Mirar los testimonios fotográficos de la Decena Trágica siempre me produce un poco de melancolía. Ya he contado a los visitantes de este Reino que las calles que aparecen en esas imágenes me son caras y cercanas: son los caminos de una parte de mi infancia, hasta dimensiones recientemente descubiertas. Por eso miro con un dejo de tristeza el viejo edificio de la Ciudadela, descafeinada para siempre de las huellas de los tiros en su fachada, como yo la conocí hace muchos años.
Hace una semana me di cuenta que alguien con una rara idea del pasado, decidió quitar, de la casa de Turín, en su confluencia con Marsella y Versalles, en la orilla de la colonia Juárez, la placa que hasta hace muy poco consignaba que allí estuvo la embajada cubana y la residencia de Manuel Márquez Sterling. Así se va raspando, limando el pasado, la memoria, con la desaparición de sus rastros materiales. Por eso nos queda solamente el consuelo de la historia y de contarles a los más jóvenes lo que allí pasó, para que sea algo más que unos pocos párrafos en los libros de historia.
Con el paso del tiempo, algunos nuevos sitios se integraron a mi iconografía personal de la Decena Trágica, en particular algunos inmuebles de la Colonia Juárez de la ciudad de México, que aún existen y que fueron escenarios de días que parecían luminosos y que luego se convirtieron en jornadas de profunda oscuridad. Uno de ellos se encuentra en la esquina de las calles de Liverpool y Berlín: allí estuvo el hogar de la familia Madero.
Por lo que sabemos, era una hermosa casa. Con un amplio balcón sobre Berlín, donde, en junio de 1911, don Pancho se dirigió a los entusiastas que lo siguieron, después de su entrada a la ciudad de México y su recorrido triunfal, hasta la colonia Juárez, donde habitaban fortunas porfirianas, familias «bien», diplomáticos y personajes varios que, en las horas oscuras de 1913, mucho tendrían que decir.
Un breve recorrido por las calles de la colonia Juárez muestra qué pequeño era el microcosmos de los personajes que algún papel desempeñaron en la Decena Trágica. Dos o tres espacios permanecen como fueron hace 102 años. Otros han desaparecido y su huella en los acontecimientos casi se ha perdido. En otros casos, como el hogar de los Madero, queda el rastro que manos nobles, me parece, han querido conservar.
No es sino una placa, una huella de memoria pequeñísima que no fue puesta por el aparato histórico-cívico-gubernamental. Manos probablemente piadosas que decidieron conservar la huella del pasado, aunque fuera tan amargo.
Hoy día, esta casa pertenece a la Orden de Malta. Tiene una peculiaridad: carece de los letreros que identifican las calles. Es la única de las cuatro esquinas del cruce de Liverpool y Berlín que carece de ellas. Por lo tanto, no es un caso de gandulería, como en tantos rumbos de la ciudad inmensa, donde ni por asomo aparece un mísero letrero que nos permita determinar si ya nos perdimos o seguimos en rumbo, no. Es, de alguna manera, un gesto de respeto a lo que hubo y hoy ya no está.
Porque si miramos con atención la imagen que encabeza esta entrada, veremos que, sobre la cabeza de don Pancho, están, perfectamente identificables y legibles, las placas con los nombres «Liverpool» y «Berlín». Allí estuvieron y en el desastre del incendio y la posterior demolición de los restos de la casa, desaparecieron, entre ladrillos y cascajo. Como podemos ver en la fotografía de aquí abajo, pasada la quemazón, ahí seguían.
Por respeto, por silencioso pesar, por peculiar impulso de las autoridades capitalinas, el caso es que esas placas no se han repuesto. Es cierto que los señalamientos están en las otras tres esquinas del cruce. En el fondo, resulta que no son tan necesarias. Pero, ¿esa falta de necesidad es la que explica su ausencia? Querría pensar que no. Preferiría pensar que es tan oscura la huella de lo que allí pasó, por más que nadie de la familia Madero haya salido lesionado y todos hayan vivido para contarlo, que, calladamente, los actuales propietarios del predio, en vez de gestionar la reposición de los señalamientos, han preferido colocar esa otra pequeña placa, que habla de un incendio de otros días.
Tres días después de que el hogar de los Madero se consumiera en el fuego y se redujera a un esqueleto mutilado, los fotógrafos de la Casa Miret fueron a fotografiar el lugar de los hechos. Así la imprimieron como tarjetas postales que circularon con amplitud, casi como una curiosidad, que, acaso, algún despistado pudiera comprar para enviarla a la familia. Don Pancho murió asesinado, como sabemos; para enterrarlo, su familia debió vender su caballo. El dinero alcanzó para pagar otra tumba en el Panteón Francés de la Piedad, destinada a Gustavo Madero. Todo el clan escapaba al exilio, para salvar la vida, pero dejaron lista una fosa para arropar al otro hijo, cuyo cadáver estuvo desaparecido para la familia por varios días. De la casa incendiada, en esos momentos, se ocuparon bastante poco. Había que huir, había que irse. En México se quedaron los vendedores de postales -personajes que a los tres meses de ocurrida la muerte de Madero, se convirtieron en estelares de la obra «El País de la Metralla»- vendiendo, entre su mercancía, la imagen de la destrucción causada por la rabia torcida y la traición, que el día de mañana cumple 102 años de haber ocurrido.
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