Por esas cosas que pasan a veces, como la falta de una sólida estrategia de difusión, el honorable público dio por terminado el asunto Centenario-Bicentenario apenas sonaron las campanadas del año nuevo. Esto, en principio, es cierto, por el modo de hacer algunas cosas, dejar de hacer otras y aplicar o desaplicar unas terceras. Se han desvanecido, entre shalalás lejanos, los últimos mitotes, a ratos un tanto desabridos, a rato un tanto desconocidos y en todos los casos víctimas de una absoluta ausencia de concepto estratégico de comunicación (lo cual demuestra que sentarse cada ocho días a echar discurso [la Neta con mayúsculas, vamos] ante un micrófono en una cabina de radio no lo dota a uno con la capacidad de planeación estratégica que hoy día debiera plantearse -y exigirse- como requisito en el Manual de Conmemoraciones Básicas Tomo 1, pero qué se le va a hacer, jiá, jiá).
Querría dejar acotado que aquella sensación del «malvivir» ya se desvaneció, hará un rato, gracias a la milagrosa acción del jarabe de ajolotes. Podría hacer aquí una prolija crónica de lo que ha sido zumbarse tres cuartos de frasco de jarabe, bajo la mirada vigilante y pícara de mi tatarabuelo Guillermo Prieto, pero la verdad es que la cantidad de maldiciones que suelto después de cada dosis harían harto aburrida la relación. Tal vez baste con dejar consignado que, de hecho, con la cantidad de jarabe ingerida en las últimas semanas, he pagado, por lo menos, unos cuarenta años de purgatorio, o todas mis fechorías de los últimos dos años.
Por eso, nada más para efecto de utilidad, aquí algunos datillos de centenarios y bicentenarios, unos cuántos solamente, que este año habremos de celebrar, festejar, conmemorar o lo que buenamente se pueda, dado que el azar es el azar y la vida pública es incierta. Y comienzo por decir que en enero pasado, el lunes 17, se cumplieron 200 años de la desastrosa derrota insurgente en Puente de Calderón, muy cerca de Guadalajara, y que resultó, digamos, la clara señal de que, si en algo apreciaban sus pellejos los honorables líderes insurgentes, más valía poner distancia entre ellos y el interesantísimo Félix María Calleja del Rey, soldado profesional y quien, hasta donde se sabe, y ya a esas alturas de 1811 lo tenía muy demostrado, no solía andarse con babosadas.
Vinculado a este asunto, y en estos fandangos de los Centenarios, volvió a circular la novela «de no ficción», como la llama su autor, el historiador Jean Meyer, que en otros días se conoció como «Los Tambores de Calderón» y que, al cambiarse el autor de editorial, apareció en Tusquets con el nombre de «El Camino de Baján», en alusión al canijo desierto donde, finalmente, Hidalgo y sus compañeros de vértigo fueron atorados por un caballero de apellido Elizondo, en el que, desesperados, decidieron confiar. Feas cosas esas de la traición.
La novela de don Jean habla del megamitote que fue la insurgencia en aquellas tierras lejanas de la Nueva Galicia, hoy Jalisco y Nayarit, donde todos iban, todos regresaban, todos eran generales y todos eran jefes. Bastaba con que le ofrecieran al padre Hidalgo mil gandules que se habían pepenado por el camino, para que en el acto fuesen nombrados coroneles, por lo menos. Por eso les fue como les fue, por caóticos y desordenados. Para ese entonces, aparentemente, el «Padre de la Patria» ya estaba un poco pirado y había caído en ese «frenesí» que meses después confesaría durante su juicio.
Puente de Calderón, además de hacer polvo a los primeros insurgentes, sirvió para que a Calleja le dieran un título nobiliario. Fue, entonces, Conde de Calderón. Nada mal, si tomamos en cuenta que a otro colega suyo, virrey, le fue bastante mal en cuanto a título nobiliario, por esos asuntos de acciones heroicas o notables que merecen un premio: a don Juan Ruiz de Apodaca le concedieron, a raíz de la prisión y muerte de Xavier Mina, en las inmediaciones del rancho del Venadito, el poco elegante título de Conde del Venadito [Charros, diría algún irrespetuoso]. Vieran cómo le cayó a su esposa que, por extensión, los burlones se refirieran a ella como «La Venadita»… pero son gajes del oficio de virrey y consecuencias azarosas de eso de andar persiguiendo insurgentes. Por añadidura, a Calleja le devino otro titulito nobiliario, menos vistoso para la posteridad pero no menos importante: el de vizconde de Aculco, dato poco conocido y circulado.
Lo importante de Puente de Calderón, y esa, una vez más, es una enseñanza de la historia, es que no se puede vivir permanentemente en el desmadre institucionalizado, como parece que vivía Hidalgo, para histeria de Allende, en aquellas últimas semanas de 1810 y primeras de 1811. Si avanzamos un poco más, y nos acordamos de aquella idea de Arnaldo Córdova, según la cual la historia es «maestra de la política», la efeméride también funciona. Una lectura breve de los testimonios que nos dejaron los testigos y los protagonistas de la batalla de Puente de Calderón, nos demuestra el punto. Es cierto que hay elementos para creer que a la hora de presentar informes, Félix Calleja le exageró un poquitín a sus cifras -miren nada más lo poco que hemos cambiado- , en particular el número de sus contrincantes, de los que sabemos que SÍ eran, al menos unos setentamil, pero que en los primeros informes el señor brigadier aumentó a 100 mil y luego corrigió y dejó en 93 mil. Para el caso y los resultados, en realidad no afecta demasiado. Agreguemos que también transformó un poco el entorno. El lugar que hoy señalamos como el emplazamiento de la célebre batalla tiene, en el parte del brigadier español, es descrito como un poco más complicado, el lomerío más difícil de abordar y más complicado para el que debe emplearlo como campo de batalla.
Las conmemoraciones de este año sobre el bicentenario de la batalla de Puente de Calderón se dieron en las cercanías de un puente de tres arcos que no concuerda con las descripciones añejas del sitio de la batalla (la maldición bicentenaria, otra vez). Parece, según inferencias bastante lógicas, por cierto, de la historiadora Carmen Vázquez Mantecón, que el puente NO ERA ÉSE, sino uno de un solo arco, más o menos cercano al que se tiene como el sitio histórico. Lo divertido de todo esto, es que el puente de tres arcos tenía una placa que AHORA YA NO TIENE, porque la movieron a un monumento que está sobre la carretera y que es como el señalamiento de entrada a uno más de estos parques Bicentenarios que a todo mundo le desgastaron la imaginación al crearlos.
La placa, por cierto, la pusieron en 1921, en las conmemoraciones del Centenario de la Consumación de la Independencia. Tiene una inscripción que no tiene desperdicio. Es deliciosa. De hecho, la convierte en una antiplaca conmemorativa, en un antimonumento. El texto sencillo, escueto, no deja lugar a dudas:
«Aquí (sin la coma) el 17 de enero de 1811 (sin coma otra vez) la suerte fue adversa al Padre de la Patria (sin coma) don Miguel Hidalgo y Costilla y al Generalísimo don Ignacio Allende»
¿A poco no es una belleza? Perra suerte, acotaría en este punto don Miguel. Ni le muevas, metería baza Allende: preferible echarle la culpa a la suerte que al desmadre, al caos, a la inexistente estrategia más allá de echarle montón a los gachupines y realistas. Que mejor la culpa la cargue la suerte. Y eso es un consuelo para algunos habitantes de la historia nacional. Perra suerte, canija suerte. Esa mañana la suerte amaneció de mal humor y se desquitó con los padres de la patria. O con la Cámara de Diputados, o con la Comisión del Bicentenario, o con la Bolsa de Valores, o con Turissste. ¿Ven? Perra suerte. Me parece encantador. Don Emilio Cárdenas, cineasta, todo un personaje, cuenta que en estos meses recientes, alguien tuvo la puntada de ir a poner unos arcos -que definió sencillamente como «horribles»- donde dice la leyenda que ocurrió el abrazo de Acatempan. Esto se lo voy a contar a mi amigo Vicente Méndez, que tiene los pelos de la burra en la mano, respecto al mentado abrazo, que no acaba de encontrar por lado alguno. O sea, la antiplaca para culpar a la perra suerte y el arco para arropar al abrazo que no ocurrió (abrazo, y no encuentro. La grilla es tema de otro espacio en este Reino) Ah, qué divertido. ¿Ya ven como los bicentenarios aún dan para horas de sano entretenimiento?
ALTA TRAICIÓN I, 2011: acerca de las extrañas autojustificaciones que algunos ventilan en la prensa.
Algunos mea culpa embozados se han publicado en las semanas recientes con respecto a lo que salió bien (?) y lo que salió mal en las conmemoraciones del año pasado. Como el tufo de disonancia cognoscitiva y negación de la realidad es digamos, intenso, yo nada más opino que la percepción que se genera de «libertad» y la percepción que se genera de «desmadre», son dos cosas muy distintas. Pequeños matices de la comunicación social, institucional y política. Lástima que haya quien sólo aprende a trancazos, y eso, quién sabe. Lo del aprendizaje, digo. Y solamente respecto a las conmemoraciones del año pasado, aclaro. Y todo se paga, reitero.
ACOTACIÓN DE LA REALIDAD A LA PERRA DUDA:
Como inesperada respuesta a la perra duda respecto a eso de andar cabalgando por el cerro de Chapultepec , en evocación-interpretación de Madero, ahora, sábado, ya sabemos para lo que sirvió: para salir en «Las Mangas del Chaleco», en el noticiero nocturno de Televisa. Y vuelvo a preguntar: ¿valía la pena?
MÁS PERRAS DUDAS:
El 10 de febrero, cuando se conmemora el día de la Fuerza Aérea es, también el aniversario, y este año, por cierto, el centenario de aquel día en que Francisco I. Madero se subió por vez primera a un avión. En esto de las reconstrucciones, evocaciones y hasta pretensiones de reencarnaciones, otra vez: foto del señor que trabaja de presidente con casco y anteojos, subido en la cabina de un avión que, genéricamente, me atrevería a llamar «de combate». Digo, puestos ya a completar el cuadro, hacía falta música de fondo: propongo dos: una tierna cancioncita de un grupo llamado The Royal Guardsmen, que estaba de moda hacia 1966: «Snoopy contra el Barón Rojo», que se trata de eso, del canijo perro subido en su avión de la Primera Guerra Mundial, enfrascado en una intensa batalla con su archienemigo, el aviador alemán (hurgando en la red me entero que estos mismos sujetos, por medio de otras canciones, han postulado al sofisticado y tierno perrillo de Charlie Brown para presidente, y, hará cosa de cinco años, lo han enfrentado a un nuevo enemigo: Osama Bin Laden. No hay moral.). La otra, no exenta de mordacidad y un aire a partitura de películas mudas de principios del siglo XX, se debe al genial Vince Guaraldi, autor de muchas de las suaves piezas que musicalizan los especiales navideños de Charlie Brown que se transmitían por televisión, a principio de los setentas. La pieza, bastante aceptable, tiene un título con cierto toque acidito, como si le espolvoreáramos chamoy: «La Maravilla Enmascarada», como sabemos, otro de los seudónimos de Snoopy. Creo que sobraría algún otro comentario sobre el punto.
MÁS DVDS DE PELÍCULAS BICENTENARIAS.
Las tiendas de DVDs ya tienen a la venta «El Infierno» y «Héroes Verdaderos». La primera con unos cuantos extras que valdrá la pena comentar, y la segunda con trabajos incluye el trailer. Es una pena: había muchos materialitos para hacer un precioso detrás de cámaras. «El Infierno», ciertamente, trae un «final alternativo», pero ni se emocionen: de todas maneras el Benny se muere. La única diferencia es quién lo mata y dónde lo mata y cómo se arman las venganzas. Las entrevistas, con excepción de la que concede el actor Joaquín Cossío, el formidable Cochiloco, padecen de un exceso de crema en los tacos. Pero es una de las películas bicentenarias, qué se le va a hacer. Alguien, y ojalá fuese un historiador, debiera hacer una tesis del tema. Hay cosas fenomenales en esto. Seguiremos informando.
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