Permítaseme ejercer mi derecho de pataleo con respecto a la entrega de los Arieles 2011. En estos tiempos en que el mentado «círculo rojo» se da el lujo de exigir un país de alta conciencia ciudadana, sin que le importe un celestial pistache que la gente a la que se les exige esta conciencia democrática tiene, por lo pronto, preocupaciones más terrenales. Saber qué y de dónde comerán al día siguiente, por ejemplo. Por eso, camino por una ruta de este Reino donde la incorrección política es determinante, y por eso me resisto, en definitiva a creer que «El Infierno» de Luis Estrada, sea la mejor película de 2010, y que el domingo pasado se haya llevado nueve Arieles (la versión mexicana de los Óscares, con las distancias y proporciones inevitables) por su calidad cinematográfica.
Son muchos los caminos de la militancia, de la posición política y de la ideología. Sería ingenuo pensar que el cine, la obra cinematográfica, logra eludir esas aguas pantanosas. De hecho, no podemos sustraernos en nuestra vida diaria a eso que llamamos «ideología», y eso no es ningún descubrimiento reciente, aunque cuando salgo de ciertos seminarios allá en el posgrado en Historia de la Facultad de Filosofía y Letras, me parezca que sí. Y por eso entiendo que el ahora multipremiado (palabreja que les encanta a los que hacen las secciones de espectáculos en los periódicos y yerbas informativas similares) director Luis Estrada asegure que su película es su manera de protestar por el deterioro, por la crisis, por la aterradora violencia que fastidia la vida en varias zonas del país que a diario aparecen en los periódicos. Pero que no me digan que eso basta para convertir a una película como «El Infierno» en la mejor película de 2010.
El asunto no deja de ser interesante. Revisar la historia de estas películas del Bicentenario, sus contenidos, sus discursos y sus resultados, tanto en taquilla como en percepción, van a dar para un trabajo bonito, que quién sabe si algún día hagan los estudiantes de Historia o los de Comunicación. Pero el caso de «El Infierno» llama la atención. Seamos sinceros: la película de Luis Estrada tiene que ver con el bicentenario del inicio de la independencia y con el centenario del inicio de la revolución como yo tengo que ver con las monjas del Instituto Renacimiento. El argumento puede ocurrir en cualquier sitio, en cualquier año, no en 2010, sino en 2008, 0 en 2009 0 en 2011 sin que la historia pierda su coherencia interna. De hecho, los centenarios aparecen de manera soslayada, apenas en unas pocas secuencias: la entrega de la primaria, que se llama, de manera pedestre y ramplona «Héroes del Bicentenario», que es como de risa, y la escena de la venganza del Benny en pleno festejo del grito, del Bicentenario, por supuesto, pero que podría ser igualmente sangrienta en 2006, 2008, 2011 y 2012. Si lo que sorprende es que el jurado de la convocatoria de CONACULTA y varias instancias más, destinado a definir los apoyos a guiones de cine, como parte de las conmemoraciones del año pasado; ese jurado que, se supone entendido en andanzas cinematográficas, haya caído en el garlito, o en la solución cómoda, de premiar con apoyo y etiqueta a un guión al que, parece, le agregaron tres o cuatro cosillas para que parezca «una película del Bicentenario» y pueda participar en la convocatoria famosa.
Y luego para que, la gran imagen de esta película, no pertenezca a la historia: ese cuadrito color vino con el 2010, el emblema inercial de las conmemoraciones (porque ni a logo pudimos llegar, carajo), balaceado, como seguramente lo fue alguno de los ociosos señalamientos de la Ruta 2010, pero con la leyenda tan escuchada el año pasado: «nada que celebrar». A mí me podrán dedicar muchos improperios por lo que voy a escribir, pero una cosa es la pluralidad inevitable en esta sociedad cambiante, con necesidades y aspiraciones y rencores diversos, como es el México del siglo XXI, (empleada en vano para justificar algunos desmadres bicentenarios) y otra muy diferente carecer de una estrategia armada y coherente para desarrollar las acciones y decisiones conmemorativas desde una instancia de gobierno, que evitase que el «cómo festejar/y/o/celebrar/y/o/ conmemorar» estuviese sujeto a los humores y biorritmos con que se levanta cada mañana un señor con peculiares conductas que hablan de insania mental. Pero de eso bien sabe Banjército, ya qué.
Y, del otro lado, curiosa posición ética del señor director de «El Infierno». ¿Cómo estar en desacuerdo con la idea de celebrar/y/o/conmemorar/y/o/festejar, insistir en el dichoso «no hay nada que celebrar» y entrarle a un concurso «oficial», para promover de manera «oficial», el cine del año de las conmemoraciones, y recibir un dinero «oficial», que, si bien no resuelve las cuantiosas necesidades de una producción cinematográfica, sumado a los muchos otros inversionistas, ayuda (al hacer una película no hay lana que esté de más), pues cómo no?
Hace ya rato que nos acostumbramos a que en los periódicos, entre notas y opiniones, se asegure que 2010 ha sido el año más violento de este régimen. Y razones no faltan. Hay muchas historias reales, que, sin tener que llegar al tono de farsa que a ratos tiene «El Infierno», dan cuenta del crimen, de la impunidad del imperio de la ilegalidad y de los pequeños, medianos y grandes infiernos que se viven en lugares como Ciudad Juárez o Tamaulipas. Por eso, precisamente, «El Infierno», resulta políticamente correcta. Por eso, precisamente, su director, desde el principio la arrojó al mundo como una película «de protesta» dotando de nuevo sentido aquella curiosa expresión de principios de los años setenta. Por ello, precisamente, armó un pequeño revuelo por la clasificación del filme, pataleando porque desde la Secretaría de Gobernación se clasificó a «El Infierno» para ser vista por adultos, en contra de la opinión de Luis Estrada, que pedía, al menos, fuese «para mayores de 15 años», alegando, carajo, que hay en la película un «mensaje» para los jóvenes. El que haya visto «El Infierno», no necesita ser muy inteligente para darse cuenta de que NO es una película que puedan ver por su cuenta y riesgo jovencitos como «El Diablito», personaje de la historia. Los adolescentes que vemos en estas dos horas, lo que saben de la vida es que quieren ser unos «chingones», como sus padres, amigos y parientes dedicados a diversas actividades criminales, que le piden a su tío que, cuando se muera, le hará un monumento funerario tan espléndido como el que le hizo a su padre, un sicario muerto. ¿De veras cree el sñeor director de «El Infierno» que todos los adolescentes tienen conciencia social, tienen ya criterios sólidos para distinguir lo bueno de lo malo, lo legal de lo ilegal, y la miseria profunda del destino de los sicarios? El comportamiento y los valores de estos chicos personajes de la película son hasta más impactantes que la imagen del escudo nacional bañado por la sangre del capo convertido en alcalde, balaceado por el Benny.
Si tienen ánimo, tiempo, ganas y disposición, pueden tomarse una Coca-Cola para no dormirse y autorrecetarse la entrevista que Ramón Alberto Garza le hace a Luis Estrada acerca de «El Infierno» y que viene en los extras de la versión en DVD de la película. Es una entrevista malísima por aburrida -la neta, creía mejor entrevistador a Ramón Alberto Garza, a mí me tomó tres noches ver la entrevista sin quedarme dormida- pero ahí pueden ver en versión extensa los argumentos del cineasta Estrada.
Entre tanta corrección política y crítica en una película que NO ES un documental, que va del humor negro a la reproducción ácida de situaciones que a menudo se leen en periódicos chilangos y no chilangos, la Academia Mexicana de Ciencias (?) y Artes Cinematográficas decidió ser, igualmente, políticamente correcta, y decidió otorgarle a «El Infierno» los Arieles a: Mejor Película, Mejor Director, Mejor Actor (Damián Alcázar, El Benny, otra decisión que se me antoja incomprensible), Mejor Coactuación Masculina (Joaquín Cosío, el formidable Cochiloco que se lleva la película), y Mejor Edición, Mejor Sonido, Mejor Diseño de Arte (¿¿y las formidables reconstrucciones de época de «Hidalgo, la Historia Jamás Contada» y de «El Atentado»??), Mejor Maquillaje y Mejores Efectos Especiales. Nueve Arieles, nada menos, como trofeo a la corrección política y a la afirmación de que, efectivamente, «no había nada que celebrar»; y como nunca hubo estrategia mediática que consolidara la idea de que SÍ había algo qué celebrar, así se quedaron las cosas en los Arieles.
En este punto también hay que decir que una película del Bicentenario se llevó el Ariel al mejor Largometraje Documental: «La historia en la mirada», de José Ramón Mikelajáuregui y producida, orgullosamente, por la UNAM-
Me consuela unas migajas que el Ariel a la Mejor Música Original se le entregó a «Hidalgo, la historia jamás contada»; disco del todo recomendable y que se debe al talento de Alejandro Giacomán. Pero las nominaciones eran muchas y se las merecía esta espléndida película que demuestra cómo, en el siglo XXI, hay actores, productores y directores que pueden intentar con éxito un acercamiento diferente, antisolemne y gozoso a los padres de la patria. Todo eso significaba la nominación de Demián Bichir por su desempeño como Hidalgo, y las nominaciones de la película por Mejor Actor, Mejor Coactuación Femenina, Mejor Coactuación Masculina, Mejor Edición, Mejor Música Original y Mejores Efectos Especiales. Y tampoco entiendo porqué no se nominó a Mejor Película.
«El Atentado» consiguió nominaciones por Mejor Fotografía, Mejor Vestuario y Mejor Diseño de Arte, Mejor Maquillaje y Mejores Efectos Especiales. Si el jurado de la Honorable Academia hubiese sabido milagros y andanzas del peculiar don Federico Gamboa, tal vez Daniel Giménez Cacho se hubiese llevado una nominación por su encarnación del apasionado pero medroso «Pajarito». Esta película, que ahora en DVD muestra unos excelentes materiales extras y un muy elogiable detrás de cámaras, se merecía mejor suerte y mejor recepción del público. Su recreación de la novela de Álvaro Uribe, a su vez recreación de uno de esos extraños episodios de la historia del porfiriato, me parece, ahora y gracias al DVD una película que, ojalá, ganara los adeptos que la taquilla no le concedió.
«Chicogrande» obtuvo nominaciones por Mejor Película, Mejor Director, Mejor Coactuación Masculina, Mejor Actuación Revelación, Mejor Fotografía, Mejor Sonido, Mejor Diseño de Arte y Mejor Maquillaje.
En fin, que este ha sido el destino de las películas del Bicentenario que le entraron a los Arieles. «Héroes Verdaderos. Episodio 2: la Independencia», por los extraños relajos internos y financieros que se trae White Knight Creative Productions, ni siquiera se inscribió, y conste que era el único largometraje animado, dirigido a público infantil y juvenil, vinculado a las conmemoraciones. El colmo de los colmos, o los efectos de la maldición bicentenaria, como le quieran ustedes llamar, es lo ocurrido con «El Baile de San Juan», otra de esas películas que se ganó una lanita en la convocatoria de Conaculta, y que, se aseguró en repetidas ocasiones, se estrenaría más bien en octubre. A la hora de la hora, se acabó 2010 y nada. «El baile de San Juan» se estrenó hará cosa de un mes o dos, y pasó absolutamente inadvertida. Insisto, son cosas de la maldición bicentenaria. Ha de ser por eso que, dentro de un siglo, cuando los historiadores anden averiguando qué diablos hacíamos den 2010, y busquen en los periódicos de 2011 los rescoldos de las conmemoraciones, se encontrarán conque «El Infierno» fue premiada como ejemplo de corrección política, como reflejo de un entorno de desánimo colectivo, como expresión de un sector de la sociedad que estaba convencida de que «no había nada que celebrar» y como amarga crónica de los días que vivimos; como la muestra de que el derecho de decir que «se está hasta la madre», como se ha puesto de moda afirmar, puede estar por encima de la creación cinematográfica que ilumina y enamora la mirada de los cinéfilos.
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