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07
Jul
13

Muerto y bien muerto: esas leyendas acerca de Maximiliano indultado.

El fusilamiento de Max y sus compañeros "fieles guerreros", Mejía y Miramón.

El fusilamiento de Max y sus compañeros «fieles guerreros», Mejía y Miramón.

Se cumplieron ya 12 años desde que una leyenda salvadoreña vino a alborotar el gallinero del  imaginario histórico mexicano, sembrando la #PerraDuda acerca de la mortalidad del buen Fernando Max de Habsburgo, archiduque austriaco del que, hasta 2001, nadie tenía duda de que  murió fusilado un 19 de junio de hace  146  años. Parece mentira que, tanto tiempo transcurrido desde la primavera de 2001, cuando un cable de la agencia española EFE, -que, tratándose de asuntos mexicanos no siempre es lo rigurosa que manda el canon periodístico- pusiera a circular una información que, pese a lo rebatida y desmentida en su momento,  se quedó atorada en las telarañas de nuestra cultura política colectiva, tan dada a imaginerías, escepticismos y profundamente adoradora de conspiraciones y engaños masivos.

No es nada nuevo esa tendencia nuestra a desconfiar de todo, por todo y para todo. Forma parte de nuestros comportamientos con respecto a nuestra vida política y a nuestras interpretaciones de los hechos. Desde que a fines del siglo pasado se efectuaron las primeras mediciones y encuestas dirigidas a entender la barroca, atrabancada y atrabiliaria cultura política mexicana, nos quedó muy claro que, en términos generales,  mientras más oficial parezca una afirmación, más fuerte es la tendencia a no creerla; mientras más  versiones sobre un hecho histórico haya, tanto mejor para esta alborotada conciencia colectiva que, ipso facto, adoptará como propia la que menos se acerque a lo que hemos aprendido en el aparato formal educativo.

Y si se trata de una versión complicada, con toques de inverosimilitud y, a veces, decididamente despegada de la realidad, tanto mejor, porque ganará adeptos que, a lo largo de los años, la repetirán a los no enterados  con el aire de suficiencia de quien comparte el contenido de una conspiración para derrumbar todo el andamiaje del «pasado oficial».

Entre desmitificadores te veas. El chisme del supuesto y oculto perdón de Juárez a Maximiliano, que habría mandado al austriaco a vivir el resto de sus días a la ciudad centroamericana de San Salvador, goza de cabal salud a pesar de todas las ocasiones en que ha sido desmentido por historiadores profesionales. Leyendo las ENCUP (Encuesta Nacional de Cultura Política), me queda claro por qué una especulación de tal envergadura sigue vivita y coleando una docena de años después de aparecido en tierra mexicana.

No debiera extrañarme, lo admito. Si la especie del presunto robo de los huesos de Morelos flotó en nuestra cultura por espacio de 85 años, llegando hasta la proposición de hipótesis, por decirlo de modo educado, delirantes (como esa idea de que Almonte, por pura gana de joder, arrojó al mar los restos de su santo papacito), no veo por qué la historia de Maximiliano sobreviviente y oculto en Centroamérica no podría persistir una docena de años.

Debo admitir que me choca recibir correos de conocidos -que no saben de mi participación en aquel chisme de 2001- donde me vuelven a contar el asunto del famoso señor Justo Armas que se murió ¡de 104 años! en San Salvador y al que todos daban por Max sobreviviente y perdonado por Juárez.  No sólo me lo vuelven a contar; me lo tallan en el rostro con la prosa de quien ha hecho un descubrimiento de magnitudes desproporcionadas, y del cual yo no me he dignado ocuparme lo suficiente por despistada o por escéptica o por no querer entender que,venga de donde venga, una versión «alternativa», «oculta» «no oficial» de los hechos, es siempre la buena, debido a la perversa conspiración del Estado Mexicano, empeñado en que los ciudadanos no nos enteremos de lo que «realmente» ocurrió con Max, con Carlota, con don Benito o con los perros del Castillo de Chapultepec.

Por eso, terminado el mes de junio, cuando se cumplieron 146 años de que mandaron al buen Fernando Max a criar malvas -me encanta esta expresión española-, cuento la historia como brotó en el concierto nacional, porque pese a la tinta corrida sobre el tema, pese a la cautela de unos, el disimulo de otros y al intento de no comprometerse de algunos más, ahí sigue, como mosquito incómodo que vuelve a salir a la menor provocación, el chisme de marras que vuelve a don Benito  un masón solidario con su similar austriaco, al que le perdona la vida, mientras ordena fingir un fusilamiento y un embalsamamiento fallido, repetido y tragipatético.

UNO. MI HISTORIA PERSONAL. Ocurrió en el año 2000. Estaba en la reinauguración del Alcázar del Castillo de Chapultepec, recién mejorado, restaurado y embellecido. En el numerito me encontré a un personaje que empezaba a ser mi amigo: José Manuel Villalpando. Hicimos juntos el recorrido de las salas nuevamente abiertas al público. Cuando yo contemplaba el comedor utilizado por donPorfirio, Villalpando me susurró: «¿qué me dices si te digo que Maximiliano no se murió en Querétaro?»

A continuación me contó una breve versión de esta historia, ahora conocida por muchos, pero de la cual, en aquellos días, nadie hablaba: un señor salvadoreño lo había ido a visitar en algún momento, llevando entre las manos este asunto. El señor, de nombre Rolando Deneke, había tocado diferentes puertas de historiadores para narrarles este asunto de Maximiliano perdonado por Juárez y establecido en San Salvador, donde había -y dicen que hay- una casa, la que fue de este Max resucitado, lleno de objetos imperiales: mobiliario, retratos, cuadros, objetos de arte y demás.

El detalle es que, como era previsible, todos esos historiadores a los que según Villalpando había acudido Deneke, lo habían mandado por un tubo. Solamente una persona, el propio Villalpando, se había tomado la molestia de escucharlo. Ignoro las circunstancias, y los referentes de esa expresión tan ambigua: «los historiadores» a los que se remitía, pero Villalpando aseguraba en ese entonces, que había visto la casa, en San Salvador, donde se conservaban los objetos provenientes del Segundo Imperio Mexicano.

Si era o no era algo que pudiera probarse, en esa oportunidad José Manuel Villalpando no fue muy a fondo. Si lo había hecho antes, parece probable, aunque lo cierto es que era solamente eso, una plática en el Castillo de Chapultepec, en un día en que, gracias a los intensos vientos, la vieja Tenochtitlan parecía una vez más la región más transparente del aire.

La historia no fue más allá, una curiosidad apenas para conversarla en casa y guardarla en la caja de esos datos que un día le sirven a cualquier periodista.

DOS: EL MITOTE PERIODÍSTICO.

Tal vez unos ocho o 10 meses después, en los últimos días del invierno del 2001, me llamaban de La Crónica de Hoy, periódico al que me unen lazos fraternales y para el cual, en aquellos días, hacía colaboraciones especiales para la sección Cultura.  Espulgando los materiales de las agencias de noticias para la edición del día siguiente, se habían topado con un cable de la agencia EFE, que «noteaba», es decir, convertía en nota, un material publicado por el diario español y que ponía, en blanco y negro, por una fuente diferente a la mía, la historia de Maximiliano escapado de la muerte y convertido en el extraño señor Justo Armas.

El diario ABC de Madrid, en su edición del 9 de marzo de 2001 publicaba el reportaje firmado por Rosa Valdelomar, quien no hablaba de la probable revelación histórica, sino que tomaba toda la información de una novelita recién publicada en España, «La Tierra Ligera», de Ediciones La Discreta, y de la autoría de un señor aparentemente dedicado a la diplomacia, llamado Santiago Miralles, y que habría obtenido el grueso de la información en la que se basaba la novela, de boca de Rolando Deneke.

Sin saber el relajo que se iba a armar a partir de su nota, Rosa Valdelomar abundaba en detalles: quince años le había llevado a Rolando Augusto Deneke reunir los elementos que juzgaba probatorios de que Justo Armas y Maximiliano de México eran una sola persona.

El nombre del personaje venía, según la nota, de  «un  comunicado» de Benito Juárez, donde se indicaba que Maximiliano «había sido pasado justo por las armas». Por otro lado, describía, a partir de la novela de Miralles, cómo este extraño personaje se había establecido en la alta sociedad de la capital salvadoreña, que nunca contaba de dónde venía y quién era su familia, que era responsable del protocolo de la cancillería de aquel país, que dirigía los banquetes diplomáticos y que tenía un negocio de banquetes, o algo parecido.

La nota del ABC continuaba: Justo Armas no contaba de su pasado sino que era sobreviviente de un «gran naufragio»; siempre andaba descalzo,  en cumplimiento de una promesa hecha » a la Virgen» si conseguía salvarse de un gran peligro de muerte. Según los datos de Deneke, la presencia de Armas en el Salvador podía documentarse desde 1870; el hombre  había sido semiadoptado por la familia del vicepresidente y canciller salvadoreño de entonces, Gregorio Arbizú,que además era masón.

Este es el punto que explica, desde aquella nota de 2001, la historia del salvamento de Max, que estaría basado en la masonería del archiduque y del presidente Juárez; un pacto de no agresión entre «hermanos masones» que propiciaría fingir un fusilamiento, parodiar un embalsamamiento fallido del que ya hemos hablado y realizar otro embalsamamiento de un cadáver cualquiera de tantos que había en Querétaro para tener un cadáver apenas identificable, construir el engaño y dejar a todo mundo contento: a Max lejos del mundo y de las broncas inmensas que debería afrontar en caso de haber vivido, a los liberales republicanos de México satisfechos por haber echado al usurpador  y a Benito Juárez con su honor masónico sin mancha por haber mandado al paredón a un correligionario.

Esto decía el cable de EFE glosando al ABC. Agregaba los datos que desde entonces se han repetido por los aficionados a las conspiraciones y en los que, piensan algunos, se da solidez a esta historia: que para 2001 Deneke ya había conseguido exhumar a Justo Armas y había tomado una muestra destinada a realizar pruebas de ADN, contrastables con muestra de sangre de dos mujeres del siglo XXI, pertenecientes a la casa real austriaca. Sea quien sea el señor enterrado en San Salvador, sí es un Habsburgo.

La nota aseguraba que Deneke había promovido estudios grafológicos que señalaban similitudes entre la caligrafía de Max y Armas. se dijo, en aquel momento, que Deneke también había auspiciado un estudio antropológico cráneofacial, hecho por una antropóloga costarricense, que mostraba las similitudes, parecido familiar, vamos, entre Max, Armas y el emperador Francisco José.

La parte donde la cosa ya comenzaba a volverse volada periodística, especulación y suposiciones afirmaba que en los últimas semanas de vida de Maximiliano había el propósito de alejarlo de la mirada de los republicanos y de los queretanos. Desbarraba ya Rosa Valdelomar y la novelita de Miralles cuando escribió que para fusilar a Max se había reunido a» un grupo de  campesinos que nunca habían visto al emperador». Como la mayor parte de los mexicanos de la época, por cierto.

TRES: LAS PRIMERAS CONSECUENCIAS.

Eso era lo que decía el cable de EFE, como me lo contaron los compañeros de la Crónica y como lo iban a publicar. Después de aquella llamada, me dediqué a localizar a José Manuel Villalpando para contarle el hecho, con la idea de que él, el único historiador que estaba al corriente de la aventura de Deneke pudiera dar una entrevista. Como suele ocurrir cuando algo no le interesa demasiado, Villalpando me dio educadamente el avión y decidió esperarse hasta el día siguiente para ver publicada la nota.

Al día siguiente, publicada la nota, fue él quien me llamó por teléfono: «me urge que me entrevistes». Efectivamente, lo entrevisté. Aunque consideró todos los datos recién conocidos por  los mexicanos como «sugerentes», advirtió que no eran concluyentes. Villalpando se asumió como vocero de Rolando Deneke en México, dando a entender que había hablado con él a raíz de la publicación de la nota del ABC.

En su narración de 2001 Villalpando fue más preciso. Aseguró que sabía de las indagaciones de Deneke desde 1996, y que el salvadoreño llevaba mucho más tiempo metido en sus averiguaciones. Y otro punto importante: cualquier obra que no viniese de la pluma de Deneke no era sino un «pirateo» de todos los trabajos del centroamericano, refiriéndose a la novelita noteada por el ABC.

Incluso, en aquella entrevista, Villalpando aseguró que Deneke estaba «muy molesto», pues nunca había autorizado -ni sabía, pues- cualquier trabajo literario a partir de sus investigaciones. Nunca lo había llamado gente del ABC, y desde luego que desautorizaba  el contenido de «La Tierra Ligera» por una sencilla razón: la investigación aún no era concluyente.

Las reflexiones de Villalpando, en aquella entrevista, se centraron en lo que debería hacerse con las pruebas de ADN: precisó que los análisis promovidos por Deneke debían repetirse, pues, aunque databan del año 2000 y mostraban semejanzas de 80 y 90% entre  las muestras de las nobles austriacas y lo que quedaba de Armas, esta última contaminada porque, al morir el buen señor, en las primeras décadas del siglo XX, lo habían sepultado -simpática paradoja- sin embalsamar.

Y al problema de los análisis del ADN se sumaban dos elementos importantes, en opinión de Villalpando: primero, tenían que tratarse de los «Habsburgo adecuados»,  es decir, de los Habsburgo-Wittelbach, la línea de la madre de Max y tía de Sissi, la archiduquesa Sofía. Segundo, más importante: la necesidad de contrastar la muestra Justo Armas con una muestra obtenida del cadáver depositado en la cripta de los capuchinos en Viena. Villalpando,como era su costumbre hace tantos años, se iba hasta la cocina con sus propuestas que a más de tres, en ese entonces, les parecieron demasiado audaces,porque recurrían hasta a recuperar, de coleccionistas mexicanos o de las bodegas del Museo Nacional de Historia muestras de cabello y barba del pobre Max.

Cabe agregar dos cosas: uno, no puedo dejar de pensar que, si Villalpando tenía tan claro lo que podía hacerse para verificar o no la historia de Deneke, se hubiera embrollado tanto con los restos de los insurgentes cuando le cupo en suerte ser (des)coordinador del desmadre bicentenario. Dos, que Rolando Augusto Deneke jamás concedió una entrevista a raíz del numerote que se armó en México. Nunca contestó a mis numerosos correos y tampoco contestó cuando marqué el número telefónico que conseguí. Hace poco, Villalpando ha dicho que Deneke ha muerto. Y la investigación se quedó donde estaba hace 12 años. Y aún así pegó en nuestro desconfiado imaginario colectivo, que es donde sigue, porque nadie, ni en España, ni en El Salvador, se ha despeinado por ello.

PISTAS HEMEROGRÁFICAS

Para los públicos no especializados, la nota aquella del presunto perdón oculto a Maximiliano, funcionó como aventar una granada en un gallinero. Y vean, ahí sigue el asunto, rodando, ganando adeptos, nomás por ser una «versión alterna» a lo establecido, escrito, abordado una y otra vez. En tierra de desconfiados, lo «oficial» huele a chamusquina.

De aquel cable de EFE publicado por Crónica se derivaron algunas notas cuyas referencias agrego para el interesado en el tema:

*VIERNES 9 DE MARZO DE 2001.- La Crónica de Hoy publica un cable de la agencia EFE donde revela que Maximiliano pudo haber sido perdonado secretamente por Benito Juárez y haber vivido hasta los 104 años de edad, bajo el nombre de Justo Armas.

* SÁBADO 10 DE MARZO DE 2001 .- Entrevista a José Manuel Villalpando, donde se hace vocero del disgusto de Deneke sobre la publicación de «La Tierra Ligera».

MIÉRCOLES 14 DE MARZO DE 2001: Silvio Zavala, José Luis Martínez y Nicole Giron descalifican las indagaciones de Deneke y le aplican calificativos que van desde «cuento» hasta «linda leyenda».

JUEVES 15 DE MARZO DE 2001.- Fernando del Paso subraya la incompatibilidad entre la masonería de Maximiliano y la de Juárez ,la imposibilidad de «disfrazar» a Max para sacarlo de Querétaro y califica las ideas de Deneke como «hechos imposibles». El investigador Orlando Ortiz señala la ausencia de sustentos documentales en la información que se conoce obre Justo Armas que pueda darle solidez.

SÁBADO 17 DE MARZO DE 2001.- Al grito de «Investigar asuntos históricos no lo puede hacer cualquiera así, nada más», la actual directora del INEHRM, Patricia Galeana, tacha de «inverosímil» y «fantasía» las hipótesis de Deneke.

LUNES 19 DE MARZO DE 2001.- El investigador austriaco Konrad Ratz señala la abundancia de testimonios de la muerte de Maximiliano y la imposibilidad de una fuga del emperador. La frase que me dijo en aquella ocasión es el título de esta entrada: «El 19 de junio de 1867, después de las 7 de la mañana, Maximiliano de Habsburgo estaba muerto y bien muerto».

MARTES 20 DE MARZO DE 2001.- La nota salta a otros periódicos. José Manuel Villalpando, en Cronoscopio, la sección de divulgación histórica que mantenía con Alejandro Rosas en el periódico Reforma, sintetiza todo lo dicho en la entrevista que me dio el 10 de marzo, y aún cuando insiste en la ruta que debieran tener los análisis de ADN, no oculta su entusiasmo por las hipótesis de Deneke. Sugiere que elsalvadoreño dé a conocer los estudios grafológicos que dice tener. «No hay nada más emocionante que la historia, la que se supone ya escrita, de vez en cuando dé sorpresas como esta», escribe. Me imagino que esta frase debe haberle restado más puntos en su ranking de popularidad entre los historiadores adscritos al mundo académico, donde, es preciso decirlo, nunca le han querido demasiado.

MIÉRCOLES 21 DE MARZO DE 2001.- Katia D´Artigues, en Milenio, recoge el tema y lo consigna. Frivolona y superficial como siempre ha sido la mayor parte de su columna, D´Artigues no se complica la existencia y concluye «a esta columna, verdad o no [y que se pudran los historiadores. Nota de la R.] le encanta la leyenda. Y propone creer que  es en El Salvador donde viven o vivieron Max, Pedro Infante, Elvis Presley y de paso, Mario Villanueva». Profundísimo.

EPÍLOGO

Casi un mes después de este relajo, Excelsior puso la cereza del pastel. Su corresponsal en Madrid encontró al tal Santiago Miralles y lo entrevistó. El resultado fue una plana entera en letra de 10 puntos, cabeceada así. «Justo Armas sí era Maximiliano: Miralles». Según el autor de la novela que desató el mitote, Deneke -que seguía sin hacer acto de presencia- se disponía a presentar, como un ensayo histórico, su trabajo de investigación. Eso nunca ocurrió.

Miralles, que como diplomático vivió en el Salvador, tuvo tiempo de enterarse de todo el asunto. Luego, habló de una abundante correspondencia sostenida con Deneke, donde el salvadoreño le acabó de soltar toda la historia. Agregó que Deneke tenía en su poder el diario de Justo Armas y que le había mostrado a él parte del análisis grafológico.

Las declaraciones de Miralles  parecen perseguir el fin de suavizar el hecho, completamente gandalla, por donde se quiera ver, de que tomó todo lo que le había contado Deneke para hacer su novela, donde, insistió, hay muchas cosas de ficción y faltaban los logros recientes de Deneke, como los resultados de las pruebas de ADN.

Con ese afán, Miralles reclamaba que «la historia de Rolando Deneke merece una oportunidad» y agregó que » a mí me gustaría que antes de enjuiciar su tesis, o que se apresuraran a descalificarlo, los académicos y especialistas mexicanos trataran de informarse mejor acerca de lo que tiene Rolando Deneke entre sus manos».

Como puede verse, eso no ocurrió. La historia de Deneke fue apaleada en los círculos académicos y el que fue más generoso con ella, José Manuel Villalpando, todavía le sigue jugando a reconocer el atractivo del tema, pero a no acabar de comprometerse o descomprometerse con la historia.

En este fandango doméstico, Rolando Augusto Deneke no asomó la cabeza ni por casualidad.Nunca dio entrevistas para bien ni para mal, nunca concretó aquel ensayo que dijo Miralles, y nunca se conocieron en México los estudios que había promovido y costeado. Sin haber movido un dedo, su historia cayó en la tierra fértil del proverbial sospechosismo  mexicano, que es donde permanece. Porque a estas alturas, doce años después, solamente Konrad Ratz se ha concentrado en aportar más elementos para probar que, en Querétaro, Fernando Max se quedó muerto y bien muerto.

El Cerro de las Campanas después del fusilamiento, como lo dibujaron y fotografiaron en ese junio de hace 146 años.

El Cerro de las Campanas después del fusilamiento, como lo dibujaron y fotografiaron en ese junio de hace 146 años.
07
Jun
13

Más -y macabras- curiosidades imperiales: ¿cuánto tiempo se requiere para embalsamar a un emperador?

Hurgando en nuevas adquisiciones bibliográficas, me topo con una nota de pie de página, contenida en el tomo primero de esa obra monumental, por tamaño y densidad de contenido, que es «La Ciudad de México» de don José María Marroquí. Un impresionante recuento de memorias, datos virreinales y abundante información que va de lo histórico a lo anecdótico, es este trabajo, escrito en los años en que don Porfrio ya era don Porfirio, hace la friolera de 110 años. Allí me encontré el recuento, un tanto escalofriante por minucioso, del tiempo que llevó embalsamar a Maximiliano de Habsburgo, una vez que, después de tantas desgracias y miserias como le acontecieron en su accidentado viaje desde la ciudad de Querétaro, fue a parar a la capilla del Hospital de San Andrés.

Ya hemos dicho que existe un enorme legajo con muchos pormenores del primer proceso de embalsamamiento al que fue sometido el cadáver del archiduque austriaco, y cuál fue su desastroso final. El gobierno juarista vio como un deber ineludible -al fin y al cabo eran unos caballeros y no era cosa de devolver a Max en calidad de fiambre echado a perder,

Tocó a tres médicos mexicanos, Agustín Andrade, Rafael Ramiro Montaño y Felipe Buenrostro, componer lo que el descuidado y pillo del doctor Licea -de cuyas hazañas ya hemos escrito- había propiciado en los reales despojos de Max.  Habida cuenta de que el método empleado por el sujeto en cuestión no había dado resultados, digamos, óptimos, los nuevos encargados de la chambita decidieron que iban a recurrir a una «vía seca», para lo cual debían escurrir lo que quedaba del pobre archiduque. eso explica la leyenda macabra de que habían colgado a Max de lo alto en San Andrés, para que sus terrenales restos eliminaran lo que quedaba de los trajines de Licea.

Como el encarguito no era menor, los nuevos responsables no pararon por precisión y por un comportamiento que aún hoy día debiera ser obligado para los que reciben encarguitos públicos peculiares: documentar TODO. Decisiones, acciones, discusiones y frenazos.

Entre el minucioso registro de Andrade, Montaño y Buenrostro, don José María Marroquín recupera este listado que no tiene desperdicio. el tiempo que les llevó re-embalsamar a Maximiliano, del 13 de septiemb re de 1867 al 4 de octubre del mismo año. Echemos un vistazo. Reproduzco lo que nos ofrece Marroquín, con algunos comentarios míos:

FECHA TAREA HORAS INVERTIDAS
13 Sept. 1867 Desempaque, etc. 4
14 Sept. 1867 Limpiarlo. 3
15 y 16 Sept 1867 Secarlo y ensayo de barnices.
17 Sept. 1867 Vendaje de los miembros. 2  ½
18 Sept. 1867 Barniz de los íd (o sea, de los mismos. 2  ½
19 Sept 1867 Id. de los id. y vísceras. 3
20 Sept, 1867 Vendaje del Tronco 3
21 Sept. 1867 Id. y barniz. 2 ½
23 Sept. 1867 Voltearlo y barniz detrás. 1
25 Sept. 1867 Rellenar las asentaderas (pobre Max) 2
26 Sept. 1867 Vendaje del tronco 4
27 Sept. 1867 “            “   “        “ 2
28 Sept. 1867 Barniz general
1 Oct. 1867 Vendaje definitivo 3 ½
3, 5, 7 Oct 1867 Pintura (pobre, pobre Max) 6 ½
10 Oct 1867 Desvendarlo de nuevo 4
11 Oct. 1867 1er y 2. vendaje general 4  ½
12 Oct. 1867 2a. barnizada 2
13 Oct. 1867 3er. vendaje 1 1/2
14 Oct 1867 Comenzamos a vestirlo. 2
17 Oct. 1867 Nuevo vendaje (muslos) 2
19 Oct, 1867      “            “             “ 2
26 Oct. 1867 Incisión en el cuello 1 ½
28 Oct. 1867 Varias. 3
30 Oct. 1867 Descoser el cráneo (ouch) 1
1. Nov. 1867 Colocar el cerebro (ay) 2
2. Nov. 1867 Colocar las vísceras (uff) 1
4. Nov. 1867 Concluir de vestirlo 1
4. Nov. 1867 Colocarlo en la caja, varias idas con ese objeto, principio del Informe 2
     
  TOTAL 70 horas

Al leer esta relación, a ratos queda la sensación de que se está leyendo la bitácora de un carpintero hacendoso, quer realiza a conciencia algún mueble por encargo. Y sí, resulta un tanto escalofriante. Triste detalle que empiece con la palabra «Desempaque», el segundo embalsamamiento del archiduque Fernando Max, de quien, a su llegada a Veracruz, el ácido humor de Francisco Zarco lo colocó en el estatus de un objeto, de un mueble.  Vueltas que da la vida.

Así llega la muerte, así transitan nuestros despojos hacia la nada. Polvo seremos todos, aunque no todos tengamos la dicha de ser polvo enamorado.  Seguramente por estas fechas, pero en 1867, se debe haber compuesto aquella cancioncita de la que solamente conservamos algunas estrofas: «El Cerro de las Campanas». Al leer esta nota hecha por la pluma rigurosa de un buen médico de los de antes, que habla de asentaderas, vísceras y cerebro, no puedo menos que pensar en el estribillo:  Ya la muerte va llegando, /compañeros, ¡qué dolor! /Que por ser emperador la existencia va a perder/ Y sus títulos de honor/toditito va a acabar/ ¡adiós, gobierno imperial!

Así llega la muerte, así intentamos vencerla, así procuramos dar el gatazo, hacer creer que la hemos burlado. Pero todo es relleno, inyecciones, paja, formol, cera, pintura, hoy día hasta plástico. Pero los embalsamamientos son apenas artificio, engañifa, porque, y eso lo sabemos desde la Edad Media, la muerte siempre nos gana la partida.  Como algunos juguetes del barroco, puede parecer, incluso, un bello artificio. Si detrás del enorme telón que alguna vez, en el siglo XVIII cubrió parte del palacio virreinal, había un sitio que resultaba un verdadero mugrero hasta que llegaron los virreyes «modernos» (los tecnócratas de sus tiempos, vamos), tenemos que admitir que, detrás de la máscara enjuta, seca, con barba artifical, que es, que sigue siendo, si las cosas están como en 1867 las dejaron Andrade, Buenrostro y Montaño, el rostro de Maximiliano, allá en la cripta de los Capuchinos,  asoma, burlona, descarnada, la calavera que simboliza a la muerte, riéndose de nosotros y de nuestras pretensiones.

02
Nov
12

Mil maneras de vencer a la muerte: curiosidades imperiales decimonónicas

En estos muros viejos abundan historias, por decir lo menos, insólitas. En verdad que éramos buenos para eso. Éramos buenísimos para embalsamar cadáveres y conservarlos casi en el mismo estado en el que nuestro pariente, amigo o cliente estaba antes de irse al mundo de los muertos.  Uno más de los múltiples recursos que, a lo largo de los siglos, los hombres han inventado para timar a la muerte, o al menos, para hacer el intento. Si lo que nos horroriza de la muerte, además del ya-no-ser, del ya-no-estar, es el deterioro que nuestra pobre carne, tan terrenal, experimenta, también hemos intentado exorcizar dicho espanto jugando a los zombies, poniéndolos a luchar contra Abraham Lincoln, imaginando que Jane Austen pudo haber escrito una novela decimonónica con ellos,  convirtiéndolos en estrellas de serie de televisión. La verdad es que nuestras diversiones posmodernas no son sino máscaras de carnaval oscuro, con las que intentamos olvidar por un rato la vieja máxima medieval, colocada junto a los esqueletos burlones de las danzas macabras europeas: más tarde o más temprano, todos seremos polvo, y uno que otro será víctima del INAH o de instancias similares para evitar que lleguen a su destino natural, por aquello de que la carencia de nuestras reliquias laicas también nos da un poco de miedo al vacío y a la falta de referencias patrias. Pero en el siglo XIX, le peleábamos a la muerte el espacio por medio de nuestras habilidades técnicas para que no se notara que nos había ganado: éramos los mexicanos excelentes embalsamadores, capaces de lograr que nuestro cadáver querido no comenzara a parecer tal, y, en cambio, pudiéramos hacernos la ilusión de que el pariente o amigo no estaba sino echándose una siestecita de larga duración. Desde luego, sobrevivía a las tropelías de la muerte aquel que tenía dinero para pagar el servicio… y al que le conseguían un buen embalsamador. Las turbulencias de la vida nacional en el siglo XIX también nos dejaron unas cuantas historias interesantes en la materia. Quizá algunos de los cadáveres embalsamados más famosos de nuestro pasado son los tres caballeros que murieron fusilados en el Cerro de las Campanas el 19 de junio de 1867:  el archiduque Fernando Max, el general Tomás Mejía y el general Miguel Miramón. Sus historias post-mortem son un digno cierre a la complicada historia del segundo imperio mexicano, y lo cierto es que algunas son en verdad enredadísimas, gracias a las humanas pasiones y a los rencores añejos, tan propios de la condición humana. Don Miguel, vestido de civil. Probablemente no lo enterraron así.   La más light de esas tres historias es la del general Miguel Miramón. Gente decente, niño héroe que vivió para contarlo, pretendiente tenaz y marido amoroso aunque un tanto mujeriego, quizá es el que peor la lleva en la debacle imperial. Expresidente de la República, le daba a Maximiliano un cierto recelo, no se le fueran a ocurrir cosas raras como, por ejemplo, querer disputar el poder de nueva cuenta. Por eso lo mandaron en misión extravagante a Europa, y cuando regresó a poner su espada al servicio del Kaiser Max, la verdad es que ya no había mucho que poner a salvo. Pero Miramón era un tipo con un sólido sentido del honor, y se quedó al lado del emperador, que a ratos se paseaba por las trincheras queretanas, en busca de un empujoncito de plomo que lo ayudara a salir de broncas y responsabilidades. A la hora del fusilamiento, y entre los llantos y quejas de la gran Concha Lombardo, esposa del general Miramón, al Joven Macabeo -su sobrenombre de los tiempos de la Guerra de Reforma- le cupo en suerte conseguir que un tipo competente lo embalsamara. No tenemos una foto del cadáver embalsamado de Miguel Miramón -que no sería extraño que un día diésemos con una- pero sí tenemos los testimonios de que fue un excelente trabajo. Doña Concha cargó con su familia y con el cadáver embalsamado de su esposo, le dio sepultura en el patio pequeño del muy popis Panteón de San Fernando, le dijo un par de cosas muy desagradables a los militares conservadores que aún quedaban y se fue con sus peques al destierro. Se tardó una década en regresar, por ahí de 1877, solamente para hacer uno de los berrinches más grandes que ha documentado la historia nacional, al enterarse de que el gran enemigo de su Miguel, don Benito Juárez, dormía el sueño de los justos en un nicho a unos pocos metros de la tumba del general conservador. La bronca que armó Concha en las oficinas del panteón fue, por lo que se sabe, de antología; seguramente los gritos se escuchaban hasta San Hipólito. No hubo poder humano que la disuadiera de sacar de San Fernando a su marido, al que, por otro lado, tenía mucho que no le preocupaba quién era su vecino de tumba. Con la enorme pataleta atravesada, Concha decidió llevarse a su marido a la catedral de Puebla, donde continúa. Lo que se cuenta del momento en que sacaron al general de su pequeño y sobrio mausoleo, es que «parecía dormido»… hasta que se le cayó un pie. Sin preocuparse mucho por el detalle -total, habían transcurrido diez años-, Concha agarró camino para Puebla con familia y cadáver exhumado, y una vez cumplida su tarea, se volvió a ir del país. Hay que decir que la viudez le generó a la pobre Concha algunos problemas operativos. Además de moverse para todas partes con sus niños, recién muerto el general, tenía la costumbre de andar acarreando un frasco… con el corazón del general, y solo dejó tan curioso hábito el día en que su confesor se puso severo y la obligó a desprenderse de él. Si la persona que embalsamó a Miguel Miramón era tan buena como la que hizo el mismo trabajo en el cadáver de Tomás Mejía, seguramente el general sí tenía aspecto de estar echándose un coyotito, porque de Tomás Mejía, sus contemporáneos nos dejaron una imagen alucinante: Sí, es el general Mejía… muerto, embalsamado y sentado en algo que puede ser la sala de su modesta casa de la colonia Guerrero, con unas veladoras a sus pies. A él sí hubo oportunidad de retratarlo porque Tomás Mejía dejó a su familia en la miseria más completa, y su viuda, de la que nada más sabemos que era muy joven y que tenía un bebé de pocos meses en junio de 1867, no tenía dinero para pagar la sepultura del general. Un chisme histórico asegura que Benito Juárez, enterado de la miseria de la viuda -de la que ni siquiera conocemos el nombre- promovió una colecta para reunir lo necesario para costear una tumba en San Fernando. Si esto es cierto, la sepultura se concretó y allí está todavía Tomás Mejía, que, en vida, tenía este aspecto:   Al que no le fue nada bien con su embalsamamiento fue al pobre de Maximiliano. En un caso de chambonería escandalosa, el gobierno mexicano le encargó el trabajito a dos médicos que respondían por Ignacio Rivadeneyra y Vicente Licea, respecto del cual se dijeron en su momentos cosas de lo más horrorosas, puesto que Rivadeneyra no sabía gran cosa acerca de conservar muertos -Ratz dice que el señor era como ginecólogo de la época-, Licea tomó las riendas del asunto.

Mientras que, por un lado, el legajo de documentos acerca del embalsamamiento de Max asegura que Licea hizo su chamba como se debía,  entorpecida por una multitud de curiosos que se metieron a presenciar lo que no les tocaba, birlándole al médico algunas pertenencias del archiduque y hasta parte de su instrumental de trabajo, los testimonios de personas como la indignada Concha, aseguran que Licea se puso a vender fragmentos de la barba del emperador de una manera totalmente desvergonzada. Licea dejó un informe, según el cual, el médico de Maximiliano el dr. Samuel Basch, habría estado presente en el proceso y que, incluso, le proporcionó a Licea algunos de los materiales propios del embalsamamiento de cadáveres. incluso, refiere Licea, Basch le proporcionó un excelente «aceite egipcio» con el cual barnizó tres veces el cuerpo. Si le hacemos caso al dicho del sujeto, no habría razones para que el gobierno mexicano se viese obligado a  rehacer el embalsamamiento del desafortunado archiduque.

Es más; en sus escritos, Licea chilla y chilla de que, en el borlote -que erróneamente permitió- armado en torno al cuerpo del emperador, y donde se metió hasta la galopina de la cocina «para ver» (como corresponde a nuestras mexicanísimas costumbres), le robaron parte de su instrumental de trabajo, sin que, después, hallara a quién reclamarle que se los devolvieran o se los repusieran. En este punto, me imagino a Sebastián Lerdo, ministro de Relaciones Exteriores y responsable de todo lo referente al real cadáver, llorando de risa al leer los chantajes sentimentales del médico incompetente, al que, por otro lado, algo le hallaron, porque a Licea lo metieron al bote un ratito por andar comerciando con reliquias austriacas.

Licea reporta que al cadáver de Max, lo colocaron en un «baño compuesto de reactivos» y le aplicaron una mezcla de bicloruro de mercurio con agua, combinación útil para «absorber las humedades». Licea dice que los ojos se reemplazaron por unas piezas «de esmalte de gota» que traía en su caja de instrumentos, aunque la tradición dice que echó mano de una imagen de Santa Úrsula para dotar de ojos -negros- a los despojos de Max. Después de todo esto, y de colgar el cuerpo para que  se secara, Licea explica que procedió a vendar el cadáver en su totalidad: extremidades, dedos, cuello y todo el tronco. Después de las vendas, aplicó una capa de una sustancia llamada dextrina, que se usa como pegamento soluble en agua, como espesante o aglutinante. Licea repitió el procedimiento dos veces más, de modo que el cadáver de Max quedó bien cubierto de vendas y selladito. La tercera y última capa, anota Licea, se fijó con suturas. A ese momento, en los 8 días que duró el embalsamamiento de Maximiliano, corresponde el dibujo que hizo el fotógrafo Francois Aubert, al que le permitieron presenciar el fusilamiento, pero no fotografiarlo. A cambio nos dejó algunos dibujos, uno de ellos el del cuerpo de Max, con el aspecto de momia egipcia, porque ÉSE era el método que más o menos sabía desarrollar el pillo de Licea, porque era lo que había estudiado.

Licea tuvo que escribir largos informes debido a sus pillerías y a sus descuidos. En esos ocho días que embalsamó a Max, parece que se asomó al lugar todo Querétaro, de modo tal que, pasada una semana, los únicos que no habían ido a ver el espectáculo, eran Miramón y Mejía.  En una de esas visitas, un joven diplomático austriaco, Ernst Schmit Von Tavera, que iba a darle una vuelta a su archiduque, casi se infarta al llegar y ver a Max colgando de una cuerda. Licea explicó en ese momento -y luego lo puso por escrito, que nada raro había en eso de andar colgando a «la momia», porque lo mismito habían hecho a la hora de embalsamar a Luis XVIII de Francia.

En el viaje a la ciudad de México, a «la momia» le fue de la patada. Un testimonio afirma que, efectivamente, cerca de Arrollozarco (sic),  al cruzar un arroyo, el carro se volcó, «con las reliquias del señor archiduque», que en buen español quiere decir que el cadáver momificado fue a dar al agua. La experiencia se repitió, según esto, en las cercanías de una Hacienda de los Ahuehuetes. Tan descuidados fueron con el traslado del real fiambre que, siendo junio época de lluvias, «la momia se mojó» -aquí vuelvo a imaginarme a Sebastián Lerdo, ya revolcándose de la risa- . La mezcla de barniz egipcio -haya sido lo que haya sido-, las vendas y la dextrina, deben haber hecho un mazacote espeluznante sobre el cuerpo del pobre Max. Lo que sigue es ya delirante. Cito el informe de Licea: «la acción del agua que penetró permaneció en contacto con el cadáver, lo maceró y produjo en las partes que estuvieron en contacto con el agua la degeneración grasosa llamada adiposiva».  En suma, la reacción química estaba generando grasas que, naturalmente, son mucho más deteriorables que los arreglos estilo egipcio del doctor Licea. Otro poco y el pobre Max empezaba a echar espuma.

El caso es que, llegado a la capital, fue evidente que el embalsamamiento de Querétaro ya estaba para llorar. Hubo que hacerlo de nuevo. Después de un rato de labor, Max quedó más o menos presentable, el pobre:

No contento con todo el relajo en el que estaba metido, Licea tuvo el poquísimo tino y la poquísima progenitora de proponerle una venta al almirante Tegethoff, que al mando de la fragata Novara, había llegado a México para llevarse los reales despojos.  Licea quería venderle al austriaco, háganme favor,  «los efectos personales» del desdichado Max, en la bonita suma de 15 mil pesos. Tegethoff, por toda respuesta, lo denunció ante el gobierno de Juárez. Inmediatamente, la autoridad se apersonó donde Licea, le requisó las pertenencias del archiduque y sin más preámbulos las entregaron al almirante austriaco. A Licea le abrieron proceso y lo guardaron un rato, y a Max o lo que de él quedaba, se lo llevaron a la cripta de los Chapuchinos en Viena, al pobre. Por esos siete meses, entre el fusilamiento y la llegada del cuerpo a Austria, ya era suficiente como para que Max hubiera purgado todas sus tropelías. A otros les fue mucho mejor, como a Francisco Zarco, pero de eso les escribo al rato.

14
Sep
10

Postales del pasado y del presente: Hablemos de perros… Bicentenario

Hoy, martes 14 de septiembre de 2010, cuando faltan apenas DÍA Y MEDIO para que dé comienzo la fiesta del Bicentenario, tengo ganas de cumplir mi promesa y hablar de perros.  Hasta del Perro Bicentenario, que seguramente ya ha llegado y aguarda su turno para entrar a escena y dedicarle fiestas y ladridos al que haya hecho bien sus cosas. Para los que no, seguramente tiene reservada alguna acción repugnante.

Pero en alguna otra entrada de este Reino, decía yo que, en los momentos trascendentes, siempre hay un perro a la mano. No como protagonista, sino, diríamos, como «elemento de apoyo», como «presencia solidaria», como gente de fiar. Pero de que están siempre, ahí están. Bueno, con excepción del mentado perro negro de la canción de José Alfredo Jiménez, al que le matan al dueño «un día que el perro no estaba» porque eso sí, si alguien tiene una especial habilidad para fijar prioridades, estar donde el mitote es mejor o donde por lo menos van a dar de comer, son los perros.

Y la verdad, es que en los testimonios fotográficos y fílmicos de nuestra historia, abundan los perros, siempre como testigos de privilegio, acompañantes decididos o entusiastas seguidores.  Aquí les presento a uno de esos perros: Jimmy, la mascota de la princesa Agnes de Salm Salm: que no posa con su ama, sino con el esposo de su dueña, el príncipe Félix de Salm Salm:

Jimmy, desde luego, consciente de su paso a la historia, como es evidente.

Los Salm eran unos personajes peculiares, de esos a los que la cultura decimonónica definiría como «aventureros», adictos a la adrenalina, incapaces de quedarse quietos o demasiado tiempo en un solo sitio. Tienen que ver con la historia mexicana, porque Félix de Salm Salm, nacido en Westfalia (que era parte de Prusia) en 1828 y que traía muchas horas de vuelo como mercenario (algunos dirían que era una verdadera ficha) decidió en 1866 venir a México e incorporarse al ejército con el grado de coronel y acabó siendo, en el sitio de Querétaro, ayudante de campo de Maximiliano de Habsburgo. No venía solo, lo acompañaba su esposa estadounidense, Agnes Leclerc.

Los Salm, como se sabe,  dejaron sus memorias escritas y por ello disponemos de algunos detalles interesantes, además de algunos datos sobre el perro Jimmy, tan intrépido como su dueña. Doña Agnes sabía tirar con pistola, era una excelente caballista y dicen que una mejor cabildera. Las memorias de Agnes, «Diez años de mi vida (1862-1872)», publicadas hace casi 30 años por Cajica, una editorial poblana, fueron, como dice en su portada, «La Contribución Número 1 de la Editorial Cajica de Puebla al año de Juárez, 1972».

A la dueña de Jimmy, la princesa Agnes, el cultivo de las leyendas alrededor de las peticiones de perdón para Maximiliano, la inmortalizó en una figura de cera que ignoro si aún continúe en su lugar, pero que hace unos siete años estaba en el primer piso del palacio de gobierno de san Luis Potosí, postrada ante otra estatua de cera, la de Benito Juárez. De ella se sabe que fraguó dos o tres planes para que Maximiliano se evadiera de su cárcel queretana, incluyendo la seducción de la guardia. Finalmente, ninguno se concretó, Max se murió y los Salm sobrevivieron. Un simpático retrato de esta pareja es el que construyó el economista e historiador austriaco Konrad Ratz en su curioso musical «Maximiliano», estrenado en México hará unos cinco años.

En sus memorias, doña Agnes se ocupó a ratos de Jimmy. Evidentemente, era un perro consentido: «Este perro es muy habilidoso», escribió la dama. «Como me acompañó durante toda la guerra americana, había experimentado que los rifles on máquinas peligrosas y que hay desgracia cuando se les dispara. Tenía por tanto un sagrado respeto ante carabinas y disparos, pues amaba mucho su vida y también los asados de ternera, beefsteaks, costillas y otras cosas que embellecen la vida de un perro» En aquellos días del sitio de Querétaro, Agnes de Salm hizo toda clases de ires y venires para llegar a la ciudad atacada por las fuerzas republicanas, siempre acompañada de una sirvienta y de Jimmy. El perrillo va a acompañarla  hasta a esa entrevista con Juárez en la que intenta obtener el perdón para Maximiliano.

De aquellos días es esta otra foto, de los generales del imperio presos. Entre ellos está Salm Salm, y a los pies de los militares derrotados… otro perro. Hay quien me ha dicho que se trata de Jimmy, pero el color es diferente:

Y abajo, en completo desinterés por el fotógrafo... otro perro

Pero este asunto de los perros no se queda en estos detalles encantadores. La filmografía de la Revolución está llena de perros entusiastas o por lo menos atentos: un perro avanza delante de Victoriano Huerta cuando el militar ya es presidente, usa abrigo y chistera y camina por el patio central de Palacio Nacional; perros emocionados marchan a la par de Madero a caballo o junto con las tropas carrancistas, como podemos verlos en «Memorias de un mexicano». Alguna vez presencié la hechura de un corto, a partir de muchas de estas películas, que seleccionaba los momentos estelares de los perros de la Revolución. Se iba a llamar «Perritos en la Historia» (como «Cerditos en el Espacio») y se soñó con usarlo para atraer a los niños a la filmografía revolucionaria… hasta que alguien del bando de los historiadores amargados opinó que el asunto era una estupidez, y el artífice del proyecto, incapaz de defender sus ideas, lo echó al caño. Pero un día los perros de la Revolución volverán. Lo cierto es que, desde entonces y hasta ahora, los canes se divierten mucho con el interminable espectáculo de la especie humana.

En ocasión de estos Bicentenarios, los organizadores de las conmemoraciones chilenas se anotaron la puntada de convocar a un concurso: «El Quiltro Bicentenario». En Chile, «Quiltro» es lo que los mexicanos llamamos «perro corriente». La idea era, en 2009, convocar a un certamen fotográfico donde se recuperara la imagen del perrito callejero como cercano al «ser chileno»… o algo así. Vean parte del texto justificatorio:

«Infaltable en las calles, acompañando a los transeúntes, interrumpiendo actos oficiales, durmiendo en el pasto y ladrándole a los autos, el quiltro chileno metió su cola y tomará protagonismo en los festejos del Bicentenario. La Comisión Bicentenario invita a participar en el concurso “El Quiltro del Bicentenario”, iniciativa que premiará a la mejor fotografía de un perro quiltro, entendiéndose éste como el ejemplar canino sin raza definida.

La palabra mapuche “quiltro” significa perro, aunque en Chile se le asocia a un perro sin raza que vive en la calle. El quiltro, es casi una institución en Chile, forma parte de nuestra cotidianidad y está siempre presente: no hay foto o grabación de un acto público sin que aparezca un perro quiltro. Ejemplos recientes son la última Parada Militar y la Fiesta del Bicentenario, donde una quiltra hizo una pausa en su recorrido por el centro de Santiago y se integró a la fiesta, cantando las canciones de Javiera Parra.

El concurso, es organizado por la Comisión Bicentenario, en colaboración con CEFU (Coalición por el Control Ético de la Fauna Urbana) y cuenta con el auspicio de Nikon, Las Últimas Noticias y Champion. La idea es reconocer el papel emblemático que juega este animal en nuestra vida y, al mismo tiempo, incentivar la tenencia responsable y la adopción de éste. Las tres fotografías ganadoras recibirán cámaras fotográficas Nikon.»

De manera que no nos podemos asombrar por completo cada que nos enfrentamos a alguna desmesura en estas cosas de los centenarios mexicanos. Siempre puede haber algo más. En Chile YA tienen Perro Bicentenario y el asunto no fue muy terso que digamos. Mientras los defensores del perro callejero festejaban la ocurrencia, los senadores le pedían a la presidenta Bachelet, para el Bicentenario, una ciudad libre de perros callejeros. De más está decir que el agarrón fue automático, pero nada detuvo el avance del certamen. De hecho, en enero de este año fue anunciado el nombre del fotógrafo ganador, Oscar Fuentes Mardones, de Chillán,  y esta es la foto de perro triunfadora:

El perro Bicentenario chileno

El argumento para premiar esta foto de perro tiene su gracia; ahí les va:

«En esta fotografía se muestra un quiltro, a quien llamaremos ‘cachupín’, quien adopta una curiosa y expectante posición frente a su amo, el cual pareciera tener dificultades para calcular el total de sus monedas. Sus orejas parecieran expresar la complaciente espera de lo que su amo compartirá después de un rato. El quiltro no observa el dinero, sino la intención de alimentarlo. A cambio de ello, su único medio de pago: la fidelidad, la alegría y, en algunos casos como éste, la enorme necesidad de sentirse acompañado.»

Y en estos días de centenarios, hay más perros que se comprometen con la vida real en este Reino: Perros patriotas que no trabajan en la Defensa o en la SPP y que sin embargo desfilan junto a las tropas en las fiestas patrias; perros escépticos de la política nacional, como el mexicano y tapatío Perro Fidel, candidato en las elecciones del año pasado porque los muchachos que lanzaron su candidatura y promovieron el voto para este bull terrier estaban más que hartos de un sistema de partidos cuyos intereses nada tienen que ver con el famoso bien común, vamos, ni siquiera con el «hacer las cosas más o menos bien» que, mínimo, se espera de quienes elegimos para legislar o gobernar:

Ha estado de moda, en diarios mexicanos y extranjeros,  el Perro Kanellos, que, otros dicen, responde por Lukánikos. Este animalito participa en las manifestaciones callejeras de la capital griega y es uno más de los inconformes, uno más de los quejosos de la vida pública en Grecia. Su foto aparece lo mismo en El Universal mexicano que en The Guardian inglés o Le Figaro y Liberátion franceses y muchos más; tiene hasta su blog: http://rebeldog.tumblr.com/

Kanellos no se arredra con facilidad

A Kanellos le llaman «perro rebelde», «perro rijoso», «perro revolucionario» «perro justiciero», «perro antisistema», no le teme al gas lacrimógeno y siempre está en la línea de fuego; mira con ojos desconfiados y retadores a la policía griega. Es de esos perros que, simplemente y de entrada le caen bien a uno por valeroso, por esa peculiar manera de decir «aquí estoy» sin aspavientos y que tanto bien hace a quien es beneficiario de ella. Dentro de cien años, cuando se vean las fotos de estos días, así como ahora vemos a Jimmy junto a Félix Salm, verán a Kanellos, a Fidel, sobrevivirán las fotos de los quiltros Bicentenario, y los que vengan después de nosotros sonreirán con simpatía para los perritos valientes y solidarios.

Kanellos, dispuesto a todo.

Y no, no es que sean LOS personajes de la historia. No, no es una puntada intrascendente hablar hoy de los perros y la historia. No, no es que uno quiera echarle la culpa y/o la inspiración de de las acciones humanas a los perros. No es que en estos centenarios lo que importe sea el Perro Bicentenario… simplemente que los perritos son testigos de lo que sus amigos o enemigos humanos hacen, que su natural curiosidad los lleva a estar en primera fila en todo, que a veces deben creer, como Kanellos, que somos tan inútiles que necesitamos ayuda para resolver nuestras broncas y por eso pelean de nuestro lado, sea cual sea; que se deben morir de risa silenciosa de ver tantos desfiguros como hacemos en aras de la solemnidad y de los homenajes, a tal grado de inventar un Quiltro Bicentenario cuando ellos nada piden que sea más complicado que comida segura y apapachos, y para acabar, me acuerdo de aquella nieta (esta sí) de Plutarco Elías Calles que, una vez, me presentó a su consentidísima perra poodle, «Tarca» y cuando yo le palmeaba la cabeza al animalillo, su dueña precisó, con una sonrisita perversa en los labios: «Su nombre completo es Plutarca». No comments.




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