UNO. LA INVENCIÓN DE LOS ROSTROS
El año pasado se puso de moda echarle muchas flores a doña Leona Vicario, asunto que mereció la publicación de dos novelas, «Leona» y «La Insurgenta» (definitivamente deliciosa), la reedición de la correcta biografía escrita por Eugenio Aguirre, la mención a la biografía que hará cosa de un siglo se ejecutó don Genaro García y la aparición de la susodicha dama en la teleserie «Gritos de muerte y libertad», bastante bien ejecutada por Cecilia Suárez. Por añadidura, en algún momento, y ojalá sea pronto, los antropólogos forenses que colaboraron en el tratamiento, análisis y manita de gato que les administraron a los restos de los próceres de la independencia, entre los cuales se encuentra la señora Vicario, estarán en condiciones de hablarnos qué se encontraron con los restos de la dama, sobre cuya autenticidad no existe, en principio, ninguna duda, y entonces sabremos a qué se atribuye algunas peculiares lesiones que los aludidos restos registran en la columna vertebral: nada para cambiar el curso de la historia, si no es como para meditar sobre los peculiares castigos y/o complicaciones que se derivaban, por ejemplo, de andar huyendo a salto de mata, o, bien, de ser indultado por la buena voluntar (ja-já) de la autoridad virreinal, con todos los desprecios y malos tratos que ello podría suponer. Si de hacerle el favor entero a doña Leona se trataba, ya podrían los señores antropólogos forenses incursionar en el terreno de la reconstrucción facial, para saber cómo era, de una buena vez por todas, la buena señora, y no quedarnos con la duda de su perfil, sugerido por el retrato, el único que se conserva, y que se encuentra en el Museo Nacional de Historia Castillo de Chapultepec, bajo la mirada vigilante y amorosa de su director, mi muy querido amigo Salvador Rueda.
Ese puede ser el tipo de homenajes importantes: devolverle rostro, textura, carnalidad, materialidad a aquellos nombres que circulan en los libros de historia (cada vez menos a causa de la canija hiperespecialización de los historiadores, que a ratos miran con honda desconfianza a cualquier cristiano que en el pasado se haya hecho acreedor al calificativo de «héroe». Nada malo sería intentarlo con doña Leona, si partimos de la conservación, más o menos consolidada -que nosotros sepamos- de sus restos. De esa manera, dejaríamos de tener referencias poco significativas, como la muy bonita, pero poco fiable estatua de la señora Vicario, allá en el centro histórico, en una plaza muy mona, frente al antiguo convento de Santa Catarina, a unos cuantos pasos de la que fue su casa, allá en República de Brasil, junto al edificio de las Inquisición que hoy es el Museo de Medicina de la UNAM. Esa casita, por cierto, que hoy pertenece al Instituto Nacional de Bellas Artes, y que se destina para la operación de actividades literarias, estuvo largos años en la mira de la historiadora Patricia Galeana, con el fin de convertirla en el Museo de la Mujer, que, finalmente, y al amparo de la UNAM, se acaba de convertir en realidad, allá en el número 17 de la calle de Bolivia, en el mismo Centro Histórico, en una casa que fue la Imprenta Universitaria cuando esas calles llenas de piedras viejas constituían el barrio universitario.
Ese sería un sitio interesante para poner un buen retrato de doña Leona; quiero decir, un retrato con sustento, en compensación al rostro, absolutamente «inventado», no me cabe duda, que la desidia de alguien hizo pasar como el retrato de la señora Vicario entre algunas imágenes que los señores encargados de (des)coordinar las conmemoraciones federales del año pasado crearon con un impacto bastante limitado. Y digo «inventado» porque no se parece al retrato de Chapultepec, que refleja a una señora que empieza a entrar en la madurez, pero de la cual nos faltan detalles, y tampoco se parece al cuadro familiar novohispano de la familia de la dama en cuestión, donde aparece doña Leona, de frente… a la edad de cinco años. Se parezca o no al retrato de Chapultepec, no hay elementos para decir que sacaron, de algún sitio fiable, el rostro de la joven Leona. Si lo hubiera, ya se habrían tardado en darlo a conocer, como el hallazgo valioso que hubiera (el hubiera, caray) sido.
Pero bueno, lo importante es que podríamos tener un buen retrato de Leona Vicario. Lástima que no podamos decir otro tanto de otras mujeres involucradas con la insurgencia como personajes actuantes. No hay retratos de la michoacana Gertrudis Bocanegra (es una verdadera puntada digna de los Tres Chiflados la que tuvo la [des]Coordinación Ejecutiva de imaginársela [porque eso hicieron: imaginársela] peinada de trencitas, como para aparecer en película revolucionaria del siglo XX. A las buenas intenciones, aprendamos, siempre hay que agregarle, por lo menos, unas cuantas neuronas, conectadas y haciendo buena sinapsis entre sí, de preferencia.
Así es esto de la iconografía. Podrían preguntarle a un fulano que vivió en la primera mitad del siglo XX, un tal Joseph Goebbels, jefe y cerebro de la propaganda de otro fulano, Adolfo Hitler. Goebbels habrá cometido todas las aberraciones que se quiera, pero de que era un buen propagandista y sabía su negocio, era un buen propagandista y sabía muy bien lo que se traía entre zarpas. Algunos deberían de leerlo, para aprovechar lo que haya de aprovechable. Así es esto de los retratos oficiosos, oficiales y no oficiales.
DOS: MARIANA, UN RETRATO AUSENTE Y LA HISTORIA DEL COMPLOT
Un retrato que en los mitotes bicentenarios yo eché de menos, no sólo porque a nadie se le ocurrió inventarle un rostro, sino porque sólo algunas personas se acordaron de la dama en cuestión, es el de Mariana Rodríguez del Toro de Lazarín, señora de nombre largo y que a cambio de ser «mujer de acción», para hablar en términos renacentistas, tiene una callecita, que recuerdo diminuta, en las cercanías del mercado de la Lagunilla.
Si de agallas se trata, doña Mariana las tenía. Criolla adinerada, casada con el que se cuenta era un buen hombre, vinculado a la riquísima mina de La Valenciana, mandó todo al demonio cuando se le ocurrió un complot que sin dudarlo me parece genial: secuestrar al Virrey y ahorcarlo para garantizar la ruta hacia la independencia de la Nueva España. Este proyecto, conocido como la conspiración de abril de 1811, dio de qué hablar un rato, y era, aparentemente, una de las consecuencias directas de la desgracia de los caudillos que habían llamado, en Dolores, el 16 de septiembre del año anterior, a desatar el borlote nacional.
Los datos que tenemos, no muchos, hay que admitirlo, nos cuentan que el hogar de doña Mariana era el asiento de una tertulia frecuentada por numerosos criollos con dinero, partidarios de la independencia y que, con eso que ahora llamamos mentalidad estratégica, habían decidido que más le ayudaban al movimiento insurgente desde la sombra, desde sus posiciones, bastante privilegiadas en algunos casos, en la ciudad de México, que yéndose a la guerra. Nuevamente, era un asunto de decisiones. Por eso doña Leona Vicario se quedó un buen rato acá en la capital haciendo de las suyas, mientras su novio, Andrés Quintana Roo, se lanzaba a las montañas del sur, a sumarse a la insurgencia.
El caso es que la noticia de que el padre Hidalgo y sus compañeros cercanos han sido aprehendidos en algún lugar lejanísimo en el norte, las mentadas Norias de Baján, crea, por lo que se cuenta, una sensación de desmoralización entre los criollos que simpatizaban con la independencia: el abatimiento era digno de unas cuantas sesiones de terapia de grupo, asunto al que se entregaron con constancia. Lo que es sabido, es que algunos de estos criollos acomodados discutían el tema, con sus incertidumbres y sus angustias, además de los beneficios terapéuticos del caso, en el estrado de doña Mariana, quien, para sorpresa de la honorable concurrencia, en vez de solidarizarse con los abatidos caballeros, les acomodó un par de pescozones para que dejaran de tirarse al drama y, si tanta simpatía había entre ellos por la independencia, lo mejor era poner manos a la obra. Algunas historias cuentan que la buena mujer los zarandeó con delicadeza: «¿Qué es esto, señores? Pues qué, ¿no hay otros hombres en la América, que los hombres que han quedado prisioneros?» La sutil y sus amigos, no cabe duda. Las víctimas de tan elegante comentario apenas alcanzaron a replicar que, bueno, ganas y corazón y valor sí habían, pero, ¿qué habría de hacerse?, cuando doña Mariana ya tenía la solución: «Muy sencillamente: cogiendo aquí al virrey y ahorcándolo». Me cae bien: a grandes males, remedios concretos. Cuantos problemas nos habríamos evitado, a lo largo de nuestra historia, si en el momento necesario se pasara de la especulación a la acción. Como, por ejemplo, unas tres cucharadas de cianuro en la taza del café o en la lata de la cocacola, bien administradas al personaje adecuado y en el momento propicio, y más de un asunto habría sido cuestión de coser y cantar. Qué le vamos a hacer.
Si leemos los papeles que nos cuentan aquella accidentada historia de abril de 1811, podríamos creer que, todos a una, decidieron comprarle el boleto a doña Mariana y pusieron manos a la obra. Personalmente, creo, cuando leo la larguísima lista de los que estaban involucrados, desde el perro más humilde hasta algunos de los títulos nobiliarios más importantes de la Nueva España, que si bien doña Mariana hizo el papel de provocadora, hubo más de uno que podrían considerarse cabeza del complot, como se vio cuando, dos años más tardes, las autoridades estaban atacados de sana precaución, al darse cuenta del linaje y contactos y poder de bastantes caballeros mencionados como cómplices, partidarios, involucrados y actores.
Algunas versiones dicem que nada tonta, doña Mariana se ocupó de «seducir», es decir, de convencer a dos de sus cuñados, los militares Francisco Omaña y Tomás Castillo, de grado capitanes, y que estaban a cargo de algunas tropas de las acantonadas en las afueras de la ciudad, que recibían, cada tarde, la visita del virrey para pasar revista.
Lo que ocurrió es más o menos sabido: uno de los involucrados, José María Gallardo, decide que si se va a aventar a la maniobra que pretendía atorar a Venegas cuando visitara a las tropas, pues, lo menos que debería hacer es pasar antes por el confesionario y dejar su alma más o menos purificada y absuelta, por aquello de las moscas, y no fuera a ser que se quedase con pasaporte al otro mundo en la previsible refriega, y sin las bendiciones necesarias para no ir a achicharrarse en elgún círculo del infierno.
El pequeño detalle que dio al traste con todo fue la elección del confesor: un mercedario, el padre Camargo, fue el elegido, que, no bien se enteró del asunto, corrió, según cuenta Anastasio Zerecero, a contárselo al Virrey, quien de inmediato mandó apegollar y llevar ante su presencia al escrupuloso que, por cuidar la salvación de su alma, condenó a por lo menos sesenta cristianos. Apenas se vio en presencia de Venegas, que seguramente echaba espuma por la bica, y se vio tratado de «insurgentón» y «pícaro», el señor Gallardo se apresuró a soltar cuanto sabía de la conspiración.
En menos de lo que se dice «en friega», Venegas mandó apresar a los delatados por Gallardo. Y en menos de lo que se dice «en friega», sus oficiales se apresuraron a cumplir la orden. Doña Mariana y su esposo, de los primeros en caer.
Se cuenta que la buena dama soportó cuantas presiones se aplicaron en ella para que confesara la información esencial del complot. Hasta donde se sabe, nada le sacaron sino hasta que, movidos por el hartazgo, el terror o la tortura, o todo junto, pues los interrogatorios estaban a cargo de una junta de seguridad encabezada por Miguel Bataller, algunos de sus compañeros de prisión soltaron lo que sabían y además la señalaron como responsable. Por eso, la prisión en los espacios más infectos, de Mariana duró siete meses, al cabo de los cuales, y sabedora de que sus cómplices masculinos habían despepitado todo lo importante, comentó: «Pues ya que los señores, o mejor dicho los nenes, no han tenido carácter, es inútil que guarde más silencio». Parece, insisto, que suavecita, no era la mujer.
Al matrimonio Lazarín-Rodríguez del Toro se les confiscaron sus bienes, que no eran pocos, y se quedaron en la cárcel, portando grilletes, hasta fines de 1820, cuando Zerecero logró sacarlos. La investigación prosiguió desde ese abril de 1811, hasta que, con un dejo de bochorno y un mucho de precaución, el fiscal responsable, don Vicente Ruiz, notificó a Venegas el sobreseimiento de la causa, habida cuenta de las alturas que tendrían que rozar: y elementos tenía el fiscal para estar receloso: Trece señores electos para la Audiencia estaban mencionados en las confesiones; se señalaba como cómplices a algunos de los nobles novohispanos más encumbrados, como el Marqués de Rayas, el Conde de Santiago, el Marqués de San Miguel de Aguayo y el Conde de Regla (¡Nada más!), sargentos, capitanes y tenientes; los franciscanos (sí, todos), los santiaguinos, los dominic0s, los agustinos y los mercedarios: no uno, no unos pocos; se señalaba como compinches a las comunidades monásticas enteras; veintiún señores que debían partir a España a ocupar empleos, y, en el fandango que debió ser aquella indagación, resultaban conspiradores fiscales, abogados, el famoso -y poderoso- Gabriel Yermo y hasta el mismísimo Bataller.
Como las canijas y recochinas dudas eran grandes, y no era cosa de ir a preguntales a Yermo y a Bataller si andaban en esas danzas, y como era de antología lo que iban a decir los señores condes y marqueses de estos babosos que se atrevían a presentarse en sus casonas indagando quién sabe qué chisme, el fiscal Ruiz buscó respaldo en los jueces Ignacio Verazueta y Andrés Rivas Caballero. Así juntaron el valor para decirle al virrey Venegas que, mejor, ahí moría. De todas maneras, acotaba, «sería una progresión casi al infinito los que irían apareciendo de la exdpresada evacuación de citas y de las que de ellas fuera resultado». Casi casi temían acabar encontrándose con que tendrían que meterse al bote ellos mismos.
Venegas tuvo que conformarse con tener tras rejas a 77 acusados, lo más delgado del hilo. Doña Mariana, «acabada» ,como decían las viejitas, por casi una década de prisión, murió a principios de 1821 y ya no vio la consumación de la independencia. Pero algo sabría del asunto, seguro. Por eso sigue siendo injusto, aunque su nombre sí esté en el muro de honor del Congreso de la Unión, que ni siquiera se le haya antojado a los incautos imaginarse su rostro. me la imagino más inteligente que guapa, más atractiva que delicada. Más amazona que cara bonita y más hija de Palas Atenea que de Venus. A lo mejor por eso no tiene retrato; con ella no iba eso de «calladita se ve más bonita». Mariana.
TRES: ACATITA, OH, ACATITA.
El lunes 21 de marzo se cumplieron los 200 años de que, en ese lugar que seguramente tiene como nombre familiar y local algo así como «el quinto infierno», pero cuyo nombre formal y conocido en los libros de historia nacional es Acatita de Baján, la suerte, otra vez, la muy perra, «le fue adversa» al padre de la patria (de veras que eso es tener MUY MALA SUERTE, me queda claro), don Miguel Hidalgo, y a la flota que lo acompañaba en su retirada hacia el norte, animados con la esperanza de llegar a Estados Unidos, rehacer fuerzas, pertrecharse con lo último de lo último en materia de armamentos y conseguir hartos mercenarios que les ayudaran a remontar la crisis y regresarse, cruzando oootra vez el canijo desierto novohispano (con ese proyecto, enmedio de tanta mala suerte, es que estos resultaban unos optimistas endiablados) para darle su merecido al virrey Venegas y al méndigo de Félix Calleja, que habían tenido la descortesía (más don Félix, desde luego) de interrumpir la soberana pachanga que los insurgentes se traían en Guadalajara, propinándoles una derrota escandalosa en Puente de Calderón, incidente del que ya hemos hablado en este Reino.
Después de la derrota aparatosísima, todos salieron por piernas de la capital de la Nueva Galicia, y dejaron descolocados a todos los que en la ciudad habían comprado el boleto de la insurrección contra la corona española: entre tanto número, apenas lograron editar siete números de El Despertador Americano, primer periódico insurgente, y no bien las tropas realistas se apoderaron de la ciudad, el comisionado de Hidalgo para tal empresa, don Severo Maldonado, tuvo que hacer el oso de retractarse de su militancia independentista, y acabó haciendo otro periódico, El Telégrafo, que se dedicaba a denostar los perversos intentos de separar a la Nueva España de la buena y noble madre patria. De modo que no nos sorprendamos, chaquetazos así de miserables, desde luego que los hemos visto en el pasado reciente, pero no son novedad alguna en este sufrido país.
El caso es que Hidalgo y algo así como un millar de cristianos, entre los que se contaban una flota de curas, algún músico que venía con el señor cura desde Dolores, un carruaje que describen los testimonios «ocupado por damas» y un poco de y tropa, avanzaban hacia el norte. La verdad, no eran muchos:casi 900 personas;casi nada si se toma en cuenta que, unas semanas atrás, en Puente de Calderón, don Miguel comandaba la nada despreciable cantidad de 20 mil insurgentes.
Yo no conozco la mentada Loma del Prendimiento, como le dicen al lugar en cuestión; ese punto perdido en el desierto donde atoraron a lo que quedaba de la dirigencia de aquella primera insurgencia. Pero, por lo que he podido averiguar, es una peculiar excursión la que se necesita para apersonarse enel lugar y contemplar la columna que da testimonio del acontecimiento. El problema es que la mentada Loma del Prendimiento se halla lejos de cualquier cosa que se entienda como ciudad: la población de ahí cerquita, me cuenta el gran Leo Mendoza, guionista de «Hidalgo, la historia jamás contada», es diminuta: unas pocas familias la habitan.
Para una chilanga como yo, que lee periódicos a diario, la idea de embarcarse en un viaje por tierra por las carreteras de Coahuila, es una cuestión absolutamente antojable, pero también es ya asunto que genera franco recelo y el justificado temor de encontrarse un reten de buenos, de malos o de muy malos, lo mismo da, porque de todas maneras resultan peligrosísimos y de reacción previsible: plomear de muy mala manera a cualquier vehículo, lleno de narcos, sicarios, turistas despistados o gente decente que se quieran asomar a ver la dichosa Loma, que, muéranse de risa, es propiedad privada. Otro día, un día, ojalá que un día, pueda hacer el viaje sin temor a que la perra realidad del norte del país me alcance.
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