Archivo de septiembre 2017

04
Sep
17

Postal del pasado remoto: los cátaros y la justicia en la historia

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Los historiadores servimos -o al menos eso pretendemos- para construir explicaciones de la realidad: por qué ocurrieron las cosas como ocurrieron, por qué somos como somos, de dónde venimos y, si nos apuran un poco, para encender una bengala preventiva para que la colectividad a la que pertenecemos no cometa -esperanza generalmente fallida- los mismos errores que ha cometido con anterioridad.

En ese continuo navegar, una y otra vez nos encontramos con el lugar común «la historia la escriben los vencedores», esgrimido por una parte importante del público que, aunque inteligente, no necesariamente es conocedor. En nuestro pasado, hay al menos dos casos en que la narrativa y las explicaciones del caso para nada pertenecen a «los vencedores».

Me refiero a todo lo que en este país se ha escrito acerca de la invasión estadounidense de 1847-1848,  cuyo aniversario 170 estamos conmemorando en estos días, y al movimiento estudiantil de 1968, cuyo cincuentenario llenará el espacio público el año que viene. En el primer caso, en este país se ha producido un abundante trabajo historiográfico y una interesante recuperación testimonial y documental que, empero, no ha sido obstáculo para que en portalillos de baja estofa, vuelvan a repetir, en un alarde de valiente ignorancia -y digo valiente porque hace falta serlo para salir a la plaza pública digital a hablar de algo de lo que no se tiene la menor idea- que los Niños Héroes estaban en nuestro Castillo de Chapultepec por motivos mucho más bajos que la decisión valerosa y -si quieren rescatar la palabra, heroica- de quedarse a resistir al enemigo, a pesar de que las autoridades del Colegio Militar les indicaron que hicieran mutis y se fueran para sus respectivos hogares, porque de hecho, ellos iban a hacer lo mismo.

Aún llama la atención que 170 años después, que se cumplen en estos días, sigamos rascándonos la cicatriz de ese pasado,  y que bajo esa premisa se sigan librando ácidas escaramuzas que ahora se alojan en el mundo de las redes sociales. De hecho, «la cicatriz» de ese 1847 se mantuvo en diversos ámbitos hasta el siglo XX y de repente, en estas primeras décadas del siglo XXI, explica que, como ya ocurrió, un historiador de la talla de Enrique Krauze se vea emboletado a hablar de la relación histórica entre México y Estados Unidos en las horas previas a un partido de futbol entre las selecciones de ambos países.

En cuanto al movimiento estudiantil del 68, del que mucho se habrá de escribir en los meses que vienen, lo cierto es que aún no acaba de producirse un trabajo historiográfico desapasionado y crítico. Son abundantes los trabajos testimoniales, las reflexiones de los protagonistas, y algunos trabajos que, desprovistos de toda conciencia histórica, se limitan a repetir en un ensamblaje razonablemente coherente, diversos lugares comunes del momento, sin ponerse a pensar en lo que estaba ocurriendo en este país hace 49 años, y en particular los miedos y las incertidumbres que circulaban entre la clase política y los integrantes de la república de las letras y el periodismo. Allí quedan, desde hace medio siglo, algunos personajes a los que ahora podríamos llamar «damnificados del 68» cuya fama pública se vio seriamente afectada en la coyuntura. De quiénes eran y porqué pasaron por momentos seguramente amargos al respecto, habrá que escribir en otros, muchos, momentos.

Pensaba en todo esto al retomar la pluma de este blog y a cumplir con una postal que se quedó en el tintero antes de verme arrastrada por el vendaval de la literatura bajo presión que es el periodismo. Una de las mejores enseñanzas que he captado en el último año viene de un poeta sabio, Vicente Quirarte, que narraba cómo postergaba algunos proyectos literarios, aguardando el día que «tuviera tiempo». Y llegó a la conclusión de que, en realidad, jamás tendría ese tiempo soñado. O, por lo menos, tardaría mucho en llegar. Como ya voy llegando a la conclusión de que falta mucho para que tenga el tiempo y la tranquilidad de retirarme a Cuatro Ciénegas, Coahuila, provista de un eficaz servicio de internet, y desde allí mirar al mundo, arropada por el maravilloso silencio del desierto,  habrá que volver a batirse a deshoras para escribir lo que gira en la cabeza y que no tiene mucho que ver con lo que se teclea a diario para ganarse la vida y sí tiene mucho que ver con lo que se queda en el tintero de la columna semanal, o en los intermedios fuera del aire del programa sabatino.

Y pensaba que mucho de esto tiene que ver con la justicia en la historia. Si algunos historiadores que conozco o que leo en la arena pública diaria pudieran ser tan razonables con respecto al presente como rigurosos son a la hora de abordar el pasado; si conservaran la cabeza fría en ese día a día en el que afrontamos una y mil batallas, otra cosa serían los agarrones en las redes sociales y que vienen resultando cualquier cosa, menos razonables. Y sí, en cambio, leo a algunos de estos mismos personajes hablando de traidores e imbéciles insultándolos, no describiéndolos, hurgando sin darse mucha cuenta de ello, en una búsqueda de algo parecido a la justicia inmediata que exigen hoy tantos mexicanos lastimados por la desigualdad o la violencia. En ese tenor, valiente papel hace el gremio de historiadores, al que un día llamarán a cuentas. -Y qué cuentas tan bajas vamos a entregar.

Y todo esto tiene que ver con una crónica y una canción, escritas hace 799 años, en 1218, en la vieja Francia que aún no acababa de ser Francia, y que atravesaba por una época convulsa: la de la persecución cátara, una de las grandes herejías de la cultura occidental. La canción, una larga crónica de la cruzada contra los herejes, conocida como la Chanson, el Canto de las Guerras Cátaras,  una canción de gesta, con 10 mil versos escritos en lengua occitana, y que tiene dos autores: uno, favorable a la cruzada, el clérigo Guillermo de Tudela, y, a partir de los sucesos de 1213, se continúa por un narrador anónimo que era partidario de los cátaros y cercano a los condes de Tolosa, ciudad que sufrió tres asedios durante la cruzada. La Chanson tiene un fragmento que se refiere a la muerte en combate de uno de los persecutores más sanguinarios de aquellos días:  Simón de Montfort, que además de católico extremo, posiblemente fanático, tenía una larga historia de pleitos y disputas por títulos nobiliarios y sus respectivas posesiones. Detalle añadido, las crónicas de la cruzada cátara se refieren a él como un tipo más bien cruel y aficionado a castigos como desorejar y desnarigar a sus víctimas, además de ser un decidido partidario de los asesinatos masivos.

Simón de Montfor murió en el segundo sitio de Tolosa, en junio de 1218, cuando ya duraba el sitio 10 meses. Antes de entrar en batalla, el 8 de octubre de aquel año, el capellán de los sitiadores llamó a las huestes a «no dejar que ningún hombre ni ninguna mujer escaparan con vida». Los de Tolosa, que no estaban mancos, llevaban meses en acción unida y conjunta para resistir a los atacantes. Desde los niños pequeños hasta las esposas de mercaderes; los condes de Tolosa, con familias y séquitos, estaban al pie de las murallas, de día y de noche, para resistir y arrojarles a los sitiadores cuanto hubiese de arrojadizo.Hay que agregar que los de adentro no eran ningunos angelitos indefensos. Habían adquirido experiencia enfrentando cruzados y no eran menos crueles que Simón, nada más que estaban defendiéndose.

La descripción del cronista anónimo es muy gráfica: «¡cuántos caballeros armados habéis visto ahí, cuántos sólidos escudos hendidos, cuántas costillas al descubierto, piernas destrozadas y brazos cortados, pechos desgarrados, yelmos partidos, carne hecha pedazos, cabezas cortadas en dos, sangre derramada, puños seccionados, cuántos hombres luchando y otros forcejeando para llevarse a otro que han visto caer!». Un detallado inventario de la violencia artesanal del remoto Medioevo, ayudados por la tecnología de la época, plataformas y catapultas. Así estaban las cosas en octubre de 1218.

La Chanson refiere con detalle y con cierta satisfacción, cómo termina nuestro cruel personaje, que, según testigos, tiene el poco tino de pedir, a la hora de la consagración -acordémonos que el santo varón oía misa antes de empezar a matar herejes- algo así como «¡Oh, Jesucristo virtuoso, dame ahora la muerte en el campo o la victoria!». Y que se la hacen efectiva.

En medio de la refriega,  el hermano de Simón, Gui, vio cómo su caballo era herido en la cabeza por una flecha. De esos momentos en que uno lo tiene todo torcido, Gui recibió otro flechazo, pero en la ingle. Las crónicas aseguran que sus aullidos se escuchaban por encima del ruido de la batallas. Su hermano Simón, al escucharlo, se lanzó en su ayuda. Eran compañeros de armas desde mucho tiempo atrás.

Así, Simón corre en auxilio de su aullante hermano. En esas estaba, intentando desmontar, cuando desde las murallas de Tolosa, una piedra disparada por una pretraria, fue a quitarle las preocupaciones de este mundo. Lo que no pudo quitarle es la infame fama pública que poseía.

Con esa mezcla de hechos y prodigios que son abundantes en las crónicas medievales,  nos enteramos, con pelos y señales del fin digamos…. contundente de Simón de Montfort:

«La [pretraria] la hacían funcionar mujeres nobles, muchachas jóvenes y esposas, y ahora una piedra llegaba justo donde era necesario y golpeaba al conde Simón en su yelmo de acero, destrozando sus ojos, sus sesos, sus muelas, su frente y su mandíbula. (ouch) Sucio y sangrante, el conde cayó muerto a tierra.»

De inmediato recogieron el cadáver. Mientras los sitiadores entraban en un estado de pasmo, desde las murallas de Tolosa se levantaba un alarido victorioso: «¡el lobo ha muerto!», mientra Amaury, el hijo del aplastado Simón, se llevaba lo que quedaba de su padre. Simón había sido el terror del Languedoc; tenía amistad con Domingo de Guzmán, que aún no era santo y andaba en vías de crear la orden dominica a la que le iba a encargar su creación más preciada: la Inquisición. Era Simón también amigo de quemar cátaros en hogueras, y no le temía a enfrentarse con los Papas. Tal era el curriculum acumulado en los 53 años que vivió.

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Se llevaron al aplastado Simón y según una curiosa costumbre funeraria, hirvieron el cuerpo hasta que la carne se desprendió de los huesos, que se colocaron en una bolsa de cuero y se enterraron en la catedral de Saint-Nazaire, en Carcasona, con todas las bendiciones posibles. Pero el anónimo continuador de la Chanson se apresuró a escribir el segundo epitafio de Simón, como ajuste de cuentas:

«Para los que puedan leerlo, el epitafio dice que es un santo y un mártir que respirará de nuevo y que, con júbilo majestuoso, heredará y florecerá, lucirá una corona y estará sentado en el reino. Y he oído que esto debe ser así… si asesinando hombres y vertiendo sangre, maldiciendo almas y causando muertes, confiando en abogados diabólicos, encendiendo hogueras… incautándose de tierras y alentando la soberbia, prendiendo las llamas del mal y apagando las del bien, matando mujeres y sacrificando niños… un hombre de este mundo puede llegar a Jesucristo, sin duda el conde Simón lleva una corona y resplandece arriba en el cielo».

Y pienso, quizás, que si hay algo que podamos llamar justicia en los recuentos, rescates e investigaciones históricas, reside precisamente, en que el día de hoy podamos leer, a tantos años de distancia, esa canción, y sepamos de quién habla y y qué hizo y de qué manera será recordado, cada vez que la Chanson sea descubierta por alguien del presente.

 




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