Posts Tagged ‘restos de los caudillos de la Independencia

12
Oct
12

Nuevo capítulo: los «huesos patrios» en tiempos de la transparencia.

Una historia bicentenaria más, que todavía no se acaba.

Dicen que la cabra siempre tira al monte. Y las obsesiones son las obsesiones, y las historias largas se van desarrollando en capítulos que, en tiempos de la llevada y traída transparencia, resultan más o menos sonados. La historia de los restos de los caudillos y personajes relevantes del movimiento independentista mexicano tiene un nuevo episodio. lo que demuestra que, al menos por un rato más, los mitotes bicentenarios seguirán dando de qué hablar, y los respetables despojos que ya fueron y vinieron a la Columna de la Independencia, es la hora, oh, hermanos, que no pueden descansar en paz.

Si Miguel Hidalgo, Ignacio Allende y José María Morelos hubieran sabido que sus huesos iban a ser materia de tan sistemática pachanga, a lo mejor disponen la desaparición de todo rastro de su paso por la tierra. El fervor por las reliquias laicas, dos años después de terminado el fandango bicentenario, sigue siendo motivo de pleito y jaloneo. Y esta vez el numerito corre a cargo del Instituto Federal de Acceso a la Información (IFAI), que ha decidido acogotar al Instituto Nacional de Antropología e Historia, y dispone que la entidad responsable de la salvaguarda de nuestro patrimonio histórico está obligada a proporcionar a un particular solicitante  «los estudios de antropología física y osteología» practicados a los ilustres huesos en 2010, cuando el (des)coordinador de las conmemoraciones tuvo la puntada de sacar los restos de la Columna -y en el pecado llevó la penitencia- para someterlos a estudios antropológico-forenses y, de paso, administrarles una mano de gato que, por lo que cuentan, ya les hacía bastante falta, como si, llegado el momento, y si acaso sonara la trompeta del Juicio Final, el Padre de la Patria y sus cuates de aventura tuvieran la necesidad de presentarse con los nobles esqueletos remineralizados y reforzados, a fin de hacer mejor impresión a los ojos del Creador.

Cuando los restos de los insurgentes volvieron a su cripta en la columna en julio de 2011, después de haber pasado un año fuera del nido de piedra donde los pusieron en 1925, todo parecía asunto de paciencia y buena fe. Seguramente, pensaron los inocentes, el INAH  meterá tercera en sus quehaceres, y con la misma velocidad que el respetable público ve en un capítulo cualquiera de CSI o mejor aún, de la popular «Bones», en dos patadas quedarían listos los estudios, mediciones y reconstrucciones históricas que hubiesen menester.

Pero no fue así.  Con 2010 se acabó la temporada de spa que se le administraron a los «huesos patrios» -escalofriante expresión ésta, inventada en los años 20 del siglo pasado por la audacia e inventiva de un habitual de este blog, el reportero Jacobo Dalevuelta- y, lejos de enterarnos de las desdichas y aventuras que los restos habían experimentado en vida, hubimos de conformarnos con verlos en una espantosa capilla fúnebre encajada en Palacio Nacional, con  recargados tintes decimonónicos y música de fondo -loqueras del (des)coordinador, ya saben- , con la vaga promesa de que «pronto» los investigadores del INAH, guiados por la sapiencia histórica del INEHRM, podrían decirnos vida y milagros de los despojos de los héroes de la patria. Vamos, si en su momento hasta el difunto Alonso Lujambio, con el optimismo que tiene aquel al que no le han contado todas las cosas truculentas del regalito que le han dado, asumió que el rescate y restauración de los ilustres huesos sería motivo de interés multitudinario para todo mexicano que se precie de ser un poquitín patriota.

Antes de lo que se dice se-levanta-en-el-mástil-mi-bandera, ya estaban refunfuñando, en las páginas del periódico Reforma, algunos de los responsables del estudio antropológico-forense, a cargo del INAH, para decir que los #FuertesIndicios (término de moda por razones que ya resulta ocioso comentar) históricos que permitían decir que este cráneo pálido es el del padre de la Patria y no el de color oro viejo con una «M» en la frente, no eran, hasta eso, tan fuertes como en su momento el INEHRM presumió.  Hubo quien asegurara que la tropa de investigadores del INAH había hecho la mayor parte del trabajo. Pero la sangre no llegó al río, y los compañeros del INAH continuaron desarrollando sus tareas,  lejos de los alborotos públicos que perturbaron la versión edulcorada de lo que fueron nuestros centenarios.

No obstante, insisto, la pasión por las reliquias laicas no se desvaneció. Haya sido un reportero, o un curioso simplemente, el caso es que apareció uno de esos productos prototípicos de la transición democrática: una solicitud de información que requería del INAH pelos y señales del proceso de análisis de los aún ilustres, pero a estas alturas ya medio hastiados restos humanos. Aseguro que no fui yo, pero ganas no me faltaron. Y si no lo hice fue porque, recurriendo a las técnicas del oficio periodístico, hice algunas preguntas en las usuales «fuentes bien informadas», amigos enterados de los procedimientos de trabajo del INAH. Fue así como me enteré de que los investigadores del área de antropología del mencionado instituto, habían registrado todo el análisis de los huesos ilustres como su proyecto de investigación, y que, los protocolos del INAH conceden hasta dos años para llevar a cabo el proyecto en cuestión y ofrecer los resultados del trabajo. Así de sencillo. Nada de oscuras conspiraciones para ocultarnos el pasado contenido en una «revoltura de huesos» -como escribieron nuestros tatarabuelos- ni silencios ocasionados por el hecho inconfesable de que los restos mentados no eran de quienes llevábamos 187 años pensando que eran.

Es uno de esos casos en los que la respuesta más sencilla es la correcta. Una vez iluminada por mi fuente bien informada, decidí que, algún día, más tarde o más temprano, los investigadores terminarían su trabajo, que se traduciría en una interesante publicación del INAH, y que bien valía la pena ser educado, paciente y esperar. En frecuentes conversaciones en Twitter, cada vez que se tocó el tema, esa fue mi posición. He de decir que no todos estaban de acuerdo con esa actitud, tal vez porque no poseían la misma información que yo -un gol más en la coladera de la comunicación institucional-  o porque la saturación de las audiencias mexicanas respecto a la información de las glorias de la investigación forense han generado la creencia, entre el respetable público, de que eso de andar definiendo la identidad del propietario del fémur que uno trae entre manos toma, exactamente, y con comerciales incluidos, una hora. Nada más lejos de la realidad.

De manera que el particular o reportero, decidido a conseguir a como diera lugar la información existente sobre el spa de los huesos ilustres, se fue por el recurso cómodo de pedirle al INAH los datos,  conforme a la Ley Federal de Transparencia y Acceso a la Información Pública. La acción, que produce tanto placer como clavarle una banderilla a un toro que nos es ligeramente antipático, tiene la ventaja de que es más o menos ineludible: te contestan porque te tienen que contestar, aún cuando hay bastantes que dedican un ratito a consumir neurona para soltar lo menos que sea posible, y, en algunos casos, si se puede, no soltar prenda.

En el caso que nos ocupa, en lugar de explicar por la buena de qué se trataba la investigación y los tiempos de realización, además del protocolo de trabajo de los compañeros antropólogos, el INAH optó por la usual reacción de muchas entidades de gobierno: enconcharse, proporcionar la menor cantidad de datos posible e invocar, a toda prisa, al Comité de Información respectivo para declarar reserva sobre tópicos y asuntos que, no afectando la seguridad nacional ni lesionando las finanzas del país, no tenían por qué tenerla.

Claro que, cuando el particular solicitante vio que desde el INAH le pintaban un violín respecto a su solicitud de información, hizo lo que todo preguntón o curioso aficionado a incordiar entidades gubernamentales por medio de solicitudes de información: encajarle al Instituto un recurso de revisión, que, una vez analizado por los comisionados, derivó en una conclusión más o menos previsible: el INAH tendrá que caerse con la información que le habían pedido desde endenantes.

La nota publicada ayer jueves 11 por el semanario Proceso, y que puede leerse aquí    resulta más divertida cuando se sabe que el INEHRM, por boca de su titular, el otrora (des)coordinador de las conmemoraciones de 2010,  en algunas semanas más pondrá a circular un libro que, se dice, será gruesecillo, porque además de c0ntener cuanto acercamiento histórico se generó en torno a los entrañables huesos, es decir, la reconstrucción histórica de sus destinos originales, de sus viajes y de las pachangas en sentido literal, que se armaron a su paso por el Bajío, camino al homenaje y la apoteosis que les administraron al llegar al Valle de México, se adjuntarán los famosos análisis antropológicos y osteológicos, así como su informe final, que, hasta donde sí ha trascendido, nos garantiza que tendremos reliquias patrias y laicas casi casi hasta el fin de los tiempos.

Evidentemente, al IFAI le traía sin cuidado lo que estuviera planeando el INEHRM, como rescoldo del breve destello bicentenario. Como finalmente el organismo encargado de garantizar la transparencia de la información pública en tierras mexicanas no está obligado a recuperar todos los elementos que puedan sustentar sus juicios y sus disposiciones para dar cumplimiento a uno más de los muchos recursos de revisión que seguramente recibe a diario, acabó por disponer que el periodo de reserva ha transcurrido ya, y dos recursos de revisión más tarde, se supone que ya deberemos saber qué ocurrió y qué les ocurrió a los despojos de los padres de la patria. Tal vez la semana que viene, o tal vez en unas semanas, cuando el libro anunciado por el INEHRM aparezca y nos podamos entretener en los dictámenes finales.

Pero como nada es perfecto, y menos la comunicación institucional en estos tiempos, hay quienes piensan que estos estudios se hicieron para determinar si los restos pertenecen a quienes creemos que pertenecen, es decir, si los huesos de Hidalgo son de Hidalgo, si los de Allende son de Allende, y así. De algunos de los personajes analizados, como Leona Vicario y su esposo, don Andrés Quintana Roo, no hay muchas curiosidades; sus decesos están bien documentados, sus inhumaciones y sus exhumaciones igual. En cambio, los restos de los primeros caudillos insurgentes tuvieron horas azarosas y ese modo de contar de los decimonónicos tempranos a veces desespera. Pero de eso hablamos un poco más tarde.

MEA CULPA

Tiempo tiene este blog viviendo de sus glorias, pero con una perra carga de remordimiento. Tanto es el vértigo a veces, que la lista que se titula: «buenos temas para el blog» se va alargando y alargando. Pero ya para qué decir más. Sólo queda hacer acto de contrición y prometer a los paseantes que se aventuran por este reino, que no habrán de menudear las ausencias. Estamos de regreso.

 

 

 

 

 

 

 

02
Jun
11

Preguntitas (y respuestitas)

Las carreras de la vida, las peculiares circunstancias del pasado reciente, a ratos hacen que guarde «para al ratito» algunas de las preguntas que llegan a este Reino. Algunas muy buenas, la verdad, y otras dan para entradas completas y algunas, se entiende, tienen que ver con propósitos urgentes. Prometo responder más cosas a medida que avancen los días, pero por lo pronto, aquí hay algunos datos útiles para los que se interesan en algunas de las historias de este Reino:

  • Buenos datos biográficos de don Joaquín D. Casasús, abogado y especialista financiero de los días de don Porfirio, están en el libro espléndido que hace años escribió uno de sus descendientes: «El Exilio, un relato de familia, de Carlos Tello Díaz». Lectura muy recomendable ahora que se acaban de cumplir 100 años de la salida de don Porfirio de México, a bordo del Ipiranga. Aquí hemos hablado de él en función de su parentesco con don Nacho Altamirano, quien lo quiso mucho, no sólo por ser esposo de su hija consentida, Catalina Guillén-Altamirano, sino porque había sido uno de sus alumnos más talentosos y con quien se entendía, en muchas cosas, a la perfección. Si los curiosos buscan en los archivos de este Reino, por acá tenemos una foto de la hermosa tumba que resguarda a don Joaquín, allá en el Panteón Francés de la Piedad de la ciudad de México. Y por cierto, don Joaquín se murió el 25 de febrero de 1916, en Nueva York.
  • Sobre Calleja y las cabezas de los insurgentes: La condena a muerte para los caudillos insurgentes estaba cantada desde fines de septiembre de 1810, cuando el virrey Venegas le puso precio a la cabeza de Allende y de Miguel Hidalgo: nomás 10 mil pesos, una verdadera lanota. El caso es que nadie puso empeño tal que lo consiguiera hasta que en Acatita de Baján fueron atorados los insignes caudillos y conducidos a Chihuahua para su juicio y consecuente ejecución.
  • En octubre de ese 1811 llegarían a Guanajuato las cabezas de Hidalgo, Allende, Aldama y Jiménez, todas conservadas en sal, recurso que les debió haber dado un aspecto bastante horroroso. Se colgaron en las esquinas de la Alhóndiga, escenario de una matanza terrible y del nacimiento de la pésima reputación que en el Bajío adquirió la insurgencia durante aquella campaña primigenia. La colocación de las cabezas fue acompañada por una inscripción elaborada por el intendente de Guanajuato, don Fernando Pérez Marañón,  atendiendo las órdenes de Calleja, y que dice así:
  • «Las cabezas de Miguel Hidalgo, Ignacio Allende, Juan Aldama y Mariano Jiménez, insignes fascinerosos y primeros caudillos de la revolución; que saquearon  y robaron los bienes del culto de Dios y del real erario; derramaron con la mayor atrocidad la inocente sangre de sacerdotes fieles y magistrados justos; y fueron causa de todos los desastres, desgracias y calamidades, (sic) que experimentamos, y que afligen y deploran los habitantes todos de esta parte tan integrante de la nación española.  Aquí clavadas por orden del señor brigadier don Félix María Calleja del Rey, ilustre vencedor de Aculco, Guanajuato y Calderón, y restaurador de la paz de esta América. Guanajuato, 14 de octubre de 1811.»
  • Resulta tan oscura esta sentencia, que es muy entendible el road show de desagravio que hicieron a las cabezas y a sus respectivos esqueletos cuando, en 1823, se les trasladó a la ciudad de México.
  • El «himno del Bicentenario»: Pues según se vea. Existió algo que se llamaba «El futuro es milenario» (ugh) pieza espeluznante debida a la inspiración de Aleks Syntek y Jaime López. Como es posible ver, hay combinaciones mortíferas. Es una pieza perfectamente olvidable, que puede consultarse en la página oficial de las conmemoraciones de 2010 (www.bicentenario.gob.mx, y no, no lo voy a linkear) y otra pieza, prácticamente desconocida, que se llama «Nuevo Canto a México», y que ganó (entérense) el concurso (entérense también) que el gobierno federal hizo (les digo puras noticias nuevas; nadie se enteró en su momento) para conseguir un «tema conmemorativo». La pieza no está mal, y es del compositor José Miguel Delgado, y se consigue en la misma página de marras.
  • Las moneditas conmemorativas de 5 pesos del Centenario y el Bicentenario: el honorable público se inquieta porque «están escasas» las monedas de Nicolás Bravo y Emiliano Zapata. De hecho, TODAS están escasas, y más aún los «coleccionadores», uno de los peores osos cometidos el año pasado en materia de conmemoraciones. Sugiero se compren una cajita bonita para guardarlas y tengan paciencia; poco a poco van cayendo. Yo tengo, entre mis repetidas, tres Zapatas y un Bravo; es cosa de persistir.
  • La entrevista a Porfirio Díaz. Aclaro que esta entrevista no la hizo nadie del personal de El Imparcial, como ha llegado la pregunta. La entrevista apareció en la Pearson´s Magazine, en marzo de 1908, y estaba firmada por el entrevistador, el periodista estadounidense James Creelman. Lo que hizo El Imparcial fue traducir algunos fragmentos. La entrevista, traducida al español, está en una muy decorosa edición del Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM, con prólogo de don Álvaro Matute.
… estas son unas cuantas respuestitas, en cuanto pueda, desahogo unas pocas más…
05
Abr
11

de mujeres e historia(s) 2: el complot de Mariana

UNO. LA INVENCIÓN DE LOS ROSTROS

El año pasado se puso de moda echarle muchas flores a doña Leona Vicario, asunto que mereció la publicación de dos novelas, «Leona» y «La Insurgenta» (definitivamente deliciosa), la reedición de la correcta biografía escrita por Eugenio Aguirre, la mención a la biografía que hará cosa de un siglo se ejecutó don Genaro García y la aparición de la susodicha dama en la teleserie «Gritos de muerte y libertad», bastante bien ejecutada por Cecilia Suárez. Por añadidura, en algún momento, y ojalá sea pronto, los antropólogos forenses que colaboraron en el tratamiento, análisis y manita de gato que les administraron a los restos de los próceres de la independencia, entre los cuales se encuentra la señora Vicario, estarán en condiciones de hablarnos qué se encontraron con los restos de la dama, sobre cuya autenticidad no existe, en principio, ninguna duda, y entonces sabremos a qué se atribuye algunas peculiares lesiones que los aludidos restos registran en la columna vertebral: nada para cambiar el curso de la historia, si no es como para meditar sobre los peculiares castigos y/o complicaciones que se derivaban, por ejemplo, de andar huyendo a salto de mata, o, bien, de ser indultado por la buena voluntar (ja-já) de la autoridad virreinal, con todos los desprecios y malos tratos que ello podría suponer. Si de hacerle el favor entero a doña Leona se trataba, ya podrían los señores antropólogos forenses incursionar en el terreno de la reconstrucción facial, para saber cómo era, de una buena vez por todas, la buena señora, y no quedarnos con la duda de su perfil, sugerido por el retrato, el único que se conserva, y que se encuentra en el Museo Nacional de Historia Castillo de Chapultepec, bajo la mirada vigilante y amorosa de su director,  mi muy querido amigo Salvador Rueda.

Ese puede ser el tipo de homenajes importantes: devolverle rostro, textura, carnalidad, materialidad a aquellos nombres que circulan en los libros de historia (cada vez menos a causa de la canija hiperespecialización de los historiadores, que a ratos miran con honda desconfianza a cualquier cristiano que en el pasado se haya hecho acreedor al calificativo de «héroe». Nada malo sería intentarlo con doña Leona, si partimos de la conservación, más o menos consolidada -que nosotros sepamos- de sus restos. De esa manera, dejaríamos de tener referencias poco significativas, como la muy bonita, pero poco fiable estatua de la señora Vicario, allá en el centro histórico, en una plaza muy mona, frente al antiguo convento de Santa Catarina, a unos cuantos pasos de la que fue su casa, allá en República de Brasil, junto al edificio de las Inquisición que hoy es el Museo de Medicina de la UNAM. Esa casita, por cierto, que hoy pertenece al Instituto Nacional de Bellas Artes, y que se destina para la operación de actividades literarias, estuvo largos años en la mira de la historiadora Patricia Galeana, con el fin de convertirla en el Museo de la Mujer, que, finalmente, y al amparo de la UNAM, se acaba de convertir en realidad, allá en el número 17 de la calle de Bolivia, en el mismo Centro Histórico, en una casa que fue la Imprenta Universitaria cuando esas calles llenas de piedras viejas constituían el barrio universitario.

Ese sería un sitio interesante para poner un buen retrato de doña Leona; quiero decir, un retrato con sustento, en compensación al rostro, absolutamente «inventado», no me cabe duda, que la desidia de alguien hizo pasar como el retrato de la señora Vicario entre algunas imágenes que los señores encargados de (des)coordinar las conmemoraciones federales del año pasado crearon con un impacto bastante limitado. Y digo «inventado» porque no se parece al retrato de Chapultepec, que refleja a una señora que empieza a entrar en la madurez, pero de la cual nos faltan detalles, y tampoco se parece al cuadro familiar novohispano de la familia de la dama en cuestión, donde aparece doña Leona, de frente… a la edad de cinco años. Se parezca o no al retrato de Chapultepec, no hay elementos para decir que sacaron, de algún sitio fiable, el rostro de la joven Leona. Si lo hubiera, ya se habrían tardado en darlo a conocer, como el hallazgo valioso que hubiera (el hubiera, caray) sido.

Pero bueno, lo importante es que podríamos tener un buen retrato de Leona Vicario. Lástima que no podamos decir otro tanto de otras mujeres involucradas con la insurgencia como personajes actuantes. No hay retratos de la michoacana Gertrudis Bocanegra (es una verdadera puntada digna de los Tres Chiflados la que tuvo la [des]Coordinación Ejecutiva de imaginársela [porque eso hicieron: imaginársela] peinada de trencitas, como para aparecer en película revolucionaria del siglo XX. A las buenas intenciones, aprendamos, siempre hay que agregarle, por lo menos,  unas cuantas neuronas, conectadas y haciendo buena sinapsis entre sí, de preferencia.

Así es esto de la iconografía. Podrían preguntarle a un fulano que vivió en la primera mitad del siglo XX, un tal Joseph Goebbels, jefe y cerebro de la propaganda de otro fulano, Adolfo Hitler. Goebbels habrá cometido todas las aberraciones que se quiera, pero de que era un buen propagandista y sabía su negocio, era un buen propagandista y sabía muy bien lo que se traía entre zarpas. Algunos deberían de leerlo, para aprovechar lo que haya de aprovechable. Así es esto de los retratos oficiosos, oficiales y no oficiales.

DOS: MARIANA, UN RETRATO AUSENTE Y LA HISTORIA DEL COMPLOT

Un retrato que en los mitotes bicentenarios yo eché de menos, no sólo porque a nadie se le ocurrió inventarle un rostro, sino porque sólo algunas personas se acordaron de la dama en cuestión, es el de Mariana Rodríguez del Toro de Lazarín, señora de nombre largo y que a cambio de ser «mujer de acción», para hablar en términos renacentistas, tiene una callecita, que recuerdo diminuta, en las cercanías del mercado de la Lagunilla.

Si de agallas se trata, doña Mariana las tenía. Criolla adinerada, casada con el que se cuenta era un buen hombre, vinculado a la riquísima mina de La Valenciana, mandó todo al demonio cuando se le ocurrió un complot que sin dudarlo me parece genial: secuestrar al Virrey y ahorcarlo para garantizar la ruta hacia la independencia de la Nueva España. Este proyecto, conocido como la conspiración de abril de 1811, dio de qué hablar un rato, y era, aparentemente, una de las consecuencias directas de la desgracia de los caudillos que habían llamado, en Dolores, el 16 de septiembre del año anterior, a desatar el borlote nacional.

Los datos que tenemos, no muchos, hay que admitirlo, nos cuentan que el hogar de doña Mariana era el asiento de una tertulia frecuentada por numerosos criollos con dinero, partidarios de la independencia y que, con eso que ahora llamamos mentalidad estratégica, habían decidido que más le ayudaban al movimiento insurgente desde la sombra, desde sus posiciones, bastante privilegiadas en algunos casos, en la ciudad de México, que yéndose a la guerra. Nuevamente, era un asunto de decisiones. Por eso doña Leona Vicario se quedó un buen rato acá en la capital haciendo de las suyas, mientras su novio, Andrés Quintana Roo, se lanzaba a las montañas del sur, a sumarse a la insurgencia.

El caso es que la noticia de que el padre Hidalgo y sus compañeros cercanos han sido aprehendidos en algún lugar lejanísimo en el norte, las mentadas Norias de Baján,  crea, por lo que se cuenta, una sensación de desmoralización entre los criollos que simpatizaban con la independencia: el abatimiento era digno de unas cuantas sesiones de terapia de grupo, asunto al que se entregaron con constancia. Lo que es sabido, es que algunos de estos criollos acomodados discutían el tema, con sus incertidumbres y sus angustias, además de los beneficios terapéuticos del caso, en el estrado de doña Mariana, quien, para sorpresa de la honorable concurrencia, en vez de solidarizarse con los abatidos caballeros, les acomodó un par de pescozones para que dejaran de tirarse al drama y, si tanta simpatía había entre ellos por la independencia, lo mejor era poner manos a la obra. Algunas historias cuentan que la buena mujer los zarandeó con delicadeza: «¿Qué es esto, señores? Pues qué, ¿no hay otros hombres en la América, que los hombres que han quedado prisioneros?» La sutil y sus amigos, no cabe duda. Las víctimas de tan elegante comentario apenas alcanzaron a replicar que, bueno, ganas y corazón y valor sí habían, pero, ¿qué habría de hacerse?, cuando doña Mariana ya tenía la solución: «Muy sencillamente: cogiendo aquí al virrey y ahorcándolo». Me cae bien:  a grandes males, remedios concretos. Cuantos problemas nos habríamos evitado, a lo largo de nuestra historia, si en el momento necesario se pasara de la especulación a la acción. Como, por ejemplo, unas tres cucharadas de cianuro en la taza del café o en la lata de la cocacola, bien administradas al personaje adecuado y en el momento propicio, y más de un asunto habría sido cuestión de coser y cantar.  Qué le vamos a hacer.

Si leemos los papeles que nos cuentan aquella accidentada historia de abril de 1811, podríamos creer que, todos a una, decidieron comprarle el boleto a doña Mariana y pusieron manos a la obra. Personalmente, creo, cuando leo la larguísima lista de los que estaban involucrados, desde el perro más humilde hasta algunos de los títulos nobiliarios más importantes de la Nueva España, que si bien doña Mariana hizo el papel de provocadora, hubo más de uno que podrían considerarse cabeza del complot, como se vio cuando, dos años más tardes, las autoridades estaban atacados de sana precaución, al darse cuenta del linaje y contactos y poder de bastantes caballeros mencionados como cómplices, partidarios, involucrados y actores.

Algunas versiones dicem que nada tonta, doña Mariana se ocupó de «seducir», es decir, de convencer a dos de sus cuñados,  los militares Francisco Omaña y Tomás Castillo, de grado capitanes, y que estaban a cargo de algunas tropas de las acantonadas en las afueras de la ciudad, que recibían, cada tarde, la visita del virrey para pasar revista.

Lo que ocurrió es más o menos sabido: uno de los involucrados, José María Gallardo, decide que si se va a aventar a la maniobra que pretendía atorar a Venegas cuando visitara a las tropas, pues, lo menos que debería hacer es pasar antes por el confesionario y dejar su alma más o menos purificada y absuelta, por aquello de las moscas, y no fuera a ser que se quedase con pasaporte al otro mundo en la previsible refriega, y sin las bendiciones necesarias para no ir a achicharrarse en elgún círculo del infierno.

El pequeño detalle que dio al traste con todo fue la elección del confesor: un mercedario, el padre Camargo, fue el elegido, que, no bien se enteró del asunto, corrió,  según cuenta Anastasio Zerecero, a contárselo al Virrey, quien de inmediato mandó apegollar y llevar ante su presencia al escrupuloso que, por cuidar la salvación de su alma, condenó a por lo menos sesenta cristianos. Apenas se vio en presencia de Venegas, que seguramente echaba espuma por la bica, y se vio tratado de «insurgentón» y «pícaro», el señor Gallardo se apresuró a soltar cuanto sabía de la conspiración.

En menos de lo que se dice «en friega», Venegas mandó apresar a los delatados por Gallardo. Y en menos de lo que se dice «en friega», sus oficiales se apresuraron a cumplir la orden. Doña Mariana y su esposo, de los primeros en caer.

Se cuenta que la buena dama soportó cuantas presiones se aplicaron en ella para que confesara la información esencial del complot. Hasta donde se sabe, nada le sacaron sino hasta que, movidos por el hartazgo, el terror o la tortura, o todo junto, pues los interrogatorios estaban a cargo de una junta de seguridad encabezada por Miguel Bataller, algunos de sus compañeros de prisión soltaron lo que sabían y además la señalaron como responsable.  Por eso, la prisión en los espacios más infectos, de Mariana duró siete meses, al cabo de los cuales, y sabedora de que sus cómplices masculinos habían despepitado todo lo importante, comentó: «Pues ya que los señores, o mejor dicho los nenes, no han tenido carácter, es inútil que guarde más silencio». Parece, insisto, que suavecita, no era la mujer.

Al matrimonio Lazarín-Rodríguez del Toro se les confiscaron sus bienes, que no eran pocos, y se quedaron en la cárcel, portando grilletes, hasta fines de 1820, cuando Zerecero logró sacarlos. La investigación prosiguió desde ese abril de 1811, hasta que, con un dejo de bochorno y un mucho de precaución, el fiscal responsable, don Vicente Ruiz, notificó a Venegas el sobreseimiento de la causa, habida cuenta de las alturas que tendrían que rozar: y elementos tenía el fiscal para estar receloso: Trece señores electos para la Audiencia estaban mencionados en las confesiones; se señalaba como cómplices a algunos de los nobles novohispanos más encumbrados, como el Marqués de Rayas, el Conde de Santiago, el Marqués de San Miguel de Aguayo y el Conde de Regla  (¡Nada más!), sargentos, capitanes y tenientes; los franciscanos (sí, todos), los santiaguinos, los dominic0s, los agustinos y los mercedarios: no uno, no unos pocos; se señalaba como compinches a las comunidades monásticas enteras; veintiún señores que debían partir a España a ocupar empleos, y, en el fandango que debió ser aquella indagación, resultaban conspiradores fiscales, abogados, el famoso -y poderoso- Gabriel Yermo y hasta el mismísimo Bataller. 

Como las canijas y recochinas dudas eran grandes, y no era cosa de ir a preguntales a Yermo y a Bataller si andaban en esas danzas, y como era de antología lo que iban a decir los señores condes y marqueses de estos babosos que se atrevían a presentarse en sus casonas indagando quién sabe qué chisme, el fiscal Ruiz buscó respaldo en los jueces  Ignacio Verazueta y Andrés Rivas Caballero. Así juntaron el valor para decirle al virrey Venegas que, mejor, ahí moría. De todas maneras, acotaba, «sería una progresión casi al infinito los que irían apareciendo de la exdpresada evacuación de citas y de las que de ellas fuera resultado». Casi casi temían acabar encontrándose con que tendrían que meterse al bote ellos mismos.

Venegas tuvo que conformarse con tener tras rejas a 77 acusados, lo más delgado del hilo. Doña Mariana, «acabada» ,como decían las viejitas, por casi una década de prisión, murió a principios de 1821 y ya no vio la consumación de la independencia. Pero algo sabría del asunto, seguro. Por eso sigue siendo injusto, aunque su nombre sí esté en el muro de honor del Congreso de la Unión,  que ni siquiera se le haya antojado a los incautos imaginarse su rostro. me la imagino más inteligente que guapa, más atractiva que delicada. Más amazona que cara bonita y más hija de Palas Atenea que de Venus. A lo mejor por eso no tiene retrato; con ella no iba eso de «calladita se ve más bonita». Mariana.

TRES:  ACATITA, OH, ACATITA.

El lunes 21 de marzo se cumplieron los 200 años de que, en ese lugar que seguramente tiene como nombre familiar y local algo así como «el quinto infierno», pero cuyo nombre formal y conocido en los libros de historia nacional es Acatita de Baján, la suerte, otra vez, la muy perra, «le fue adversa» al padre de la patria (de veras que eso es tener MUY MALA SUERTE, me queda claro), don Miguel Hidalgo, y a la flota que lo acompañaba en su retirada hacia el norte, animados con la esperanza de llegar a Estados Unidos, rehacer fuerzas, pertrecharse con lo último de lo último en materia de armamentos y conseguir hartos mercenarios que les ayudaran a remontar la crisis y regresarse, cruzando oootra vez el canijo desierto novohispano (con ese proyecto, enmedio de tanta mala suerte, es que estos resultaban unos optimistas endiablados) para darle su merecido al virrey Venegas y al méndigo de Félix Calleja, que habían tenido la descortesía (más don Félix, desde luego) de interrumpir la soberana pachanga que los insurgentes se traían en Guadalajara, propinándoles una derrota escandalosa en Puente de Calderón, incidente del que ya hemos hablado en este Reino.

Después de la derrota aparatosísima, todos salieron por piernas de la capital de la Nueva Galicia, y dejaron descolocados a todos los que en la ciudad habían comprado el boleto de la insurrección contra la corona española: entre tanto número, apenas lograron editar siete números de El Despertador Americano, primer periódico insurgente, y no bien las tropas realistas se apoderaron de la ciudad, el comisionado de Hidalgo para tal empresa, don Severo Maldonado, tuvo que hacer el oso de retractarse de su militancia independentista, y acabó haciendo otro periódico,  El Telégrafo, que se dedicaba a denostar los perversos intentos de separar a la Nueva España de la buena y noble madre patria. De modo que no nos sorprendamos, chaquetazos así de miserables, desde luego que los hemos visto en el pasado reciente, pero no son novedad alguna en este sufrido país.

El caso es que Hidalgo y algo así como un millar de cristianos, entre los que se contaban una flota de curas, algún músico que venía con el señor cura desde Dolores, un carruaje que describen los testimonios «ocupado por damas» y un poco de y tropa, avanzaban hacia el norte. La verdad, no eran muchos:casi 900 personas;casi nada si se toma en cuenta que, unas semanas atrás, en Puente de Calderón, don Miguel comandaba la nada despreciable cantidad de 20 mil insurgentes.

Yo no conozco la mentada Loma del Prendimiento, como le dicen al lugar en cuestión; ese punto perdido en el desierto donde atoraron a lo que quedaba de la dirigencia de aquella primera insurgencia. Pero, por lo que he podido averiguar, es una peculiar excursión la que se necesita para apersonarse enel lugar y contemplar la columna que da testimonio del acontecimiento. El problema es que la mentada Loma del Prendimiento se halla lejos de cualquier cosa que se entienda como ciudad: la población de ahí cerquita, me cuenta el gran Leo Mendoza, guionista de «Hidalgo, la historia jamás contada», es diminuta: unas pocas familias la habitan.

Para una chilanga como yo, que lee periódicos a diario, la  idea de embarcarse en un viaje por tierra por las carreteras de Coahuila, es una cuestión absolutamente antojable, pero también es ya asunto que genera franco recelo y el justificado temor de encontrarse un reten de buenos, de malos o de muy malos, lo mismo da, porque de todas maneras resultan peligrosísimos y de reacción previsible: plomear de muy mala manera a cualquier vehículo, lleno de narcos, sicarios, turistas despistados o gente decente que se quieran asomar a ver la dichosa Loma, que, muéranse de risa, es propiedad privada.  Otro día, un día, ojalá que un día, pueda hacer el viaje sin temor a que la perra realidad del norte del país me alcance.

05
Nov
10

Postales Bicentenarias 9: imágenes (comerciales) del día de muertos

No sé quién le hizo la campaña de publicidad a la funeraria García López. Pero me parece definitivamente buena. Aquí todo mundo es de una gran honestidad: venden lo que venden, servicios funerarios. Este es el año de los Centenarios, pues sí. ¿Se pueden vender servicios funerarios al tiempo que se hace presencia en este asunto de las conmemoraciones? Evidentemente sí. El resultado a mí me parece interesantísimo. Esta primera imagen la había tomado en alguna ida hacia algún punto de la ciudad de México. El 1 de noviembre, día de Todos los Santos o día de los Muertos Chicos, de visita al Panteón de Dolores, me topo, en el acceso principal, con el stand de la funeraria en cuestión. El agente de ventas de Gracía López fue muy amable, todo lo amable que debe ser uno cuando anda vendiendo servicios funerarios en condiciones excelentes.  Simpáticas curiosidades para obsequiar las que tenía en su mesa: calenadarios de bolsillo con la calavera de Morelos, calendarios de escritorio con las calaveras de Morelos e Hidalgo, de Zapata y de Villa. Postales con la calavera de Villa y una interesante leyenda en el reverso: «En memoria de los héroes que escribieron nuestra historia». Agregan al final. «J. García López. Presente en nuestra fiesta nacional».

Me parecen definitivamente bonitas, oportunas, respetuosas y capaces de vincular la tradición popular con el culto colectivo a los héroes. Es Bicentenario, es Centenario y es Día de Muertos. Muy a tono con este año donde los huesos de los caudillos insurgentes han salido a pasear, pasar el verano en Chapultepec y el otoño en Palacio Nacional. Muy a tono; me imagino un diálogo jocoso entre el cráneo de Miguel Hidalgo y el de José María Morelos, durante uno de esos dos desfiles luctuosos de los traslados que hemos visto este año. «¿Ya viste ese anuncio, José María?» «Sí, don Miguel. La verdad, me fue mejor que a usted; le pusieron su cabellito largo pero oscuro». «No seas burro, José María. Si me lo ponen blanco no se me vería».  Es, de hecho, una nueva interpretación del cráneo de Hidalgo: por un lado, el de las fotos de prensa de este años; luego, este bonito cráneo de la funeraria García López. La más chocarrera, la de la cabeza parlante de Hidalgo, allá en su jaula de la alhóndiga de Granaditas de Guanajuato, ideada por ese genial monero que es Trino.

Bonita historia esta, definitivamente; buen gesto en el Día de Muertos del año de los Centenarios. Ah, también me dieron una botella de agua con etiqueta de la calaverita de Morelos. Buen asunto, y cuando me acuerdo que a los productores del popularísimo arroz «Morelos» les negaron el permiso de usar el mentado «2010», en principio de uso público gratuito -aunque había que pedir permiso- porque cómo una mugrosa bolsa de arroz iba a ostentar el emblema de las conmemoraciones.  Para variar, la increíble sensibilidad de rinoceronte de algunos.  Pero lo bueno, es que la gente es siempre mucho más que un logo.

01
Sep
10

La sonrisa de Jacobo Dalevuelta: cómo una volada eficaz se puede convertir en una curiosidad historiográfica

Si nos atenemos al orden de la cripta de la Columna de la Independencia, en orden descendente: Morelos, Bravo y Matamoros

En fin, hoy PRIMER DÍA DE SEPTIEMBRE,, cuando faltan 16 DÍAS para el Bicentenario del Inicio de la Independencia, podemos decir que la historia del robo o desaparición de los restos de Morelos publicada y cacareada en 1925 fue una mera conjetura que se remonta a una época en la cual los reporteros suplían algunos rasgos de exactitud por un buen aliento literario. No se grababan las entrevistas, no había manera de hacerlo. La libreta de apuntes, el lápiz y la buena memoria eran los instrumentos fundamentales de la chamba reporteril. Luis González Obregón, a través de la escritura del reportero de El Universal, afirmó, con muchos asegunes,  la desaparición de los restos, pero no la probó. Como lo harían numerosos personajes del siglo XX.

Dalevuelta le echó la culpa a Juan Nepomuceno Almonte, hijo mayor de Morelos, a partir de los supuestos de don Luis González Obregón. Dalevuelta lo publicó y le dio seguimiento, a grado tal que , ahora que los restos salieron a pasar el verano en el castillo de Chapultepec,  en las urnas, (exactamente en dónde no han dicho), apareció una tarjeta personal de Dalevuelta, detalle que me encanta. Al fin y al cabo, aunque estuviera volando y estuviera persiguiendo un fantasma que nunca se apareció, se dedicó al asunto con bastante empeño. Pero tampoco pudo probar la desaparición de los restos, además de no demostrar el robo. Convirtió un “probablemente” en un hecho y las afirmaciones de la sustracción de los restos, hechas a partir de fuentes, digamos, laicas. Nos falta volver a leer algunas cosillas interesantes en cuanto a fuentes para acabar de explicarnos cómo fue que todos compramos el boleto.

La volada de Dalevuelta ha sido, con el paso del tiempo, acogida con interés y hasta con solidaridad, al menos en cuatro ocasiones más por la prensa mexicana. Esa leyenda creciente tuvo hasta consecuencias historiográficas, pasadas por alto las circunstancias de las confusiones y revolturas de los restos. Sin embargo, la leyenda llamó en alguna época, la atención de algunos historiadores, y propició que uno de los grandes estudiosos de Morelos,  Ernesto Lemoine, ya fallecido, llegara a aventurar la hipótesis de que, robados los restos, habrían sido arrojados al mar por Almonte cuando abandonó México, a la caída del imperio de Maximiliano.  Si le hacemos caso a este planteamiento, definitivamente Almonte no necesitaba un siquiatra; estaba ya para que lo amarraran y lo encerraran en uno de los horripilantes sanatorios para enfermos mentales de la época. La explicación del maestro Lemoine no deja de ser entretenida, basada como está, en construir el perfil de un Juan Nepomuceno Almonte bastante acomplejado, traumado porque su santo papacito nunca le dio su apellido.

Coherente, si se quiere, con la notita que Maximiliano dejó en su «libro secreto» acerca de Almonte: «El carácter de Almonte es frío, avaro y vengativo». El librito en cuestión dice unas cuantas cosas feas y adicionales sobre Almonte, pero esta es la frase que al maestro Lemoine le da para sus propias reflexiones, apuntando que «en un acto insólito, que quizá únicamente hubiera podido explicar el doctor Freud, sustrajo los restos de Morelos a la veneración del pueblo mexicano y los hizo perdedizos» (De «Morelos y la Revolución de 1810».  La nota de pie de página del maestro Lemoine tiene el mismo pequeño defectito que los rollos de Dalevuelta. Vean nomás: «Se supone (yo supongo, tú supones, él supone…)  que antes de partir a Europa (abril de 1866) [una diferencia con la hipótesis de los desenterradores de Almonte, que ubicaban el «robo» de restos en 1865… gracias a la errata de un libro sobre la catedral], Almonte penetró secretamenteen la cripta de la catedral, «robó» los restos de su padre….» y todo lo demás que ya sabemos. Lemoine escribe en 1979, y cita los artículos que para esos días ya se habían publicado en la revista Siempre!, citando una carta del Dr. Jesús García Tapia, donde se abundaba en el mentado robo de huesos. Añade Lemoine: «Basta que el gobierno mexicano se interesara en el caso, para solicitar de la autoridad parisiense respectiva la apertura de la  tumba de Almonte en el cementerio de Pére Lachaise y de esa manera confirmar si es verídica la historia…» Le agarraron la palabra, como veremos a continuación.

Con todo, es poca la gente que indaga en las hemerotecas lo que realmente se publicó en ciertos días, y eso es la razón de que, aún en el siglo XXI, las notas de Jacobo Dalevuelta tengan resonancias bastante entretenidas en la prensa.

El tema se volvió a abordar hacia 1972 en Siempre! por el reportero José Natividad Rosales, a partir de una carta enviada a Siempre!, en 1971 por el señor García Tapia que menciona Lemoine; me cuentan que Rosales era aún uno de esos reporteros al antiguo modo, con gran habilidad literaria, y con una persistencia escandalosa, deliciosa y que ya quisieran para un domingo muchísimos de los reporteros de ahora, que no sacrifican un descanso por una nota buena, que son capaces de despreciar una exclusiva porque coincide con sus días de vacaciones. No, suspiramos en este punto don Pepe Fonseca y yo; ya no los hacen como antes.

Porque las cosas publicadas en Siempre! en esos tempranos setentas le dieron algunos quebraderos de cabeza al entonces director del Museo Nacional de  Historia, don Antonio Arriaga. El pobre, en un memorandum al respecto, escribió: «Considero que el periodista José Natividad Rosales debe presentar copias de los documentos que dice poseer el Dr. García Tapia, con objeto de evitar un escándalo sobre la antigüedad de los restos de los insurgentes que se encuentran en la Columna de la Independencia». No lo logró, como podemos verlo, pero ya apuntaba la posibilidad de ir a París abrirle el féretro a Almonte.

Los textos de José Natividad Rosales son deliciosos, claro reflejo de ese viejo modo de hacer periodismo (se pueden quejar por el uso de los adjetivos como si fuera confeti, pero si lo comparan con el espantoso español que perpetran algunos reporteros (y no voy a mencionar nombres, pero agarren un periódico, cualquiera, y verán lo que afirmo), hay más de un siglo de diferencia.  Acá la volada se agarra de las notas de Dalevuelta, una vez más. «Siempre! quiere dar a los mexicanos de una respuesta definitiva. Por principio de cuentas adelantamos la hipótesis de que los restos de don José María Morelos NO ESTÁN EN MÉXICO, sino en París…».  Recreó, agarrado de la biografía de Morelos que Ezequiel Chávez publicó en 1931, los últimos momentos del cura de Carácuaro. Pero después, al contar la exhumación de 1823, hay líneas que son verdaderamente geniales:

«»Y fue el 16 de septiembre de 1823, casi ocho años después de haber sido sepultados, cuando el féretro del Héroe fue abierto. Una súbita y repentina oleada de luz iluminó el cráneo de Morelos [bastante lógico], envuelto en un halo dorado [en la torre], como si la irradiación de su pensamiento no terminase aún [uuuuuuffffffff]. Al ser izado hubo una leve sombra en las cuencas, como si mirase con piedad y asombro a la patria redimida [me quedo sin palabras], e hizo parecer a los presentes que el espíritu del Generalísimo había sobrevolado el sitio [Bueno, ¡¡¿¿qué cosa se metía don José Natividad??!!].

Don José refiere que la biografía de Alfonso Teja Zabre se nutre de las voladas de Dalevuelta y, por lo tanto, no le ve bronca en recuperar los datos. Pero agrega los datos que obtiene de la carta del señor García Tapia: amigo de un sacerdote vinculado a al arzobismo Arciga y Ruiz de Chávez, que había sucedido al arzobispo Clemente de Jesús Munguía , quien se quejaba del grandísimo berrinche que le había provocado que Almonte se hubiese llevado los huesos de su padre. El pequeño detalle es que seguimos en el mundo de la leyenda urbana: ni una sola prueba sólida. Una constante en esta historia de religiosos, es la presencia de un tal canónigo Jacinto Pallares, que fue el que andovo contando la historia, porque ayudó a bien morir al obispo Munguía y a Almonte. Y, si se sigue el asunto de esta sub-trama, resulta que, en esta línea, el culpable del mitote es el dichoso canónigo Pallares, porque el testimonio que nos llega de cuarta o quinta mano es que él con sus ojitos vio que a Almonte lo sepultaban con los huesos de Morelos.

El éxito de la volada de Dalevuelta prosiguió en la década siguiente: a fines de los 80 y principio de los 90 del siglo XX por Excelsior, Jueves de Excelsior y Unomásuno, periódicos que dieron seguimiento y admitieron artículos sobre el tema, a partir de las inquietudes de Luis Reed, periodista e historiador, y José Manuel Villalpando, abogado e historiador, quienes obtuvieron apoyo oficial y recursos federales (y de algunos abogados con dinero) para viajar a Francia, abrir la tumba de Juan Nepomuceno Almonte, cosa que sí hicieron, y comprobaron que Almonte no había sido sepultado con los restos de su padre ni de nadie más. Cosa rara este canónigo Pallares.

En 1993, sostenidos del texto de Dalevuelta, Reed y Villalpando dieron por buena la historia del robo de los restos de Morelos, porque, aseguraron en el recuento de su investigación, que el texto del periodista, escrito en 1925, “denuncia y prueba plenamente la ausencia de los restos de Morelos” . Sí lo denunciaba, pero como ya hemos visto, no probó nada. El texto resultado de aquella investigación, «Los restos de don José María Morelos y Pavón: Itinerario de una búsqueda que aún no termina» asumía que Dalevuelta  estaba diciendo la verdad.  En descargo de los autores del librito y artífices de la investigación, hay que decir que, simplemente,  engrosaron una lista de personajes que compraron el boleto entonces y de los que, después, han seguido comprándolo.

Un ejemplo más: Uno de los materiales clásicos de consulta inicial, básica para el estudio de la Independencia es el Diccionario de Insurgentes de José María Miquel I Vergés. editado en 1969, cuando su autor llevaba cinco años muerto. La ficha de José maría Morelos acota: «Cuando se trasladaron a la Columna de la Indep. los restos de los héroes de la emancipación, los de Morelos no se encontraron [??] y es probable [Chihuahua, es probable otra vez] que el hijo de éste, Juan Nepomuceno Almonte los sacara del lugar donde fueron despositados, no se sabe con qué fin, y los escondiera en un lugar hasta hoy desconocido» (p. 407) Y lo más bonito es que, entre las fuentes de las cuales se nutrió la referencia del Diccionario, adivinen qué está: Exacto. La Odisea de los Restos de Nuestros Libertadores, de un tal Fernando Ramírez de Aguilar, o sea, Jacobo Dalevuelta. ¿a poco no es bonito? (continuará)

25
Ago
10

De cómo Jacobo Dalevuelta dio por robados los restos de José María Morelos

En 1925, ya muy cerca el 15 de septiembre y el traslado de los restos de Miguel Hidalgo y sus amigos, de Catedral a la Columna de la Independencia, este ilustre reportero mexicano, Fernando Ramírez de Aguilar, que firmaba sus escritos periodísticos e históricos como JacoboDalevuelta, dio a conocer un librito de su autoría, editado -con evidente apresuramiento, por la gran cantidad de erratas que tiene- por la Secretaría de Educación Pública (caramba, qué coincidencia): La Odisea de los Restos de Nuestros Libertadores, que se explicaba a sí mismo: “Compilación de documentos, por Fernando Ramírez de Aguilar (Jacobo Dalevuelta), Repórter (como se llamaban en esa época los reporteros) de “El Universal”, Miembro activo de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, y de la Sociedad para el Estudio de la Historia Local de México”. Esta «compilación de documentos» reúne varios materiales: un artículo de don Luis González Obregón sobre sus andanzas relacionadas con los huesos de los próceres de la insurgencia y los materiales publicados por Dalevuelta en El Universal respecto a los trajines que desde 1823 habían sido el rasgo distintivo del tratamiento a los restos de los insurgentes.

Se trata de un librito hecho al calor de la oportunidad, apoyado fundamentalmente, como se reconoce en la «Advertencia» de la primera página, por un buen amigo de Dalevuelta: el entonces secretario de Educación Pública, José Manuel Puig Casauranc. «Dedicado especialmente a los niños de las escuelas». Como puede verse, las aspiraciones que acerca de la enseñanza de la historia tienen en este 2010 personas como José Antonio Crespo (si se quieren morir de risa lean el prólogo y las conclusiones de su libro «Contra la Historia Oficial») tampoco son novedosas: esa idea de que los niños de primaria TIENEN que saber TODA LA HISTORIA de México (ese «TODA» puede ser muy elástico) desde chiquitos, muy chiquitos (y entonces la mochila solamente les alcanzaría para llevar su Larousse de Historia de México) es, en buena proporción, el motor que animó a Dalevuelta a armar la obrita. Tuvo la suerte de que su amigo Puig lo apoyara y que, al calor del inminente traslado de restos, mezclado con las tensiones harto conocidas entre el presidente Plutarco Elías Calles y la Iglesia Católica, resultara que este acto de «cuatismo»,  motivado por una legítima curiosidad histórica, adquiriera materialidad sin que nadie se indignara o se quejara o se retirara del twitter.

Uno de los primeros elementos importantes para explicarnos algunos mitotes del siglo XXI es que Dalevuelta nos deja la afirmación de que la cripta donde los restos se echaron su siesta de 85 años se estaba construyendo «a gran prisa». Eso explica por qué no pusieron todos los nombres que debían (lo que ha dado  lugar a los pataleos que hemos leído recientemente), como ocurrió con el laguense Pedro Moreno y el zacatecano Víctor Rosales.

En este librito, Dalevuelta compila los materiales periodísticos publicados en El Universal acerca de una presumible desaparición de los huesos de Morelos. Explica en su “Advertencia inicial”, y esto es importante, porque a confesión de parte…

“Fui el primero en proclamar la desaparición de los restos del héroe máximo de la Guerra de Independencia, el Serenísimo señor generalísimo de las armas, don José María Morelos y Pavón, vencedor en Oaxaca. Una vez en pie el asunto, me sirvió, generosamente para mi investigación: en primer lugar mi distinguido amigo el culto historiador don Luis González Obregón, y después los periodistas retirados don Angel Pola y don Aurelio J. Venegas”

Al grito de “los niños deben saber estas cosas”, Dalevuelta reseña los diversos traslados de los restos de los próceres insurgentes, desde 1823. Aunque acude a las fuentes que hoy día nos explican en detalle muchos acontecimientos, como el Diario Histórico de Carlos María de Bustamante (que hoy día se puede conseguir en CD), no advierte que en los testimonios de 1823 hay elementos para determinar que, desde entonces, los restos humanos se revolvieron. Como ese no era el tema que le interesaba, no reparó en ello. Recupera de los testimonios de Bustamante, eso sí, que a la villa de Guadalupe, donde fueron reunidos todos los restos de los insurgentes, llegaron los de Morelos “enteros”.

Afirma Dalevuelta que para redondear su trabajo consultó algunas fuentes bastante interesantes: los periódicos La Aguila Mexicana y El Sol, los documentos de Hernández y Dávalos, la famosa compilación de leyes de Manuel Dublán, las actas de Cabildo de la Villa de Guadalupe de 1823 y un artículo de Nicolás León acerca de la falsa mascarilla de Morelos. Es posible que los revisara, porque del Diario Histórico de Bustamante se desprende la posibilidad de hallar estos materiales (en el cd que hoy día podemos consultar vienen los suplementos de La Aguila Mexicana y El Sol sobre el paseo de huesos de 1823). Pero, si los revisó, ¿por qué no se dio cuenta de que algunos elementos de las crónicas del momento apuntaban a que muy, muy ordenados, los restos ya no estaban?

La otra gran fuente del trabajo de Dalevuelta es una entrevista que le hace a Luis González Obregón, cronista de la ciudad, alguna vez director del Archivo General de la Nación, sesentón para la época. González Obregón le habla del depósito de los restos en el Altar de los Reyes, su posterior olvido, la urna que mandaron a hacer Lucas Alamán y José María Agreda y, nuevamente, el abandono de los restos en la catedral.

Refiere Dalevuelta, citando la conversación de González Obregón, que en 1893, examinan los restos otra vez José María Agreda, Adalberto Leduc, González Obregón y los periodistas Angel Pola y Aurelio J. Vanegas. “Yo bajé a la cripta –dice mi entrevistado-y vi aquella revoltura de huesos”.  Refiere González Obregón, en la entrevista, que en ese año la prensa publicó algunos llamados a rescatar y cuidar esos restos, pero no ocurrió nada sino hasta 1895 cuando sí se sacaron los restos y esta vez la sociedad obrera “Gran Familia Modelo” reunió por cooperación dinero para renovar la urna que los contenía.

Se sabe que en esa oportunidad los restos fueron sometidos a un lavado (esas son las cosas que nomás a nosotros se nos ocurren) y luego puestos  al sol en un patio, que llama Dalevuelta “De Infantes” de la Catedral, y, otro periódico, el Monitor Republicano, del 30 de julio de 1895, “de los Coloraditos, anexo a Catedral” (y esos periódicos no fue a verlos Dalevuelta, por cierto).

Lo que llama la atención es que el reportero Dalevuelta no advirtiera que el cronista de la ciudad le estaba hablando de una “revoltura de huesos”. De esta “revoltura”, sólo recientemente (cosa de tres años) se ha vuelto a hablar, cuando Salvador Rueda, director del Museo Nacional de Historia Castillo de Chapultepec, junto con un grupo de investigadores, revisaron los periódicos de la época y se enteraron del lavado y reacomodo de restos. De esos días queda una foto que puede verse en la Historia Gráfica de los hermanos Casasola y que allí se dice que se trata de los restos de los insurgentes.

El siguiente capítulo del libro de Dalevuelta se llama “Se perdieron los restos del gran Morelos” (evidentemente, la cabeza de la nota publicada originalmente) donde el reportero narra cómo, hablando con uno de los integrantes de la Junta encargada de los preparativos del traslado de los restos a la columna de la independencia, se entera de otra cosa:

“Supe, además, que había cierta incertidumbre respecto de la existencia de los restos del gran Morelos”. No le interesó citar quién o quiénes tenían «cierta incertidumbre».  Continúa Dalevuelta, dando por hecho el asunto: “Y bien, esas dudas están fundadas [aunque no dijo en qué]. Los restos del generalísimo don José María Morelos y Pavón, no existen; desaparecieron, quién sabe cuándo [¿no que sí sabía?], y ninguna de las personas que en 1823 trataron de identificar la calavera que tiene una “M” como marca, aseguraron que ella correspondiera al inmaculado héroe de Cuautla”.

Como acotación podemos decir que el hecho de que los encargados de los restos en 1823 no hayan asegurado que el cráneo de la “M” fuese el de Morelos no quiere decir que no lo fuera, pero Dalevuelta pasa por alto un asunto de pura lógica.

Según el reportero Dalevuelta, los integrantes de la junta de 1925 conjeturaban que  Morelos seguía enterrado en Ecatepec, lugar de su fusilamiento. Pero, para aclarar las cosas, Dalevuelta vuelve a citar a González Obregón, para afirmar que los restos de Morelos sí llegaron a la Villa de Guadalupe y luego a catedral en 1823. Agrega a sus argumentos un testimonio que él le achaca a Carlos María de Bustamante (bastante posible, en cuanto a las similitudes en estilo en las que se apoya para atribuirle la autoría de la crónica) para referir que alguien, en ese barullo del primer traslado, se quedó, como recuerdo, “un pedazo de la bota del gran Morelos” [nunca falta uno de estos].

Se remonta Dalevuelta al momento en que Alamán y Agreda bajan [nunca ubica la fecha, solamente afirma que «después de algunos años»] y al ver deshecha la gran urna de cristal, bronce y láminas de plata»  en que los hombres de 1823 metieron a la mayor parte de aquellos primeros restos (digo la mayor parte porque al padre Mariano Matamoros lo dejaron aparte, «en un baulito enlutado»),  mandan a hacer y pagan una nueva urna para los restos.

A partir de ahí, Dalevuelta da por “perdidos» los restos de Morelos: “Los restos del invicto cura de Carácuaro ya no estaban desde esa época”. Bueno, si «ya no estaban desde esa época», y don Lucas Alamán pasó a mejor vida después de hacer diablura y media, en 1853, ¿a qué viene echarle la culpa a Juan Nepomuceno Almonte, el hijo de Morelos, la desaparcición de los restos del cura de Carácuaro?

Dalevuelta no ofrece elementos para probar la culpabilidad del pobre Almonte, que de por sí tiene tantos problemas con la historia y con su propia personalidad, para que encima le echen la bronca de haber raptado los ilustres huesos  de su ilustre padre. Es posible conjeturar que los huesos, de por sí revueltos en 1823, habrían quedado a la vista (y a la mano) de cuanto visitante de la cripta pasara por allí y eso propiciara la complicación de cualquier revoltura de huesos que ya hubiera. Pero no es más que eso: una conjetura. El dato de esa visita de Agreda y Alamán a la cripta es, además, poco sólido: José María de Ágreda nació en 1838 y murió en 1916. Lucas Alamán, que además tenía muy pocas simpatías por Miguel Hidalgo, a quien conoció, nació en 1792 y falleció en 1853, Para que esa visita hubiera ocurrido, José María de Ágreda debió ser un muchachito de 15 años para acompañar a Alamán, el mismo año en que murió el autor de la Historia de Méjico, a la cripta del Altar de los Reyes.

 Así, el capítulo de esa segunda urna mandada a hacer por Alamán y alguien más es muy poco fiable. Pero Dalevuelta ya estaba encarrerado. Decide acudir a González Obregón y lo interroga. El diálogo es muy interesante y es el meollo de la invención del robo de los huesos de Morelos. Lo transcribo:

“…hubo un momento en que, desorientado, casi desesperado, le pregunté:

-¿El cráneo señalado como de Morelos no perteneció al héroe?

-No, me contestó categóricamente. No, volvió a repetir. Puedo asegurarlo, concluyó.

Mi desorientación fue entonces mayor.

-¿Cuándo desaparecieron entonces, los restos de este héroe máximo de la independencia?

Y la hipótesis del señor González Obregón surgió en seguida:

-Es posible [ojo, sólo “es posible”] que Almonte, durante sus épocas de poderío [hacia 1863, cuando forma parte de la Regencia que preparó la llegada a México de Maximiliano de Habsburgo y luego, en 1864, asume el cargo de Gran Chambelán de la corte de Maximiliano, es decir al menos una década después de la muerte de Alamán] haya bajado secretamente [o sea que realmente no lo sabemos ni lo sabía González Obregón] a la cripta y haya recogido los restos, haciéndolos desaparecer; enterrándolos en algún sitio cuyo secreto lo haya llevado hasta su tumba. [Evidentemente, las especulaciones sobre que los huesos ya no estaban en la época de Alamán ya se había ido al caño]

-Entonces yo llamé la atención del ilustre maestro González Obregón sobre el hecho de que también la urna de cristales [la que habrían sustituido Alamán y Ágreda]  no estaba ya en la Cripta cuando bajaron a ella Alemán [Alamán] y Andrade [¿Agreda? Hay varias erratas notorias en el librito]

-es posible, agregó mi entrevistado [otra vez, sólo posible] que hasta la urna –esa urna- se haya sacado entonces [este «entonces» se pierde en la noche de los tiempos].

-¿Cómo señalaron el cráneo que tiene como marca la “M” como perteneciente a Morelos?

-No, dijo, No; es necesario aclarar, agregó. Cuando [Ángel] Pola inició la cuestión [no aclara si Pola fue el de la idea de verificar el descuido en que estaba los restos o el asunto de los restos de Morelos] me invitó a bajar a la Cripta, todos tuvimos en nuestras manos los cráneos. Fuimos revisando uno por uno, y no pudimos determinar, ni remotamente, que el que tiene la “M” fuera el del señor Morelos [pero tampoco que no lo fuera]. Yo creo, agregó, que ese cráneo debe pertenecer o a Morelos [es decir, no hay nada seguro y a la mitad del camino, don Luis González Obregón ya había perdido parte del hilo. No nada más fueron los aceleres de Dalevuelta] o a Mina. Los restos de Morelos no estaban en la Cripta. [¿quiere decir que, a esas alturas, de Morelos sólo quedaba, en el mejor de los casos, un cráneo? tampoco se ofrecen datos en ese sentido, pero Dalevuelta los da por desaparecidos]

Después, como una reminiscencia, agregó: “Los cráneos por separado y los restos revueltos [y, nuevamente, Dalevuelta ignora esta idea de que los restos estaban revueltos], fueron retratados entonces por Felipe Torres.”

Dalevuelta busca corroborar su versión. Acude al periodista retirado Ángel Pola e interroga por carta a Aurelio J. Vanegas, compañeros de González Obregón en esa incursión a la cripta de 1893. Escribe que “… estos dos señores… están de acuerdo en que los huesos del gran Morelos no fueron identificados [lo cual no garantiza que no estuvieran allí]”. Don Ángel Pola me dijo: -Es cierto. El cráneo de Morelos no quedó identificado. ¡quién sabe en dónde estarán las cenizas de ese héroe inmortal! [ahí juntito nomás, don Ángel]

Dalevuelta recupera una nota escrita por Pola en El Universal de 1893 [que no es el periódico que conocemos hoy día] donde narra su descenso a la cripta y describe la colocación de los huesos que resulta relevante para el tema:

“…Rompí el silencio [Angel Pola] levantando la tapa de la urna. Inmediatamente, ansiosos,, clavamos la mirada en el fondo, y estuvimos contemplando seis cráneos encima de una confusión de huesos.”

Pola explica cómo fueron sacando, uno por uno los cráneos y midieron sus circunferencias. Del de Hidalgo, refirió que era “color oro viejo”, y tenía la letra “H”; el criterio para hablar del cráneo de Morelos es interesante y llama la atención que, una vez más, Dalevuelta no haya considerado las afirmaciones: él ya había comprado su propia conjetura y la había convertido en realidad:

“Después el [cráneo] que supimos que era el de Morelos, por estar en mejor estado…”  El juicio es muy atinado. Morelos no fue decapitado, ni se dejaron sus restos a la intemperie. Además, fue ejecutado cuatro años después que Hidalgo. Allende, Aldama y Jiménez. Es muy natural que ese cráneo, marcado con una “M” estuviera en mejores condiciones.

Dalevuelta, en 1925, escribe que fue a asomarse a la capilla de san José, donde estaban los restos de los insurgentes y dijo haber visto, solamente, “una urna de cristales donde sólo había cinco cráneos”. El dato llamativo es que, entre 1895 y 1925, después de la revoltura combinada con el lavado, los huesos fueron “reacomodados” una vez más [y esto es conjetura mía] en urnas diversas.

El librito de Dalevuelta, como puede verse, proporciona horas de sano esparcimiento a quien lo lea con cuidado. Reflejan una conversación que pareciera, a ratos, tocaba los linderos del surrealismo:

DALEVUELTA: ¿Cómo señalaron el cráneo que tiene como marca la «M» como perteneciente a Morelos?

LUIS GONZALEZ OBREGÓN: … Fuimos revisando uno por uno y no pudimos determinar ni remotamente que el que tiene la «M» fuera del del señor Morelos. Yo creo -agregó- que ese cráneo debe pertenecer o a Morelos [!!!!] o a Mina. Los restos de Morelos no estaban en la cripta. [o las erratas del librito son escalofriantes y el encargado de la edición estaba decididamente borracho, o a don Luis ya se le iba la onda de muy fea manera]

Tal vez, intuyendo, dentro de su euforia, que había algunos puntos flojos, Dalevuelta se agarró de los datos que le ofrecía don Ángel Pola: «me dijo, coincidiendo con las interesantes afirmaciones de González Obregón, que no se identificó el cráneo de la «M» como el del generalísimo José María Morelos» [Y yo me pregunto, ¿cómo pensaban hacerlo en ese lejano 1895?]    (Continuará…)

SHALALALALA

Nos pudo haber ido peor. Yo no entendía eso de que el «shalalalalala» forma parte de la música mexicana hasta que tomé uno de los dos discos que tengo de Aleks Syntek y me di cuenta de que la cosa pudo haber sido más radical.  En eso de los estribillos, el compañero Syntek tiene un amplio repertorio. ¿qué tal si en vez del Shalalalalá opta por el «bibubibubibumbobombom» (o algo así) de su pieza «De noche en la ciudad»? ¿o qué tal el «skibidayhey sikibidayhooo» (o algo así) de la segunda parte de esta misma canción?

El problema, se me hace no era la música. En descargo de Aleks Syntek creo que tiene dos canciones espléndidas («Sexo, Pudor y Lágrimas» y «Duele el Amor»). Me parece que, en especial, los reclamos multitudinarios van sobre la letra, primero, porque los de cierta edad (cincuentones, para ser exactos) ponen en duda que ESO lo haya escrito Jaime López; en segundo término, porque es absolutamente incomprensible: yo NO le entiendo a eso de que «el futuro es milenario». Me parece que también, puestos a darle vueltas al tema, podría ser centenario, o semanario. El tercer punto que mueve a risa es que, en esta comedia de absurdos, la lluvia (y no precisamente de agua) ha caído sobre el cuate que hizo la música, no sobre el culpable de la letra, que decidió quedarse en un rinconcito, con el hociquito perfectamente cerrado, esperando que pasara la tormenta. En esas estaba cuando Xavier Quirarte, del periódico Milenio, logró sacarlo a tirones de su madriguera, y la cosa salió peor. Lo bueno es que los cazadores de cabezas ya se habían saciado con Syntek, después de haberle propinado cientos de «puñaladas en el estómago», porque López salió con la humorada de que, como no les habían encargado «un himno», no entendía por qué tanto irigote. Pero cedámosle la palabra: «Yo he visto cuestionamientos más bien frívolos (?); si me van a atacar con eso no tengo ningún problema (??), porque realmente voy de lo superfluo a lo profundo (?????!!!), es parte de mi trabajo (¿¿ir de lo superfluo a lo profundo??), si me piden una canción por encargo no tengo ningún problema (ESO ya lo vimos)». Con esta pequeña muestra, me parece, queda claro quién tiene el problema semántico. 

 

17
Ago
10

¿Sabe usted qué cosa es «volar»? La historia de Jacobo Dalevuelta y el falso robo de los restos de José María Morelos

Volar”, en el lenguaje peculiar de los periodistas, es inventar, crear una historia que a veces toca los linderos de lo inverosímil; en otras, de tan bien hecha, resulta completamente verosímil.  Si la suerte acompaña al reportero volador (el que vuela, el que inventa historias), su “volada” pega, funciona, cunde, se reproduce hasta niveles insospechados.  

Hoy, cuando faltan 29 DÍAS para que estemos conmemorando el Bicentenario del inicio de la Independencia, y a la hora en que iniciaba el segundo recorrido en este año, de los restos de los próceres de la insurgencia (a los que me niego a llamar “restos patrios”) hallo en el periódico un dato encantador: a la hora de remover los restos en la Columna de la Independencia, se ha encontrado una tarjeta personal perteneciente a un reportero, a Fernando Ramírez de Aguilar, conocido por su nombre de guerra, “Jacobo Dalevuelta”.  Ahí está su impronta, para dar fe de una de las voladas más exitosas de los últimos cien años; tan exitosa que, desde su publicación en 1925, en el periódico El Universal (el mismo de este 2010), cada tanto los colegas se enteran de la versión y le vuelven a dar la primera plana.

Me refiero a la historia del robo de los huesos de Morelos,  que empezó a surgir en el papel impreso hace ya casi 85 años, en vísperas del traslado de los restos de los próceres insurgentes de la Catedral Metropolitana a la Columna de la Independencia. Pero para hablar  del asunto primero veamos qué es eso de andar volando:

“Volar” es cruzar esa franja que separa al buen periodismo de la literatura; rara vez los efectos son estrictamente noticiosos,  eso sí, son de un dramatismo muy llamador. Hay “voladas” memorables, como la de aquel reportero que llegó a su periódico con una espléndida crónica de la escenificación de la Batalla del 5 de Mayo allá en el Peñón… misma que se había suspendido. 

Los reporteros que vuelan han inventado asesinos de delincuentes y extraterrestres, y eso por hablar de los casos más llamativos. Cuando entre los del gremio leemos una nota muy desplegada, que a la hora de una revisión minuciosa, le faltan elementos que sustenten lo escrito, algunos dirán que se trata de “una nota muy volada”.  Cuando alguien empieza a dejar que le suba el nivel de invención en la sangre, algún colega le dirá: “¡¡estás volaaandooo!!”. Aún andan por allí algunos personajes que llevan volando una buena porción de años; el detalle es que sus creaciones aparecen en los periódicos, en los noticieros de radio o televisión; no son carne de novela. Lo suyo es la noticia que impacta, que emociona, que engancha al lector.

A veces, en el trabajo cotidiano hay algún indicio de nota, una semilla, un pequeño dato; a veces, con ese mero indicio, el reportero busca a alguna de sus fuentes para redondear el asunto, para que la invención tenga, al menos, cimientos interesantes que eviten el oso del desmentido. “A esto se le llama volar con instrumentos”, me dijo una vez, con un guiño,  un amigo muy querido, una tarde que estábamos construyendo la nota principal de una sección.

Toda esta explicación antropológico-gremial es necesaria para entender lo que pasó con las voladas de Jacobo Dalevuelta. A la hora de pensar en lo que ha sido este siglo, esta es una de las historias definitivamente divertidas que hay que rescatar.

DE CÓMO DALEVUELTA CONCLUYÓ QUE LOS RESTOS DE MORELOS HABÍAN SIDO ROBADOS

De un «posiblemente», de un «a lo mejor»; de un «es posible que…», se sigue, para decirlo en buena lógica, cualquier cosa. La historia de Dalevuelta y los restos de Morelos es un ejemplo cabal de ello.  De un «posiblemente», Alguna vez, platicando del tema con mi buen amigo Humberto Musacchio, él me decía con una especie de bondad, no exenta de ternura hacia esos reporteros de 1925, que a lo mejor no eran precisos como instrumentos de medición, pero que tenían una pasión por su oficio que hoy, muchas veces, se echa de menos: «piensa que esos reporteros no tenían más que papel y lápiz para trabajar». Entre eso, la sed de la notoriedad periodística inherente a todos los del gremio, el estilo periodístico de aquellos días, y el juicio apresurado, es que se fabricó esta sensacional volada sobre los restos de José María Morelos.

Respecto a lo que ocurrió con los despojos mortales del cura de Carácuaro hay dos momentos. El primero, el origen de la leyenda urbana según la cual, el hijo de Morelos, Juan Nepomuceno Almonte, que pareciera haber necesitado ayuda siquiátrica para resolver sus conflictos con la figura paterna, se habría llevado los restos de la cripta de la Catedral para hacer con ellos «algo» que a la fecha sigue siendo motivo de especulación: las hipótesis abundan. Desde aquella idea que tenía don Ernesto Lemoine acerca de los restos arrojados al mar, hasta las versiones mucho más sólidas acerca de cómo se revolvieron los restos de todos los insurgentes trasladados a catedral en 1823.

El segundo se refiere a estas curiosidades del gremio periodístico, donde “volar” puede convertirse en todo un arte. Y, aunque entre gitanos no nos leemos la buena ventura, lo cierto es que la hazaña de Dalevuelta merecería formar parte de una antología con las grandes puntadas del periodismo de este país.

DOS PALABRAS ACERCA DE JACOBO DALEVUELTA

Jacobo Dalevuelta (Oaxaca, Oax.,1887-Ciudad de México,1953) es un personaje interesantísimo. Sobre él,  el Diccionario de Seudónimos, Anagramas, Iniciales y otros Alias, de María del Carmen Ruiz Castañeda y Sergio Márquez Acevedo (UNAM, Instituto de Investigaciones Bibliográficas, 2000) dice que tenía por apodo “Machín”, porque fue el primer reportero que usó una máquina de escribir portátil (o sea, “Machín”, de “machine”). Otra versión indica que llegó de su natal Oaxaca ya con el apodo y que se refería a su manera de ser.

Hacia 1904, se sabe que escribía en una revista deportiva oaxaqueña, El Secre. En septiembre de 1907 ya trabajaba como mecanógrafo en El Imparcial de la ciudad de México. Durante la Revolución trabajó como corresponsal de varios diarios, entre ellos El Imparcial.

En 1919 comenzó a trabajar como reportero de El Universal (el mismo que hoy conocemos por ese nombre); en 1922 ya era jefe de redacción.  Además de reportear, escribía la crítica de libros. El diccionario Milenios de México de Humberto Musacchio afirma que, en El Universal, Jacobo Dalevuelta fue jefe de información.

Se interesaba por asuntos históricos y formó parte del comité organizador del Primer Congreso Nacional de Historia Patria (1933). Fue, varias veces, secretario del Sindicato Nacional de Redactores de la Prensa. Hay noticia de que también escribió en otros periódicos: El País, El Independiente, El Hogar, El Demócrata y El Universal Ilustrado.

Escribió varios libros. A continuación, algunos títulos: Oaxaca: de sus historias y sus leyendas (1922), Desde el tren amarillo (1924) La odisea de los restos de nuestros libertadores (1925 y sobre el cual volveré más adelante); El canto de la victoria: escena chinaca en 1867 (1927); Nicolás Romero, un año de su vida (1929), Estampas de México (1930), Vicente Guerrero, síntesis de su vida (1931). En coautoría con Manuel Becerra Acosta padre, compiló  las Visiones de la Guerra de Independencia (1929, reeditado en 1982 por el PRI).

Dice además el Diccionario de Seudónimos que el nombre “Jacobo Dalevuelta” es una traducción de otro seudónimo, usado por el escritor francés Anatole France (1844-1924): “Jacques Menetrier”, que también es personaje de algunas de las obras del propio France. Hurgando en el tema, el “Dalevuelta” (traducción poco exacta y que se refiere a “dar vueltas” como en un rosticero) del personaje de France, no acaba de convencer.

Me parece más verosímil que el seudónimo de Dalevuelta provenga de otra más de las costumbres del periodismo mexicano: cuando a algún medio “se le ha ido la nota”, es decir, se les ha escapado divulgar o publicar una información relevante porque el reportero estaba practicando el sutil arte de chiflar en la loma, el intenso deporte de papar moscas o de plano estaba tan agobiado en cubrir seis o siete fuentes al mismo tiempo (como parece que se empieza a estilar en algunos medios), de tal modo que, inevitablemente, alguna vez, otros medios ganan la nota.

Entonces, a modo de curita, para restañar el orgullo herido del medio en cuestión, para no fingir demencia y no dejar de publicar la información importante, alguien habrá en la redacción que diga: “dénle la vuelta a la nota (algo así como cambiarle el look, reescribirla, modificarla en lo superficial) y métanla (a la edición o programa del día siguiente)”. Eso es “darle la vuelta a una nota” y creo que el nombre ficticio del reportero Ramírez de Aguilar  tiene mucho más que ver con este otro rasgo del folclor periodístico mexicano.  (Continuará….)

16
Ago
10

Agosto 15: Miguel Hidalgo regresa a la plaza de la constitución

Por Cinco de Mayo entró Miguel Hidalgo al Zócalo. Es la segunda ocasión que lo hace... y en ambas ya estaba muerto

I. LOS HECHOS

Una cosa es cierta: después de dos mesecillos y medio de SPA, los restos de los próceres de la insurgencia llegaron a la Plaza de la Constitución, en un capítulo más de esta trama histórico-simbólica donde los mexicanos seguimos sintiendo el deber, la obligación moral de desagraviar a esta doce.. no,  rectifico, a estos catorce personajes (a eso regresaremos luego) de los primeros días de la guerra de independencia. Ayer atestiguamos un nuevo recorrido desde el castillo de Chapultepec hasta Palacio Nacional, lo que, siendo estrictos, es una absoluta ventaja para los propósitos iniciales de Miguel Hidalgo e Ignacio Allende. En efecto, han entrado a Palacio Nacional, a diferencia de las dos veces anteriores (1823 y 1895), cuando los paseos de huesos tenían otras rutas: la primera, desde la Villa de Guadalupe hasta la Catedral, y la segunda, apenas fue un breve tour de Catedral al edificio del Ayuntamiento, del Ayuntamiento al edificio de la Aduana (la parte antigua de la actual SEP, a un par de cuadras, en la plaza de Santo Domingo) y de la Aduana a la Catedral, con el pequeño avance de salir de la cripta del Altar de los Reyes  para irse a la capilla de San José.

La parte que podríamos llamar «de magro consuelo», es que llegan a Palacio con 200 años de retraso, en calidad de restos áridos y transformados en reliquias laicas (desde el punto de vista estratégico, arribar al sitio planeado al inicio de una campaña militar, en calidad de huesos, digamos que no resulta muy exitoso). Pero han llegado.  Y el operativo, tranquilo y plácido para una mañana de domingo, resultó, me parece, discreto, tal vez más de lo que debería, pero elegante y marcial. Los hay en esta mañana de lunes que opinan que qué chiste, si ya los habíamos visto en mayo pasado. Propósitos ulteriores aparte, el recorrido nos da elementos acerca de la manera en que los chilangos se asoman al Bicentenario del Inicio de la Independencia.

Hay que decir que los cierres de calles no fueron tan atroces como han sido en otros momentos. De hecho, la avenida Cinco de Mayo, por donde entró el cortejo que se sigue definiendo como fúnebre, empezó a bloquearse apenas una media hora antes de que se aproximaran restos, cadetes, soldados, caballos y demás comitiva. Desde luego, había, como siempre, quienes no tenían la más peregrina notica de los acontecimientos de la mañana, y, decididos a pasar su domingo en santa paz, desayunaban en el Majestic, o en el Holiday Inn, o en La Blanca, o andaban en misa, o simplemente papaloteando por el centro, después de haber dejado el auto estacionado en Cinco de Mayo, donde uno se puede estacionar, en principio sin broncas, en domingo. El problema, para variar, es que a nadie le habían avisado desde temprano que en algún momento tendría que mover su auto para que los restos ilustres pasaran por allí. La policía de tránsito, al principio se comportó de manera adecuada: oiga, por favor, mueva su carro, etc, etc, etc, qué no ve que ahí viene el padre Hidalgo, no sea gacho, quite su carrito, que nos están correteando. La mayor parte de la gente reaccionó bien y pronto: los autos se reacomodaron, se metieron a los estacionamientos con una prisa educada. Para los casos extremos (cuatro o cinco autos «abandonados» en pleno Cinco de Mayo por sus propietarios, que ganduleaban en alguna parte del centro), y ya con algún grado de desesperación, los responsables de despejar la ruta optaron por llamar a los malos de la historia: las eternas y siniestras grúas blancas del gobierno de la ciudad que, habilidosos en lo suyo, en tres patadas se habían llevado un Tiida, un Tsuru, un Toyota y un par de autos más.

Lo cierto es que, diez minutos antes de la llegada de los huesos ilustres a la esquina de Cinco de Mayo y Plaza de la Constitución, la calles estaba despejada, la gente alineada en una filita, si bien no densa, sí constante. Así llegaron, como reza el librito simpático de Paco Ignacio Taibo II, el cura Hidalgo y sus amigos.

II. LA GENTE

Es posible que ocasiones como esta nos acerquen a la idea de la generación de transición de la que ya hemos hablado en este Reino; esa en la que convergen diferentes maneras de acercarse al pasado y conmemorarlo. El comportamiento de los chilangos en esta mañana de domingo da señales interesantes.

Curiosidad, morbo incluso, patriotismo, las ganas de no perderse algo que no ocurría desde hace décadas, «interés científico», oscuras motivaciones sociológicas: razones había  de sobra para ir a mirar. Se conjuntan ideas, posiciones ideológicas, ganas de quedarse con una imagen que los que vengan después de nosotros no conocerán sino por las hemerotecas, los discos compactos y dvds y chácharas tecnológicas que se inventen para hacer un transfer que les permita llegar al 2110, y demás maneras de resguardar memoria de las cuales hoy disponemos. Pero tal vez estas texturas, esas miradas, los gestos, los pasos, eso es algo que habría que ver si somos realmente capaces de transmitir, como no sea en los pequeños recuentos de días para recordar.

Cuando se afanaban las grúas en arrastrar los últimos autos, un cincuentón moreno, flaco, en mangas de camisa, gruñó: «Están despejando la calle para que pase el pinche espurio». Nadie le hizo eco. En cambio, una treintona embarazada, a medio metro de distancia, le decía al marido, con evidentes segundas intenciones: «Nunca faltan esos que prefieren hablar de política antes que ser patriotas». Después de la indirecta, satisfecha, sonriente, se frotaba la panza de seis o siete meses, ansiosa de que llegara el cortejo.

Mucha gente mayor, sesentones, setentones, arracimados en el inicio de la plaza. Cierto, había gente de todos colores, edades, sabores e ideas, pero ciertamente mucha de esa gente que creció con una idea de la historia, probablemente más uniforme que la que hoy día las generaciones más jóvenes se esfuerzan por delinear; quizá más formados en la tradición del culto a las reliquias de la patria, menos historia como proceso y más historia de épicas, personajes y hazañas. Es probable que la diversidad de interpretaciones aún no sea tan evidente; los resabios de una cierta manera de aprender la historia -aunque le pese a José Antonio Crespo y a los que exigen una historia para aprender en las escuelas «con aliento democrático», que no ensalze guerras ni violencia- que nos vincula más a Justo Sierra de lo que muchos están dispuestos a reconocer.

Los impulsos colectivos se manifiestan en estos días memorables por muchas razones; los soldados, la policía militar, los cadetes del Colegio Militar reciben aplausos a su paso, la gente también le aplaude a la urna con los cuatro cráneos que durante años colgaron de las mentadas jaulas en la Alhóndiga de Granaditas. Eso no lo pueden evitar todos los afanes de ciertos sectores de la «opinión educada e ilustrada», como les dice don Pepe Fonseca, que, sin pensar en su significado, querrían borrar de un golpe de tecla dos siglos de culto a las reliquias laicas de la insurgencia. Tampoco puede evitar el ceremonial militar, que dispone un «cortejo fúnebre» para el traslado de estos huesos ilustres, que la gente le aplauda a cuatro cráneos, que salen a la calle bastante más blanquitos que como los vimos en mayo. Ni la norma, a la que habría que volver a pensar, ni las reformas educativas, han bastado para frenar ese vínculo que no acaba de ser cariño, que tiene sus buenas dosis de imaginario épico, que sobrevive acicateado por la curiosidad y dibuja uno de estos Días Bicentenarios.

Tan es así que, ingresados los restos a Palacio Nacional, a puerta cerrada, sin una pantalla de leds como las de hace unos meses, o de perdida un megabafle para que la gente escuchara, muchos, unos cuantos cientos, se acomodaron en las vallas, sin oír, sin ver, acaso percibiendo el eco de los aplausos de los invitados que habían llegado en los autobuses estacionados en la calle de Moneda. Esperando algo no muy claro, aún después de marcharse las escoltas de los restos, vistosas y elegantes en todo momento. Esperando, un signo, un guiño de Miguel Hidalgo.

Me quedo con el diálogo entre un chiquito como de ocho años y su padre, un treintón, integrantes de esa clase media baja que la libra día con día a base de terquedad y esfuerzo. El niño preguntaba quiénes eran los personajes cuyos restos acababa de ver pasar, custodiado por soldados y cadetes; rodeados de sables y banderas. Su padre, más con intuición que conocimiento, que no exento de sabiduría, le contestó:

-Esos, m’ijo, son los meros meros.

 

III: TREINTA DÍAS PARA EL BICENTENARIO

Nada más, pero nada menos. Tomen sus providencias.

 

 

03
Ago
10

Los insurgentes reloaded

De aquí en adelante, todo era divertido

NOTA PREVIA: Por si nadie se ha dado cuenta, faltan CUARENTA Y CINCO DÍAS para el Bicentenario del inicio de la Independencia [caray, pensé, después de tantos desvelos y malos ratos, que nunca llegaría].

Y AHORA, ENTREMOS EN MATERIA:

 Justo a la hora en que los grilleríos nacionales se alborotaban con la renuncia de Maximiliano Cortázar a la coordinación de comunicación social de la Presidencia de la República, aquí su servidora contemplaba a un peculiarísimo Miguel Hidalgo cantando, guitarra eléctrica en mano, «Revolución», de Lennon y McCartney. Fantástica imagen. Quizá esa sea una de las más memorables de este año, y sobre eso habrá que pensar y hablar más, porque en estas reinterpretaciones, recreaciones, reformulaciones y replanteamientos es posible que encontremos señales que nos hablen de la idea de conmemorar el pasado que alienta en los mexicanos del siglo XXI y que no necesariamente tiene que parecerse a la que tenían los mexicanos de hace cien o cincuenta años.

Pero el caso es que yo estaba muy bien acomodada en una mesita de «El Vicio» ese curioso antro que hace veinte años se conocía como «El Hábito», porque eran los días del Octavo Festival Internacional de Cabaret, que llevó por subtítulo «Pitorreándonos del Bicentenario», remitido a una visión irreverente, desparpajada, cínica y, en el fondo (no tan a fondo) escéptica y decepcionada de los discursos oficiales y of course, de ese fantasma que perturba, como un animalillo terco e incómodo,  a muchos historiadores: la «historia oficial». Por ahí va la línea de otro de los espectáculos del festival: «Cabaret Risentenario. Espectáculo Kitch Ochentero de Crítica Histórica». Confieso que allí no me asomé. Pero sonaba buenísimo.

Ciertamente, no toda la programación del Octavo Festival Internacional de Cabaret estaba planeada para hacer mofa y/o escarnio y/o crítica y/o reflexión de las conmemoraciones oficiales (por default, esas son las víctimas de los instintos sangrientos de los cabareteros participantes). Hay también, en medio del relajo mental que se cargan estas pandillas de cabareteros, una búsqueda de lo mejor que nos queda en el país para arroparnos en ello, para consolarnos, para tener la vela encendida en la oscuridad. El musical con el que inauguraron, «Que suave patria, el musical», a cargo de las dueñas del territorio, Las Reinas Chulas,  quienes, como dice el programa, «cansadas de hablar mal de su país, de su gobierno, de las injusticias y del bicentenario… se armaron un bello musical para enarbolar la esperanza, la buena onda y la actitud proactiva y asertiva.» Y eso hay que tomarlo con reservas, porque el cabaret es el cabaret y a la hora de la hora también sueltan lo que opinan de Iniciativa México. Regina Orozco, Astrid Hadad y muchos otros, entre los que andan los fascinantes Hernán del Riego (¡qué voz!) y Pedro Kóminik, de quienes me declaro fan químicamente pura, tuvieron a cargo los espectáculos fuertes, antecedidos por sketches (¿así se dirá en cabaretés?), por ahí de la media noche hay otro espectáculo, a veces se asoman las drag queens y los tragos y los bocadillos son aceptables. (cocacocólicos abstenerse: solo venden en El Vicio ese brebaje extraño que responde el nombre de Lulú Cola, por esos rollos que ya nos sabemos acerca de las aguas negras del imperialismo yankee).

Y el caso es que era viernes 16 y esta no me la podía perder: «La Venida de los Insurgentes» (sí, así se llama), con Fernando Rivera Calderón y su grupo, y se presentan diciendo: «¿Y si los héroes de la patria regresaran a vengarse contra quienes han  destrozado su legado?» Y ahí estaban: Vicente Guerrero en la batería; José María Morelos en el bajo, Leona Vicario en coros y Miguel Hidalgo en la guitarra. Memorable, ciertamente. Digno incidente subversivo en el año de los centenarios.

Y como el género del cabaret, como se ha ejercido en una larga tradición, no está separada del mundo real y del Reino de Todos los Días, es inevitable que este Hidalgo levemente patán, que mienta madres, que se alburea con Morelos, que le tira los perros a Leona Vicario, resulte estimulante y divertido en su obstinada irreverencia, cuando se queja y se desmoraliza de ver en qué desgarriate continúa la vieja Nueva España, con todo y que la modernidad nos haya alcanzado.

Por eso, y aunque la crítica teatral publicada la semana pasada en la revista Proceso le pone mil peros a «La Venida de los Insurgentes» sobre los que volveremos luego, estoy segura de que hay algunos momentos de la obrita que vale la pena recuperar.

La Guadalupana nos salió regañona y un tanto respondona

Este Hidalgo resucitado y encarnado en Fernando Rivera Calderón está muy lejos de la idea del padre de la patria de las estampas de la escuela y de los homenajes cívicos oficiales. A este cura de Dolores con guitarra eléctrica (a quien le hallo un decidido parentesco con el tierno Hidalgo reinventado por Magú) lo reprende una «muppetizada» y muy simpática Virgen de Guadalupe; se ataca de pasión por una Leona Vicario que ya no quiere nada ni con él ni con Andrés Quintana Roo y se queja, después de haber cantado eso de «Desde el cielo, una hermosa mañana….» a ritmo de rock, de tantas cosas feas, negras, pesimistas; de la deshonestidad, de la inseguridad, de la miseria política del México del siglo XXI.

Este Hidalgo que canta "Revolution" tendrá que ser una de las figuras memorables de este el año del Bicentenario, pésele a quien le pese

Algo pasa cada vez que alguien del presente se pone a reinventar a Hidalgo; acaba por tener una brizna, un gesto que busca lo bueno, surge la decisión final de sobreponerse, de encontrar una partícula de bondad, así sea debajo de las piedras bicentenarias; el caso es que, puesto en crisis, Hidalgo-Fernando Rivera tuvo la ocurrencia de interrogar al público: «¿es que no hay acaso nada positivo que podamos celebrar?»

Es en esos momentos cuando algo como una peculiar magia comienza a operar. No digo que haya que estar ciento por ciento de acuerdo en los tópicos que surgieron después. Pido, simplemente que tomen nota del gesto: alguien gritó de entre las mesas: «¡¡Que viva Carlos Monsiváis!!» Hidalgo estuvo de acuerdo. Por allá, en otro rincón, alguien sugirió: «¡Que viva Jaime Sabines»! Allí todos nos pusimos a aplaudir. Y la lista continuó: Diego Rivera, José Emilio Pachecho. Un segundo panteón nacional, aún ligado a la patria, despojado de bronces y lleno de soles y silencios, de recuerdos felices de otros tiempos, de presentes sonrientes y valerosos, compuesto por los que nos han hecho la vida un poco más amorosa, un poco más llevadera con sus plumas, con sus ideas, con sus pinceles. Ustedes pueden agregar su propia lista de héroes a este «panteón nacional alternativo». Yo aprovecho para apuntar unos pocos nombres más:

  • Guillermo Prieto, Santo Tutelar de este Reino
  • Francisco Zarco, Protector de este Reino
  • Vicente Quirarte y Gerardo Deniz, poetas de esos que marcan la piel.
  • Alberto Ruy Sánchez, ESCRITOR con mayúsculas
  • Ernesto García Cabral, «El Chango», fantástico artista.
  • Julio Ruelas, tan bueno como el anterior, aunque de estilo completamente distinto.
  • Carlos de Sigüenza y Góngora, sabio novohispano.

La lista puede crecer, pero aquí le paro, porque aún hay que contar que resulta muy divertido ver a Hidalgo tocando junto a Morelos, que no resulta mal bajista. En una de esas piruetas, al cura de Dolores resucitado se le descompuso algo en una pierna: era la ocasión para recordar la paseada de huesos de hace algunos meses, y  de la que aún no acabamos de narrar historias. En fin, que para reparar a la brevedad el posible daño, sentado al pie de la batería, Hidalgo le pidió a Guerrero que le alcanzara «el baúl ese de restos que sacó Calderón el otro día de la Columna de la Independencia»

El cura resucitado hurgó por algunos minutos en el baulito, y además de encontrar la refacción adecuada, se encaró con una vieja conocida:

¡¡Mira!! ¡¡Josefa!!

Huesos aparte, apareció un Iturbide (Marisol Gasé) especialista en contar algunos de los chistes más babosos que he escuchado en el último año y medio, y volvemos al mismo cuento de siempre: ¿quién es, quién será, el Padre de la Patria? Yo ignoro si Rivera Calderón leyó alguna vez a Edmundo O’Gorman, o se trató de una curiosa coincidencia. El caso es que, entre tanto mitote, había en el escenario un falso bebé arropado con los colores de la patria, y, a ratos nadie tenía el menor interés por el bebé, ni siquiera sus presuntos padres, para efectos de la puesta en escena (una Leona Vicario que canta canciones de Lupita D’Alessio) y un Morelos que se tardó un rato en confesar su responsabilidad. Pero, en otros momentos, esta patria jovencísima se volvía botín y objeto de deseo de unos y otros:

Casi doscientos años después, seguimos en lo mismo, aunque sea en tono de cabaret: ¿Hidalgo o Iturbide?

Todo habría acabado felizmente, de no ser por un asunto que nos da para pensar: Aparentemente, un día antes, en El Universal, Katia D’Artigues había anunciado que Rivera Calderón planeaba ejecutar el Himno Nacional a ritmo de cumbia, violando la Ley sobre el Escudo, la Bandera y el Himno Nacionales: «¿Quiere ver una afrenta al artículo 38 de la Constitución? Hoy Fernando Rivera Calderón tocará en del debut de «La Venida de los Insurgentes» en El Vicio (Madrid 13, Coyoacán) una versión ¡en cumbia! del Himno Nacional», escribió la señora en cuestión, aún no me queda claro si en buena o mala onda.

El caso es que, presenciando el espectáculo estaba un representante de la secretaría de Gobernación, atento a ver si, en efecto, Rivera Calderón se aventaba la puntada. El susodicho, primero que nada, explicó la circunstancia, después leyó el oficio (espantosamente redactado) que advertía a El Vicio y a los Insurgentes reoladed de la inminente aplicación de una multa por violación a la ley mencionada. No sé de dónde sacaron los destinatarios de la misiva que el chiste les podría costar ¡cinco mil dólares! (¿alguien me puede decir de a cómo son las multas en estos casos?) El caso es que optaron por una solución ingeniosa: ellos tocarían la cumbia y la gente cantaría el himno nacional como quisiera. Terminaron tocando «La Negra Tomasa» y la gente cantó la primera estrofa y allí se acabó el asunto, entre aplausos, mientras este Hidalgo posmoderno blandía en la mano el oficio de la Segob y le dedicaba una señal bastante pelada.

En el número 1760 del semanario Proceso, Estela Leñero Franco, responsable de los comentarios sobre teatro, opina que «con improvisación pobre, dado el poco manejo del acontecimiento histórico y la política del momento, hicieron suponer que les faltó tiempo para trabajar la propuesta». No sé si la pretensión de «La Venida de los Insurgentes» era concretar una parodia histórica. Creo que el asunto del chiste sobre los restos es ingeniosa (acaban cantando la canción que Ringo Starr tararea en «El Cavernícola»), aunque no asuma un juicio «serio» sobre el tema, aunque no habría razón para que así fuera de manera necesaria.

Es más, es perdonable el chiste fácil sobre el abrazo de Acatempan que propicia peculiares vínculos entre el baterista Guerrero e Iturbide, que se aparezca de repente una Sor Juana a medio camino entre la cocaína y la marihuana. Hemos tenido tantos años las estampas de primaria, las odas cursis y deshumanizadoras, que por un rato vale la pena ver a estos insurgentes descosidos, deschongados, albureros. Es cierto, como dice Estela Leñero, que la actriz que encarnaba a Leona Vicario dudosamente sabía del personaje algo más que el rollo aquel de que dio a luz en una cueva. Pero creo que el efecto subversivo es mejor que todas las objeciones (Si no se trataba de «El Martirio de Morelos» o «Magnicidio», obras basadas en las transcripciones de los juicios de Morelos y de José de León Toral, y que se deben a la pluma de Vicente Leñero). Es absolutamente cierto que el rigor histórico es importante, pero el género del cabaret tiene lo suyo de irreverente, espontáneo y corrosivo. Ironía mata biografía. ¿Para qué sobreviven, si no, las imágenes, las historias de los próceres, si no para hacerlos nuestros de nuevas maneras, tan nuevas como las preguntas que volvemos a hacerle al pasado?

Todo es pasable en «La venida de los Insurgentes», sólo por esa imagen deliciosa del cura de Dolores cantando «Revolution». Total, ya tendrán los sábados de septiembre para volver a presentarse y veremos a donde evoluciona la idea en plenas fiestas del Bicentenario.

Pero hay cosas que pensar aún, alrededor de «La Venida de los Insurgentes». El comentario final de Rivera Calderón, acerca de la visita de los señores de Segob es interesante: «¡se trata de nuestro himno nacional y quieren impedirnos que lo toquemos!», repeló.  Argumentos en contra, y la ley, para empezar, hay bastantes. Pero quizá en estas cosas, así como en la andanada de críticas a los paseos de huesos, es que tal vez empecemos a hallar rasgos que nos indican que algunos de los mexicanos del siglo XXI tienen ya otras ideas acerca de cómo se conmemora el pasado. Es posible que afuera de los recintos académicos, el bronce que reaparece en muchas de las actitudes de los grandes públicos hacia las conmemoraciones cívico-históricas ya esté resquebrajándose de manera notoria, es posible que seamos, entonces sí, la Generación del Bicentenario.

APOSTILLA.- Hace unos días, ese personaje fantástico de las letras que se llama Jorge F. Hernández (que no es mi pariente pero me encantaría que lo fuera), publicó un elogio de «La Venida de los Insurgentes», pero también se dedicó a quejarse del incidente de la ejecución del Himno Nacional. Bastante recomendable, por si a alquien le interesa, puede acudir a él desde acá, y disfrutar la diatriba de este hombre simpatiquísimo y que, dicen, imita a Octavio Paz que se revuelca uno de la risa, contra las mentalidades burocráticas a quienes les exige: «dejen en paz a los bardos, a los artistas, a los escritores y poetas que en nada mancillamos a la Patria». Buena defensa: otro signo de que a lo mejor sí somos la Generación del Bicentenario.

OTRAS PUESTAS EN ESCENA 

 Desde luego, «La Venida de los Insurgentes» es una mejor propuesta, desde la lectura de la irreverencia,  que la muy majadera «Hidalgo, Memoria y Sangre», que en la semana santa de 2009 montó en el Zócalo la compañía Tepito Arte Acá, con el apoyo del famoso BiCien del Gobierno de la Ciudad de México, coordinado por Enrique Márquez, obra donde unos «payasos memoriosos» ofrecían una muy hueca lectura de la historia nacional, donde siguen estando los muy malos (que por definición son «los ricos», así de tosco) que oprimen perversamente al pueblo (es decir, los muy buenos), para acabar blandiendo al mismo tiempo estandartes de la virgen de Guadalupe, de Miguel Hidalgo y de… López Obrador. Mala obra, sin propuestas reales, sin la picardía de los cabareteros de El Vicio, «Hidalgo: Memoria y Sangre» era tosca, ramplona y empeñada en llevar agua al molino de López Obrador.

Como evidentemente es este un tema donde, ni modo, la ideología está presente, es probable que convenga una entrada en este Reino donde hablemos de las numerosas puestas en escena que a pretexto del Bicentenario, del Centenario o cualquier cosa que suene familiar, se han estado exhibiendo en los teatros mexicanos en los últimos meses. Lástima que se enteren nada más los que andamos metidos en esto (¿todo el mundo está cazando algo?).

 

Hay ocasiones, como esta, en que el uso del pasado con fines políticos, de tanta tosquedad, se vuelve chocante

ALTA TRAICIÓN III

Llueve, llueve mucho… y en algunos rumbos de la ciudad, no llueve solamente  agua…. y lo que falta….

Cerremos, mejor, con una imagen que nos hubiera gustado ver más a menudo, en la historia y en la iconografía: Hidalgo y Morelos juntos.

 

22
Jun
10

Pasear huesos 5: Cuentos desde la cripta

 

Como los representó la prensa mexicana en su paseo de 1895

Los huesos de los padres de la patria se quedaron guardaditos en 1823 y todo mundo se regresó contento a sus quehaceres, a grillarse, a pelearse, a escribir constituciones, a soportar invasiones y demás peculiaridades que suelen ocurrir en los países recién nacidos. Lo bueno es que, por ese pudor peculiar que les dio a los artífices del despósito, de no dejar a la vista de todos los restos colocados en el altar de los Reyes, los próceres de la independencia no pudieron atestiguar tantas barbaridades como cometimos los mexicanos en las siete décadas que siguieron a su llegada a la Catedral Metropolitana.

Claro que tampoco presenciaron algunos acontecimientos trascendentes, otros heroicos y otros más hasta triunfales. Bueno, no se dieron por enterados de la Guerra de Reforma, ni siquiera cuando don Juan José Baz rondaba en las cercanías con las nada sanas intenciones de echarle piqueta a los muros del templo.

Han surgido leyendas urbanas, brotadas de una errata del libro que sobre la Catedral metropolitana escribió Manuel Toussaint en 1948, con una reimpresión de 1973, según las cuales, en 1865, durante el imperio de Maximiliano habría tenido lugar una curiosa exhibición de los restos, que habrían sido llevados al palacio del Ayuntamiento y les habrían puesto coronitas de flores.

 Convendrán que en plena intervención francesa el hecho resultaba demasiado fuerte para la sensibilidad de los liberales que, desperdigados en el país, hacían resistencia, cada quien a su manera, junto a don Benito o sin don Benito, peleados con él o decididos a morirse en la raya con él y por él. Lo curioso es que una revisión de la correspondencia de algunos de ellos, de los textos que publicaron, de los periódicos que hicieron, de los testimonios que dejaron muestra que no hay huella de tal acontecimiento, que a no dudarlo, hubiera resultado una ofensa de calibre mayúsculo para todos. ¿Cómo es que el usurpador austriaco se atrevía a ir a perturbar el descanso de los padres de la patria para sacarlos al Ayuntamiento? Evidentemente, el reclamo habría rebotado de aquí para allá, en el territorio dominado por los liberales republicanos. No está, ni siquiera como para que, a toro pasado, y siguiendo la famosísima Teoría de la Costra de don Miguel León Portilla, los señores, en plena República Restaurada, siguieran abriéndose las venas por la puntada de Max. Igualito a como le hicieron en 1861, recién terminada la guerra de Reforma. Se acababa enero de ese año, y seguían publicando poemas a la memoria de los Mártires de Tacubaya, que habían adquirido la calidad de tales desde 1859.

En concordancia con estos liberales que no dejan testimonio de indignación por un «evento» que nunca pasó, y en respaldo de esta idea de «leyenda urbana», hay que decir que Agustín Rivera, que fue muy acucioso (que no necesariamente significa ser preciso) en la recolección de testimonios, papeles y materiales para sus Anales Mexicanos: la Reforma y el Segundo Imperio, no deja dato al respecto y sí, en cambio, de las actividades de Max en Dolores, cuando hizo, para escándalo del conservadurismo, su propia ceremonia del Grito, tan cercana a lo que conocemos hoy.

Para tranquilizar momentáneamente mi conciencia (y digo momentáneamente, porque en cuanto haya tiempo, le rasco un poco más a algunas fuentecillas interesantes que por allí aguardan), agrego que tampoco hay dato alguno en el México desde 1808 hasta 1867 de Arrangoiz, pero sí puede verse el berrinche del que fue embajador de Maximiliano en Londres por la ceremonia de Dolores de 1864, donde acusa al archiduque austriaco que se quería convertir en emperador mexicano, de «lenguaje impolítico, falso ofensivo a los antepasados de Maximiliano, a la familia reinante de España, al partido conservador»; de 1865 ni se ocupa, entretenido como está don Francisco, en reprocharle al emperador sus actitudes liberales.  Pero tampoco hay huella del hecho indignante en las Revistas Históricas de don José María Iglesias, que, en cambio, sí cuenta que en ese 1865,  en Chihuahua, un grupo de jóvenes mandaron a decir una misa en la capilla de San Francisco, donde enterraron originalmente los cuerpos decapitados de los caudillos insurgentes, sin otro adorno que una bandera mexicana a media asta y con crespón negro. Añado que en la correspondencia y escritos de mis queridos liberales decimonónicos no hay huella del chisme. Ahora resulta que hay unas «memorias secretas» del Nigromante publicadas en 2009 o principios de este 2010, pero de esas hay que hablar luego porque hay allí una peculiar colección de barrabasadas mezcladas con historias de familia.

¿Qué sí hay en varias fuentes? El dato de que el último día de septiembre de 1865 se inauguró la estatua de Morelos, originalmente ubicada en la Plaza de Guardiola (asunto que disgustó bastante a Agustín Rivera) y que hoy día se encuentra en la colonia Morelos (pues sí) y cuya réplica se podía ver hasta el domingo pasado en el Museo Nacional de Arte. Ese dato nos servirá para hablar otro día de Morelos.

El caso es que, en principio, los restos de los caudillos insurgentes se la pasan más o menos en paz hasta 1895, cuando esos aguafiestas que con frecuencia somos los periodistas publicaron en diversos periódicos algo que ya era la idea contemporánea de «noticia»: aquel hecho que tiene, además de novedad, impacto colectivo. En esos días ya existían esos que iban por el mundo presentándose como reporters o incluso réporters, que convivían con la tierna imagen de don Guillermo Prieto, yendo a la redacción de El Universal de entonces (que no tiene nada que ver con El Universal de hoy, ni por contenido, ni por sentido ni por linaje familiar) a dejar sus textos aún escritos a mano para que se convirtiesen en tinta y papel impreso.

Se acababa julio de 1895, y en la prensa aparece la denuncia: la cripta donde se encuentran los restos de los insurgentes está llena de polvo, tierra y telarañas y que la urna que los contiene prácticamente se ha deshecho por la humedad y la falta de atención. Parece que la bronca había sido detectada desde los primeros días del año, pero, para variar, nadie había hecho caso. Desde entonces se había asentado que los cráneos tenían letras que permitían distinguirlos (ajá, sí, ¿cuál M es la de Morelos y cuál la de Mina y cuál la de Moreno?), y la otra cosa: hablaban de todos los restos «en un ataúd» (o sea, todos revueltos como parecía que andaban desde 1823) y de una fragilidad tal, debido a la humedad y al descuido, que ni para tocarlos estaban.

Así pues, se acababa julio de 1895, se sabe que algunos personajes entre los que no faltan los periodistas (andan en el asunto Angel Pola y Luis González Obregón) bajan a la cripta y ratifican los dichos de los periódicos: eso está para llorar. Algunos restos están «casi deshaciéndose», la imaginería se desata: hasta se dice que los albañiles que hacen arreglos en la catedral se ponen a jugar con los restos. Con mayor certeza, se afirma que al tomar uno de los cráneos, el ilustre despojo casi se les desmorona. Se arma el consecuente escándalo y el necesario mitote.

En un clásico caso de «sociedad civil» llenando los huecos que la autoridad deja, una corporación, la «Gran Familia Modelo», abre una suscrpción para reunir fondos y pagar una nueva urna, bella y decorosa en donde resguardar los dichosos restos. Y entonces, mientras se junta el dinero (los 350 pesos que iba a costar la cháchara en cuestión), pasan cosas deliciosas, prodigiosas y definitivamente mexicanas: 

En una demostración de que, tan cierto hace un siglo como hoy, la buena fe no necesariamente va acompañada de cordura e inteligencia, los restos ilustres reciben un tratamiento de limpieza: los lavan con jabón y estropajo (así estarían), parece que algunos fragmentos de huesos se deshacen en el operativo, y después, para que sequen y blanqueen, se quedan un par de días en un patio de la Catedral que le llaman «de los Coloraditos», en unos tablones. Díganme si no les suena a que la revoltura de restos ya iba como en su sexta vuelta, porque, aparentemente, es en esa sesión de SPA donde les vuelan algunos pequeños indicios de identificación.

Ahí expuestos, reciben la visita del fotógrafo de El Mundo Ilustrado y del señor Cruces (de Cruces y Campa). Aparentemente, de esos momentos es la foto, preciosa, de los restos absolutamente mezclados en un mini-osario, donde, en un cajón, están cinco cráneos, y en divisiones inferiores, ordenados por tipo de hueso y tamaño (los fémures con los fémures, las vértebras con las vértebras y por ahí le siguen) los padres de la patria contemplan a la posteridad.

Eso de la exhibición de los restos da lugar a situaciones interesantísimas: dice la prensa que asiste gran cantidad de personas a ver a los antiguos insurgentes; como los han colocado sin más ceremonia en los tablones donde deberán secar, El Mundo Ilustrado patalea y se queja de tamaña falta de respeto. El sacristán de Catedral se cae con cuatro cirios que arden en torno a los huesos los dos días que los sacan a tomar el fresco; otros dos espontáneos llevan coronas de flores (si se fijan es lo mismo que arriba mencionaba como la referencia de Manuel Toussaint). Un individuo que un periódico identifica como Eliodoro Orellana y Roldán, llega con su sobrinito Idelfonso, ofrece dos coronas de flores blancas y pide, atentamente, permitan que el chamaquito le de ¡un beso! al cráneo de Miguel Hidalgo, cosa que, ciertamente, le autorizan. El periódico se abstiene de consignar las opiniones del escuincle.

La urna, dibujada por El Universal de 1895.

Al día siguiente, 29 de julio de 1895, se llevan los restos al edificio del Ayuntamiento, donde otro ilustre, Leopoldo Batres, los somete a una seria revisión. De ahí, los trasladan al edificio de la Aduana de Santo Domingo, el actual edificio de la Secretaría de Educación Pública, que es engalanado tan abigarradamente como le gustaba a nuestros ancestros de fines del siglo XIX, con crespones negros, telones rojos, lanzas, armas y águilas y palmas y veinte cosas más, todas colocadas en un estético amontonamiento, para ofrecer digno escenario a la ceremonia civil de homenaje, antes de regresarlos a Catedral, donde los montarán en un catafalco para que escuchen su responso antes de mandarlos a dormir a la capilla de San José.

Así como es de pequeño el trayecto de la Aduana a Catedral, hay guardia solemne y la gente se agolpa en las calles a contemplar su paso: de esos momentos quedará la plana de periódico que he puesto al principio, dibujada por los habilidosos del Gil Blas Cómico. El problema es que la caballería suelta golpes de sable y de animal para contener a los curiosos, y los gendarmes reparten garrotazos. Todo mundo se apelotona en la capilla para presenciar el espectáculo y hay empujones, broncas, apretones y varios raterillos se hacen de fistoles y relojes.

Como en estas cosas nunca se queda bien con todos, muchos reclaman la poca delicadeza de las fuerzas del orden, otros se quejan en la prensa de que el numerito fue «churrigueresco», con tanta pompa como el Jueves de Corpus de los días de Santa Anna.  El caso es que, pasado el número, la procesión y el homenaje, a medio camino entre lo religioso y lo laico, ahí se quedan los huesos ilustres treinta añitos más, hasta que Plutarco Elías Calles decida que les hará bien cambiar de aires y se los lleve a la Columna de la Independencia.

 NUEVOS ECOS DEL  5 DE MAYO.

Escuchando radio, mientras iniciaba esta entrada, me entero que en las cercanías del estadio sudafricano donde habían de jugar al rato los futbolistas mexicanos y franceses, hay un contingente de poblanos vestidos… de indios zacapoaxtlas (y, de quienes, lamentablemente, no he podido hallar ninguna foto), con el argumento de que es un buen modo de dar ánimos a los once señores que NO tienen en las piernas el honor nacional, porque al fin y al cabo, alegan en su defensa,  ya les «hemos ganado» a Francia, en ocasiones como el 5 de mayo de 1862.  Estas cosas sí me dan como escalofrío, disculpen ustedes.

Pero tengo que admitir y aprender que el partido de futbol del jueves es un fenómeno interesantísimo y aleccionador para que no nos clavemos en la fantasía y el anhelo de que tooodo el país tiene (ni tiene por qué tenerlas) las mismas ideas que tenemos algunos acerca del pasado y de la utilidad de la historia . Ya podemos darle veinte vueltas al asunto, llevarlo a una emisión de «Discutamos México» (¿es que hay alguien que aún lo vea?) y ejercer el derecho al pataleo, pero lo cierto es que la gente usa el conocimiento histórico que posee PARA ESTO: para decir que un triunfo futbolístico es casi  (no, sin el casi) tan memorable, tan grande, tan relevante, tan trascendente, como la única gran victoria militar de la historia mexicana (porque a mí no me digan que la batalla de Camarón es como para sentirse muy orgullosos), y que una victoria es una victoria, y que el partido del jueves 17 será tan recordado como el combate en Loreto y Guadalupe. Y la pachanga consecuente, tan grande que alcanza a todo mundo. He sabido de un prestigioso encuestador que ha recibido este mensaje: «Las armas nacionales se han cubierto de gloria: Ignacio Zaragoza y Javier Aguirre».  Otros han festejado una variación de la frase inmortal: «las piernas nacionales se han cubierto de gloria» y hasta han acusado al pobre sargento De la Rosa de «inspirar» a los futbolistas mexicanos (gulp).

Hay que añadir que en la prensa de ese jueves 17 de junio hay al menos dos cartones, para ser más exactos, en la edición del diario Milenio que amalgaman la batalla del 5 de mayo con el futbol. Independientemente de lo que pensemos algunos y de lo que opine Ignacio Zaragoza donde quiera que esté (porque una cosa es el servicio a la patria y otra muy diferente es reaparecer en la prensa mexicana junto al entrenador de la selección nacional de balompié), aprendamos la lección: aún pervive entre los mexicanos, y goza de cabal salud, esa «historia patria» que muchos critican de oídas o porque no les tocó vivirla o porque se la imaginan como uno de los perversos complots del Estado mexicano de los tiempos del priato, destinada a construir un discurso de blancos y negros, de buenos y malos y todos esos discursos que a estas alturas espero que ya no sorprendan a nadie, porque todavía hay por ahí uno que otro que, agarrado de ese discurso, aún pretende venderse como el inconoclasta que se opone valiente, heroicamente, con frases medio escandalosas, a ese fantasma de la «historia oficial». Está bien ser críticos, pero no a lo bestia, diría yo.

Nomás para documentar el asunto, ahí les van los cartoncitos, que, desde luego, son de los compañeros de Milenio.

Sin comentarios

El otro cartón también está como para echarle una pensadita…

Ups… esta entrada sí está terminando como un auténtico Cuento desde la Cripta… que nos sirva de lección: mensajes desde lo que mi querido don Pepe Fonseca llama, con toda razón, el México Real.




En todo el Reino

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