Posts Tagged ‘Miguel Hidalgo

24
Oct
10

Cinema Bicentenario: «Una escena de sexo con el Padre de la Patria»

 

Mientras suena el jarabe «El Cupido», que forma parte de la excelente banda sonora de «Hidalgo, la Historia Jamás Contada», le seguimos a todas las ideas que pueden desprenderse de esta, a no dudarlo, la gran película del Bicentenario. Pese a todos los reclamos de tipo histórico, inevitables cuando aparece una película como esta.

Pero en este caso, me pregunto si las obsesiones con el rigor sobre la reconstrucción del pasado son suficientes como para criticar a esta película maravillosa. Atendiendo a la tercera ley de la dialéctica (una de las cosas que uno aprende al pasar una temporada en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM), yo diría que una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa. Este factor permite que, a historiadores de mucho nombre, y c0nscientes de esta máxima, «Hidalgo, la Historia jamás Contada» no solo les parezca buena, sino que encima les guste, y, en algunos casos, hasta les guste mucho.

A veces, la obsesión por el rigor histórico impide hasta la experiencia lúdica. He escuchado algunos comentarios, provenientes del gremio de historiadores, negativos a tal magnitud, respecto a algunas de las películas del Bicentenario, que a ratos creo que sería necesario poner afuera de la sala un letrero: «Si usted es historiador, y se dedica a la investigación, en el ámbito estrictamente académico, mejor ni entre. Lo más probable es que no le guste. Le sugerimos ir a la videotienda más cercana, a ver si en la sección de documentales encuentra algo de su agrado». Y entonces todos estaremos contentos. Algunos personajes no harán berrinches memorables y nosotros podremos disfrutar la película.

Por eso esta vez es muy de elogiarse la actitud de Enrique Krauze,  que dedicó el domingo pasado su artículo del periódico Reforma a «La Historia jamás contada». El texto me pareció atinado, muy, muy recomendable, porque el gran divulgador que es Krauze admite que entró al cine con el recelo del historiador. Pero en el momento de la verdad, cedió a la oferta, a la propuesta, a la tentación de mirar a este Hidalgo humano, capaz del error, como todos; tal vez Hidalgo sin bronce ni pedestal como en pocas, poquísimas ocasiones lo volveremos a ver. Krauze, el historiador, el divulgador, fue capaz de acallar a ese pequeño demonio que suele anidar en algún punto del cerebro de los historiadores, y que tiende a patalear cada vez que siente que «algo», no importa si es pequeño o grande, si es relevante o irrelevante, «distorsiona», «falsea» los hechos. Del pataleo se pasa al enojo y del enojo a la santa indignación. El resultado es que la víctima no disfruta la película, sale frustrada y enojada a tal grado que puede afirmar que una muy hermosa película es una «mala película» porque no cuenta lo que le gustaría que contara: Tan, tan, otra vez la puerta. Oh, qué moler. «¿Sí, diga?» -«quiero reclamar las falsedades históricas de la película». -«Mire, esta es la puerta de las historias de amor y de las sonrisas que seguramente tuvieron los personajes de la Historia con mayúscula. La sección de documentales históricos está dos calles más abajo. Que le vaya bien, porque, acá, nosotros nos la estamos pasando bomba. Además, qué le cuento, hay como cinco perros en esta fiesta, dispuestos a salir a ahuyentar a las visitas amargosas. Usted disculpe». La puerta vuelve a cerrarse y las buenas conciencias históricas, mejor harían en caminar dos calles abajo, donde les puedan restañar las heridas.

Este comentario de Krauze sobre la película no tiene desperdicio y ubica bien los méritos de la cinta: «Tiene ritmo, belleza y encanto. Como historia, introduce una sana irreverencia y transmite admirablemente el drama psicológico y moral de Hidalgo». El historiador admite que en la película hay «hechos falsos, no probados, inexactos e inverosímiles», pero aún así, elige quedarse con ese «Hidalgo enamorado», paráfrasis de esa otra película preciosa, «Shakespeare enamorado».

Para los que tengan dudas de los detalles históricos corregibles, se puede decir que algunos, la mayor parte, son menudos y algunos más notables:  ahora ya sabemos que a Hidalgo no lo corrieron de mala manera del Colegio de San Nicolás,  que ni su traslado al curato de Colima (no mencionado en la película) ni a San Felipe Torresmochas, fueron castigos, que Hidalgo no veía como una degradación el convertirse en un parroco (cuando, además, iba a ganar bastante más dinero que como rector de San Nicolás), que malamente el obispo de Valladolid, Antonio de San Miguel, podía haber sido su enemigo, después de premiarlo por sus disertaciones teológicas con unas buenas medallas de plata y los generosos calificativos de «abeja industriosa» y «hormiga trabajadora de Minerva».  Quizá el más relevante, que sí transgrede lo que hoy sabemos de la relación entre Miguel Hidalgo y Manuel Abad y Queipo, es que eran amigos, y que además, el pobre de Abad y Queipo, que se fastidió históricamente el día que emitió el edicto de excomunión contra Hidalgo,  tenía interesantes coincidencias de pensamiento con el cura de Dolores. No obstante, no es un Abad y Queipo «inventado»; puede que sea falso, pero no irreal: es el personaje que muchas generaciones de mexicanos imaginaron; el que aparece en el cuadro, a estas alturas legendario, pintado por Siqueiros y que hoy día forma parte del patrimonio de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo; en ese imaginario masivo, sin matices, Abad y Queipo es el personaje que excomulga con violencia al «padre de la Patria» y ninguna otra cosa más. Pobre hombre.  La verdad es que, para cumplir su función narrativo-dramática de enemigo, era bueno cualquier otro señor que no se apellidase Abad y Queipo. Pero eso no es culpa (ni siquiera es culpa) de Antonio Serrano, director, ni de Leo Mendoza (guionista), es el imaginario histórico que, como podemos ver, durante años ha sido el que poseen los mexicanos y que, pese a todas nuestras pretensiones de replantear mucho del conocimiento sobre el pasado que tenemos como sociedad, no lo hemos logrado por completo.

Romance y tertulia para el padre de la patria

Krauze apunta un matiz interesante, pero quizá ya en los linderos del lenguaje de los historiadores: la película no muestra «la historia jamás contada», sino la «historia nunca probada», particularmente en el terreno de la vida sentimental de Miguel Hidalgo, pero ese tema, es hábilmente analizado por don Carlos Herrejón en un muy disfrutable ensayo publicado por el semanario Proceso en el número 15 de sus fascículos del Bicentenario, y en él concluye que Hidalgo sí tuvo descendencia, pero no todos los que se dice y no con todas las damas con las que la leyenda suele vincularlo. Es un material muy recomendable en lo que sale la archimentada y multiaguardada biografía escrita por el propio herrejón y que Banamex y Editorial Clío nos prometen para este año.

Resulta un reto, encima de lidiar con tantos historiadores inconformes, lograr construir una narración cinematográfica bella, delicada y que nos trae el eco de lo que pudo haber ocurrido hace poco más de dos siglos.  Por eso me gusta tanto la frase de Ana de la Reguera, que encarna a la amante de Hidalgo, Josefa Quintana, en la película. La actriz, a principios de este año, hablaba de la formidable experiencia que era, para ella, «tener una escena de sexo con el padre de la Patria». Esa es, a no dudarlo, una de las frases memorables de este año de los centenarios, y, traducido a la película, una de las secuencias que más desconcierta a los que esperan ver, otra vez, al heroico Hidalgo dando el grito en Dolores. Una muy querida amiga, médica, de ese linaje especial de mujeres acostumbradas a vencer obstáculos y, en su profesión, habituada a salir cada mañana a ahuyentar, a la brava,  a la muerte que siempre intenta entrar por alguna rendija del hospital que dirige, me decía, unos días antes del Bicentenario, entre sorprendida (que no escandalizada) y curiosa: «Oiga, Bertha, pero es que en el corto de la película, ¡¡sale Hidalgo cogiendo!!» A ella, que es ginecóloga, le vienen a decir cosas nuevas. Lo que la sorprendía es precisamente, que el señor que se abre camino entre enaguas, olanes y medias -la escena es buenísima- es, precisamente el padre de la patria. Claro que la sorpresa de ella y de muchos otros, disminuye cuando se enteran de que, precisamente, entre el montón de chismes y  denuncias e informes que se hicieron ante la Inquisición en aquellos días de San Felipe Torresmochas, se aseguraba que en aquella casa del señor cura, «la pequeña Francia» o la «Francia chiquita»,  se llevaba una «vida escandalosa»,  protagonizada por «la comitiva de gente villana que come y bebe, baila y putea perpetuamente». El documento en cuestión, lo firma en 1800 fray Ramón Casaús, que una década más tarde se convertirá en uno de los más violentos críticos de Hidalgo.  Las cartas que comenzó publicando en El Diario de México hacia noviembre de 1810, destinadas a deshacer cualquier rastro de buena reputación que tuviese el cura rebelde,  acabaron por convertirse en un cuadernillo que aún hoy día se consigue y que, dos siglos después, sigue sorprendiendo de tanta dureza y agresividad. Se le conoce, de hecho, como «El AntiHidalgo».

 Al menos en este año de centenarios, el natalicio de Miguel Hidalgo debió haber sido algo así como el cumpleaños de Beethoven. No por la figura que compramos en la estampa de la papelería, ni por la estatua de mármol, con todo y lo hermosa que es, que preside el grupo escultórico de la Columna de la Independencia, sino con ese dulce ánimo afectuoso que caracteriza, en las historietas de Charles Schulz, a Schroeder, que, sentado ante su piano, aguarda el cumpleaños del músico alemán,  no para tronar cohetes, ni para hacer desfiles. Simplemente, para decirle, suavecito, «feliz cumpleaños», para apapacharlo con dulzura, para tocar su música.  Algo así tendríamos que hacer con Hidalgo, con Morelos, con todos los héroes, próceres o como los quieran llamar, esos mismos cuyos despojos, ahora pasan el otoño en un salón encortinado de negro (uf) en el Palacio Nacional. «Hidalgo, la Historia Jamás Contada» es un hermoso regalo de Bicentenario. Gracias a Antonio Serrano, a Leo Mendoza. Me muero de ganas de que ya salga el DVD.

03
Ago
10

Los insurgentes reloaded

De aquí en adelante, todo era divertido

NOTA PREVIA: Por si nadie se ha dado cuenta, faltan CUARENTA Y CINCO DÍAS para el Bicentenario del inicio de la Independencia [caray, pensé, después de tantos desvelos y malos ratos, que nunca llegaría].

Y AHORA, ENTREMOS EN MATERIA:

 Justo a la hora en que los grilleríos nacionales se alborotaban con la renuncia de Maximiliano Cortázar a la coordinación de comunicación social de la Presidencia de la República, aquí su servidora contemplaba a un peculiarísimo Miguel Hidalgo cantando, guitarra eléctrica en mano, «Revolución», de Lennon y McCartney. Fantástica imagen. Quizá esa sea una de las más memorables de este año, y sobre eso habrá que pensar y hablar más, porque en estas reinterpretaciones, recreaciones, reformulaciones y replanteamientos es posible que encontremos señales que nos hablen de la idea de conmemorar el pasado que alienta en los mexicanos del siglo XXI y que no necesariamente tiene que parecerse a la que tenían los mexicanos de hace cien o cincuenta años.

Pero el caso es que yo estaba muy bien acomodada en una mesita de «El Vicio» ese curioso antro que hace veinte años se conocía como «El Hábito», porque eran los días del Octavo Festival Internacional de Cabaret, que llevó por subtítulo «Pitorreándonos del Bicentenario», remitido a una visión irreverente, desparpajada, cínica y, en el fondo (no tan a fondo) escéptica y decepcionada de los discursos oficiales y of course, de ese fantasma que perturba, como un animalillo terco e incómodo,  a muchos historiadores: la «historia oficial». Por ahí va la línea de otro de los espectáculos del festival: «Cabaret Risentenario. Espectáculo Kitch Ochentero de Crítica Histórica». Confieso que allí no me asomé. Pero sonaba buenísimo.

Ciertamente, no toda la programación del Octavo Festival Internacional de Cabaret estaba planeada para hacer mofa y/o escarnio y/o crítica y/o reflexión de las conmemoraciones oficiales (por default, esas son las víctimas de los instintos sangrientos de los cabareteros participantes). Hay también, en medio del relajo mental que se cargan estas pandillas de cabareteros, una búsqueda de lo mejor que nos queda en el país para arroparnos en ello, para consolarnos, para tener la vela encendida en la oscuridad. El musical con el que inauguraron, «Que suave patria, el musical», a cargo de las dueñas del territorio, Las Reinas Chulas,  quienes, como dice el programa, «cansadas de hablar mal de su país, de su gobierno, de las injusticias y del bicentenario… se armaron un bello musical para enarbolar la esperanza, la buena onda y la actitud proactiva y asertiva.» Y eso hay que tomarlo con reservas, porque el cabaret es el cabaret y a la hora de la hora también sueltan lo que opinan de Iniciativa México. Regina Orozco, Astrid Hadad y muchos otros, entre los que andan los fascinantes Hernán del Riego (¡qué voz!) y Pedro Kóminik, de quienes me declaro fan químicamente pura, tuvieron a cargo los espectáculos fuertes, antecedidos por sketches (¿así se dirá en cabaretés?), por ahí de la media noche hay otro espectáculo, a veces se asoman las drag queens y los tragos y los bocadillos son aceptables. (cocacocólicos abstenerse: solo venden en El Vicio ese brebaje extraño que responde el nombre de Lulú Cola, por esos rollos que ya nos sabemos acerca de las aguas negras del imperialismo yankee).

Y el caso es que era viernes 16 y esta no me la podía perder: «La Venida de los Insurgentes» (sí, así se llama), con Fernando Rivera Calderón y su grupo, y se presentan diciendo: «¿Y si los héroes de la patria regresaran a vengarse contra quienes han  destrozado su legado?» Y ahí estaban: Vicente Guerrero en la batería; José María Morelos en el bajo, Leona Vicario en coros y Miguel Hidalgo en la guitarra. Memorable, ciertamente. Digno incidente subversivo en el año de los centenarios.

Y como el género del cabaret, como se ha ejercido en una larga tradición, no está separada del mundo real y del Reino de Todos los Días, es inevitable que este Hidalgo levemente patán, que mienta madres, que se alburea con Morelos, que le tira los perros a Leona Vicario, resulte estimulante y divertido en su obstinada irreverencia, cuando se queja y se desmoraliza de ver en qué desgarriate continúa la vieja Nueva España, con todo y que la modernidad nos haya alcanzado.

Por eso, y aunque la crítica teatral publicada la semana pasada en la revista Proceso le pone mil peros a «La Venida de los Insurgentes» sobre los que volveremos luego, estoy segura de que hay algunos momentos de la obrita que vale la pena recuperar.

La Guadalupana nos salió regañona y un tanto respondona

Este Hidalgo resucitado y encarnado en Fernando Rivera Calderón está muy lejos de la idea del padre de la patria de las estampas de la escuela y de los homenajes cívicos oficiales. A este cura de Dolores con guitarra eléctrica (a quien le hallo un decidido parentesco con el tierno Hidalgo reinventado por Magú) lo reprende una «muppetizada» y muy simpática Virgen de Guadalupe; se ataca de pasión por una Leona Vicario que ya no quiere nada ni con él ni con Andrés Quintana Roo y se queja, después de haber cantado eso de «Desde el cielo, una hermosa mañana….» a ritmo de rock, de tantas cosas feas, negras, pesimistas; de la deshonestidad, de la inseguridad, de la miseria política del México del siglo XXI.

Este Hidalgo que canta "Revolution" tendrá que ser una de las figuras memorables de este el año del Bicentenario, pésele a quien le pese

Algo pasa cada vez que alguien del presente se pone a reinventar a Hidalgo; acaba por tener una brizna, un gesto que busca lo bueno, surge la decisión final de sobreponerse, de encontrar una partícula de bondad, así sea debajo de las piedras bicentenarias; el caso es que, puesto en crisis, Hidalgo-Fernando Rivera tuvo la ocurrencia de interrogar al público: «¿es que no hay acaso nada positivo que podamos celebrar?»

Es en esos momentos cuando algo como una peculiar magia comienza a operar. No digo que haya que estar ciento por ciento de acuerdo en los tópicos que surgieron después. Pido, simplemente que tomen nota del gesto: alguien gritó de entre las mesas: «¡¡Que viva Carlos Monsiváis!!» Hidalgo estuvo de acuerdo. Por allá, en otro rincón, alguien sugirió: «¡Que viva Jaime Sabines»! Allí todos nos pusimos a aplaudir. Y la lista continuó: Diego Rivera, José Emilio Pachecho. Un segundo panteón nacional, aún ligado a la patria, despojado de bronces y lleno de soles y silencios, de recuerdos felices de otros tiempos, de presentes sonrientes y valerosos, compuesto por los que nos han hecho la vida un poco más amorosa, un poco más llevadera con sus plumas, con sus ideas, con sus pinceles. Ustedes pueden agregar su propia lista de héroes a este «panteón nacional alternativo». Yo aprovecho para apuntar unos pocos nombres más:

  • Guillermo Prieto, Santo Tutelar de este Reino
  • Francisco Zarco, Protector de este Reino
  • Vicente Quirarte y Gerardo Deniz, poetas de esos que marcan la piel.
  • Alberto Ruy Sánchez, ESCRITOR con mayúsculas
  • Ernesto García Cabral, «El Chango», fantástico artista.
  • Julio Ruelas, tan bueno como el anterior, aunque de estilo completamente distinto.
  • Carlos de Sigüenza y Góngora, sabio novohispano.

La lista puede crecer, pero aquí le paro, porque aún hay que contar que resulta muy divertido ver a Hidalgo tocando junto a Morelos, que no resulta mal bajista. En una de esas piruetas, al cura de Dolores resucitado se le descompuso algo en una pierna: era la ocasión para recordar la paseada de huesos de hace algunos meses, y  de la que aún no acabamos de narrar historias. En fin, que para reparar a la brevedad el posible daño, sentado al pie de la batería, Hidalgo le pidió a Guerrero que le alcanzara «el baúl ese de restos que sacó Calderón el otro día de la Columna de la Independencia»

El cura resucitado hurgó por algunos minutos en el baulito, y además de encontrar la refacción adecuada, se encaró con una vieja conocida:

¡¡Mira!! ¡¡Josefa!!

Huesos aparte, apareció un Iturbide (Marisol Gasé) especialista en contar algunos de los chistes más babosos que he escuchado en el último año y medio, y volvemos al mismo cuento de siempre: ¿quién es, quién será, el Padre de la Patria? Yo ignoro si Rivera Calderón leyó alguna vez a Edmundo O’Gorman, o se trató de una curiosa coincidencia. El caso es que, entre tanto mitote, había en el escenario un falso bebé arropado con los colores de la patria, y, a ratos nadie tenía el menor interés por el bebé, ni siquiera sus presuntos padres, para efectos de la puesta en escena (una Leona Vicario que canta canciones de Lupita D’Alessio) y un Morelos que se tardó un rato en confesar su responsabilidad. Pero, en otros momentos, esta patria jovencísima se volvía botín y objeto de deseo de unos y otros:

Casi doscientos años después, seguimos en lo mismo, aunque sea en tono de cabaret: ¿Hidalgo o Iturbide?

Todo habría acabado felizmente, de no ser por un asunto que nos da para pensar: Aparentemente, un día antes, en El Universal, Katia D’Artigues había anunciado que Rivera Calderón planeaba ejecutar el Himno Nacional a ritmo de cumbia, violando la Ley sobre el Escudo, la Bandera y el Himno Nacionales: «¿Quiere ver una afrenta al artículo 38 de la Constitución? Hoy Fernando Rivera Calderón tocará en del debut de «La Venida de los Insurgentes» en El Vicio (Madrid 13, Coyoacán) una versión ¡en cumbia! del Himno Nacional», escribió la señora en cuestión, aún no me queda claro si en buena o mala onda.

El caso es que, presenciando el espectáculo estaba un representante de la secretaría de Gobernación, atento a ver si, en efecto, Rivera Calderón se aventaba la puntada. El susodicho, primero que nada, explicó la circunstancia, después leyó el oficio (espantosamente redactado) que advertía a El Vicio y a los Insurgentes reoladed de la inminente aplicación de una multa por violación a la ley mencionada. No sé de dónde sacaron los destinatarios de la misiva que el chiste les podría costar ¡cinco mil dólares! (¿alguien me puede decir de a cómo son las multas en estos casos?) El caso es que optaron por una solución ingeniosa: ellos tocarían la cumbia y la gente cantaría el himno nacional como quisiera. Terminaron tocando «La Negra Tomasa» y la gente cantó la primera estrofa y allí se acabó el asunto, entre aplausos, mientras este Hidalgo posmoderno blandía en la mano el oficio de la Segob y le dedicaba una señal bastante pelada.

En el número 1760 del semanario Proceso, Estela Leñero Franco, responsable de los comentarios sobre teatro, opina que «con improvisación pobre, dado el poco manejo del acontecimiento histórico y la política del momento, hicieron suponer que les faltó tiempo para trabajar la propuesta». No sé si la pretensión de «La Venida de los Insurgentes» era concretar una parodia histórica. Creo que el asunto del chiste sobre los restos es ingeniosa (acaban cantando la canción que Ringo Starr tararea en «El Cavernícola»), aunque no asuma un juicio «serio» sobre el tema, aunque no habría razón para que así fuera de manera necesaria.

Es más, es perdonable el chiste fácil sobre el abrazo de Acatempan que propicia peculiares vínculos entre el baterista Guerrero e Iturbide, que se aparezca de repente una Sor Juana a medio camino entre la cocaína y la marihuana. Hemos tenido tantos años las estampas de primaria, las odas cursis y deshumanizadoras, que por un rato vale la pena ver a estos insurgentes descosidos, deschongados, albureros. Es cierto, como dice Estela Leñero, que la actriz que encarnaba a Leona Vicario dudosamente sabía del personaje algo más que el rollo aquel de que dio a luz en una cueva. Pero creo que el efecto subversivo es mejor que todas las objeciones (Si no se trataba de «El Martirio de Morelos» o «Magnicidio», obras basadas en las transcripciones de los juicios de Morelos y de José de León Toral, y que se deben a la pluma de Vicente Leñero). Es absolutamente cierto que el rigor histórico es importante, pero el género del cabaret tiene lo suyo de irreverente, espontáneo y corrosivo. Ironía mata biografía. ¿Para qué sobreviven, si no, las imágenes, las historias de los próceres, si no para hacerlos nuestros de nuevas maneras, tan nuevas como las preguntas que volvemos a hacerle al pasado?

Todo es pasable en «La venida de los Insurgentes», sólo por esa imagen deliciosa del cura de Dolores cantando «Revolution». Total, ya tendrán los sábados de septiembre para volver a presentarse y veremos a donde evoluciona la idea en plenas fiestas del Bicentenario.

Pero hay cosas que pensar aún, alrededor de «La Venida de los Insurgentes». El comentario final de Rivera Calderón, acerca de la visita de los señores de Segob es interesante: «¡se trata de nuestro himno nacional y quieren impedirnos que lo toquemos!», repeló.  Argumentos en contra, y la ley, para empezar, hay bastantes. Pero quizá en estas cosas, así como en la andanada de críticas a los paseos de huesos, es que tal vez empecemos a hallar rasgos que nos indican que algunos de los mexicanos del siglo XXI tienen ya otras ideas acerca de cómo se conmemora el pasado. Es posible que afuera de los recintos académicos, el bronce que reaparece en muchas de las actitudes de los grandes públicos hacia las conmemoraciones cívico-históricas ya esté resquebrajándose de manera notoria, es posible que seamos, entonces sí, la Generación del Bicentenario.

APOSTILLA.- Hace unos días, ese personaje fantástico de las letras que se llama Jorge F. Hernández (que no es mi pariente pero me encantaría que lo fuera), publicó un elogio de «La Venida de los Insurgentes», pero también se dedicó a quejarse del incidente de la ejecución del Himno Nacional. Bastante recomendable, por si a alquien le interesa, puede acudir a él desde acá, y disfrutar la diatriba de este hombre simpatiquísimo y que, dicen, imita a Octavio Paz que se revuelca uno de la risa, contra las mentalidades burocráticas a quienes les exige: «dejen en paz a los bardos, a los artistas, a los escritores y poetas que en nada mancillamos a la Patria». Buena defensa: otro signo de que a lo mejor sí somos la Generación del Bicentenario.

OTRAS PUESTAS EN ESCENA 

 Desde luego, «La Venida de los Insurgentes» es una mejor propuesta, desde la lectura de la irreverencia,  que la muy majadera «Hidalgo, Memoria y Sangre», que en la semana santa de 2009 montó en el Zócalo la compañía Tepito Arte Acá, con el apoyo del famoso BiCien del Gobierno de la Ciudad de México, coordinado por Enrique Márquez, obra donde unos «payasos memoriosos» ofrecían una muy hueca lectura de la historia nacional, donde siguen estando los muy malos (que por definición son «los ricos», así de tosco) que oprimen perversamente al pueblo (es decir, los muy buenos), para acabar blandiendo al mismo tiempo estandartes de la virgen de Guadalupe, de Miguel Hidalgo y de… López Obrador. Mala obra, sin propuestas reales, sin la picardía de los cabareteros de El Vicio, «Hidalgo: Memoria y Sangre» era tosca, ramplona y empeñada en llevar agua al molino de López Obrador.

Como evidentemente es este un tema donde, ni modo, la ideología está presente, es probable que convenga una entrada en este Reino donde hablemos de las numerosas puestas en escena que a pretexto del Bicentenario, del Centenario o cualquier cosa que suene familiar, se han estado exhibiendo en los teatros mexicanos en los últimos meses. Lástima que se enteren nada más los que andamos metidos en esto (¿todo el mundo está cazando algo?).

 

Hay ocasiones, como esta, en que el uso del pasado con fines políticos, de tanta tosquedad, se vuelve chocante

ALTA TRAICIÓN III

Llueve, llueve mucho… y en algunos rumbos de la ciudad, no llueve solamente  agua…. y lo que falta….

Cerremos, mejor, con una imagen que nos hubiera gustado ver más a menudo, en la historia y en la iconografía: Hidalgo y Morelos juntos.

 

30
May
10

Pasear huesos: las «reliquias patrias»

Hoy, domingo 30 de mayo de 2010, salen a pasear los Padres de la Patria. Los más antiguos de esos restos, que hace casi 200 años y, mediante el rápido expediente de las balas dejaron de ser carne apasionada para transformarse en materia prima de las obsesiones de las generaciones de mexicanos que les siguieron, se asoman al México del siglo XXI, donde acechan los perros bicentenarios y las alianzas políticas demuestran hasta qué punto se han desgastado esas antiguallas que se llaman «principios» y, poco a poco, se sustituyen por lo que podríamos llamar «medidas desesperadas». Lindo ambiente que se van a encontrar.

Esto de «pasear huesos» entra muy a tono con las peculiares maneras que tenemos en este país para asumir la muerte, para combatirla, negarla e, incluso, intentar vencerla. Tiene que ver también con la huella de rituales religiosos que, al paso de los años se transforman en rituales laicos, sin que a nadie le cause demasiado escándalo… en principio.

Fuera de una asomadita al mundo, que les dieron en 1953, los restos de los caudillos, de los próceres insurgentes, no salían desde que los trasladaron, en gran procesión (desfile o procesión, para el caso específico es casi lo mismo) solemne, de su sitio en la Capilla de San José de la Catedral, hasta la Columna de la Independencia, donde, por no sé qué razones, hay quien anda diciendo en los periódicos que los colocaron en una «cripta subterránea». Más bien si sé. Quien dice esas cosas tiene mucho que no se para en el sitio, porque sabría que entra uno al pasillo interior, da la vuelta, pasando por la estatua de Guillén de Lampart, que está ahí no por ser el personaje principal de una novela de Vicente Riva Palacio («Memorias de un Impostor»), sino porque a él sí se le consideró una especie de precursor de los anhelos independentistas en la Nueva España en los tiempos en que se adornó el sitio y se pensaron los diversos elementos escultóricos que revisten la columna.

Así pues, salen los huesos a pasear. Alrededor de estos pobres restos han ocurrido toda clase de historias desde 1811, cuando los cuatro primeros personajes que duermen la siesta de la eternidad en la Columna de la Independencia fueron pasados por las armas en Chihuahua, que, si hoy día está bastante lejos, en términos de distancia, hace doscientos años estaba múchísimo más lejos. Allá se llevaron a Allende, Aldama Jiménez y, desde luego, a don Miguel Hidalgo. Allá fusilaron primero a Allende, Aldama y Jiménez, y un mesecito después al Padre de la Patria, que, en algún momento, porque es condición humana cuando se llega a las puertas de la muerte, del abismo y del desastre, ha de haber pensado en la inmortal frase «pero qué necesidad», cuando se estaba tan a gusto en Dolores, departiendo con los amigos, discutiendo de temas elevados con Manuel Abad y Queipo, disfrutando las tertulias en casa del intendente Riaño, en fin. Así fueron las cosas, así se decidieron (eso es, también, condición humana) y por eso acabamos como acabamos, que no es privativo de los personajes que cambian el rumbo de los acontecimientos (no tengo ganas de usar la ultrasobada frase de los últimos meses «que nos dieron patria y libertad», porque entonces se me dispara el mecanismo automático de pensar que, o se volverían a morir de la impresión con las cosas que hemos hecho bien, o nos mandarían al paredón de ver lo mal que hemos hecho algunas otras.)

Salen los huesos a pasear y esta ocasión no hay presuntos familiares a quienes confiar el amoroso traslado de los frágiles restos. En 1925, aparecieron un par de ¿nietos?, o al menos así se les conoció a sacar de la capilla lo que quedaba de Guadalupe Victoria. Hoy, se afirma que Victoria no tuvo descendencia conocida (pero qué tal desconocida, ¿verdad? por eso no hay que andar diciendo temeridades). Se asegura que estaba por allí una especie de sobrino de Mariano Matamoros, y la inexactitud de los parentescos hay que adjudicársela a los reporteros de aquellos años, para los que un nieto era lo mismo que un chozno, o un sobrino salía igual que un sobrino biznieto… total, si de un «probablemente» inventaron el robo de los huesos de Morelos, por qué iba a haber dificultad en esto de ser precisos con los parentescos. Algunos aún se preocupan por insistir en que Hidalgo no tuvo descendencia, pero vayan y díganlo en Dolores Hidalgo, díganselo a la familia mexicana que hoy día tiene su blog para explicar cómo es que son descendientes del padre de la patria. Este es uno de los elementos de folclor local que adornan estas conmemoraciones de 2010.

Salen los huesos a pasear, y esta vez no hay demasiadas polémicas por la autenticidad de los huesos, como en 1925, un personaje peculiarísimo, como muchos reporteros de esa época, que firmaba sus notas de El Universal como Jacobo Dalevuelta y que en realidad se llamaba Fernando Ramírez de Aguilar, que había estado incordiando, en las páginas de su diario, acerca de la desaparición de los huesos de Morelos. Como ese es un asunto que cada cierto tiempo resucita en la prensa mexicana porque alguien se acaba de enterar  de esa historia, merecerá unos párrafos aparte en este Reino. Pero no eran los únicos restos por los cuales se clamaba, se sospechaba y se pataleaba: corría, como corrió también la versión a fines del siglo XIX, que el cráneo que se pensaba, pertenecía a Miguel Hidalgo, no era tal, puesto que los testimonios indicaban que al padre de la patria no le habían dado tiro de gracia, y el pobre cráneo que en la colección de reliquias patrias se identifica como el del cura de Dolores. Los huesos de Morelos se cuecen aparte por el escándalo generado a su alrededor. Sobre el cráneo de Hidalgo, hace ya años que no se arma tanto barullo.

¿Qué si hay entonces en esta salida de huesos ilustres? La aspiración «científica», derivada de obsesiones personales, y a cargo del Instituto Nacional de Antrpología e Historia (que deben estar emocionadísimos por el encarguito) de «identificar» los huesos que se resguardan en los elegantes cajoncitos. Yo debo reconocer que esas cosas de andar averiguando la historia de los restos humanos, definitivamente me encanta. Admito que tengo una buena colección de datitos al respecto, que agregaremos a este Reino en el curso de estos días. Confieso que esta historia de los «restos patrios» como un inocente con humor involuntario los bautizó, me divierte mucho porque en ella se mezclan las buenas intenciones con la incompetencia, la mala fe y, antes que otra cosa, el interés político. Quien crea algo diferente al respecto, o vive en una isla desierta, o jamás ha pensado a profundidad los problemas de las conmemoraciones, o es de una ignorancia escandalosa, o simplemente se está haciendo el tonto. Pero el mundo es real, y la realidad es real y hace mucho que tenemos claro que las conmemoraciones, sean cuales sean, implican un uso del pasado, y el uso del pasado jamás es inocente. Al rato hablamos de las aventuras de estos huesos. Me voy a ver el numerito. Mientras, les dejo una foto publicada en el libro de la historia gráfica de los hermanitos Casasola,  de cómo estuvieron alguna vez los huesitos prolijamente acomodados. Al que me diga quién es quién, le invito un martini de absolut de pera.

Adivina, adivinador. ¿De quién es la calavera que te está mirando de frente?

 




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