Posts Tagged ‘Restos humanos de personajes célebres

17
Ago
10

¿Sabe usted qué cosa es «volar»? La historia de Jacobo Dalevuelta y el falso robo de los restos de José María Morelos

Volar”, en el lenguaje peculiar de los periodistas, es inventar, crear una historia que a veces toca los linderos de lo inverosímil; en otras, de tan bien hecha, resulta completamente verosímil.  Si la suerte acompaña al reportero volador (el que vuela, el que inventa historias), su “volada” pega, funciona, cunde, se reproduce hasta niveles insospechados.  

Hoy, cuando faltan 29 DÍAS para que estemos conmemorando el Bicentenario del inicio de la Independencia, y a la hora en que iniciaba el segundo recorrido en este año, de los restos de los próceres de la insurgencia (a los que me niego a llamar “restos patrios”) hallo en el periódico un dato encantador: a la hora de remover los restos en la Columna de la Independencia, se ha encontrado una tarjeta personal perteneciente a un reportero, a Fernando Ramírez de Aguilar, conocido por su nombre de guerra, “Jacobo Dalevuelta”.  Ahí está su impronta, para dar fe de una de las voladas más exitosas de los últimos cien años; tan exitosa que, desde su publicación en 1925, en el periódico El Universal (el mismo de este 2010), cada tanto los colegas se enteran de la versión y le vuelven a dar la primera plana.

Me refiero a la historia del robo de los huesos de Morelos,  que empezó a surgir en el papel impreso hace ya casi 85 años, en vísperas del traslado de los restos de los próceres insurgentes de la Catedral Metropolitana a la Columna de la Independencia. Pero para hablar  del asunto primero veamos qué es eso de andar volando:

“Volar” es cruzar esa franja que separa al buen periodismo de la literatura; rara vez los efectos son estrictamente noticiosos,  eso sí, son de un dramatismo muy llamador. Hay “voladas” memorables, como la de aquel reportero que llegó a su periódico con una espléndida crónica de la escenificación de la Batalla del 5 de Mayo allá en el Peñón… misma que se había suspendido. 

Los reporteros que vuelan han inventado asesinos de delincuentes y extraterrestres, y eso por hablar de los casos más llamativos. Cuando entre los del gremio leemos una nota muy desplegada, que a la hora de una revisión minuciosa, le faltan elementos que sustenten lo escrito, algunos dirán que se trata de “una nota muy volada”.  Cuando alguien empieza a dejar que le suba el nivel de invención en la sangre, algún colega le dirá: “¡¡estás volaaandooo!!”. Aún andan por allí algunos personajes que llevan volando una buena porción de años; el detalle es que sus creaciones aparecen en los periódicos, en los noticieros de radio o televisión; no son carne de novela. Lo suyo es la noticia que impacta, que emociona, que engancha al lector.

A veces, en el trabajo cotidiano hay algún indicio de nota, una semilla, un pequeño dato; a veces, con ese mero indicio, el reportero busca a alguna de sus fuentes para redondear el asunto, para que la invención tenga, al menos, cimientos interesantes que eviten el oso del desmentido. “A esto se le llama volar con instrumentos”, me dijo una vez, con un guiño,  un amigo muy querido, una tarde que estábamos construyendo la nota principal de una sección.

Toda esta explicación antropológico-gremial es necesaria para entender lo que pasó con las voladas de Jacobo Dalevuelta. A la hora de pensar en lo que ha sido este siglo, esta es una de las historias definitivamente divertidas que hay que rescatar.

DE CÓMO DALEVUELTA CONCLUYÓ QUE LOS RESTOS DE MORELOS HABÍAN SIDO ROBADOS

De un «posiblemente», de un «a lo mejor»; de un «es posible que…», se sigue, para decirlo en buena lógica, cualquier cosa. La historia de Dalevuelta y los restos de Morelos es un ejemplo cabal de ello.  De un «posiblemente», Alguna vez, platicando del tema con mi buen amigo Humberto Musacchio, él me decía con una especie de bondad, no exenta de ternura hacia esos reporteros de 1925, que a lo mejor no eran precisos como instrumentos de medición, pero que tenían una pasión por su oficio que hoy, muchas veces, se echa de menos: «piensa que esos reporteros no tenían más que papel y lápiz para trabajar». Entre eso, la sed de la notoriedad periodística inherente a todos los del gremio, el estilo periodístico de aquellos días, y el juicio apresurado, es que se fabricó esta sensacional volada sobre los restos de José María Morelos.

Respecto a lo que ocurrió con los despojos mortales del cura de Carácuaro hay dos momentos. El primero, el origen de la leyenda urbana según la cual, el hijo de Morelos, Juan Nepomuceno Almonte, que pareciera haber necesitado ayuda siquiátrica para resolver sus conflictos con la figura paterna, se habría llevado los restos de la cripta de la Catedral para hacer con ellos «algo» que a la fecha sigue siendo motivo de especulación: las hipótesis abundan. Desde aquella idea que tenía don Ernesto Lemoine acerca de los restos arrojados al mar, hasta las versiones mucho más sólidas acerca de cómo se revolvieron los restos de todos los insurgentes trasladados a catedral en 1823.

El segundo se refiere a estas curiosidades del gremio periodístico, donde “volar” puede convertirse en todo un arte. Y, aunque entre gitanos no nos leemos la buena ventura, lo cierto es que la hazaña de Dalevuelta merecería formar parte de una antología con las grandes puntadas del periodismo de este país.

DOS PALABRAS ACERCA DE JACOBO DALEVUELTA

Jacobo Dalevuelta (Oaxaca, Oax.,1887-Ciudad de México,1953) es un personaje interesantísimo. Sobre él,  el Diccionario de Seudónimos, Anagramas, Iniciales y otros Alias, de María del Carmen Ruiz Castañeda y Sergio Márquez Acevedo (UNAM, Instituto de Investigaciones Bibliográficas, 2000) dice que tenía por apodo “Machín”, porque fue el primer reportero que usó una máquina de escribir portátil (o sea, “Machín”, de “machine”). Otra versión indica que llegó de su natal Oaxaca ya con el apodo y que se refería a su manera de ser.

Hacia 1904, se sabe que escribía en una revista deportiva oaxaqueña, El Secre. En septiembre de 1907 ya trabajaba como mecanógrafo en El Imparcial de la ciudad de México. Durante la Revolución trabajó como corresponsal de varios diarios, entre ellos El Imparcial.

En 1919 comenzó a trabajar como reportero de El Universal (el mismo que hoy conocemos por ese nombre); en 1922 ya era jefe de redacción.  Además de reportear, escribía la crítica de libros. El diccionario Milenios de México de Humberto Musacchio afirma que, en El Universal, Jacobo Dalevuelta fue jefe de información.

Se interesaba por asuntos históricos y formó parte del comité organizador del Primer Congreso Nacional de Historia Patria (1933). Fue, varias veces, secretario del Sindicato Nacional de Redactores de la Prensa. Hay noticia de que también escribió en otros periódicos: El País, El Independiente, El Hogar, El Demócrata y El Universal Ilustrado.

Escribió varios libros. A continuación, algunos títulos: Oaxaca: de sus historias y sus leyendas (1922), Desde el tren amarillo (1924) La odisea de los restos de nuestros libertadores (1925 y sobre el cual volveré más adelante); El canto de la victoria: escena chinaca en 1867 (1927); Nicolás Romero, un año de su vida (1929), Estampas de México (1930), Vicente Guerrero, síntesis de su vida (1931). En coautoría con Manuel Becerra Acosta padre, compiló  las Visiones de la Guerra de Independencia (1929, reeditado en 1982 por el PRI).

Dice además el Diccionario de Seudónimos que el nombre “Jacobo Dalevuelta” es una traducción de otro seudónimo, usado por el escritor francés Anatole France (1844-1924): “Jacques Menetrier”, que también es personaje de algunas de las obras del propio France. Hurgando en el tema, el “Dalevuelta” (traducción poco exacta y que se refiere a “dar vueltas” como en un rosticero) del personaje de France, no acaba de convencer.

Me parece más verosímil que el seudónimo de Dalevuelta provenga de otra más de las costumbres del periodismo mexicano: cuando a algún medio “se le ha ido la nota”, es decir, se les ha escapado divulgar o publicar una información relevante porque el reportero estaba practicando el sutil arte de chiflar en la loma, el intenso deporte de papar moscas o de plano estaba tan agobiado en cubrir seis o siete fuentes al mismo tiempo (como parece que se empieza a estilar en algunos medios), de tal modo que, inevitablemente, alguna vez, otros medios ganan la nota.

Entonces, a modo de curita, para restañar el orgullo herido del medio en cuestión, para no fingir demencia y no dejar de publicar la información importante, alguien habrá en la redacción que diga: “dénle la vuelta a la nota (algo así como cambiarle el look, reescribirla, modificarla en lo superficial) y métanla (a la edición o programa del día siguiente)”. Eso es “darle la vuelta a una nota” y creo que el nombre ficticio del reportero Ramírez de Aguilar  tiene mucho más que ver con este otro rasgo del folclor periodístico mexicano.  (Continuará….)

16
Jun
10

pasear huesos 4: una, dos ¿tres revolturas?

Pues hete aquí que en la Villa de Guadalupe, hacia la segunda semana de septiembre de 1823 empezaron a concentrarse los enviados que traían los restos de todos los personajes de la insurgencia, próceres, héroes o como gusten llamar.  Mientras los restos de Hidalgo, Allende, Aldama y Jiménez hacían su tour de la nostalgia, el reencuentro con sus fans y el gran desagravio multitudinario que todo el Bajío le prodigaba a los iniciadores de la insurrección,  de Ecatepec se trajeron al padre Morelos y quienes nos dejan testimonios, como Carlos María de Bustamante, se tomaron la molestia de acotar que su cuerpo «estaba entero», ni decapitado ni cosa parecida, por deferencia de su gran contrincante, Félix María Calleja. De Valladolid traían «en un baulito enlutado», los restos de Mariano Matamoros, y desde el Cerro del Bellaco, en Guanajuato, los de Xavier Mina.

Hay que decir que, los testimonios nos indican que nadie se tomaba el asunto como forzado, o que tanta ceremonia y homenaje se debiera únicamente a que el decreto que disponía el rescate y homenaje de los restos estuviera firmado por José Mariano de Michelena, Miguel Domínguez, Vicente Guerrero y José Joaquín de Herrera, del mismo modo que nadie se tiró a la tragedia por la disposición de que los ilustres y reivindicados restos fueran a reposar a la Catedral. El jovencísimo México era un país absolutamente católico, no había fieros comecuras que se negaran a depositar sus preciadas reliquias en un recinto religioso, ni hubo clérigos que ofrecieran tenaz y pública resistencia (lo que no excluye la posibilidad de que hubiese muchos inconformes). Sin embargo, no se armó ningún mitote que, de tan grande, perturbara la magnitud de la ceremonia. Es interesante agregar que esto viene a corroborar las recientes conclusiones de la Conferencia del Episcopado Mexicano, según las cuales las excomuniones de Hidalgo y Morelos habían sido levantadas en sus trances de muerte. Iba a estar más difícil que las autoridades de la Catedral admitieran, así como que de buenas a primeras, a un par de excomulgados, aunque fuesen los padres de la patria.

En el caso de los cuatro caudillos de los primeros días de la insurgencia, los habitantes del Bajío se esmeraron y produjeron poesías que, además de homenajear a los restos de los señores en cuestión, cumplían a la perfección con la encomienda del desagravio que determinaba todas las disposiciones del Congreso. Aquí, otra octavita de aquellos días:

Octava

Amor y gratitud y loor eterno

y lágrimas salobres y sollozos

a las cenizas frías de un Padre tierno

en tributo ofrezcamos presurosos;

pues a manos de furias del Averno

y en medio de suplicios horrorosos

su sangre derramó por darnos vida

y por sellar la libertad querida.

Ah, un detalle interesante. Este decreto de 1823 ya dispone que las tropas harán a los restos famosos «los honores que previene la ordenanza para los capitanes generales, con mando en jefe y que fallecen en la plaza». Como pueden ver, hay interesantes antecedentes del reglamento del ceremonial militar al que se ha atenido la forma del paseo de huesos del otro día.

Ha de reconocerse que los encargados de las exhumaciones trataron de hacer bien su trabajo. El acta de exhumación de Mina, hecha el 27 de agosto de 1823,  asegura que, apoyados en la guía de dos «individuos», los encargados del asunto se internaron en el Campo del sitio del Fuerte de los Remedios, y no les quedó duda alguna de que se tratara de Xavier Mina, y «fueron depositadas sus reliquias» (ojo con el término) «en un féretro lo más decente que en esta hacienda pudieron proporcionar».

Como de costumbre en estas ocasiones de contento, no faltan las complicaciones: los sanmiguelenses escribían a Guanajuato pidiendo permiso para tomar, de los recursos del ayuntamiento, lo necesario para costear las exequias (le calculaban unos 60 pesos); los de la jefatura política de Guanajuato respondían que no tenían facultades para ello, pero que les echaban una mano con la Diputación Provincial para que les autorizaran la medida, en fin, para variar, naaaada nuevo.

Fue tanta la prisa que traían en el Tour del Bajío que, en el reporte que hacía el 19 de septiembre el sanmiguelense Ignacio Cruces, que hubo de admitir que, la neta, no habían tenido tiempo de corregir el borrador de la oración fúnebre que prepararon. Lo cierto es que en esos días no hubo quien durmiera en San Miguel, entre cañonazos de artillería, redobles cada cuarto de hora hasta las 9 de la noche y continuados a partir de las ¡cuatro de la mañana! y hasta las 9, cuando tocaba que cantaran misa que se desarrolló entre «dobles» de tambor y más cañonazos de artillería. Inolvidable el asunto, como pueden ver.

Lo que es inquietante, para el que le inquiete esta historia, es que en todos estos documentos se habla de los «ilustres huesos», sin precisar, bien a bien a qué tantos huesos se refieren, es decir, ¿cabezas y cuerpos reunidos de los señores que habían sido decapitados, como se supone que ocurrió en Guanajuato? lo que sí refieren es que, a su llegada a México, el famoso teniente Luna estaba entregando UNA URNA  que «conducía» -contenía- los «respetables restos». Cómo estaban acomodados, cómo se cuidaron de identificar cada uno de ellos, es cosa que no se detalla, pero nadie nos asegura que, desde entonces, uno que otro hueso hubiese ido a dar a donde no le tocaba.

De otros próceres de la independencia, como Leonardo Bravo o Hermenegildo Galeana, la verdad es que nadie supo encontrarlos, fuera porque habían ido a dar a una fosa común que, incluso ya había desaparecido, fuera porque sencillamente, nadie sabía dónde buscar.

Bustamante nos proporciona, en su Diario Histórico, la crónica de aquellos días, complementada por las aportaciones al homenje colectivo que efectuaron periódicos como La Águila (sí, La) y El Sol. Cuenta don Carlos, el 13 de septiembre de 1823, cuando, por lo que anota, había un aguacero de perros, el Congreso se puso a trabajar en el ceremonial que implicaría pasear a los «huesos patrios» (y dale… el domingo lo acabo de leer en un texto del Reforma… parece que nadie tiene la claridad mental para percibir lo absurdo de la expresión): una comisión de trece diputados, el presidente del Supremo Poder Ejecutivo, y nuevos honores por lo que llamó Bustamante «milicia cívica». Mientras los señores diputados se ponían de acuerdo, «El Sol» contaba que, a su paso por Querétaro, los restos de los insurgentes eran acompañados por indios y «personas miserables» que, desde muy lejos y con vela en la mano (otra vez: la idea de la procesión religiosa) se unían al cortejo.

Para la mañana del 15 de septiembre, acota Bustamante que los restos de Morelos, enteros, hacían su entrada a la Villa de Guadalupe. Un detalle interesante: eran tres las bandas de música que acompañaban los despojos del cura de Carácuaro y no le tocaban ni marchas fúnebres ni acordes militares: sones y valses para Morelos. Lindo detalle para pensar.

«Los cadáveres» -continúa Bustamante- que en realidad no eran sino restos áridos, iban en cinco urnas. Cómo se acomodaron, quién con quién, cómo y en dónde, es cosa que Bustamante no detalla. Lo que sí nos cuenta es la pomposa procesión que se armó: caballería con uniformes de gala, avanzando al toque de trompeta, la primera urna (¿con los restos de Hidalgo, Allende, Aldama y Jiménez?) llevada -ah, qué ironías, por tres antiguos realistas y un solo insurgente; a continuación las otras cuatro urnas. integrantes de la Diputación Provincial y del Ayuntamiento, compañías de infantería y nuevamente, caballería. Detrás, «más de trescientos coches de duelo». Todo un gran cortejo, mucho más solemne que la simpática fiesta con la que había llegado, lo que quedaba de Morelos, desde Ecatepec.

Como, la verdad, nadie traía prisa, llegaron a la ciudad de México con las frescas de las seis de la tarde, y el cortejo enfiló a Santo Domingo, donde «se depositaron los huesos» para pasar la noche. Aquí viene otro incidente curioso que da mucho qué pensar: «En la noche», agrega Bustamante, «pasó el jefe político a separarlos [los restos] para que todos fuesen bien colocados en un magnífico carro». Separarlos por qué, de qué manera, a santo de qué, es otra incógnita, según la narración del periodista insurgente. Lo que sí queda claro es que en su trayecto desde Chihuahua, si es que llegaron enteras y cabales «las huesas», Guanajuato y demás destinos del tour, los despojos de los señores que nos dieron «patria y libertad» (ok, ok, prometo no volver a usar la archimentada frase) fueron ordenados, reordenados, acomodados, reacomodados, juntados, separados, vueltos a juntar y vueltos a separar.

A la mañana siguiente en muy solemne procesión por las calles de lo que hoy es nuestro Centro Histórico, los restos de los insurgentes avanzaron en calles silenciosas pero llenas de gente. Muchos de los vecinos habían adornado sus casas, conforme al anuncio que el día anterior se había circulado por toda la ciudad, con cortinas blancas y lazos negros.

Por lo que cuenta Bustamante, este sentimiento de desagravio que nos explica que tantos años después sigamos en estas cosas era muy intenso doce años después del fusilamiento de Hidalgo y sus compañeros. Escribe el periodista que mucha gente lloraba y «hacíanse votos por el descanso de sus almas y al mismo tiempo se imploraba la justicia del cielo para que vengara aquellos asesinatos». Además del desagravio, la venganza, cosa interesante.

Entre grandes ceremonias, rodeados de milicia de niños con tambores, los restos llegaron a Catedral. Bustamante decía que Vicente Guerrero tenía un semblante lloroso, juzgó el cronista, porque recordaba a Morelos. Misa, sermón de una hora pronunciado por el Dr. Argándar, vocal del Congreso de Apatzingán designado por el cura de Carácuaro, responsos y ¡por fin! los restos se quedaron… en la capilla de san Felipe de Jesús, entre repiques de las campanas.

Bustamante refiere que el número se acabó a eso de las tres y media de la tarde. Circulaban abundantes papeles cuyos contenidos llaman la atención, porque se trataba de un ejercicio de memoria, de «actualización», de dar todos los elementos posibles para que la gente pudiese valorar el sentido profundo de lo que acababan de presenciar, que, ha de aclararse, no es el mismo sentido que tendría lo que vimos el 30 de mayo de 2010.

La Gazeta reprodujo la sentencia de Calleja contra Morelos, e incluso, deja constancia Bustamante, algunos de los textos incluidos aludían a algunos personajes que para ese septiembre de 1823, aún vivían.  Se publicaron las poesías de la pira honorífica que se había montado en Catedral (de esas muestras de arquitectura efímera habría que hablar después), y tres periódicos: El Sol, La Aguila y El Diario de México presentaron «cosas preciosas y dignas de la memoria de nuestros hijos». Otra vez el ejercicio de la memoria: escribimos, hacemos, para que el pasado no se pierda, para que nuestros hijos no olviden, para que alguien, un día, recuerde lo ocurrido. Como dentro de veinte o treinta años o cuarenta, los niños que estuvieron en Reforma el 30 de mayo dirán que vieron pasar los cráneos de los insurgentes, si es que la memoria de estos centenarios de 2010 pervive y se conserva.

La estadía de los restos en la capilla de San Felipe de Jesús fue provisional; después se colocarían en la bóveda de los virreyes, debajo del Altar de l os Reyes, «hasta que se forme el sepulcro que deberá de contenerlas y que habrá de erigirse con el gusto y arte que pide la justicia y el decoro de la nación mexicana, pues el respeto debido al augusto Sacramente del altar y las liturgias no sufren que estén a la vista». O sea, no era tanto el entusiasmo por los despojos terrenales de la insurgencia que los estuvieran contemplando a toda hora: se les daría una digna sepultura, resarciendo la ofensa de sus ejecuciones. No sé qué tan consciente de ello era Francisco González Bocanegra cuando escribía la letra del Himno Nacional, muchos años después, pero, con toda esta historia, es muy explicable, más allá del tono épico del himno, esta idea del «sepulcro de honor» que merecía un conjunto de personajes a quienes el México de 1823 se sentía obligado a honrar y desagraviar.

Todo esto ocurrió el 17 de septiembre de 1823; finalmente los restos sí se fueron al que iba a ser su destino durante una buena porción de años; finalmente los congresistas se salieron con la suya, finalmente Miguel Hidalgo sí entró a la ciudad de México, finalmente inició la ruta hacia la nominación  de Padre de la Patria. Iban a pasar varias décadas antes de que se armara otra bronca por los restos de los caudillos insurgentes. Por lo pronto, anotó Bustamante, «Los huesos contenidos en las urnas pertenecen a los señores Hidalgo, Allende, Aldama, Mina, Matamoros, Rosales, Morelos y Jiménez.» Pese a que había razones para cuestionarse si algunos de esos retos eran de quienes se decía que era, y por «razones» me refiero a lo accidentado de los enterramientos en los lejanos días de la insurgencia, la distancia recorrida, los vaivenes del camino, los acomodos y reacomodos en una, en «varias», en cinco urnas, en dos si le hacemos caso a la relación publicada en la Gazeta Extraordinaria del Gobierno Supremo de México del 20 de septiembre, NADIE se cuestionó si eran o no eran. De unos y otros había mayor o menos certeza de que fueran quienes todo mundo esperaba, deseaba y daba por hecho que fueran.

Bustamante explica esta circunstancia de manera muy clara: un mes antes de la solemne procesión, reflexionaba,  a propósito de la petición de la diputación provincial de Valladolid, que deseaba le entregaran los restos de Morelos «la América mexicana abundaba de mármoles y bronces para erigir estatuas, pero carecía de héroes a quienes consagrarlas, ahora ya se le presentan…» Estaban los mármoles, estaban los héroes en las condiciones más materiales que se pudo, estaba creada la tumba honrosa y dignificante. Todos contentos.

El expediente se cumplió de la mejor manera posible; la Gazeta hablaba de una urna con cristales, «lo que proporcionaba que el público viera los preciosos restos de sus primeros libertadores» y «sobrepuestos de metal dorado, arabescos y láminas de plata en que se puso el nombre de cada héroe, que con separación se ven reunidas (o sea, ¿juntas pero no revueltas?) y hacen el contraste más tierno (sin comentarios) y grandioso. Acotaba la autoridad que, pese a lo suntuoso del arreglo, «hecho con la mayor magnificencia» había resultado muy barato a la hacienda pública (perfecto: quedar bien a precio decoroso), «menos de la décima parte que importaban en el anterior gobierno las honras de los reyes».

El único detallito es que, con tantas carreras, de julio a septiembre no hubo manera que se apresurara la hechura del sepulcro del Altar de los Reyes, de modo que los padres de la patria fueron una temporadita hospedados en la capilla de San Felipe. Quién sabe por qué estas cosas nunca quedan a la hora en que se las necesita. Pero el caso es que se había cumplido y de ello se dejó constancia en las poesías de la pira. Esta, en particular resume de qué se trató el mitote de 1823:

A los mortales despojos

de los inmortales Varones

que habiendo echado los cimientos

de la libertad de la patria,

sacrificados con vileza, murieron heroicamente.

México reconocida y llorosa

les tributa los honores fúnebres

el día 17 de septiembre de 1823

¡Ah!, y el 20 de septiembre se aplicaron los señores congresistas a la conmemoración del Grito de Dolores, que por andar en esto de los huesos, habían pospuesto el día 16. Lindo.

 OTROS HUESOS CÉLEBRES

En estas de los huesos andábamos y casi al mismo tiempo teníamos enfrente dos fenómenos de huesos ilustres, con lo llamativo que tiene uno de los dos casos y los pertinentes matices del otro. Y digo los pertinentes matices del caso porque no van a faltar los que piensen que es una absoluta falta de seriedad traer a colación el debut en público del Coahuilaceratops Magnacuerna (¡¡me encanta el nombre!!), fósil mexicano, si es que a alguien le quedaban dudas con el nombrecito, recientemente descubierto y aún más recientemente mostrado en público.

Creo no faltar a la verdad cuando opino que me parece que la traducción más terrenal y precisa de Coahuilaceratops Magnacuerna es algo así como «Animalote de Coahuila con tamaños cuernotes», y que me disculpen los paleontólogos, pero nomás ve uno la foto y queda claro que era inmenso el ilustre bicho. Miren nomás el tierno cráneo:

Casi dos metros de cráneo y cuernos ilustres

Al Coahuilaceratops magnacuerna, coincidentemente, lo presentaron en sociedad el viernes 28 de mayo, un par de días antes de que salieran de paseo los padres de la patria. Si nos vamos al criterio de antiguedad, el bichote de Coahuila tiene prioridad: se calcula que vivió hace unos 72 millones de años, en la segunda etapa del Cretácico.

 Al paleontólogo aficionado Claudio de León le debemos el hallazgo, hace siete años, del Coahuilaceratops. De hecho se encontró dos: un bicho adulto y una cría. Le calculan al animal papá (o mamá) dos metros de alto, 6.7 metros de largo, cabezota de 2 metros y cinco toneladas. Los especialistas dicen que este animalote herbívoro le inspiraba saludable cautela al mismísimo Tiranosaurio Rex y que fue el primer dinosaurio cornudo que vivió en México. Toda una celebridad, como se puede ver.

Por lo pronto, hay ya un robot, desarrollado a partir de la reconstrucción de los paleontólogos (y eso también habla de la posibilidad real de reconstruir los rostros que una vez fueron los restos paseados por Reforma) que está en uno de los museos más bonitos de este país: el Museo del Desierto, en Saltillo, donde hoy debe ser delicioso esperar el remojón de su fuente invertida. Si alguien tiene oportunidad de conseguirse, por cierto, el disco de Antonio Russek «Música del desierto», hecho para el museo, el track 2, «Dinosaurios», va a ir muy a tono.

Los otros huesos ilustres que salieron a la escena pública no sólo son ilustres: son ilustrísimos. Nada más y nada menos que ¡los huesos de Galileo Galilei! Cuando no falta quien se esté quejando de que se está dando un trato de reliquia católica a los restos de los caudillos insurgentes, resulta que aparecen un premolar y dos dedos de un hombre perseguido por la Iglesia y que, encima, reciben un trato cuasi religioso.

 Desde el 11 de junio, en el Museo de la Historia de la Ciencia en Florencia están los dedos famosos y el premolar, que, aparte de ser objeto de miradas curiosas ha servido para que nos enteremos casi 450 años después, que Galileo rechinaba los dientes mientras dormía. Trascendentalísimo. El hecho de que anden por un lado los dedos y el premolar y el resto del cuerpo ande por otro es una de estas historias parecidísimas a la de nuestros mexicanos próceres.

Ocurre que en 1737, lo que quedaba de Galileo, que se había muerto en 1642, fue removido de su enterramiento original. Trasladaron los restos del pobre hombre a la basílica florentina de la Santa Croce.  Lo bonito es que en pleno Siglo de las Luces, los encargados de la exhumación que eran fervientes estudiosos de la obra de Galileo, decidieron separar 5 piezas de los restos. Y sí, tenían toda la intención de conservarlas como reliquias.  Una vértebra se fue a la Universidad de Padua (qué elecciones. La de la vértebra, digo), un dedo estaba en el Museo Galileo, y estas tres piezas de ahora desaparecieron, hasta el año pasado, cuando un coleccionista adquirió un relicario del siglo XIX y dentro halló los ilustrísimos huesos y el premolar.

De manera que los que se quejan por el trato de reliquias que se les está prodigando a  los restos de los insurgentes mexicanos bien podrían repensar esta deliciosa paradoja de los huesos de Galileo. Por lo demás, y hasta donde yo sé, ni el hallazgo ni la exhibición han variado un gramo la trascendencia histórica del caballero, aunque no deja de ser llamativo, por decirlo de manera fina, que pongan los deditos junto a los lentes y algún telescopio. Pero en fin. Los discursos de la memoria se integran de las piezas más inusitadas.  De los huesos mexicanos, les cuento un par de cosas más.

 

 

 

03
Jun
10

Pasear huesos 3: una novela que ya dura 187 años

Siendo absolutamente estrictos, debiéramos dar gracias de que hay huesos paseables. Para el propósito para el que los queramos. Para dejarlos ahí guardaditos, para exhibirlos, para escribir una novela, eso no importa para lo que quiero decir. Tal ha sido la historia de estos restos humanos, que es de llamar la atención que quede algo más o menos sólido. Pero de esas determinaciones (la solidez) se hará cargo el INAH, responsable, por ahora, de hospedar y mandar al SPA a los padres de la patria.

Y es que desde 1823 se cuentan unas historias impresionantes y que tienen que ver con nuestra afición a las reliquias. Y, al rascar un poco, lo que nos encontramos en aquel lejano 1823, es una disputa por el poder y la trascendencia entre un emperador y un congreso, y una muy clara idea de que a estos restos ha de hacérsele las honras fúnebres de las cuales muchos de ellos carecieron en el momento exacto. Alrededor de estos huesos ha habido más de una bronca política. Es inevitable, ese ha sido, si le quieren decir así, su destino, desde el mismo momento en que Miguel Hidalgo le dijo a sus compañeros que había que ir a coger gachupines.

Vamos por partes. Rascando entre mis papeles, me hallo una entrevista que el 9 de marzo de 1994 concedió Enrique Krauze a José Luis Perdomo Orellana y a mi amigo Oscar Enrique Ornelas para El Financiero, a causa del lanzamiento de un libro bastante disfrutable: Siglo de Caudillos. En aquella oportunidad, los reporteros interrogan a Krauze acerca de los restos de Porfirio Díaz que siguen en el cementerio de Montparnasse. Antes digan que a nadie se le ha ocurrido resucitar el tema, porque se vuelve a armar la bronca de hace algunos años, cuando volvió a cobrar fuerza la idea de traer los mentados restos de regreso (la segunda, de hecho. Hubo una primera hace aún más años, donde anduvieron involucrados algunos de los artífices de la paseada de huesos del domingo). Los juicios de EK que a continuación reproduzco son adecuados para la coyuntura:

-Si por usted fuera, ¿los despojos de Porfirio Díaz no estarían en Montparnasse y sí aquí en México?

Sí, pero tampoco le haría yo ningún tipo de recibimiento, de arco triunfal, día de fiesta nacional y repique de campanas y Te Deum y misas. Yo simplemente digo que es un poco ridículo exiliar a una persona post mortem.

Y agrega esto, que es lo interesante:

Somos un pueblo muy dado a adoptar actitudes muy extrañas con respecto a los huesos… quizá nos venga de la cultura mediterránea esa santificación de las reliquias y huesos

Ese «muy extrañas» que Krazue dijo hace dieciséis años se traduce en la tendencia a andar almacenando huesos, vísceras y demás materia humana perteneciente a personajes relevantes. En descargo nuestro hay que decir que no somos los únicos, aunque se nos dé bastante esta afición, y no entre todos los mexicanos, para aplacar los reclamos que surjan en este punto. Nomás echémosle un rápido vistazo a algunos ejemplos llamativos.

En muchas partes del mundo se guardan las reliquias de alguien; a veces pesa el asunto  mágico-religioso, a veces no. En la catedral de Colonia guardan en un cofre de oro y plata tres cráneos que se atribuyen a los Reyes Magos.  Recuerdo muy nebulosamente y no he vuelto a verla, una imagen de un esqueleto en exhibición de una monja coronada que se aseguraba era Santa Rosa de Lima. El cuerpo incorrupto de santa Bernadette Soubirous se exhibe en una vitrina encristalada en Nevers, en Francia. Por cierto, una empresa que se dedica a elaborar maniquíes de alta costura, se ofreció a aplicarle a la santa, en cara y manos, una capa finísima de cera, por aquello de la buena apariencia.

 Ah, y unos que SÍ pasean huesos, de hecho un cráneo, son los fieles de San Yves (1253-1303), santo medieval, abogado para más señas, con fama de justiciero y protector de los pobres. Es el santo patrono de Bretaña (Francia) y de los abogados y cada año sacan el cráneo del pobre hombre a pasear desde la catedral de san Tugdual hasta la población de Minihy-Tréguier, donde nació san Yves. Lo llevan en andas abogados prominentes y hasta donde se sabe es considerada una gran distinción formar parte del séquito del cráneo.

Otros restos famosos, motivados por la moda y el usual miedo a la muerte, son las momias de Palermo, bastante espeluznantes y que están en la iglesia de los frailes capuchinos de esa ciudad siciliana. Se trata de momias, digamos, artificiosas, porque saltaron a la fama el día que los frailes se dieron cuenta de que el tipo de tierra que había bajo su  iglesia conservaba los restos humanos. De hecho, no conserva los cuerpos tal cual antes de la muerte, más bien los deseca. Pero los frailes se entusiasmaron con la idea. Hicieron un experimento con un pobre fraile que se murió hacia 1600 y tuvieron la ocurrencia de exhibirlo públicamente. Acto seguido, tooodos los ricos de Palermo querían un servicio igualito para cuando les tocara marcharse de este mundo.

Las catacumbas de Palermo llegaron a tener como 8 mil personas que habían optado por este tratamiento. Pero si en el siglo XVII lo consideraron un lujo que algunos podían darse, cien años después la cosa se volvió alucinante: las catacumbas eran ya un club de ricos: estaban divididas por género, profesión y clase social. En pleno Siglo de las Luces, los palermitanos llevaban allí a sus muertos, ataviados con sus mejores vestidos, en muchas ocasiones escogidos por los difuntos como una de sus últimas voluntades, y no contentos con ello, los visitaban con frecuencia, les llevaban flores y les contaban las novedades de la familia. Este es, hasta donde conozco un ejemplo espléndido de lo que podríamos llamar «teoría presencial de las virtudes de los restos humanos» que, evidentemente, acabo de inventar para referirme a esta curiosa idea (por llamarla de algún modo) según la cual hay que tener enfrente lo que queda de nuestro héroe, pariente o celebridad preferida para que entendamos a cabalidad las virtudes que lo adornaron, y que me parece, se ha mencionado en uno o dos sitios en los últimos días. La diferencia  es que los habitantes de Palermo lo hacían en el siglo XVIII.

En el siglo XXI hay otra vertiente científico-comercial: la de los cadáveres «plastinados» del médico alemán Gunther Von Hagens, que detonan grandes escándalos dondequiera que se exhiben, excatamente por lo mismo que algunos han reclamado en el México del 2010: a los muertos, opinan, hay que dejarlos descansar, no andar manipulándolos. Una versión mexicana de esta habilidad científica puede verse en la entrada del Museo de Medicina de la UNAM, el antiguo palacio de la Inquisición. Allí hay un cuerpo humano tratado con algo que en el cedulario se llama «carbowax» y que genera un efecto parecido a la plastinación de Hagens.

Algunas, digamos «reliquias funerarias laicas» del siglo XX son, claramente, producto de un uso político del pasado. Son conocidas las fotos de los cuerpos momificados de Lenin y Stalin esperando juntitos el fin de los tiempos a la vista de todo mundo. Otro ejemplo y que tiene una larguísima leyenda atada al féretro es el cuerpo de Eva Perón y que está admirablemente narrada en el libro de Tomás Eloy Martínez «Santa Evita». El mecanismo de la reliquia religiosa es el mismo. Y los mexicanos procedemos igual: ¿acaso no conservamos aún, en su frasco, el corazón de Melchor Ocampo en Morelia? ¿Acaso no siguen los restos de Iturbide en Catedral, y abajo de su urna, el corazón de Anastasio Bustamante? ¿Acaso no estuvo, durante años, el brazo de Álvaro Obregón en su monumento, en el parque de la Bombilla de la ciudad de México? De Álvaro Obregón no sorprende nada si uno revisa los elementos del «culto cívico» (y la expresión no la inventé yo) que los gobiernos posrevolucionarios fomentaron en torno a él, por lo menos en los veinte años posteriores a su asesinato en el parque de La Bombilla, donde permanece el monumento. Este es el uso cívico-histórico que durante siglos han tenido los restos de algunos personajes históricos.

Hay otros usos absolutamente comerciales, como los que ejercen los encargados del panteón de Guanajuato, que cobran la entrada a su famoso Museo de las Momias, venden souvenires en las tiendas que prosperan a la salida del panteón, firman contratos para su exhibición en el extranjero y ya se preocupan por la inminente competencia que les significará el rescate de un conjunto de cuerpos momificados descubiertos recientemente en Zacatecas.

 

El corazón de Melchor Ocampo, como podemos verlo hoy en el antiguo Colegio de San Nicolás, en Morelia

En materia de pertenencias no nos quedamos atrás.  Las pertenencias de los personajes históricos se tratan con la misma reverencia que el rosario, el anillo, el báculo o hasta las astillas del ataúd, como en el caso del beato mexicano, jesuita para más señas, Miguel Agustín Pro. Aquí se las enseño:

A veces, estas estampas con reliquia del beato Pro se consiguen en la iglesia de la Sagrada Familia, en la colonia Roma de la ciudad de México

Los restos de los protagonistas de la Independencia no se escapan de todos estos usos: la veneración laica que imita y sucede a la religiosa, la exaltación de las virtudes de las personas que alguna vez fueron esos restos y los usos políticos, faltaba más. Ahora también se les aplica la «curiosidad científica». Sello de los tiempos ha surgido la duda en el espacio público: ¿serán, no serán de quienes decimos que son?  Aunque, probablemente, esas preguntas debimos hacérnoslas hace 187 años, cuando se dispuso trasladar los restos de los insurgentes a la capital mexicana.

1823: Cuando dejamos de ser imperio.

Edmundo O´Gorman narró de manera deliciosa, en su discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Historia, la manera en que el emperador Agustín de Iturbide y su Congreso se enfrentaron por una cuestión de trascendencia histórica: quién era el artífice de la Independencia de México. No estaba en juego cosa menor: nada más y nada menos que el paso a la historia de Iturbide, y por otro lado, las aspiraciones republicanas de muchos congresistas que le oponían, a los sueños de trascendencia del emperador, la imagen de Miguel Hidalgo como real constructor de la independencia. Ese pleito iba a durar mucho tiempo y, de alguna manera, hay sectores de la sociedad que siguen en ésas. En un folleto, José Joaquín Fernández de Lizardi puso a discutir a ambos personajes, en el más allá, y no hubo manera de que se pusieran de acuerdo.

Pero en el México de 1823, a la caída de Iturbide, una de las primeras preocupaciones de los congresistas fue construir un panteón cívico propio, fincar en él elementos de unión y de identidad para el jovencísimo país que éramos, acabar en definitiva con la idea de que Iturbide era el gran hacedor de la Independencia, y por eso se apresuraron a emitir un decreto, el 19 de julio de aquel año, donde declararon (artículo 13 del decreto) beneméritos de la patria a Hidalgo, Allende, Aldama, Jiménez, Morelos, Abasolo, Matamoros, Leonardo y Miguel Bravo, Hermenegildo Galeana, Mina, Víctor Rosales y Pedro Moreno. Además,»sus padres, mujeres e hijos y así mismo las hermanas» sobrevivientes de Hidalgo, Allende, Matamoros y  Morelos serían pensionadas por el gobierno mexicano. Como pueden ver, por la redacción del decreto, nadie estaba tirado al drama por la posibilidad de que algún cura tuviese más parentela, además de sus hermanas.

El artículo 14 del decreto es, me parece, esencial para entender por qué hacemos con estos «restos patrios» lo que hacemos: «Y respecto que al honor mismo de la patria reclama el desagravio de las cenizas de los Héroes consagrados a su defensa, se exhumarán las de los beneméritos en Grado Heroico que señala el artículo anterior, y se depositarán en una caja que se conducirá a esta Capital, cuya llave se custodiará en el Archivo del Congreso.»

El desagravio es fundamental, conseguido el objetivo político: muchos de los personajes beneficiados por el decreto habían fallecido de muerte infamante: fusilados por la espalda como traidores, cuatro de ellos decapitados y separados los cráneos enviados a la Alhóndiga de Granaditas para susto y escarmiento del pueblo, y afrenta final de parte de sus contrincantes. El Congreso reivindica a la insurgencia: son beneméritos, son héroes. Explicitada su valía, el país se apoyaba en las virtudes de esos personajes como el cimiento de la nueva construcción.

El decreto mentado dispuso, emitido en julio, que las exhumaciones tenían que hacer se para que tooodos los restos llegaran a la ciudad de México para que los depositaran en la catedral «con toda la publicidad y pompa», el 17 de septiembre de ese mismo año. Medida inconsciente, si las hay, pensando en lo complicado que era en 1823 ir a toda carrera a Chihuahua, rescatar los restos, juntarlos con las cabezas que estaban en Guanajuato, ya no en las jaulas de las esquinas de la Alhóndiga, sino sepultadas en el panteón de San Sebastián de Guanajuato, a donde habían ido a dar el 28 de marzo de 1821, por órdenes de Anastasio Bustamante.

Así, pues, se procedió, aparentemente, con la idea de «aprisa» que se podía tener en aquel entonces: hay documentos fechados en Chihuahua el 18 de agosto de 1823 (nomás un mes después) , según los cuales se dieron instrucciones para que a la brevedad sacaran el cuerpo de Hidalgo de la Capilla de la Tercera Orden y los de Allende, Aldama y Jiménez del cementerio de la ciudad. Cosa, que, según los documentos, se apresuraron a cumplir.

 Prácticos como ya eran desde entonces los chihuahuenses, ellos sí pensaron en prevenir que no se les revolvieran. José de la Fuente, en su «Hidalgo Íntimo» reproduce las instrucciones emitidas en Chihuahua donde dispone que, «acomodados con la separación conveniente los restos de cada Benemérito difunto, separado e individualmente en términos de que con facilidad presten indubitable convencimiento de a quién corresponda, se depositen en una caja…». Es decir: si a alguien se le revolvieron en el proceso, no fue a los señores de Chihuahua.

 Se consigna en el documento que la exhumación se efectuó el 20 de agosto de 1823 y que, puestos en una caja cubierta «de bayeta azul» (algo como una funda de tela), se trasladaron «por cordillera» hasta Guanajuato, para reunir los cuerpos con las cabezas. El sistema de cordilleras era un mecanismo de comunicación en el cual un mensajero recorría con un documento un circuito integrado por diversas poblaciones.  Usualmente portaba documentos que la autoridad de cada pueblo copiaba. La idea, probablemente, se refería a recorrer las ciudades y poblaciones ya definidas en el sistema, como ruta segura para llegar a tiempo a la capital.

Y sí… llegaron, más o menos a tiempo… después de numerosas fiestas y actos que eran el gran desagravio que los mexicanos le ofrecían a los caudillos insurgentes. Al mismo tiempo, andaban en el Cerro del Bellaco desenterrando a Xavier Mina; rescatando de la hacienda de la Tlachiquera, en León, el cuerpo decapitado de Pedro Moreno (la cabeza, hasta donde se sabe, nunca se recuperó; Isauro Rionda indica que «un pariente» la rescató en Santa María de los Lagos en Jalisco y luego la enterró quién sabe dónde). Los restos de Chihuahua habrían llegado a Guanajuato el 1 de septiembre, se habían reunido cuerpos con cabezas y se habrían entregado a un teniente Luna. Pasaron el día 3 a San Miguel el Grande donde se les recibió con gran fiesta y ceremonia. De ahí, a Celaya, el día 4 en Apaseo el Grande y luego a Querétaro el día 5 (para estas alturas eso ya parecía tour de estrella de rock). El 6 de septiembre andaban por un poblado conocido como La Cañada y de ahí tomaron camino hacia la Villa de Guadalupe… y ahí los dejamos, reviajando, hasta mañana.

Para que pasen buena jornada, les dejo uno de los poemas guanajuatenses que se escribieron y circularon en esa época, esta vez en honor a Allende:

Octava

Libertad resonó en el pecho amante,

del Ilustre campeón americano,

y con valor intrépido y constante,

sacudió el yugo del soberbio hispano

De Allende esta virtud tan relevante

cual Héroe le fijó en el fasto Indiano;

mas por salvar la Patria ¡ay, Dios! perece,

y mayor en la tumba resplandece.

31
May
10

Pasear huesos 2: honores y desfile militar del 30 de mayo

El último domingo de mayo de 2010

Pues salieron los huesos de los padres de la Patria. Entre cadetes del Colegio Militar, banderas tricolores con crespones negros y acordes de Marcha Dragona, fueron trasladados al Castillo de Chapultepec, donde se quedarán a pasar el fin de la primavera. Haciendo alarde de un «timming» atroz, el asunto comenzó a la ¡misma hora! que la transmisión del juego de futbol México-Gambia, del que por cierto, no tengo la menor idea de cómo acabó. Por eso podía uno brincotear a lo largo de los cuadrantes radiofónicos y no encontrar sino especulaciones futboleras. 

Pero sobre el asunto de los «huesos patrios» (caramba, qué expresiones inventa la gente), no ha habido desde hace dos semanas quien juzgue piadosamente el asunto. Lo menos que se ha leído es que se trata de una ocurrencia, de una mexicanísima puntada. Y hay mucho de razón en ello, pero bien podríamos preguntarnos qué es lo que hace que aún nos broten este tipo de ocurrencias o puntadas. Acabo de leer un cablecillo de la agencia noticiosa italiana ANSA, que reproduce las opiniones de unos cuantos dirigentes de partidos políticos: «Injustificado», dice Manlio Fabio, priista. Jesús Zambrano, perredista, refunfuña que no halla razón «para ese traslado» e, indignado asegura que hay en el mundo mejores cosas por hacer que «andar molestando en su descanso eterno a los héroes». Es cómodo tirar el trancazo fácil: pero estoy cierta de que, si a cualquiera de los dos señores les hubiera tocado la coyuntura, con sus diferencias y matices, algo hubieran discurrido sobre los homenajes a los insurgentes. A lo mejor no idéntico, no exactamente igual, a lo mejor no habrían emboletado a los señores del INAH en la empresa, pero habríamos visto alguna idea curiosa al respecto.

Porque lo que presenciamos ayer es, sencillamente, uno de los muchos usos del pasado. Como podría serlo un spot de radio o de televisión BIEN HECHO, como lo es un ceremonial cívico, como lo son tantas cosas más que pertenecen a nuestra vida cotidiana. Y afirmarlo no es ninguna idea escandalosa ni malaonda: todos tenemos una idea de cómo asumir nuestro pasado y lo traducimos en actitudes y acciones: andar exhumando personajes ilustres y pasearlos por Reforma, para los propósitos que sean (de eso hablamos luego), revela una posición ante el pasado, una actitud ante la muerte y una irreprimible afición a las reliquias en el sentido más estricto de la palabra.

Salieron los huesos, pues, desfilaron en algo que no entiendo el sentido de llamar «cortejo fúnebre», porque seguramente esa es una de las actitudes que en el pasado determinaron el diseño del ceremonial. Esto es: son restos humanos, entonces todo lo que se les relacione adquiere carácter de ceremonial luctuoso. Y creo que ese es uno de los problemas que plantea la relación con los restos de los personajes ilustres. ¿Son materia de duelo? ¿son materia de recuerdo satisfecho? ¿Los paseo vestido de luto o con júbilo porque las cosas han cambiado mucho en 100 o 150 0 200 años? Esas son las cosas que uno se puede poner a pensar cuando se dispone a desenterrar, re-desenterrar o exhumar a cualquier notable.

Me parece que hay distintas posibilidades para esto, ya que nos ponemos a dialogar con los muertos en la forma más literal posible: ¿por qué no comprar rosas amarillas, claveles rojos, pensamientos pintitos para Miguel Hidalgo? (ustedes disculpen: a mí las flores blancas sí me parecen «flores de muerto») Ya que andamos en esto de la nigromancia les podemos decir, como le diríamos a nuestra tía bisabuela que tiene medio siglo sin asomarse a la calle ni para comprar un manojo de manzanilla, que ya es normal que se vacunen todos los chiquitos, que ya no es común que las mujeres se mueran en alguno de una serie larguísima de partos, que el Estado le paga los libros básicos a los niños? Digo, ya que vamos a echarnos una conversación con los «huesos patrios» (disculpen, pero es que la expresión me da mucha risa), podríamos contarle algunas cosas que hemos hecho bien y luego hacer el mea culpa de toooodas las burradas cometidas en los últimos 85 años.

El caso es que pasearon a los «huesos ilustres»: en algún punto del recorrido, más allá de la glorieta de la Diana alguien se puso a gritar «¡Viva Hidalgo!» y, razonablemente, la concurrencia también vitoreó la urna enorme que contiene los cuatro famosos cráneos. A las edecanes, que se estaban asando en sus vestiditos y medias negras (ah, claro, es que era un cortejo fúnebre…) se les fueron las cabras, se imaginaban un desfile mucho más largo y mucho más lento, de manera que, cuando reaccionaron, se les estaban quedando las brazadas de claveles blancos que les dieron para repartir entre los asistentes con la idea de que fueran lanzadas «al paso de los héroes» (¿qué no lo hubiera escrito así Amado Nervo’). Daban ternura echando carreras rumbo a Chapultepec, a ver si alcanzaban a repartir sus flores. Lo cierto es que mucha gente más bien las tomó como una cortesía de los caudillos de la insurgencia y se llevaron a casa muy buenos ramitos.

Como el cortejo era realmente breve, de repente la gente empezó a tomar la actitud de «ah, caray… ya se acabó» y muy pronto, mientras el número proseguía en Chapultepec, los asistentes a los que no les urgía regresarse a la casa para ver el futbol, se desperdigaron por los locales de la «Feria de Ciudades Amigas» (o algo así) donde, previsores los rusos y húngaros ya tenían listos panecitos recién hechos, galletitas de café con chocolate para desayunar.

Y así, los beneficiarios últimos del desfile federal resultaron los invitados del gobierno de la ciudad de México (les digo que tienen un timming para matarlos), pues, después del paso del cortejo, algunos nos dedicamos a curiosear, a comprar seda indonesia o vino sudafricano, a probar bocaditos chinos, japoneses, indonesios, filipinos, y tooodos a pasear, a ir y venir hacia el entrañable Ángel, donde, una vez que se marcharon los invitados VIP, la gente, ésa que se va al Ángel a celebrar el futbol, una medalla olímpica, el fin de los estudios, se acomodó a tomarse fotos emocionadas o a tomarse un descansito, literalmente a la sombra amorosa del Ángel.

 Algunas notas periodísticas del día enfatizan el hecho de que mucha gente no sabe realmente quiénes se echaban la siesta de la eternidad en la columna de la Independencia. Cierto y ese es uno de los huecos discursivos en estas conmemoraciones. Seguimos creyendo que toda la gente sabe historia básica o «conmemoraciones básicas», pero lo bonito es que, si le damos oportunidad a esa misma gente que tiene inquietud, curiosidad, emoción o incluso morbo por el pasado, de adquirir información, pasan cosas hermosas o conmovedoras. Ayer, mientras los empleados de Presidencia  levantaban el presidium, las cajas de madera negra donde colocaron las urnas con las «reliquias patrias» mientras el Presidente y el ministro presidente de la Suprema Corte se echaban sus discursos (PD: ¡corran al que hizo el horrible discurso del presidente! Sonaba de un anticuado…), la gente se formó en una fila que abarcaba la escalinata y un trecho del asfalto, para entrar a ver las gavetas vacías y la estatua de Guillén de Lampart.

Ese «después» es el que nos enseña por qué 200 años de la insurrección de Hidalgo, los mexicanos sobreviven a todo, a la pobreza, a las crisis, al olvido, a la arrogancia, a la ceguera, a la mala memoria de quienes gobiernan: porque hay tenacidad e ingenio. Abundaban los vendedores que no eran ni turcos, ni españoles ni argentinos: los mexicanos con peculiares mercancías, desde cursos de idiomas hasta trompos muy bien hechos. Burbujas, pelotas de goma, tamales. Pero no se me olvida el señor que vendía el «patito chillón», títere de mano tan tierno como el mejor muppet, que tiene incorporado un silbato y un artilugio que le permite sacar la lengua como un espantasuegras. «Diseño mexicano», pregonaba orgulloso. Un poco apenado por los elogios entusiastas que me despertó el patito, me decía: «Pues ya ve… uno tiene que andar trabajando… pero aquí estamos siempre… buscándole el detalle».

Y ha de ser por eso, porque siempre estamos buscándole el detalle, que este país siempre sobrevive.  Mañana, la historia-historia de los huesos ilustres.

 

30
May
10

Pasear huesos: las «reliquias patrias»

Hoy, domingo 30 de mayo de 2010, salen a pasear los Padres de la Patria. Los más antiguos de esos restos, que hace casi 200 años y, mediante el rápido expediente de las balas dejaron de ser carne apasionada para transformarse en materia prima de las obsesiones de las generaciones de mexicanos que les siguieron, se asoman al México del siglo XXI, donde acechan los perros bicentenarios y las alianzas políticas demuestran hasta qué punto se han desgastado esas antiguallas que se llaman «principios» y, poco a poco, se sustituyen por lo que podríamos llamar «medidas desesperadas». Lindo ambiente que se van a encontrar.

Esto de «pasear huesos» entra muy a tono con las peculiares maneras que tenemos en este país para asumir la muerte, para combatirla, negarla e, incluso, intentar vencerla. Tiene que ver también con la huella de rituales religiosos que, al paso de los años se transforman en rituales laicos, sin que a nadie le cause demasiado escándalo… en principio.

Fuera de una asomadita al mundo, que les dieron en 1953, los restos de los caudillos, de los próceres insurgentes, no salían desde que los trasladaron, en gran procesión (desfile o procesión, para el caso específico es casi lo mismo) solemne, de su sitio en la Capilla de San José de la Catedral, hasta la Columna de la Independencia, donde, por no sé qué razones, hay quien anda diciendo en los periódicos que los colocaron en una «cripta subterránea». Más bien si sé. Quien dice esas cosas tiene mucho que no se para en el sitio, porque sabría que entra uno al pasillo interior, da la vuelta, pasando por la estatua de Guillén de Lampart, que está ahí no por ser el personaje principal de una novela de Vicente Riva Palacio («Memorias de un Impostor»), sino porque a él sí se le consideró una especie de precursor de los anhelos independentistas en la Nueva España en los tiempos en que se adornó el sitio y se pensaron los diversos elementos escultóricos que revisten la columna.

Así pues, salen los huesos a pasear. Alrededor de estos pobres restos han ocurrido toda clase de historias desde 1811, cuando los cuatro primeros personajes que duermen la siesta de la eternidad en la Columna de la Independencia fueron pasados por las armas en Chihuahua, que, si hoy día está bastante lejos, en términos de distancia, hace doscientos años estaba múchísimo más lejos. Allá se llevaron a Allende, Aldama Jiménez y, desde luego, a don Miguel Hidalgo. Allá fusilaron primero a Allende, Aldama y Jiménez, y un mesecito después al Padre de la Patria, que, en algún momento, porque es condición humana cuando se llega a las puertas de la muerte, del abismo y del desastre, ha de haber pensado en la inmortal frase «pero qué necesidad», cuando se estaba tan a gusto en Dolores, departiendo con los amigos, discutiendo de temas elevados con Manuel Abad y Queipo, disfrutando las tertulias en casa del intendente Riaño, en fin. Así fueron las cosas, así se decidieron (eso es, también, condición humana) y por eso acabamos como acabamos, que no es privativo de los personajes que cambian el rumbo de los acontecimientos (no tengo ganas de usar la ultrasobada frase de los últimos meses «que nos dieron patria y libertad», porque entonces se me dispara el mecanismo automático de pensar que, o se volverían a morir de la impresión con las cosas que hemos hecho bien, o nos mandarían al paredón de ver lo mal que hemos hecho algunas otras.)

Salen los huesos a pasear y esta ocasión no hay presuntos familiares a quienes confiar el amoroso traslado de los frágiles restos. En 1925, aparecieron un par de ¿nietos?, o al menos así se les conoció a sacar de la capilla lo que quedaba de Guadalupe Victoria. Hoy, se afirma que Victoria no tuvo descendencia conocida (pero qué tal desconocida, ¿verdad? por eso no hay que andar diciendo temeridades). Se asegura que estaba por allí una especie de sobrino de Mariano Matamoros, y la inexactitud de los parentescos hay que adjudicársela a los reporteros de aquellos años, para los que un nieto era lo mismo que un chozno, o un sobrino salía igual que un sobrino biznieto… total, si de un «probablemente» inventaron el robo de los huesos de Morelos, por qué iba a haber dificultad en esto de ser precisos con los parentescos. Algunos aún se preocupan por insistir en que Hidalgo no tuvo descendencia, pero vayan y díganlo en Dolores Hidalgo, díganselo a la familia mexicana que hoy día tiene su blog para explicar cómo es que son descendientes del padre de la patria. Este es uno de los elementos de folclor local que adornan estas conmemoraciones de 2010.

Salen los huesos a pasear, y esta vez no hay demasiadas polémicas por la autenticidad de los huesos, como en 1925, un personaje peculiarísimo, como muchos reporteros de esa época, que firmaba sus notas de El Universal como Jacobo Dalevuelta y que en realidad se llamaba Fernando Ramírez de Aguilar, que había estado incordiando, en las páginas de su diario, acerca de la desaparición de los huesos de Morelos. Como ese es un asunto que cada cierto tiempo resucita en la prensa mexicana porque alguien se acaba de enterar  de esa historia, merecerá unos párrafos aparte en este Reino. Pero no eran los únicos restos por los cuales se clamaba, se sospechaba y se pataleaba: corría, como corrió también la versión a fines del siglo XIX, que el cráneo que se pensaba, pertenecía a Miguel Hidalgo, no era tal, puesto que los testimonios indicaban que al padre de la patria no le habían dado tiro de gracia, y el pobre cráneo que en la colección de reliquias patrias se identifica como el del cura de Dolores. Los huesos de Morelos se cuecen aparte por el escándalo generado a su alrededor. Sobre el cráneo de Hidalgo, hace ya años que no se arma tanto barullo.

¿Qué si hay entonces en esta salida de huesos ilustres? La aspiración «científica», derivada de obsesiones personales, y a cargo del Instituto Nacional de Antrpología e Historia (que deben estar emocionadísimos por el encarguito) de «identificar» los huesos que se resguardan en los elegantes cajoncitos. Yo debo reconocer que esas cosas de andar averiguando la historia de los restos humanos, definitivamente me encanta. Admito que tengo una buena colección de datitos al respecto, que agregaremos a este Reino en el curso de estos días. Confieso que esta historia de los «restos patrios» como un inocente con humor involuntario los bautizó, me divierte mucho porque en ella se mezclan las buenas intenciones con la incompetencia, la mala fe y, antes que otra cosa, el interés político. Quien crea algo diferente al respecto, o vive en una isla desierta, o jamás ha pensado a profundidad los problemas de las conmemoraciones, o es de una ignorancia escandalosa, o simplemente se está haciendo el tonto. Pero el mundo es real, y la realidad es real y hace mucho que tenemos claro que las conmemoraciones, sean cuales sean, implican un uso del pasado, y el uso del pasado jamás es inocente. Al rato hablamos de las aventuras de estos huesos. Me voy a ver el numerito. Mientras, les dejo una foto publicada en el libro de la historia gráfica de los hermanitos Casasola,  de cómo estuvieron alguna vez los huesitos prolijamente acomodados. Al que me diga quién es quién, le invito un martini de absolut de pera.

Adivina, adivinador. ¿De quién es la calavera que te está mirando de frente?

 




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