero sólo tal vez, le hubiera gustado al arquitecto Ramírez Vázquez ver el Zócalo vestido con la tipografía que él inventó en 1968 para las Olimpiadas:

Vistoso, muy bonito. y con problemitas (o problemotas) de coherencia

Pero a lo mejor le estoy dando vueltas al asunto. A lo mejor funcione más que, en ordenada lista, enumere mis objeciones:

  • Nada tenían que hacer allí los bailarines. La gente no los ve. Son muchos y seguramente salió en un buen dinero, que no está debidamente aprovechado.
  • El discurso en los muros, aunque hermoso, no acaba de contar una historia. Eso sí: ver entrar la sombra de ¡un barco! que además se adivina precioso,  a la Plaza de la Constitución,  ¡es impresionante! y un trenecito, como de juguete, corriendo por los ventanales de los edificios es una cosa simpática y tierna. Las luces, estrictamente las luces, son un asunto de gran belleza. Quizá si lo hubiesen dejado así, sin rollos y discursos, hubiera quedado mejor.
  • Pero si se habla de historia, se debiera hablar bien. Los periodiqueros del espectáculo delataron que los responsables de los contenidos nunca conocieron los pregones de un voceador, pero tampoco tienen idea o voluntar de explicar la historia. Con repetir los textos de los libros basta, al fin que es muy rápido y la gente no se fija (entonces, ¿para qué hacer esto?). Imposibles los periodiqueros que proclaman «la constitución de 1857: ¡contiene las estructuras del Estado moderno» Esta frase, como muchas otras, ¿qué le dice a un estudiante de secundaria? ¿qué a una ama de casa? ¿qué a un jubilado? Extraña la megapifia de la cadena de pregones, muchos de ellos igual de complejos al que cito (o quizá no): eso no es divulgación de la historia.

  • Si los artífices de este asunto son capaces de generar, a fuerza de luces y animación,  la impresión de que uno de los edificios del Zócalo, EFECTIVAMENTE se está derrumbando, seguramente podían haber hecho muchas más cosas sin necesidad de rollos edificantes para que la gente»adquiera conciencia» y sentido de la unidad. Por otro lado, afirmar que el terremoto de 1985 «sacudió conciencias» (un lugar común que ya tiene 25 años de existencia) e hizo resurgir a la sociedad civil es absolutamente cierto… en territorio chilango. El impacto físico, emocional, del terremoto de hace un cuarto de siglo es innegable, y ya es historia. Pero el impacto social es, fundamentalmente un fenómeno que ocurre en la ciudad de México, porque en el resto del país la concentración poblacional y la magnitud de los daños no llega a ser tan notable, notoria y trascendente para nuestra vocación centralista. El discurso que se echan en ese punto del espectáculo, entonces, tiene un problema de receptor. ¿Es el que se pretende? ¿Qué le dice a todos los que no vivieron el acontecimiento, a los que lo vivieron pero no se acuerdan de los matices profundos, a los que no son de aquí? Y, de todas maneras, resulta que, en ciertos puntos de la plaza, ni caso tiene preocuparse, porque el rollo ni siquiera se alcanza a entender. hay que ver lo que ocasionan unas bocinas mal puestas.

  • De todos modos no queda claro. Del llamamiento y el exhorto, a la pachanga, al karaoke más grande del país. Y el mensaje es bastante extraño. Los agudos estrategas que hayan seleccionado «Yo no fui» cantada por Pedro Infante con ritmos modernos injertados querían decir algo muy poco claro: ¿un «yo no fui» es el mensaje de una entidad de gobierno a una colectividad? Y, encima, ¿hay que llamar a la muchedumbre a la solidaridad? Yo no fui, tú no fuiste, nosotros no fuimos. Por cierto, la gente NO CANTABA. Uno que otro, tal vez. Pero el karaoke fracasó, y sigo sin entender la elección de la canción. Habrá quien me diga que no le busque sentidos ocultos a lo que no los tiene, que simplemente era una canción «que a la gente le gusta» y que no tiene nada más detrás. Si no tiene nada más detrás, SÍ que es grave. Si a la gente le gusta Pedro Infante, no habrá en su horizonte nada más que Pedro Infante. ¿Todo tiene que adquirir ambiente de fiesta de ciertas bodas? Puede que por mí hable la ideología, el sentido de clase, los años de escolaridad que me ponen fuera del promedio nacional. Pero en TODO hay ideología.  Y prefiero mi visión del mundo a la del «yo no fui».
  • ¿¿Nadie les dijo que la pieza musical con la que se ambienta la década de los sesenta, las películas de la olimpiada y del movimienro estudiantil de 1968 ES LA MISMA que usa el programa radiofónico El Weso como rúbrica?? Como dato complementario, El Weso es uno de los espacios periodísticos -con sus asegunes- que se dedicaron durante casi dos años a pitorrearse y a criticar en mala onda las conmemoraciones federales del Bicentenario y del Centenario. Nomás no le entiendo a su máquina de producir significados.

Nadie niega la belleza de un espectáculo de estos. Pero, por tratarse de la ocaqsión que los origina, ¿no se podía haberle puesto unas cuantas ideas claras, sin contradicciones, sin baches y sin solemnidad maldisfrazada?

  • En términos absolutamente escénicos, la hora y media del espectáculo tuvo muchos puntos muertos. No había gente tan absolutamente pendiente del asunto, como no estuviera pegado a las pasarelas, es decir, la menor cantidad de asistentes. En los momentos de discurso, el movimiento de la gente, para salirse del Zócalo, para cambiarse de lugar, para intentar acercarse a donde pudiese ver algo, para hablarle a la hermana , a los cuates, a los sobrinos para ver en qué parte de la plaza estaban, resultaba constante, como constantes los vendedores de chacharitas brillantes con su cauda de compradores, tan constante como los que, ante la imposibilidad de tomarle fotos a algo más allá de los muros, se tomaba fotos a sí  mismo y a sus acompañantes. Eso, en comunicación MUY BÁSICA, quiere decir que el mensaje, o es malo y por tanto ineficaz, o se transmite de manera inefectiva. En cualquiera de los dos casos, resulta que a lo mejor no era necesario tanto tiempo ni tanto dinero aplicados.

Hay tramos que son, simmplemente, alternancia de luces sobre la multitud. Esta parte, ¿cómo o de qué manera entra en el discurso histórico que pretenden contar?

  • No sé, tal vez sea un eufemismo hablar del «estado crítico en el que nos hallamos», como inicia el mensaje final; tal vez sea una muy elemental puntada que quisiera ser propagandística la que al final habla de «trabajar en equipo» (esas cosas son como de Plaza Sésamo), con las mismas voces de los spots oficiales que se transmiten en tiempos de Estado.  La gente, que es muy noble, aplaude cuando hay de qué aplaudir. En muchos puntos guardaron educada compostura. Si empezaban algunos reclamos si daban las 9 de la noche y, apenas librando la novena campanada, no se encendían las luces para inciar el espectáculo. Pero si es cierto que nunca oí rechiflas indignadas, los aplausos son para los fuegos artificiales, para las adelitas -los que las pudieron ver-, hacen gracia los esqueletos enigmáticos.
  • Y hay que decir, para terminar, que nuestra vocación centralista nos gana y no supimos o no quisimos corregirla o por lo menos disimularla. El INEGI acaba de informar que los mexicanos sumamos poco más de 112 millones. Y se estima que «Yo, México», que es como se llamó esto, fue visto por un millón de personas. ¿A esto se referían cuando hace dos años prometieron «llevar la historia a todos los rincones de México»? De veras que me dio una cierta melancolía la noche que vi las últimas luces en el Zócalo, pero no por el espectáculo, sino por todos estos que hoy me acompañan aquí, que son los verdaderos protagonistas de los centenarios de 2010, convencidos de que sí había algo que celebrar, que conmemorar, qué festejar, qué recordar:

Ellos son, y no otros, los personajes de los Centenarios.

Pronto se acabará este año, que a veces pensé que nunca llegaría. Unos continuaremos nuestros proyectos y correremos tras de nuestras quimeras; otros tendrán que pensar cómo van a darle sentido a su vida, ahora que el Elefante Bicentenario empieza a desvanecerse, y el Perro Bicentenario decide cambiar de vocación y se a una plaza griega a armar tándem con el perro Kanellos. Pero con el cierre del año tendremos que hacer mea culpa: los que andamos en esto, ¿lo logramos?  Esa gente que se entusiasma con el recuerdo de nuestros próceres, de los «héroes que nos dieron patria y libertad» (si alguien hubiera cobrado derechos por la frase, se hubiera hinchado de lana), ¿sabrá, hoy, primer día de diciembre, un poquito más del mundo en que vivieron?  Este examen de conciencia de los historiadores, de los divulgadores de la historia, aún está pendiente, y, no sé por qué, creo que no nos va a gustar del todo. Y la perra duda me viene de pensar cuántos casos hay todavía, como el de un pequeño de siete años, hijo de un respetable académico universitario, que, cuando su padre, juguetonamente, le preguntó por los «héroes de la patria», su tierno pequeño respondió: «los héroes de la patria son Super Mario, Luigi y Honguito». No comments.

 

10
Nov
10

Huellas del Día de muertos: junto a las tumbas de los ilustres

Otra vez, Día, Días de Muertos,  los del año de los Centenarios.  Evidentemente, en el «Manual de Conmemoraciones Básicas Vol. 1», no se consideró una macro ofrenda para los insurgentes y para los revolucionarios. El espacio ideal habría sido el Zócalo, pero el gobierno de la ciudad de México se adelantó con su formidable Árbol de la Muerte Florida (qué bonito nombre, de veras).  En el gran montaje del Zócalo había algunos detallitos, además de la ofrenda que se hizo en el Museo Panteón de San Fernando, dedicada a los personajes de la Revolución. Se me haría inevitable, que no indispensable, pero, ¿no se merecían acaso su agua, su pizca de sal, sus velas? ¿una taza de chocolate para el padre Hidalgo? ¿Buenos tazones de chocolate para Allende y para Aldama, par de inquietos y preocupados aquella madrugada de septiembre, que ahora no podrían rehusar el chocolate, como hicieron entonces, porque a estas alturas del partido ya no tienen prisa alguna ni temor de acabar con el mecate en el pescuezo, ejem, ejem, sencillamente porque ya no les queda pescuezo qué cuidar? ¿Nadie consideró necesario un perro (el Perro Bicentenario estaba, seguramente, puestísimo para atender este negocio) que acompañe, encamine a los próceres que venían del Mictlan, del mundo de los muertos?

Todo este discurso, debo confesar, es una de las razones por las cuales me gustó tanto la campaña publicitaria de la funeraria García López, de la que he hablado líneas abajo. ¿Se imaginan una bonita ofrenda al pie del Ángel? ¿una digna ofrenda en el patio central de Palacio Nacional? Qué bueno que se las imaginen, porque nunca ocurrieron. Y por lo que se ve, nunca ocurrirán, a menos que el año entrante, al cumplirse 200 años del fusilamiento de Hidalgo, se haga algo muy bonito allá en la Loma del Prendimiento, en pleno desierto, según me cuentan, donde el cura de Dolores, Allende, Aldama, Jiménez y amigos que los acompañaban fueron presos de las fuerzas realistas.

Montar un Tzompantli, real o recreado, tiene su chiste y su riesgo

Pero fue día de Muertos, y los que más, los que menos, buscamos en las cajas de la memoria, las huellas de nuestros muertos,  los dictados por la genética y los que en el camino de la vida se hacen nuestros. En casa, hubo velas, agua y lata de comida sabor estofado para Andrés, el gato bienamado y muchas veces extrañado. Como cada año, se pisan uno o dos cementerios, para visitar a los seres queridos, para hallar otras historias. Nuestros muertos. Los de todos. Devorados por la muerte florida, cada día, en todas partes, engrosando la legión de fantasmas mexicanos de los cuales nos encanta contar historias desde tiempos inmemoriales.

Con ese rostro, ¿alguien duda que la muerte florida acabará por merendarnos a todos, algún día?

En términos más terrenales, me acuerdo de una historia de funerales de uno de los santos protectores de este reino: don Guillermo Prieto, que, después de su vida intensa, acabó en la rotonda de los hom.. digo, de las Personas Ilustres. Es una bonita historia  para Día de Muertos y secuelas, de veras. De don Guillermo,  hay que decir que se murió muy triste. Al tremendo deterioro físico que marcó sus últimos días, se añadió la muerte de su hijo Francisco, uno de los jóvenes nacidos de su matrimonio con María Caso, uno de los dos que, como decían las abuelitas, «se lograron». Es natural, inevitable, me imagino, el dolor por la muerte de un hijo, y en el caso de don Guillermo, el asunto fue peor. Tuvo en sus dos matrimonios, por lo menos, cuatro hijos. De su segundo matrimonio, otros dos. La particularidad es que los dos a los que puso por nombre Guillermo, murieron antes que él y siendo pequeños de siete u ocho años. De los dos hijos varones que llegaron a adultos, Francisco y Manuel, el primero falleció muy pocos días antes de que don Guillermo se fuera al mundo de los muertos, en 1897.

 Revisando un viejo libro de epitafios del Panteón de Santa Paula, compilado hacia 1852 [esas cosas tan curiosas que les daba por hacer a los decimonónicos; hoy día ya tiene poco chiste esa actividad: a nadie le da por hacer buena literatura funeraria], donde, si uno sabe qué historias tiene guardadas en algún rincón del cerebro, encuentra cosillas de interés. Yo me hallé las lápidas de los niños María de los Ángeles (1826-1847) y Guillermo Prieto y Caso (1841-1848), muertos en esos días hondamente tristes, como nos cuentan los hombres de aquel tiempo que eran los de la guerra con Estados Unidos y la invasión de México.

Estos niños apenas aparecen en las Memorias de mis Tiempos, escritas por don Guillermo en sus años finales, y compiladas y publicadas después de su muerte. Sobre ellos hay solamente un párrafo  que alude al 9 de agosto de 1847, cuando la familia Prieto y Caso abandona la ciudad de México, en busca de un sitio seguro, pues los gringos se acercan cada vez más a la capital. Don Guillermo, ocupado como anda en la batalla, haciendo lo que puede -que no es mucho como soldado; siempre fue un pésimo tirador, tan malo como espléndido cronista- no se entera muy bien de ese calvario, pero sabe que su María va por el rumbo de San  Cosme, con carros con los muebles y «muy enferma con tres niños, uno de ellos recién nacido», y acaba por recibir refugio y protección ni más ni menos que en casa de don Lucas Alamán. La cara que puso don Guillermo cuando se enteró dónde andaba su familia seguramente fue para asegurar horas de sano pitorreo de sus compañeros de andanzas: el liberal anticangrejos, huésped del ya viejo y super conservador don Lucas. Qué bonito. Dicho en otras palabras, todo se paga.

Si le hacemos caso a la lápida de Santa Paula, en esa huída de la ciudad de México, los Prieto y Caso acababan de enterrar a la pequeña María de los Ángeles y entonces llevarían a los varoncitos: el primogénito, Guillermo, nacido en 1841, al año de la boda de sus padres, y Francisco y Manuel, que llegarían a adultos. Manuel, incluso, escribiría y firmaría artículos al alimón con su padre, en los años 90 del siglo XIX, y firmaba sus propias cosas como «Manuel G. Prieto», la «G» de «Guillermo», o bien porque a su papá se le hizo muy buena cosa acomodarle su propio nombre a todos sus niños, o bien por la leyenda familiar según la cual, la descendencia de don Guillermo, por la línea de don Manuel, usa, como apellido, y hasta la fecha, el  «G. Prieto», o como lo hace conocida periodista llamada Alma, «Guillermoprieto», como deferencia de Benito Juárez, por salvarle la vida (Ya saben: eso de los valientes no asesinan y todo lo demás) en Guadalajara, a principios de la Guerra de Reforma. Otro dato importante de Manuel G. Prieto es que él se encargó de donar a la Biblioteca Nacional parte de la biblioteca de don Guillermo, brincándose, con buen sentido, la disposición de su señor padre, según la cual habría de venderse toda la biblioteca y repartir el dinero entre sus nietos. Sé, por referencias de algunos amigos, que a veces, en las librerías de viejo de La Lagunilla (el mercado de pulgas, muy venido a menos, de la ciudad de México) se han encontrado algunos volúmenes de la biblioteca de Prieto, que estaba en la Casa del Romancero, en Tacubaya, donde lo fue a cazar la muerte. El inventario de la biblioteca de don Guillermo, que entregó don Manuel,  escrito en máquina de escribir, es muy interesante, y forma parte también del Fondo Reservado de la Biblioteca Nacional. Pero eso lo cuento otro día.

Lo que sí cuento hoy es que Francisco y Manuel crecieron para seguir a su padre en numerosas aventuras y peleas políticas. El primogénito Guillermo se quedó enterrado con su hermanita en Santa Paula. En algunas de las memorias de aquella espléndida pandilla liberal que recorrió el país entre guerras civiles e invasiones francesas entre 1857 y 1867, aparecen, de repente, los hijos de Guillermo Prieto, a veces acompañando a su padre, a veces encargados de conducir un carruaje con algún encargo específico.

Pero don Guillermo enviudó de «su María» (como la llama Benito Juárez en una carta de 1865, al calor del agarrón que se dieron en Paso del Norte), hacia 1869. Tuvo la puntada de volver a casarse quince o dieciséis años después, en 1884 o en 1885, aunque los pocos papeles que hay sobre el tema indiquen que la boda ocurrió en 1886, cuando Guillermo Prieto tenía, nada más, 68 años de edad.  La novia era doña Emilia Colard (otras versiones la apellidan Collard o Collado). Y tuvo otros dos hijos. Un niño, al que le volvió a poner Guillermo, y una niña, que se llamó María. De este pequeño Guillermo Prieto y Collard solamente sabemos que fue, junto con su hermanita, niño querido y consentido (es uno de esos casos en los que el personaje, más que hijos, tiene nietos) y que, en días de navidad enviaban regalitos y golosinas caseras y recibían detallitos y aguinaldos de un cuate de su padre, tan interesante como el Romancero: don Agustín Rivera y San Román, peculiarísimo sacerdote, liberal e historiador, que desde su madriguera en Lagos, Jalisco, sostenía animado intercambio epistolar con don Guillermo.

Por esas cartas sabemos que ese pequeño Guillermo murió probablemente, hacia junio de 1892, cuando tenía unos seis o siete años. Una breve nota del 4 de junio, dirigida al padre Rivera, habla de una muerte repentina: «Los golpes para los viejos son mortales. Me duele el alma y veo todo negro», escribe el poeta, con su Musa Callejera al lado, llena de velos negros. Hasta febrero de 1893 Prieto tiene entereza para hablar del tema. Las cartas, en ese medio año han sido escasas, breves, y sólo un par aluden a los temas inevitables cuando la vida sigue. Pero en ese febrero prieto admite que esos meses han sido de duelo: «Encierro severísimo, tantos días de soledad, la más absoluta, salud debilísima amenazada con constancia, lágrimas, duelo por la muerte del niño, que ha caído como sombra de muerte en mi casa, y sobre todo en mí, que estoy agobiado con esa muerte y tengo días de profunda amargura.»

Don Guillermo se murió en 1897 y el gobierno de Porfirio Díaz -al que le había dado una lata sin cuento, pidiendo apoyos, apapachos y favorcitos, como se ve en la correspondencia del secretario de Díaz, Rafael Chousal,- eso hay que reconocerlo, no lo dudó: después de embalsamado, don Guillermo se fue derechito a la Rotonda de los Hombres Ilustres (ay, esos tiempos en los que nadie había inventado la corrección política ni la equidad de género). Don Guillermo se había muerto como todo un ilustre, como -le encantaba remachárselo al gobierno de don Porfirio- «el último ministro de la Reforma que le quedaba al señor general» y se fue al otro mundo, más o menos en paz, después de su injustificada fama de comecuras (compartida por inercia con toda su generación), provisto de confesor, al que no peló mucho, y un crucifijo en la mano, que, junto con la máscara mortuoria de don Guillermo, conserva la Universidad Iberoamericana entre un montón de cosas bonitas para ver:

El dato llamativo de este el entierro de don Guillermo, es que se hizo con gran pompa, como correspondía a una reliquia de la república juarista, con carros enlutados para el trenecito que llevaba el cadáver, los deudos y los invitados hasta el recontralejano panteón de Dolores y el chillar y chillar de todos los colegas de la prensa que lo habían conocido. Todo un encanto, don Guillermo, con una vida formidable.

El problemita al que se enfrentaron sus deudos, en particular su viuda doña Emilia y su hija María (que tenía 12 años al morir su padre), es que el gobierno de don Porfirio aportó la declaratoria de «Hombre Ilustre» para don Guillermo,  y el sitio honroso en la Rotonda, pero no apoquinó para hacer un monumento digno del poeta y periodista, metido a político y Ministro de Hacienda, de tal suerte que viuda e hija tuvieron que hacer, según se sabe, grandes sacrificios, para pagar a plazos, el mentado monumento, hecho por Jesús Contreras. Esta historia es importante de contar, porque, en una fecha no determinada, una señora que estudiaba la maestría en Historia en la Facultad de Filosofía y Letras, Ellen Elvira Merrifield de Castro, escribió, bajo la dirección de don Ernesto de la Torre Villar, una tesis de posgrado que, vista con los ojos actuales, aborda un tema casi obvio: la visión de la historia en las obras de Guillermo Prieto. Como la tesis no tiene fecha por ninguna parte y como me la encontré en una librería de viejo hace como diez años, y como no he ido a averiguar el dato a la UNAM, no puedo sino afirmar que se remonta la hechura del trabajo hacia algún momento de los mediados del siglo XX, es probable que hacia 1959 o 1960, cuando el gremio de historiadores no se ponía tantos moños y parte de ellos no tenía esas peculiares obsesiones con la idea de que la Historia es una ciencia. Cierta estoy de que, en este 2010, un trabajo como el de la señora Merrifield de Castro hubiera recibido, respecto al planteamiento teórico (el trabajo de revisión bibliográfica y hemerográfica es enorme y riguroso), una buena repasada de algunas queridas maestras mías, pero eran otros tiempos. Y lo más bonito, que, en ese trabajo, doña Ellen Elvira encontró a una testigo interesantísima: María Prieto y Colard, la hijita de don Guillermo, que sí vivió para hacerse adulta y para contar algunos detalles de la historia de su padre, como esta del monumento funerario y otro dato: don Guillermo NO quería que lo fueran a meter a la Rotonda, pero al fin, el hijo varón que vivía, Manuel, accedió a que los restos de su padre se fueran a gozar de la ilustridad.  A la viuda y a la hija se les dotó de inmediato, en ese marzo de 1897 de 100 pesos, «por la necesidad en que quedaron», y según lo reportó el ministerio de Hacienda, y les asignaron una pensión de mil 236 pesos anuales, que no sabemos si llegaron a recibir.

Así es que don Guillermo tiene hoy su monumento, que recibe, en día de muertos, una pizca de flores anaranjadas que alguien del panteón o de la delegación Miguel Hidalgo, o de la Secretaría de Gobernación, responsable de la Rotonda (ajá, cómo no), fue a poner en cada una de las ilustres tumbas de los ilustres señores. Este año le llevé rosas amarillas con ribetes rojos, amarillas y rojas como la vida, como el gusto de tener santos tutelares como él y otros más como Zarco y Altamirano que decidieron no tener las muertes sencillas tan propias de su tiempo. Pero de eso, hablamos otro día de muertos.

Juan de Dios Peza, frente al cadáver de don Guillermo, le decía: "Duerme tranquilo, ¡Tu labor fue buena". Y sí, es cierto. Con toda esa habilidad de Prieto para ser terrible persona y venenoso escribidor, fue un hombre bueno.

20
Sep
10

¿Esto es el Bicentenario?

Y un día después la historia, ¿sigue igual?

Digamos que ya estoy más o menos hasta el gorro de estar escuchando eso de los 200 años de ser «orgullosamente mexicanos», o de la frase esa tan peculiar de «esto es el bicentenario», que de tan general pareciera que querría decir todo. O peor, quiere decir NADA. Pero también ya estoy harta de los que están haciendo el mega drama de que «no hay nada qué festejar», y también de los que juran por su madrecita santa que este es un siglo fracasado y que somos un horror de país y que la Fiesta del Bicentenario (o sea, desfile, show, concierto y pachanga) no «ofrece el ejercicio de  reflexión» que «todos» queríamos. La pregunta es, ¿por qué habríamos de querer o de esperar que en el lapso de 24 horas cupiera todo lo que puede significar «El Bicentenario» y quedásemos TODOS satisfechos, máxime si no hemos hecho todo lo que nos habría tocado para que la celebración-festejo-conmemoración fuese lo que TODOS deseábamos?

Desde el viernes 17  algunos espacios mediáticos están llenos del plañir-plañir-y-plañir, del llorar-llorar-y-llorar y del quejarse-quejarse-quejarse. Al mismo tiempo andan por ahí las voces del inolvidable-inolvidable-inolvidable, del bellísimo-bellísimo-bellísimo (si vuelvo a escuchar este calificativo aplicado a algún elemento conmemorativo de este año, seguramente me acometerá un ataque de náuseas) y del satisfacción-satisfacción-satisfacción. Creo que, metidos en esto que es, técnicamente, una cruda político-operativo-simbólico-intelectual para críticos y panegiristas de la Fiesta del Bicentenario y de las conmemoraciones del 16 de septiembre, nadie piensa en el famoso concepto del «justo medio» y, desde ahí, sí hacer el recuento de culpas y de logros.

Punto número uno: El Mitote.  Pareciera, a ratos, que a los integrantes de la opinión educada e ilustrada (por tanto crítica) de este país le molesta sobremanera que la gente halle un ratito de diversión en lo que fue, propiamente, la Fiesta del Bicentenario. Al público masivo, es claro que le encantó el asunto, desde el desfile hasta la verbena en Paseo de la Reforma. ¿cómo no se iban a encantar con el desfile, si en esta ciudad ya rara, rarísima vez, hay desfiles? ¿cómo no iba a comprar el boleto, si, al menos por unas horas, hubo algo que se parecía a un «clima de conmemoración»? ¿cómo no iba a entrarle a la fiesta, si no cualquier sábado hay concierto en el cruce de Insurgentes y Reforma; a unos pocos metros del Caballito de Sebastián, al pie de nuestro Ángel chilango protector?

Por lo menos eso, por lo menos que algunos habitantes de la capital puedan contar que en la noche del Grito Bicentenario anduvieron de fiesta y en la calle vieron fuegos artifiales, al menos eso, después de que las estructuras de los  gobiernos federal y local salieran con unas cuantas puntadas de mal, malísimo, pésimo gusto, como impedir que toda la gente entrara al Zócalo, agarrándose de la necesidad de espacio para el espectáculo contratado con Rich Birch; como distribuir un boletaje destinado a generar un «ambiente» de verbena descafeinada, sin gente rara o fea o torva entre la multitud (luego por qué los patean en los medios); como estar fastidiando mañana, tarde y noche en que el desfile será espléndido y estar el en Zócalo aún mejor, para  salir, tres o cuatro días antes (para variar, a la hora de la hora) con que es mejor ver el número en la comodidad y seguridad de casita.  Eso es como hacer una fiesta de cumpleaños para un cuate (que cumple, en principio, 200 años) y luego salirle con la babosada de que mejor vea la pachanga desde su casa con la web cam. Son LOS MODOS, los malditos modos, los que hacen que eso haya sonado como a mentada encubierta y a caracolitos embozados. Eso no se le hace a la gente, porque finalmente, crean lo que crean los federales y los locales, la calle es propiedad de la gente; por eso, cuando se harta la multitud, la toma por asalto. Por eso, cuando los que lograron entrar al Zócalo se dieron cuenta de las zonas VIP, les restregaron en la cara a los guardias de las vallas: «Y nada más porque no nos podemos salir, por que si no, ahí se quedaban». Por eso, las rechiflas a Aleks Syntek cuando le tocó salir (shalalalalaaaa) y le restregaron en la cara las estrofas de Cielito Lindo, que la gente SÍ quiso cantar. Por eso, a pesar de todas las cosas en contra, la gente decidió que sí celebraba y aprovechó las posibilidades de hacerlo.

Por eso en Reforma hubo fiesta, hubo emoción, hubo ganas de encontrar lo que hay de bueno en la gente de este país para celebrar, fuera vestidos de catrinas, con peluca mohicana tricolor, rodeando la torrecilla de los televisos que transmitían su peculiar versión de las cosas. Por eso es que hubo fiesta, colectiva y popular, con globos, familias posando para la foto, con orejas de conejo con ¡foquitos!, con antifaces tricolores, entre los cánticos de Lila Downs, la Maldita Vecindad o Kinky.

El mitote hermana, uniforma, contagia. Es cierto que los espectáculos más «nice» se quedaron al pie del Ángel, pero eso a la gente no le importó. Cada quién a buscar lo que le latía, cada quién a buscar en dónde entretenerse y «hallarse». Chiquitos, grandes, con primaria o con posgrado. La experiencia del 15 de septiembre de 2010 en Paseo de la Reforma acaso sea de lo mejor de estos días. Ahí estaban, algunos con el traje de fiesta para la ocasión, otros, con el arreglo específico para sentirse en ambiente.

Esta imagen debería llamarse "el medio es el mensaje"

Otros, para variar, aprovechando las ocasiones de contento para sacar unos pesos más: vendedores de algodones de azúcar, de inflables estorbosísimos, pero parece que muy divertidos. Ahí, chambeándole más que celebrando, aunque trajeran al niño de dos años, que vencido por el sueño y el ajetreo que implicaba andar pegado a la mamá en el fragor de la venta de inflables, ya le valía gorro estar a trescientos metros del templete del concierto y le valía la manada de clientecillos que insistían en adquirir su inflable tricolor, y dormía profundamente. Contrastes perros que nos echan en cara que, no importa lo que queramos y soñemos, celebramos, festejamos, le entramos al mitote los que podemos. Hay algunos que tienen otras prioridades: comer al día siguiente, por ejemplo.

La pachanga de unos es fuente de trabajo para otros, aunque a algunos les incomode considerarlo

El caso es que, con todo, estuvimos en una de esas ocasiones de contento, en la que la gente decidió que había cosas que celebrar en el Bicentenario, valiéndoles gorro los rollos de tres o cuatro que yo me sé, que se siguen quejando de que no hay proyecto nacional que festejar (qué ideas tienen algunos), como si una cosa, necesariamente, estuviese encadenada a la otra. La gente tiene alegrías más sencillas, emociones más espontáneas, eso les permite vestirse de verde, blanco y colorado con esa tierna convicción de que así le rinden homenaje a su patria.

Punto número dos: El Show. Más de la mitad de los que refunfuñan, patalean y se quejan de la Fiesta del Bicentenario han metido en un solo saco las dos fases del espectáculo, pero, mirando con cuidado, resulta evidente que el desfile y el número del Zócalo no eran la misma cosa, y que, a lo que el australiano Birch le aplicó toda su inventiva y sus habilidades mediáticas, era a lo planeado para la Plaza que recibiera su nombre, por cierto, de don Félix María Calleja del Rey.

Hay a quienes les entusiasmó el desfile, hay a quienes no. Algunos segmentos eran amplios, vistosos y nutridos; otros, con menos personajes de lo que se esperaría (¿no que había como siete mil voluntarios? A lo mejor faltaron un par de miles más para uniformar la densidad de los contingentes). Algunos se quejan de que no le hallaron coherencia temática (?) ni cronológica (??), pero eso ocurre cuando se deja a los teatreros sueltos, sin un mínimo hilo conductor que les ayude a estructurar su creatividad. Y, ultimadamente, contestarán algunos, parece que no había la menor intención de que hubiese coherencia histórica o cronológica, de perdida; alguien, en voz baja rezongará: «y por qué tenía que haberla?» Y dirán misa, pero a mí me encantó el Kukulkán inflable, el carro alegórico del barroco, que ejecutaba música de Miguel Bernal (cosas como esta, por cierto, que no dijeron NINGUNO de los señores que transmitieron esa parte). Y algunos artilugios memorables, como esas bicicletas azules que llevaban azules delfines.Un beneficio más: el sonido de la transmisión era tan precario, que, afortunadamente, nos libramos de escuchar las distintas versiones de «El Futuro es Milenario» (shalalalalaaaa). Eso SÍ que fue bueno.

Creo que lo visto en el mero Zócalo fue el verdadero «espectáculo mediático» que nos recomendaban ver por televisión. Es notorio cómo el manejo de cámaras estuvo al mejor de los niveles (cosa que no pasó en Reforma), y permitió ver un espectáculo todo lo discutible que quieran los descontentos, pero definitivamente bueno, si nos hacemos un poco guajes con el asunto del Zócalo acotado y seccionado; un espectáculo que SÍ narraba algo en clave de carnaval, aunque no se estuviera totalmente de acuerdo con el contenido, o con las figuras; aunque nadie acabara de decidir si el mentado Coloso era o Luis Donaldo Colosio, o Jesús Malverde, o Vicente Fox, porque sus artífices primero salieron con la embajada de que era el «homenaje» (?) a todos esos luchadores anónimos que participaron en el movimiento insurgente, y luego terminaron por aceptar que se habían basado en imágenes de Benjamín Argumendo, personaje de la REVOLUCIÓN, y, encima, en algún momento, simpatizante de Huerta.  Noooooo, atinadísimo. ¿Ya ven por qué no hay que dejar sueltos a los teatreros y a los artistas así nomás? Le hubiera sentado muy bien al creador del Coloso, el escultor Carlos Canfield,  un manualito de «Conmemoraciones Cívicas Básicas 1», que tuviese incluidos los nombres de los homenajeados en cada ocasión.

Pitorreos aparte, armar al personaje en medio del Zócalo, sin que surgiera bronca alguna, ya es de elogiarse.

Hubo luz, sonrisas, bailes delante de las cámaras; fuegos artificiales por toneladas; peculiar carnaval bicentenario. No hay que pedirle más de lo que era: el concepto «show» como variación y complemento de la fiesta patria. Tan estaba pensado para hacer de él un producto televisivo, que Canal Once programó retransmisiones del festejo. ¿Por qué? Porque estaba planeado, desde el inicio, para transmitirse como una narración televisiva, como un segmento de Realidad re-construida; de-construida. Una vez más, ofrecer al respetable, para tocar con los ojos vendados,  la pata del elefante, para adivinar qué cosa es esta.  Carajo, una vez más la preguntita: ¿qué es lo real? ¿De veras te puedes quedar en la comodidad de tu casa para ver la realidad en tu pantalla?

Tan se antoja real lo que vemos en la pantalla, no importa si es la que se ha montado en pleno Reforma o la de la sala de la casa, que la gente se involucra y participa del Grito Bicentenario, aunque no haya alcanzado lugar, boleto o invitación VIP para el Zócalo. Esa es una de las cosas bonitas de la noche del 15 de septiembre. La gente, en las calles, se agrupaba en torno a las pantallas para ver, desde la comodidad de su avenida, parte del gran festejo ideado por Birch. Y eso, finalmente, es una muestra de la nobleza de estos chilangos con su conjunto de agregados culturales, visitantes y turistas, que presenciaron el Grito, dedicándole la consabida dosis de rechiflas al presidente, no bien lo miraron aparecer y recibir la bandera de manos de la escolta del Colegio Militar, para, a continuación, guardar un silencio que era respetuoso, porque ese es uno de los elementos entrañables de estas noches del 15 de septiembre, exactamente como lo narraba Federico Gamboa hace más de un siglo: les caerá mal el presidente en turno, le pondrán apodos feos y/o espeluznantes; le mentarán la madre un día sí y otro también, pero a la hora que ese mismo personaje los llama para vitorear juntos a los «heroes que nos dieron patria y libertad», la gente responde, la gente grita «¡Viva!», la gente aplaude, y en algún lado, Miguel Hidalgo e Ignacio Allende, reconciliados en la muerte, sonreirán ante tan inocente afecto. Porque, dejando las discusiones sobre la ideología y el pasado para el seminario del posgrado, a la gente le gusta declarar fiesta en honor al padre de la patria.

La Catedral como interesante pantalla... era viernes 17 en la mañana y el Estado Mayor no acababa de salirse de ahí.

Ese es el clima en el que es posible atreverse a hablar de unidad, de ánimo compartido; esos minutos donde resuena la campana que hace más de un siglo se agandalló Porfirio Díaz para colocarla en el Palacio Nacional. Esos son los momentos en que Birch o no Birch, desfile o no desfile, la fiesta aflora en la multitud. Y eso, es algo que aún es un motivo muy serio para celebrar, porque es la señal de que aquí nadie se ha rendido.

 

Guarden la huella de estos días: ojalá que la cruda del viernes o del lunes sea una cruda respecto a lo que hicimos y cómo hicimos en el bicentenario

29
Jun
10

postales del tiempo presente: el Zócalo, un día de junio

Esta plaza generosa nos aguanta todo

Un día cualquiera de este junio de Mundial de Futbol, quien camine hacia el Zócalo se habrá dado cuenta ya de que la plaza se la reparten el SME en su cirquito y el megacirco de la transmisión de los partidos que transcurren en Sudáfrica. Como el Zócalo es un espacio generoso donde, si uno excava aparecen prodigios como la Coatlicue y el Calendario Azteca, nos soporta de todo. Hasta que le demos aspecto de la Arena México cuando se presenta el Circo Atayde. Nomás falta que huela a pastura, aunque hay zonas que en estos momentos huelen muchísimo peor. Así ha sido y así será cuando ya no estemos vivos y las piedras viejas de la Catedral y del Palacio Nacional sean aún más viejas. A veces está la gente sentada en el suelo, al pie de la bandera,  descansando o simplemente disfrutando el sol de la tardecita, del vientecillo, o de una noche tibia.

Todo mundo pasa por allí en algún momento, desde el enorme Tláloc que cruzó por allí antes de llegar a su casa de Paseo de la Reforma, montado en un inmenso trailer, para asombro multitudinario, y bajo una lluvia que, cuentan sí, era torrencial, hasta las manifestaciones del CEU, las multitudes de los ritos del desarrollo estabilizador, la carroza fúnebre que, dice la Jornada, iba a toda velocidad, con los restos de Carlos Monsiváis.

Claro, a veces toma venganza. En épocas de lluvia, una de las peores cosas que puede ocurrir es tener un stand de cualquier cosa en una feria o evento de cualquier cosa plantado en la plaza. Dicen que acaba uno empapado hasta las rodillas. Pero es su derecho desquitarse de vez en cuando. Ha visto tanto de nosotros, tanto de lo bueno y de lo malo, de nuestros amores y nuestras locuras, de nuestros rituales cotidianos. Comparte secretos, complots, conjuras, fiestas y duelos. Todos las admite pero no nos suelta los suyos. El Zócalo en este año de centenarios. Aquí un par de fotos más, para consignar en el expediente.




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