Cada vez que me acuerdo de estos asuntos del cinco de mayo acabo pensando, inevitablemente, que Ignacio Zaragoza leyó a Shakespeare. Específicamente Enrique V, uno de los dramas históricos que habla de las hazañas, tragedias, perversidades y dramas de los monarcas de la vieja Inglaterra (Si uno lee con atención, encuentra ocho kilogramos de cosas que hacen entender por qué los guionistas de Los Tudor se entusiasman tanto que se les pasa la mano con las licencias históricas)
Y es que la circunstancia no era para menos. Eso de hacer acopio de entereza, de serenidad cuando a uno le han repetido hasta la náusea que el ejercito que le ha tocado en suerte, se va a enfrentar en cuestión de horas con «el mejor ejército del mundo» seguro que causaba lo que siglo y medio después conocemos cono estrés. Estrés, acaso angustia contenida, cuando ves a tus soldados hambrientos, mal vestidos, peor calzados, armas viejas, siempre a la quinta pregunta con el asunto del parque, jaloneándote con las poblaciones cercanas para conseguir los recursos para mantener a la tropa, pensando si es necesario accionar una leva para fortalecer el grueso de esa tropa… Acaso en algún momento pensó en lo a gusto que se estaría en casa, en Monterrey, donde después de ires y venires por el país, estaba la casa de sus padres, el capitán Miguel Zaragoza y doña María de Jesús Seguín. Pero qué necesidad, caramba.
Pero también hay que pensar en la circunstancia, en la certeza de que, como dijo Melchor Ocampo, la patria estaba en peligro y había que responder. Hay que pensar en la crianza de este hombre joven, hijo de militar, alistado en las guardias nacionales desde los 23 años (o sea, 1852) y un año después adscrito formalmente al Ejército Permanente. Ya era capitán en los días de la Revolución de Ayutla, en 1854.
En un curioso volumen de estudios sobre la batalla del 5 de mayo, publicado en 1963 por la Sociedad de Geografía y Estadística, se recogen algunas líneas de Zaragoza escritas en el cuartel de Chalchicomula, el 14 de abril de 1862:
«Valor amigos míos, no os preocupe luchar con una nación que tiene el renombre de guerrera: los libres no reconocen rivales, y ejemplos mil llenan las páginas de la historia de pueblos que han vencido siempre a los que pretendieran dominarlos.
Tengo una fe ciega en nuestro triunfo; en el de los ciudadanos sobre los esclavos. Muy pronto se convencerá el usurpador del trono francés, que ya pasó la época de las conquistas. Vamos a poner la primera piedra del grandioso edificio que librará a la Francia del vasallajea que la han sujetado las bayonetas de un déspota. Sed como siempre, valientes en el combate y generosos en la victoria, y pronto os conducirá frente a los invasores.
Vuestro general y amigo, Ignacio Zaragoza».
Es sabido que las arengas de los grandes líderes, de famosos generales son fundamentales en los momentos cruciales, o al menos eso nos dice ese modo de hacer historia que atesora algunos discursos memorables, arengas antiquísimas y arengas modernas: desde Leónidas que, a las puertas de la batalla de las Termópilas augura a sus hombres una buena cena en el Hades, el mundo de los muertos, hasta Winston Churchill prometiendo «sangre sudor y lágrimas» a los ingleses durante la segunda guerra mundial.
Esos discursos deben, debieran impactar, emocionar, enardecer, dirían los decimonónicos, mover a la acción. Las memorias guardadas de muchas batallas libradas en México en el curso del siglo XIX nos dan un buen repertorio de ellas. Hay arengas largas, emocionadas conmovedoras. Hay frases relampagueantes, que en mecanismo fast track mueven a quienes las pronuncian al heroísmo inmediato: ahí está Miguel Fernández Félix (cuando apenas andaba rumiando eso del cambio de nombre a Guadalupe Victoria) en plena toma de Oaxaca diciendo aquello de que su espada iba en prenda para lanzarse a nadar-chapotear en el foso del fortín de la Soledad seguido de sus huestes, impresionadas (hay una venenosa versión según la cual Fernández Félix no sabía nadar. Si eso tuviese algún gramo de verdad, tal vez lo seguían más por asombro que por ánimo guerrero encendido). Ahí está Tomás Mejía, a quien, cuentan, adoraban sus indios queretanos. Por eso, con un firme «¡Muchachos, así muere un hombre!» pudo conseguir una victoria en la acción de Casablanca, durante el sitio de Querétaro. Pero en esto, me imagino, cuentan mucho los liderazgos. Si no hay liderazgo, que no surge por organigrama ni por decreto presidencial, no importa que se llame a no pasarse al otro lado de la frontera, a meter muchos goles para asegurar el pase a la siguiente ronda del campeonato o hacer la fiesta de cumpleaños de la patria, NO PASA NAAAAADAA.
Y esto, ¿qué tiene que ver con Shakespeare? Pues la similitud de estos ejércitos, empobrecidos, agotados, el enemigo poderoso y afamado (Francia, en ambos casos) y la obligación de sus comandantes de mantener la chispa del valor, de la resolución, de la necesidad de no arrojar la toalla. La misma promesa de grandeza cumplida, Zaragoza en Puebla y Enrique V de Inglaterra, el Rey Harry retratado con los ojos de Will Shakespeare, en Agincourt, Francia:
«Este día es el día de la fiesta de san Crispín», dijo el rey Harry. «el que sobreviva a este día volverá sano y salvo a sus lares, se izará sobre las puntas de sus pies cunado se mencione esta fecha, y se crecerá por encima de sí mismo ante el nombre de San Crispín. El que sobreviva a este día y llegue a la vejez, cada año, en la víspera de esta fiesta, invitará a sus amigos y les dirá: «Mañana es san Crispín». Entonces se subirá las mangas, y, al mostrar sus cicatrices, dirá: «He recibido estas heridas el día de San Crispín». Los ancianos olvidan; empero, el que lo haya olvidado todo, se acordará todavía con satisfacción de las proezas que llevó a cabo en aquel día. Y entonces nuestros nombres serán tan familiares en sus bocas como los nombres de sus parientes: El rey Harry, Bedford, Exeter, Warwick y Talbot, Salisbury y Gloucester serán resucitados por su recuerdo viviente y saludable con copas rebosantes».
Claro, es Shakespeare el que escribe. Pero nadie podría pedir mejor promesa de inmortalidad histórica: «Desde este día hasta el fin del mundo la fiesta de San Crispín y Crispiniano nunca llegará sin que a ella vaya asociado nuestro recuerdo, el recuerdo de nuestro pequeño ejército, de nuestro feliz pequeño ejército, de nuestro bando de hermanos; porque el que vierte hoy su sangre conmigo será mi hermano; por muy vil que sea, esta jornada ennoblecerá su condición y los caballeros que permanecen ahora en el lecho de Inglaterra se considerarán como malditos por no haberse hallado aquí. y tendrán su nobleza en bajo precio cuando escuchen hablar a uno de los que han combatido con nosotros el día de San Crispín«.
Si un día tienen tiempo y se van de excursión a los fuertes, podrán ver la textura de las ruinas de Guadalupe que declaran su condición de iglesia junto al fortín. Loreto, mucho menos dañado por la artillería francesa y el tiempo, permite apreciar la iglesia y el convento dentro de la fortificación.
El fuerte de Loreto, entero, es el que alberga el museo de sitio, donde hay algunas cosas que hablan de la batalla, de la Intervención Francesa, algunas copias de documentos, objetos. Es un museo pulcro, silencioso, decoroso que tenía una librería semivacía, que, me imagino, ahora que hay nuevos aires en las librerías del INAH, cambiará. La verdad me gusta más salir a la explanada de la fortificación e imaginar esos días azarosos, esa secreta, inevitable preocupación de Zaragoza que veía la inminencia del combate.
Y, por un buen rato, dejamos tranquilo a Zaragoza, allá en su aparatosa tumba poblana… hay perros rijosos, pleitos por huesos y desde luego el cumpleaños de Hidalgo que nos lanzan a otros rincones de este Reino…
ALTA TRAICIÓN II. POESÍAS DE HACE 48 AÑOS
Me he encontrado una auténtica joya de la retórica, fiel reflejo de lo que era nuestra idea de «conmemorar» hace medio siglo. A continuación, el poema que ganó el primer premio y la Flor Natural (menos más que entonces no se usaban las de tela made in China) de los Juegos Florales de Tetela de Ocampo de ese lejano 1962, convocado, precisamente, para el centenario de la batalla. Ni me digan. Estaré de acuerdo con la opinión de muchos, pero veámoslo como la huella de la memoria; como la construcción de un discurso que partiendo de la historia se ramificaba en la creación literaria. Y acuérdense que era el primer lugar, aunque aún no me encuentro el nombre del autor:
GESTA HEROICA
El Cinco de Mayo tiene la belleza
de todos los lirios, de todos los nardos,
de fiesta de sol.
El Cinco de mayo tiene la fragancia
de jazmines albos y oscuras violetas,
de pino y ciprés.
Por robar bellezas la invencible Francia
volcó al son del rudo vibrar de trompetas,
de rubios titanes la audaz altivez.
Dejaron sus naves gallardas, potentes,
el ancla; en espera, las velas plegadas,
dormido el timón.
Las rúbricas blancas, magnolias fulgentes,
en la playa azteca fueron deshojadas,
marcando el regreso de España y Albión.
Sólo quedó Francia, la bélica Francia,
que humilló a Magenta y hundió a Solferino
en ruina y baldón.
Era su trofeo su altiva arrogancia,
su furia violenta de gris torbellino,
y el rastro de sangre del gran Napoleón.
Y esperaba el héroe desde su atalaya
y esperaba el indio desde la trinchera…
Y fue Veracruz
llamando a Acultzingo con voz de metralla,
el faro llameante, la antorcha cimera,
que encendió en la Patria regueros de luz.
Y desde Acultzingo los indios serranos
hechos de fatigas, de sed y penurias,
retaron al sol.
Miraron los Fuertes sus ojos aldeanos
y encendida el alma con divina furia,
quemaron sus ansias en patrio crisol.
Zaragoza y Díaz, dos alas en vuelo,
dos épicos bronces llamando a rebato
con voz de ciclón;
y retan valientes al trágico duelo
los tres grandes Juanes, firmando el galeato
que rubrica el prócer Sexto batallón.
¿Y quiénes formaban la heroica avanzada
de guerreros indios con el alma en vela
mirando el confín?
Tiñeron sus ojos en luz de alborada
vertióse en sus venas valor de Tetela
y por eso en todos hubo un paladín.
Para que se les pase el susto, ahí les dejo otra foto del fuerte de Guadalupe, en la cual se ve, a lo lejos, Puebla.
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