Pues hete aquí que en la Villa de Guadalupe, hacia la segunda semana de septiembre de 1823 empezaron a concentrarse los enviados que traían los restos de todos los personajes de la insurgencia, próceres, héroes o como gusten llamar. Mientras los restos de Hidalgo, Allende, Aldama y Jiménez hacían su tour de la nostalgia, el reencuentro con sus fans y el gran desagravio multitudinario que todo el Bajío le prodigaba a los iniciadores de la insurrección, de Ecatepec se trajeron al padre Morelos y quienes nos dejan testimonios, como Carlos María de Bustamante, se tomaron la molestia de acotar que su cuerpo «estaba entero», ni decapitado ni cosa parecida, por deferencia de su gran contrincante, Félix María Calleja. De Valladolid traían «en un baulito enlutado», los restos de Mariano Matamoros, y desde el Cerro del Bellaco, en Guanajuato, los de Xavier Mina.
Hay que decir que, los testimonios nos indican que nadie se tomaba el asunto como forzado, o que tanta ceremonia y homenaje se debiera únicamente a que el decreto que disponía el rescate y homenaje de los restos estuviera firmado por José Mariano de Michelena, Miguel Domínguez, Vicente Guerrero y José Joaquín de Herrera, del mismo modo que nadie se tiró a la tragedia por la disposición de que los ilustres y reivindicados restos fueran a reposar a la Catedral. El jovencísimo México era un país absolutamente católico, no había fieros comecuras que se negaran a depositar sus preciadas reliquias en un recinto religioso, ni hubo clérigos que ofrecieran tenaz y pública resistencia (lo que no excluye la posibilidad de que hubiese muchos inconformes). Sin embargo, no se armó ningún mitote que, de tan grande, perturbara la magnitud de la ceremonia. Es interesante agregar que esto viene a corroborar las recientes conclusiones de la Conferencia del Episcopado Mexicano, según las cuales las excomuniones de Hidalgo y Morelos habían sido levantadas en sus trances de muerte. Iba a estar más difícil que las autoridades de la Catedral admitieran, así como que de buenas a primeras, a un par de excomulgados, aunque fuesen los padres de la patria.
En el caso de los cuatro caudillos de los primeros días de la insurgencia, los habitantes del Bajío se esmeraron y produjeron poesías que, además de homenajear a los restos de los señores en cuestión, cumplían a la perfección con la encomienda del desagravio que determinaba todas las disposiciones del Congreso. Aquí, otra octavita de aquellos días:
Octava
Amor y gratitud y loor eterno
y lágrimas salobres y sollozos
a las cenizas frías de un Padre tierno
en tributo ofrezcamos presurosos;
pues a manos de furias del Averno
y en medio de suplicios horrorosos
su sangre derramó por darnos vida
y por sellar la libertad querida.
Ah, un detalle interesante. Este decreto de 1823 ya dispone que las tropas harán a los restos famosos «los honores que previene la ordenanza para los capitanes generales, con mando en jefe y que fallecen en la plaza». Como pueden ver, hay interesantes antecedentes del reglamento del ceremonial militar al que se ha atenido la forma del paseo de huesos del otro día.
Ha de reconocerse que los encargados de las exhumaciones trataron de hacer bien su trabajo. El acta de exhumación de Mina, hecha el 27 de agosto de 1823, asegura que, apoyados en la guía de dos «individuos», los encargados del asunto se internaron en el Campo del sitio del Fuerte de los Remedios, y no les quedó duda alguna de que se tratara de Xavier Mina, y «fueron depositadas sus reliquias» (ojo con el término) «en un féretro lo más decente que en esta hacienda pudieron proporcionar».
Como de costumbre en estas ocasiones de contento, no faltan las complicaciones: los sanmiguelenses escribían a Guanajuato pidiendo permiso para tomar, de los recursos del ayuntamiento, lo necesario para costear las exequias (le calculaban unos 60 pesos); los de la jefatura política de Guanajuato respondían que no tenían facultades para ello, pero que les echaban una mano con la Diputación Provincial para que les autorizaran la medida, en fin, para variar, naaaada nuevo.
Fue tanta la prisa que traían en el Tour del Bajío que, en el reporte que hacía el 19 de septiembre el sanmiguelense Ignacio Cruces, que hubo de admitir que, la neta, no habían tenido tiempo de corregir el borrador de la oración fúnebre que prepararon. Lo cierto es que en esos días no hubo quien durmiera en San Miguel, entre cañonazos de artillería, redobles cada cuarto de hora hasta las 9 de la noche y continuados a partir de las ¡cuatro de la mañana! y hasta las 9, cuando tocaba que cantaran misa que se desarrolló entre «dobles» de tambor y más cañonazos de artillería. Inolvidable el asunto, como pueden ver.
Lo que es inquietante, para el que le inquiete esta historia, es que en todos estos documentos se habla de los «ilustres huesos», sin precisar, bien a bien a qué tantos huesos se refieren, es decir, ¿cabezas y cuerpos reunidos de los señores que habían sido decapitados, como se supone que ocurrió en Guanajuato? lo que sí refieren es que, a su llegada a México, el famoso teniente Luna estaba entregando UNA URNA que «conducía» -contenía- los «respetables restos». Cómo estaban acomodados, cómo se cuidaron de identificar cada uno de ellos, es cosa que no se detalla, pero nadie nos asegura que, desde entonces, uno que otro hueso hubiese ido a dar a donde no le tocaba.
De otros próceres de la independencia, como Leonardo Bravo o Hermenegildo Galeana, la verdad es que nadie supo encontrarlos, fuera porque habían ido a dar a una fosa común que, incluso ya había desaparecido, fuera porque sencillamente, nadie sabía dónde buscar.
Bustamante nos proporciona, en su Diario Histórico, la crónica de aquellos días, complementada por las aportaciones al homenje colectivo que efectuaron periódicos como La Águila (sí, La) y El Sol. Cuenta don Carlos, el 13 de septiembre de 1823, cuando, por lo que anota, había un aguacero de perros, el Congreso se puso a trabajar en el ceremonial que implicaría pasear a los «huesos patrios» (y dale… el domingo lo acabo de leer en un texto del Reforma… parece que nadie tiene la claridad mental para percibir lo absurdo de la expresión): una comisión de trece diputados, el presidente del Supremo Poder Ejecutivo, y nuevos honores por lo que llamó Bustamante «milicia cívica». Mientras los señores diputados se ponían de acuerdo, «El Sol» contaba que, a su paso por Querétaro, los restos de los insurgentes eran acompañados por indios y «personas miserables» que, desde muy lejos y con vela en la mano (otra vez: la idea de la procesión religiosa) se unían al cortejo.
Para la mañana del 15 de septiembre, acota Bustamante que los restos de Morelos, enteros, hacían su entrada a la Villa de Guadalupe. Un detalle interesante: eran tres las bandas de música que acompañaban los despojos del cura de Carácuaro y no le tocaban ni marchas fúnebres ni acordes militares: sones y valses para Morelos. Lindo detalle para pensar.
«Los cadáveres» -continúa Bustamante- que en realidad no eran sino restos áridos, iban en cinco urnas. Cómo se acomodaron, quién con quién, cómo y en dónde, es cosa que Bustamante no detalla. Lo que sí nos cuenta es la pomposa procesión que se armó: caballería con uniformes de gala, avanzando al toque de trompeta, la primera urna (¿con los restos de Hidalgo, Allende, Aldama y Jiménez?) llevada -ah, qué ironías, por tres antiguos realistas y un solo insurgente; a continuación las otras cuatro urnas. integrantes de la Diputación Provincial y del Ayuntamiento, compañías de infantería y nuevamente, caballería. Detrás, «más de trescientos coches de duelo». Todo un gran cortejo, mucho más solemne que la simpática fiesta con la que había llegado, lo que quedaba de Morelos, desde Ecatepec.
Como, la verdad, nadie traía prisa, llegaron a la ciudad de México con las frescas de las seis de la tarde, y el cortejo enfiló a Santo Domingo, donde «se depositaron los huesos» para pasar la noche. Aquí viene otro incidente curioso que da mucho qué pensar: «En la noche», agrega Bustamante, «pasó el jefe político a separarlos [los restos] para que todos fuesen bien colocados en un magnífico carro». Separarlos por qué, de qué manera, a santo de qué, es otra incógnita, según la narración del periodista insurgente. Lo que sí queda claro es que en su trayecto desde Chihuahua, si es que llegaron enteras y cabales «las huesas», Guanajuato y demás destinos del tour, los despojos de los señores que nos dieron «patria y libertad» (ok, ok, prometo no volver a usar la archimentada frase) fueron ordenados, reordenados, acomodados, reacomodados, juntados, separados, vueltos a juntar y vueltos a separar.
A la mañana siguiente en muy solemne procesión por las calles de lo que hoy es nuestro Centro Histórico, los restos de los insurgentes avanzaron en calles silenciosas pero llenas de gente. Muchos de los vecinos habían adornado sus casas, conforme al anuncio que el día anterior se había circulado por toda la ciudad, con cortinas blancas y lazos negros.
Por lo que cuenta Bustamante, este sentimiento de desagravio que nos explica que tantos años después sigamos en estas cosas era muy intenso doce años después del fusilamiento de Hidalgo y sus compañeros. Escribe el periodista que mucha gente lloraba y «hacíanse votos por el descanso de sus almas y al mismo tiempo se imploraba la justicia del cielo para que vengara aquellos asesinatos». Además del desagravio, la venganza, cosa interesante.
Entre grandes ceremonias, rodeados de milicia de niños con tambores, los restos llegaron a Catedral. Bustamante decía que Vicente Guerrero tenía un semblante lloroso, juzgó el cronista, porque recordaba a Morelos. Misa, sermón de una hora pronunciado por el Dr. Argándar, vocal del Congreso de Apatzingán designado por el cura de Carácuaro, responsos y ¡por fin! los restos se quedaron… en la capilla de san Felipe de Jesús, entre repiques de las campanas.
Bustamante refiere que el número se acabó a eso de las tres y media de la tarde. Circulaban abundantes papeles cuyos contenidos llaman la atención, porque se trataba de un ejercicio de memoria, de «actualización», de dar todos los elementos posibles para que la gente pudiese valorar el sentido profundo de lo que acababan de presenciar, que, ha de aclararse, no es el mismo sentido que tendría lo que vimos el 30 de mayo de 2010.
La Gazeta reprodujo la sentencia de Calleja contra Morelos, e incluso, deja constancia Bustamante, algunos de los textos incluidos aludían a algunos personajes que para ese septiembre de 1823, aún vivían. Se publicaron las poesías de la pira honorífica que se había montado en Catedral (de esas muestras de arquitectura efímera habría que hablar después), y tres periódicos: El Sol, La Aguila y El Diario de México presentaron «cosas preciosas y dignas de la memoria de nuestros hijos». Otra vez el ejercicio de la memoria: escribimos, hacemos, para que el pasado no se pierda, para que nuestros hijos no olviden, para que alguien, un día, recuerde lo ocurrido. Como dentro de veinte o treinta años o cuarenta, los niños que estuvieron en Reforma el 30 de mayo dirán que vieron pasar los cráneos de los insurgentes, si es que la memoria de estos centenarios de 2010 pervive y se conserva.
La estadía de los restos en la capilla de San Felipe de Jesús fue provisional; después se colocarían en la bóveda de los virreyes, debajo del Altar de l os Reyes, «hasta que se forme el sepulcro que deberá de contenerlas y que habrá de erigirse con el gusto y arte que pide la justicia y el decoro de la nación mexicana, pues el respeto debido al augusto Sacramente del altar y las liturgias no sufren que estén a la vista». O sea, no era tanto el entusiasmo por los despojos terrenales de la insurgencia que los estuvieran contemplando a toda hora: se les daría una digna sepultura, resarciendo la ofensa de sus ejecuciones. No sé qué tan consciente de ello era Francisco González Bocanegra cuando escribía la letra del Himno Nacional, muchos años después, pero, con toda esta historia, es muy explicable, más allá del tono épico del himno, esta idea del «sepulcro de honor» que merecía un conjunto de personajes a quienes el México de 1823 se sentía obligado a honrar y desagraviar.
Todo esto ocurrió el 17 de septiembre de 1823; finalmente los restos sí se fueron al que iba a ser su destino durante una buena porción de años; finalmente los congresistas se salieron con la suya, finalmente Miguel Hidalgo sí entró a la ciudad de México, finalmente inició la ruta hacia la nominación de Padre de la Patria. Iban a pasar varias décadas antes de que se armara otra bronca por los restos de los caudillos insurgentes. Por lo pronto, anotó Bustamante, «Los huesos contenidos en las urnas pertenecen a los señores Hidalgo, Allende, Aldama, Mina, Matamoros, Rosales, Morelos y Jiménez.» Pese a que había razones para cuestionarse si algunos de esos retos eran de quienes se decía que era, y por «razones» me refiero a lo accidentado de los enterramientos en los lejanos días de la insurgencia, la distancia recorrida, los vaivenes del camino, los acomodos y reacomodos en una, en «varias», en cinco urnas, en dos si le hacemos caso a la relación publicada en la Gazeta Extraordinaria del Gobierno Supremo de México del 20 de septiembre, NADIE se cuestionó si eran o no eran. De unos y otros había mayor o menos certeza de que fueran quienes todo mundo esperaba, deseaba y daba por hecho que fueran.
Bustamante explica esta circunstancia de manera muy clara: un mes antes de la solemne procesión, reflexionaba, a propósito de la petición de la diputación provincial de Valladolid, que deseaba le entregaran los restos de Morelos «la América mexicana abundaba de mármoles y bronces para erigir estatuas, pero carecía de héroes a quienes consagrarlas, ahora ya se le presentan…» Estaban los mármoles, estaban los héroes en las condiciones más materiales que se pudo, estaba creada la tumba honrosa y dignificante. Todos contentos.
El expediente se cumplió de la mejor manera posible; la Gazeta hablaba de una urna con cristales, «lo que proporcionaba que el público viera los preciosos restos de sus primeros libertadores» y «sobrepuestos de metal dorado, arabescos y láminas de plata en que se puso el nombre de cada héroe, que con separación se ven reunidas (o sea, ¿juntas pero no revueltas?) y hacen el contraste más tierno (sin comentarios) y grandioso. Acotaba la autoridad que, pese a lo suntuoso del arreglo, «hecho con la mayor magnificencia» había resultado muy barato a la hacienda pública (perfecto: quedar bien a precio decoroso), «menos de la décima parte que importaban en el anterior gobierno las honras de los reyes».
El único detallito es que, con tantas carreras, de julio a septiembre no hubo manera que se apresurara la hechura del sepulcro del Altar de los Reyes, de modo que los padres de la patria fueron una temporadita hospedados en la capilla de San Felipe. Quién sabe por qué estas cosas nunca quedan a la hora en que se las necesita. Pero el caso es que se había cumplido y de ello se dejó constancia en las poesías de la pira. Esta, en particular resume de qué se trató el mitote de 1823:
A los mortales despojos
de los inmortales Varones
que habiendo echado los cimientos
de la libertad de la patria,
sacrificados con vileza, murieron heroicamente.
México reconocida y llorosa
les tributa los honores fúnebres
el día 17 de septiembre de 1823
¡Ah!, y el 20 de septiembre se aplicaron los señores congresistas a la conmemoración del Grito de Dolores, que por andar en esto de los huesos, habían pospuesto el día 16. Lindo.
OTROS HUESOS CÉLEBRES
En estas de los huesos andábamos y casi al mismo tiempo teníamos enfrente dos fenómenos de huesos ilustres, con lo llamativo que tiene uno de los dos casos y los pertinentes matices del otro. Y digo los pertinentes matices del caso porque no van a faltar los que piensen que es una absoluta falta de seriedad traer a colación el debut en público del Coahuilaceratops Magnacuerna (¡¡me encanta el nombre!!), fósil mexicano, si es que a alguien le quedaban dudas con el nombrecito, recientemente descubierto y aún más recientemente mostrado en público.
Creo no faltar a la verdad cuando opino que me parece que la traducción más terrenal y precisa de Coahuilaceratops Magnacuerna es algo así como «Animalote de Coahuila con tamaños cuernotes», y que me disculpen los paleontólogos, pero nomás ve uno la foto y queda claro que era inmenso el ilustre bicho. Miren nomás el tierno cráneo:
Casi dos metros de cráneo y cuernos ilustres
Al Coahuilaceratops magnacuerna, coincidentemente, lo presentaron en sociedad el viernes 28 de mayo, un par de días antes de que salieran de paseo los padres de la patria. Si nos vamos al criterio de antiguedad, el bichote de Coahuila tiene prioridad: se calcula que vivió hace unos 72 millones de años, en la segunda etapa del Cretácico.
Al paleontólogo aficionado Claudio de León le debemos el hallazgo, hace siete años, del Coahuilaceratops. De hecho se encontró dos: un bicho adulto y una cría. Le calculan al animal papá (o mamá) dos metros de alto, 6.7 metros de largo, cabezota de 2 metros y cinco toneladas. Los especialistas dicen que este animalote herbívoro le inspiraba saludable cautela al mismísimo Tiranosaurio Rex y que fue el primer dinosaurio cornudo que vivió en México. Toda una celebridad, como se puede ver.
Por lo pronto, hay ya un robot, desarrollado a partir de la reconstrucción de los paleontólogos (y eso también habla de la posibilidad real de reconstruir los rostros que una vez fueron los restos paseados por Reforma) que está en uno de los museos más bonitos de este país: el Museo del Desierto, en Saltillo, donde hoy debe ser delicioso esperar el remojón de su fuente invertida. Si alguien tiene oportunidad de conseguirse, por cierto, el disco de Antonio Russek «Música del desierto», hecho para el museo, el track 2, «Dinosaurios», va a ir muy a tono.
Los otros huesos ilustres que salieron a la escena pública no sólo son ilustres: son ilustrísimos. Nada más y nada menos que ¡los huesos de Galileo Galilei! Cuando no falta quien se esté quejando de que se está dando un trato de reliquia católica a los restos de los caudillos insurgentes, resulta que aparecen un premolar y dos dedos de un hombre perseguido por la Iglesia y que, encima, reciben un trato cuasi religioso.
Desde el 11 de junio, en el Museo de la Historia de la Ciencia en Florencia están los dedos famosos y el premolar, que, aparte de ser objeto de miradas curiosas ha servido para que nos enteremos casi 450 años después, que Galileo rechinaba los dientes mientras dormía. Trascendentalísimo. El hecho de que anden por un lado los dedos y el premolar y el resto del cuerpo ande por otro es una de estas historias parecidísimas a la de nuestros mexicanos próceres.
Ocurre que en 1737, lo que quedaba de Galileo, que se había muerto en 1642, fue removido de su enterramiento original. Trasladaron los restos del pobre hombre a la basílica florentina de la Santa Croce. Lo bonito es que en pleno Siglo de las Luces, los encargados de la exhumación que eran fervientes estudiosos de la obra de Galileo, decidieron separar 5 piezas de los restos. Y sí, tenían toda la intención de conservarlas como reliquias. Una vértebra se fue a la Universidad de Padua (qué elecciones. La de la vértebra, digo), un dedo estaba en el Museo Galileo, y estas tres piezas de ahora desaparecieron, hasta el año pasado, cuando un coleccionista adquirió un relicario del siglo XIX y dentro halló los ilustrísimos huesos y el premolar.
De manera que los que se quejan por el trato de reliquias que se les está prodigando a los restos de los insurgentes mexicanos bien podrían repensar esta deliciosa paradoja de los huesos de Galileo. Por lo demás, y hasta donde yo sé, ni el hallazgo ni la exhibición han variado un gramo la trascendencia histórica del caballero, aunque no deja de ser llamativo, por decirlo de manera fina, que pongan los deditos junto a los lentes y algún telescopio. Pero en fin. Los discursos de la memoria se integran de las piezas más inusitadas. De los huesos mexicanos, les cuento un par de cosas más.
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