Me habría gustado, por pura elegancia, comenzar con propiedad las entradas de este Reino y hablar de algunos de los muchos temas que traigo entre zarpas: las voladas periodísticas, cómo es que Wikileaks no es novedoso sino por el alcance del mecanismo de circulación (los contenidos, producto de la condición humana, no tienen nada de novedosos), unas cuantas historias más de huesos ilustres, conmemoraciones fallidas, debates de historiadores, en fin. Pero lo cierto es que (sniff) vivo desde hace varias semanas oscilando entre la vida y eso que plenamente se llama «malvivir» a causa de una intermitente y repugnante infección de la garganta, combinada con un conato de gripa y luego dos gripas declaradas, la segunda más perra que la primera, que han hecho de mí (sniff) una pobre víctima de los elementos. Es muy feo eso de que le dé a uno el aire y le duela. Nada más porque los dioses de la radio son generosos con los inocentes, es que «Historia en Vivo» del pasado 1 de enero [ojo: rigurosamente en vivo] pudo llevarse a cabo con relativa normalidad, habida cuenta de la cariñosa custodia de Sandrita y don Javi, ángeles guardianes dispuestos a reanimarme con jugo de arándano si me ahogaba por la tos, sniff. Lo bueno fue que no hubo necesidad. Por primera vez en un muy buen rato, la congestión nasal, la tos y la sensación de que la vida no vale nada me obligaron a refugiarme en mi cama, abrigada y provista de muchos líquidos y de una de las mejores invenciones del género humano: las Gomas Garde G, gomas (valga la redundancia) hechas con goma arábiga, que, me cuentan, existen [en forma de pastillas] como desde los años 30 del siglo XX, y que en su actual versión de sabor naranja y con vitamina C [las que dicen contener benzocaína no me inspiran ni un gramo de confianza]me han hecho un tanto llevadero el tormento de la tos.
Pero todo este largo lamento tiene la puntita de una historia simpática, que tiene que ver con el patrono protector de este Reino, mi tatarabuelo Guillermo Prieto. Hará cosa de unos nueve años, me vi en similares problemas de salud. Por esos, días Radio Trece explotaba mi fuerza de trabajo en el área de noticias. Én esa ocasión vencí a la gripa antes que a la tos y, pese a todo, en algún momento, se me cerró la garganta y me quedé sin voz. Presa de la desesperación producida por no poder decir ni «miau» en tono y tesitura normal, acabé en una tienda naturista, a la vuelta de casa, en busca de algún remedio que paliara mis males, ya que la medicina alópata no lo había conseguido.
Huroneaba en el escaparate de la dichosa tienda, buscando un jarabe sin miel de abeja, cuyo sabor me desagrada profundamente, cuando la señora responsable del sitio me sugirió recurrir al «jarabe de ajolotes», que era muy, muy bueno, según me aseguró. En tres patadas estaría como nueva. Ya preparaba una respuesta cortés pero reacia a caer en extravagancias exóticas, cuando la buena mujer me puso delante un frasco con el mentado jarabe. Desde el frente del envase blanco de plástico, me contemplaba Guillermo Prieto, en un dibujo inspirado en un muy buen retrato que se conserva de sus días de ancianidad. Coronaba el retrato el nombre del producto: «Jarabe del Abuelo». En la parte trasera, el frasco rezaba: «Jarabe de ajolotes. Tónico reconstituyente. Alivia la TOS. El único remedio que cura radicalmente [ojo] el asma, bronquitis, toses inveteradas [qué bonito], catarros, pulmones, tisis, neurastemia [sic] y debilidad general [‘ai nomás]».
Ocurre que por aquellos días, estaba yo en el trance de acabar un librito biográfico sobre Guillermo Prieto. Evidentemente, no se trataba de una casualidad; era un detalle que al bueno de don Guillermo le habría arrancado carcajadas. No lo dudé mucho más, aparte del jarabe de propoleo [por si las dudas], me llevé el frasco con el retrato del Romancero, no sin antes reportear un poco a la dueña del negocio.
De esa manera me enteré que el «Jarabe del Abuelo» no se llamaba así sino desde hacía unos ocho o diez años. Toda la vida se había vendido con otro nombre, aparejado con el título de «Jarabe de Ajolotes». Atenida al dato consignado en el frasco, me enteré que se produce en la ciudad de Puebla, desde 1839. Muy coherente con los beneficios que pregona: pareciera uno de esos «curalotodo» a los que eran tan aficionados los decimonónicos de estos y muchos otros lares. Ocurre, sin embargo, que en tiempos recientes, algún vivales decidió piratear el jarabe. Entonces, los originales creadores del brebaje optaron por cambiar nombre de batalla y presentación; conservaron todo el discurso acerca de las virtudes curativas de su producto, y seguramente, en busca de alguna nueva etiqueta, dieron con la hermosa foto de don Guillermo. Inocentemente, les debe haber parecido «un viejito muy tierno», ignorantes de la peor mala fe que Guillermo Prieto podía producir en sus mejores momentos, capaz de escribir «con ponzoña de escorpiones», como él mismo llegó a decir de un textito que le escribió a Antonio López de Santa Anna en ocasión del cumpleaños de «Tres Cuartos» (uno de los muchos apodos de Santa Anna desde que perdió la pierna), y que le valió el destierro a Querétaro.
La historia no se acaba aquí: si bien el jarabe de propoleo me sirvió para librar la talacha diaria en la estación de radio, fue el jarabe de ajolotes el que me curó realmente. Cuando lo abrí, debo admitir que me dio un cierto repelús: para empezar, no tenía consistencia de jarabe. De hecho, era una agua de aroma fuerte e indefinido, y transparente con color grisáceo. Eso, pensé, no era un jarabe. A lo más, era el agua en la que los ajolotes se habían bañado o se habían enjuagado las patitas. ¿eso era la maravilla que pregonaba el frasco, y que, aseguraba, estaba elaborado «según fórmula original, con productos de la mejor calidad (¿¿ajolotes premium??)?
El caso es que le di un buen trago. El jarabe de ajolotes no sabe mal, no es desagradable, no tiene mal gusto. SABE A MADRES, no hay otra forma de decirlo que represente de manera precisa y gráfica mi juicio categórico. Fuera porque de lo mal que sabe, algo se cimbró dentro de mí, a mitad de camino entre el horror y el susto; fuera porque de a deveras es un remedio eficaz desde 1839, con ese y unos pocos traguitos [los siguientes fueron traguitos, lo juro], se acabaron la tos y la garganta cerrada. De veras. Unos pocos años después, unos cuatro o cinco, en un trance desesperado (a sabiendas del sabor del jarabe de ajolotes les aseguro que estaba desesperada), y para evitar quedarme sin voz en plena chamba, me compré otro jarabe de ajolotes, «Jarabe del Abuelo». Insisto: no sé la razón, lo cierto es que esa cosa me curó.
Y aquí estoy, sniff. Esa es la clave. Mea culpa. Me olvidé esta vez del jarabe patrocinado por Guillermo Prieto, y en el pecado he llevado la penitencia, sniff. Ahora me cae el veinte. Mañana voy por uno.
POSTDATA.- Y como juguetona (sniff) revisión-interacción con los amables visitantes de este Reino, aquí algunos comentarios acerca de las preguntas recientes y búsquedas que hacen llegar hasta estas tierras (sniff) a algunos apreciados lectores de este Reino:
- Antes que nada, hay que reconocer la gran cantidad de viajeros que llegan atraídos por la información que puedan recuperar de la escena, ahora célebre y destinada a permanecer en los anales de la memoria colectiva, donde Miguel Hidalgo y Josefa Quintana (o sea Demián Bichir y Ana de la Reguera) tienen un apasionado encuentro sexual (es notoria la cantidad de gente que llega a la respectiva entrada de este Reino tecelando «Hidalgo cogiendo»).
- Ni se ilusionen: NO ES CIERTO que en los bancos le dén a uno más dinero que cinco pesos por la moneda de cinco pesos con la efigie de Francisco Primo de Verdad y Ramos. Cinco pesos son cinco pesos, aunque sea monedita bicentenaria. Mejor guárdenlas.
- Los Centenarios de oro que todavía hoy cotizan en los mercados financieros, se acuñaron no para el centenario de la independencia, como mucha gente suele pensar. La moneda en cuestión fue obra del gobierno de Álvaro Obregón en 1921, para las conmemoraciones del Centenario de la Consumación de la Independencia. Según los informes presidenciales de don Álvaro, lecturas bastante entretenidas, la moneda fue todo un éxito: su valor facial era de 50 pesos ORO, y, según leo, a mucha gente le pareció importante y útil, porque, debido a su «alto monto» [y sí, 50 pesos de 1921 no era una lana despreciable] tenía demanda para hacer operaciones comerciales y empresariales.
- El jarabe que se ejecutan en la escena de la fiesta en «Hidalgo, la Historia Jamás Contada», de Antonio Serrano es «El Cupido», y está en el hermoso soundtrack que se consigue ya.
- No tengo la menor idea de «cuántas veces se han agarrado a balazos en Carácuaro», cosa que me parece muy lamentable (lo de agarrarse a balazos, digo). La inseguridad en Michoacán le dio al traste con una carretada de conmemoraciones concretas y reales que pudieron haberse hecho. Pero lo que sí tengo muy claro es que en el verano de 2007, cuando empezaban estas cosas de la grilla bicentenaria, hubo noticia de un importante enfrentamiento con personajes que parecían ser criminales -tan difusa es la información sobre el punto- y el ejército mexicano, precisamente en Carácuaro. Los que sigan tercos en pensar en la hipótesis según la cual los restos de Morelos -esos que ya aparecieron- están en un cementerio de Carácuaro, llevados por Juan Nepomuceno Almonte en algún momento antes de irse del país, bien pueden ir organizando una excursión, dudosamente realizable a causa de las penosas circunstancias de estos días.
- El monumento a la Revolución sirve de tumba a Francisco I. Madero, a Venustiano Carranza, a Francisco Villa, a Plutarco Elías Calles y a Lázaro Cárdenas, algunos de ellos amigos entrañables que se la pasaron peleando a muerte. Horas de sana diversión ultraterrena garantizada.
- Por favor, por favor, por favor: Guillermo Prieto y Benito Juárez no eran «revolucionarios» en el sentido que hoy día usamos; les tocó su rato de historia medio siglo antes de que el término se aplicara a un movimiento político y social que encabezó un tal Panchito Madero. Por eso las mediciones de Roy Campos afirman que cuando pregunta por los personajes de la Independencia y la revolución, salen, más o menos en este orden, Hidalgo, Morelos, Villa, Zapata… y Juárez. Chin. Ah, y «Juárez» se escribe con «z».
- Y no, no voy a contar cómo se muere el Benny en la película «El Infierno». Además, el DVD de la película ya está a la venta y hasta final alternativo trae. ‘Ai ustedes escojan.
- Y, por cierto, no se escribe «fusilación», sino «fusilamiento»…. juro que con estas puntadas también se me congestiona la respiración de las neuronas (sniff).
POSTDATA A LA POSTDATA.- Les prometo que mañana pongo las fotos de todas estas entradas recientes. De veras, la gripa está tan perra, sniff, que ni para ilustrar bien ando…. mil disculpas, sniff.
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