Mientras suena el jarabe «El Cupido», que forma parte de la excelente banda sonora de «Hidalgo, la Historia Jamás Contada», le seguimos a todas las ideas que pueden desprenderse de esta, a no dudarlo, la gran película del Bicentenario. Pese a todos los reclamos de tipo histórico, inevitables cuando aparece una película como esta.
Pero en este caso, me pregunto si las obsesiones con el rigor sobre la reconstrucción del pasado son suficientes como para criticar a esta película maravillosa. Atendiendo a la tercera ley de la dialéctica (una de las cosas que uno aprende al pasar una temporada en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM), yo diría que una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa. Este factor permite que, a historiadores de mucho nombre, y c0nscientes de esta máxima, «Hidalgo, la Historia jamás Contada» no solo les parezca buena, sino que encima les guste, y, en algunos casos, hasta les guste mucho.
A veces, la obsesión por el rigor histórico impide hasta la experiencia lúdica. He escuchado algunos comentarios, provenientes del gremio de historiadores, negativos a tal magnitud, respecto a algunas de las películas del Bicentenario, que a ratos creo que sería necesario poner afuera de la sala un letrero: «Si usted es historiador, y se dedica a la investigación, en el ámbito estrictamente académico, mejor ni entre. Lo más probable es que no le guste. Le sugerimos ir a la videotienda más cercana, a ver si en la sección de documentales encuentra algo de su agrado». Y entonces todos estaremos contentos. Algunos personajes no harán berrinches memorables y nosotros podremos disfrutar la película.
Por eso esta vez es muy de elogiarse la actitud de Enrique Krauze, que dedicó el domingo pasado su artículo del periódico Reforma a «La Historia jamás contada». El texto me pareció atinado, muy, muy recomendable, porque el gran divulgador que es Krauze admite que entró al cine con el recelo del historiador. Pero en el momento de la verdad, cedió a la oferta, a la propuesta, a la tentación de mirar a este Hidalgo humano, capaz del error, como todos; tal vez Hidalgo sin bronce ni pedestal como en pocas, poquísimas ocasiones lo volveremos a ver. Krauze, el historiador, el divulgador, fue capaz de acallar a ese pequeño demonio que suele anidar en algún punto del cerebro de los historiadores, y que tiende a patalear cada vez que siente que «algo», no importa si es pequeño o grande, si es relevante o irrelevante, «distorsiona», «falsea» los hechos. Del pataleo se pasa al enojo y del enojo a la santa indignación. El resultado es que la víctima no disfruta la película, sale frustrada y enojada a tal grado que puede afirmar que una muy hermosa película es una «mala película» porque no cuenta lo que le gustaría que contara: Tan, tan, otra vez la puerta. Oh, qué moler. «¿Sí, diga?» -«quiero reclamar las falsedades históricas de la película». -«Mire, esta es la puerta de las historias de amor y de las sonrisas que seguramente tuvieron los personajes de la Historia con mayúscula. La sección de documentales históricos está dos calles más abajo. Que le vaya bien, porque, acá, nosotros nos la estamos pasando bomba. Además, qué le cuento, hay como cinco perros en esta fiesta, dispuestos a salir a ahuyentar a las visitas amargosas. Usted disculpe». La puerta vuelve a cerrarse y las buenas conciencias históricas, mejor harían en caminar dos calles abajo, donde les puedan restañar las heridas.
Este comentario de Krauze sobre la película no tiene desperdicio y ubica bien los méritos de la cinta: «Tiene ritmo, belleza y encanto. Como historia, introduce una sana irreverencia y transmite admirablemente el drama psicológico y moral de Hidalgo». El historiador admite que en la película hay «hechos falsos, no probados, inexactos e inverosímiles», pero aún así, elige quedarse con ese «Hidalgo enamorado», paráfrasis de esa otra película preciosa, «Shakespeare enamorado».
Para los que tengan dudas de los detalles históricos corregibles, se puede decir que algunos, la mayor parte, son menudos y algunos más notables: ahora ya sabemos que a Hidalgo no lo corrieron de mala manera del Colegio de San Nicolás, que ni su traslado al curato de Colima (no mencionado en la película) ni a San Felipe Torresmochas, fueron castigos, que Hidalgo no veía como una degradación el convertirse en un parroco (cuando, además, iba a ganar bastante más dinero que como rector de San Nicolás), que malamente el obispo de Valladolid, Antonio de San Miguel, podía haber sido su enemigo, después de premiarlo por sus disertaciones teológicas con unas buenas medallas de plata y los generosos calificativos de «abeja industriosa» y «hormiga trabajadora de Minerva». Quizá el más relevante, que sí transgrede lo que hoy sabemos de la relación entre Miguel Hidalgo y Manuel Abad y Queipo, es que eran amigos, y que además, el pobre de Abad y Queipo, que se fastidió históricamente el día que emitió el edicto de excomunión contra Hidalgo, tenía interesantes coincidencias de pensamiento con el cura de Dolores. No obstante, no es un Abad y Queipo «inventado»; puede que sea falso, pero no irreal: es el personaje que muchas generaciones de mexicanos imaginaron; el que aparece en el cuadro, a estas alturas legendario, pintado por Siqueiros y que hoy día forma parte del patrimonio de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo; en ese imaginario masivo, sin matices, Abad y Queipo es el personaje que excomulga con violencia al «padre de la Patria» y ninguna otra cosa más. Pobre hombre. La verdad es que, para cumplir su función narrativo-dramática de enemigo, era bueno cualquier otro señor que no se apellidase Abad y Queipo. Pero eso no es culpa (ni siquiera es culpa) de Antonio Serrano, director, ni de Leo Mendoza (guionista), es el imaginario histórico que, como podemos ver, durante años ha sido el que poseen los mexicanos y que, pese a todas nuestras pretensiones de replantear mucho del conocimiento sobre el pasado que tenemos como sociedad, no lo hemos logrado por completo.
Krauze apunta un matiz interesante, pero quizá ya en los linderos del lenguaje de los historiadores: la película no muestra «la historia jamás contada», sino la «historia nunca probada», particularmente en el terreno de la vida sentimental de Miguel Hidalgo, pero ese tema, es hábilmente analizado por don Carlos Herrejón en un muy disfrutable ensayo publicado por el semanario Proceso en el número 15 de sus fascículos del Bicentenario, y en él concluye que Hidalgo sí tuvo descendencia, pero no todos los que se dice y no con todas las damas con las que la leyenda suele vincularlo. Es un material muy recomendable en lo que sale la archimentada y multiaguardada biografía escrita por el propio herrejón y que Banamex y Editorial Clío nos prometen para este año.
Resulta un reto, encima de lidiar con tantos historiadores inconformes, lograr construir una narración cinematográfica bella, delicada y que nos trae el eco de lo que pudo haber ocurrido hace poco más de dos siglos. Por eso me gusta tanto la frase de Ana de la Reguera, que encarna a la amante de Hidalgo, Josefa Quintana, en la película. La actriz, a principios de este año, hablaba de la formidable experiencia que era, para ella, «tener una escena de sexo con el padre de la Patria». Esa es, a no dudarlo, una de las frases memorables de este año de los centenarios, y, traducido a la película, una de las secuencias que más desconcierta a los que esperan ver, otra vez, al heroico Hidalgo dando el grito en Dolores. Una muy querida amiga, médica, de ese linaje especial de mujeres acostumbradas a vencer obstáculos y, en su profesión, habituada a salir cada mañana a ahuyentar, a la brava, a la muerte que siempre intenta entrar por alguna rendija del hospital que dirige, me decía, unos días antes del Bicentenario, entre sorprendida (que no escandalizada) y curiosa: «Oiga, Bertha, pero es que en el corto de la película, ¡¡sale Hidalgo cogiendo!!» A ella, que es ginecóloga, le vienen a decir cosas nuevas. Lo que la sorprendía es precisamente, que el señor que se abre camino entre enaguas, olanes y medias -la escena es buenísima- es, precisamente el padre de la patria. Claro que la sorpresa de ella y de muchos otros, disminuye cuando se enteran de que, precisamente, entre el montón de chismes y denuncias e informes que se hicieron ante la Inquisición en aquellos días de San Felipe Torresmochas, se aseguraba que en aquella casa del señor cura, «la pequeña Francia» o la «Francia chiquita», se llevaba una «vida escandalosa», protagonizada por «la comitiva de gente villana que come y bebe, baila y putea perpetuamente». El documento en cuestión, lo firma en 1800 fray Ramón Casaús, que una década más tarde se convertirá en uno de los más violentos críticos de Hidalgo. Las cartas que comenzó publicando en El Diario de México hacia noviembre de 1810, destinadas a deshacer cualquier rastro de buena reputación que tuviese el cura rebelde, acabaron por convertirse en un cuadernillo que aún hoy día se consigue y que, dos siglos después, sigue sorprendiendo de tanta dureza y agresividad. Se le conoce, de hecho, como «El AntiHidalgo».
Al menos en este año de centenarios, el natalicio de Miguel Hidalgo debió haber sido algo así como el cumpleaños de Beethoven. No por la figura que compramos en la estampa de la papelería, ni por la estatua de mármol, con todo y lo hermosa que es, que preside el grupo escultórico de la Columna de la Independencia, sino con ese dulce ánimo afectuoso que caracteriza, en las historietas de Charles Schulz, a Schroeder, que, sentado ante su piano, aguarda el cumpleaños del músico alemán, no para tronar cohetes, ni para hacer desfiles. Simplemente, para decirle, suavecito, «feliz cumpleaños», para apapacharlo con dulzura, para tocar su música. Algo así tendríamos que hacer con Hidalgo, con Morelos, con todos los héroes, próceres o como los quieran llamar, esos mismos cuyos despojos, ahora pasan el otoño en un salón encortinado de negro (uf) en el Palacio Nacional. «Hidalgo, la Historia Jamás Contada» es un hermoso regalo de Bicentenario. Gracias a Antonio Serrano, a Leo Mendoza. Me muero de ganas de que ya salga el DVD.
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