Lo he pensado un muy buen rato. Y no, no es solamente que a mí no me guste. Es que es malo. Ha sido muy malo.
La noche del miércoles, desde la ventana de casa, he visto las últimas luces de la última fiesta pública de los centenarios. Vistosa, sí, y que da para mucho qué pensar. Pero después de haber visto tres veces el espectáculo «Yo, México» (que, para empezar, no sé qué quiera decir el titulito) y reflexionar cuidadosamente, creo que es un ejemplo de qué pasa cuando una idea que a lo mejor pudo ser buena, fracasa en el mar de la mala planeación.
Mientras, en Guadalajara, háganme favor, las megamarionetas traían un rollo -y que también se acabó ayer-a cual más extravagante, una historia de tres personajes: un campesino gigante, una niña gigante y un perro gigante. Resulta que, a la hora de la hora, SÍ hay un Perro Bicentenario. Lo delirante es que el perro dizque estaba en un bloque de hielo y tardó como dos días en descongelarse para estar a la altura de los acontecimientos, y si se trata de un perro respetable, aplicarse a la misión que le haya sido encomendada. y luego resulta que hay un gigante sepultado por Hidalgo, y una sobrina suya que viene de Morelos, y «buscan» (?) algo así como los «valores de la Independencia y de la revolución» (?). Lo peor es que un articulista de Guadalajara asegura que, en rueda de prensa, el creativo francés que coordina esto, comentó que la historia que narran -o dicen que narran- se le ocurrió al día siguiente de una buena borrachera de whisky, con la cruda consecuente. Para como somos los mexicanos de barrocos, lo que es otras latitudes es una puntada de la vida cotidiana del Occidente posmoderno, esquivale a irreverencia y falta de respeto. Yo puedo opinar que más le valdría al francés cambiar de marca de whisky, pero hay gente que se lo ha tomado mal.
En fin. Eso es para escribirlo otro día, aunque creo que, con la expectación casi nula que ha creado en cualquier otro sitio que no sea Guadalajara, donde la autoridad educativa encargada de la vocería (que no de la planeación, organización y administración, que es, a la hora de las auditorías, lo que VERDADERAMENTE CUENTA), asegura que compartieron el mitote megamarionetil unos tres millones y medio de personas, el asunto se va a volver materia de análisis para los que estudiamos algunas de estas cositas o los que tengan ganas de enterarse en qué y cómo se gasta el dinero público.
Confieso que a mí me llama la atención EL PERRO, que, ha de decirse, está muy bonito y bien hecho, y cuya presencia demuestra que en todo mitote notable y/o memorable, tiene que haber uno de estos buenos animalillos
Pero yo iba a decir otra cosa.
Iba a decir que triste final el de conmemoraciones, que prefieren llevársela bajito, por la tranquila, y poner allí nomás los espectáculos para que, quien pueda, los vea. Si es que los alcanza a ver. Porque «Yo, México» era, a semejanza del espectáculo de manufactura mexicano-australiana, un proyecto pensado para producción televisiva, donde sea posible ver los close ups y hasta los big close ups de los bailarines que -no sé a quién se le ocurrió la idea- solamente ven quienes llegaban a la primera fila de la barrera. El resto de la gente pudo ver los muros iluminados, asunto muy llamativo y muy vistoso… pero no mucho más.
El Zócalo de la Ciudad de México, bestia dulce y amarga al mismo tiempo, se rebeló a los que pensaban que estaba domesticada, amansada por el solo hecho de vestirla con luces de colores. El Zócalo tiene sus dimensiones y acoge a la gente en su dinámica: ven los que están en el centro; no ven los que están en las orillas. Si el espectáculo está en el centro de la plaza, los que están en la esquina de Madero o de 5 de Mayo, no ven maldita la cosa. Tendrían que esperarse a que vendan el DVD, porque me imagino que tendrían que vender un DVD para que la gente vea lo que no vio. ¿no?
Hasta la tercera ocasión que vi el espectáculo me di cuenta de que había un escenario, una enorme pasarela. Vista a ras de piso, nunca me hubiera dado cuenta. Pero los dioses bicentenarios me hacen a veces pequeños guiños.
La iluminación de los edificios, hay que decirlo, estaba hermosa. No le entendí, como la otra vez, a los esqueletos. No sé qué hacen ahí ni para qué, pero estan bonitos. Tal vez, pero sólo tal vez, le hubiera gustado al arquitecto Ramírez Vázquez ver el Zócalo vestido con la tipografía que él inventó en 1968 para las Olimpiadas:
Pero a lo mejor le estoy dando vueltas al asunto. A lo mejor funcione más que, en ordenada lista, enumere mis objeciones:
- Nada tenían que hacer allí los bailarines. La gente no los ve. Son muchos y seguramente salió en un buen dinero, que no está debidamente aprovechado.
- El discurso en los muros, aunque hermoso, no acaba de contar una historia. Eso sí: ver entrar la sombra de ¡un barco! que además se adivina precioso, a la Plaza de la Constitución, ¡es impresionante! y un trenecito, como de juguete, corriendo por los ventanales de los edificios es una cosa simpática y tierna. Las luces, estrictamente las luces, son un asunto de gran belleza. Quizá si lo hubiesen dejado así, sin rollos y discursos, hubiera quedado mejor.
- Pero si se habla de historia, se debiera hablar bien. Los periodiqueros del espectáculo delataron que los responsables de los contenidos nunca conocieron los pregones de un voceador, pero tampoco tienen idea o voluntar de explicar la historia. Con repetir los textos de los libros basta, al fin que es muy rápido y la gente no se fija (entonces, ¿para qué hacer esto?). Imposibles los periodiqueros que proclaman «la constitución de 1857: ¡contiene las estructuras del Estado moderno» Esta frase, como muchas otras, ¿qué le dice a un estudiante de secundaria? ¿qué a una ama de casa? ¿qué a un jubilado? Extraña la megapifia de la cadena de pregones, muchos de ellos igual de complejos al que cito (o quizá no): eso no es divulgación de la historia.
-
Si los artífices de este asunto son capaces de generar, a fuerza de luces y animación, la impresión de que uno de los edificios del Zócalo, EFECTIVAMENTE se está derrumbando, seguramente podían haber hecho muchas más cosas sin necesidad de rollos edificantes para que la gente»adquiera conciencia» y sentido de la unidad. Por otro lado, afirmar que el terremoto de 1985 «sacudió conciencias» (un lugar común que ya tiene 25 años de existencia) e hizo resurgir a la sociedad civil es absolutamente cierto… en territorio chilango. El impacto físico, emocional, del terremoto de hace un cuarto de siglo es innegable, y ya es historia. Pero el impacto social es, fundamentalmente un fenómeno que ocurre en la ciudad de México, porque en el resto del país la concentración poblacional y la magnitud de los daños no llega a ser tan notable, notoria y trascendente para nuestra vocación centralista. El discurso que se echan en ese punto del espectáculo, entonces, tiene un problema de receptor. ¿Es el que se pretende? ¿Qué le dice a todos los que no vivieron el acontecimiento, a los que lo vivieron pero no se acuerdan de los matices profundos, a los que no son de aquí? Y, de todas maneras, resulta que, en ciertos puntos de la plaza, ni caso tiene preocuparse, porque el rollo ni siquiera se alcanza a entender. hay que ver lo que ocasionan unas bocinas mal puestas.
- De todos modos no queda claro. Del llamamiento y el exhorto, a la pachanga, al karaoke más grande del país. Y el mensaje es bastante extraño. Los agudos estrategas que hayan seleccionado «Yo no fui» cantada por Pedro Infante con ritmos modernos injertados querían decir algo muy poco claro: ¿un «yo no fui» es el mensaje de una entidad de gobierno a una colectividad? Y, encima, ¿hay que llamar a la muchedumbre a la solidaridad? Yo no fui, tú no fuiste, nosotros no fuimos. Por cierto, la gente NO CANTABA. Uno que otro, tal vez. Pero el karaoke fracasó, y sigo sin entender la elección de la canción. Habrá quien me diga que no le busque sentidos ocultos a lo que no los tiene, que simplemente era una canción «que a la gente le gusta» y que no tiene nada más detrás. Si no tiene nada más detrás, SÍ que es grave. Si a la gente le gusta Pedro Infante, no habrá en su horizonte nada más que Pedro Infante. ¿Todo tiene que adquirir ambiente de fiesta de ciertas bodas? Puede que por mí hable la ideología, el sentido de clase, los años de escolaridad que me ponen fuera del promedio nacional. Pero en TODO hay ideología. Y prefiero mi visión del mundo a la del «yo no fui».
- ¿¿Nadie les dijo que la pieza musical con la que se ambienta la década de los sesenta, las películas de la olimpiada y del movimienro estudiantil de 1968 ES LA MISMA que usa el programa radiofónico El Weso como rúbrica?? Como dato complementario, El Weso es uno de los espacios periodísticos -con sus asegunes- que se dedicaron durante casi dos años a pitorrearse y a criticar en mala onda las conmemoraciones federales del Bicentenario y del Centenario. Nomás no le entiendo a su máquina de producir significados.
- En términos absolutamente escénicos, la hora y media del espectáculo tuvo muchos puntos muertos. No había gente tan absolutamente pendiente del asunto, como no estuviera pegado a las pasarelas, es decir, la menor cantidad de asistentes. En los momentos de discurso, el movimiento de la gente, para salirse del Zócalo, para cambiarse de lugar, para intentar acercarse a donde pudiese ver algo, para hablarle a la hermana , a los cuates, a los sobrinos para ver en qué parte de la plaza estaban, resultaba constante, como constantes los vendedores de chacharitas brillantes con su cauda de compradores, tan constante como los que, ante la imposibilidad de tomarle fotos a algo más allá de los muros, se tomaba fotos a sí mismo y a sus acompañantes. Eso, en comunicación MUY BÁSICA, quiere decir que el mensaje, o es malo y por tanto ineficaz, o se transmite de manera inefectiva. En cualquiera de los dos casos, resulta que a lo mejor no era necesario tanto tiempo ni tanto dinero aplicados.
- No sé, tal vez sea un eufemismo hablar del «estado crítico en el que nos hallamos», como inicia el mensaje final; tal vez sea una muy elemental puntada que quisiera ser propagandística la que al final habla de «trabajar en equipo» (esas cosas son como de Plaza Sésamo), con las mismas voces de los spots oficiales que se transmiten en tiempos de Estado. La gente, que es muy noble, aplaude cuando hay de qué aplaudir. En muchos puntos guardaron educada compostura. Si empezaban algunos reclamos si daban las 9 de la noche y, apenas librando la novena campanada, no se encendían las luces para inciar el espectáculo. Pero si es cierto que nunca oí rechiflas indignadas, los aplausos son para los fuegos artificiales, para las adelitas -los que las pudieron ver-, hacen gracia los esqueletos enigmáticos.
- Y hay que decir, para terminar, que nuestra vocación centralista nos gana y no supimos o no quisimos corregirla o por lo menos disimularla. El INEGI acaba de informar que los mexicanos sumamos poco más de 112 millones. Y se estima que «Yo, México», que es como se llamó esto, fue visto por un millón de personas. ¿A esto se referían cuando hace dos años prometieron «llevar la historia a todos los rincones de México»? De veras que me dio una cierta melancolía la noche que vi las últimas luces en el Zócalo, pero no por el espectáculo, sino por todos estos que hoy me acompañan aquí, que son los verdaderos protagonistas de los centenarios de 2010, convencidos de que sí había algo que celebrar, que conmemorar, qué festejar, qué recordar:
Pronto se acabará este año, que a veces pensé que nunca llegaría. Unos continuaremos nuestros proyectos y correremos tras de nuestras quimeras; otros tendrán que pensar cómo van a darle sentido a su vida, ahora que el Elefante Bicentenario empieza a desvanecerse, y el Perro Bicentenario decide cambiar de vocación y se a una plaza griega a armar tándem con el perro Kanellos. Pero con el cierre del año tendremos que hacer mea culpa: los que andamos en esto, ¿lo logramos? Esa gente que se entusiasma con el recuerdo de nuestros próceres, de los «héroes que nos dieron patria y libertad» (si alguien hubiera cobrado derechos por la frase, se hubiera hinchado de lana), ¿sabrá, hoy, primer día de diciembre, un poquito más del mundo en que vivieron? Este examen de conciencia de los historiadores, de los divulgadores de la historia, aún está pendiente, y, no sé por qué, creo que no nos va a gustar del todo. Y la perra duda me viene de pensar cuántos casos hay todavía, como el de un pequeño de siete años, hijo de un respetable académico universitario, que, cuando su padre, juguetonamente, le preguntó por los «héroes de la patria», su tierno pequeño respondió: «los héroes de la patria son Super Mario, Luigi y Honguito». No comments.
Comentarios recientes