Posts Tagged ‘Miguel Hidalgo y Costilla

24
Oct
10

Cinema Bicentenario: «Una escena de sexo con el Padre de la Patria»

 

Mientras suena el jarabe «El Cupido», que forma parte de la excelente banda sonora de «Hidalgo, la Historia Jamás Contada», le seguimos a todas las ideas que pueden desprenderse de esta, a no dudarlo, la gran película del Bicentenario. Pese a todos los reclamos de tipo histórico, inevitables cuando aparece una película como esta.

Pero en este caso, me pregunto si las obsesiones con el rigor sobre la reconstrucción del pasado son suficientes como para criticar a esta película maravillosa. Atendiendo a la tercera ley de la dialéctica (una de las cosas que uno aprende al pasar una temporada en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM), yo diría que una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa. Este factor permite que, a historiadores de mucho nombre, y c0nscientes de esta máxima, «Hidalgo, la Historia jamás Contada» no solo les parezca buena, sino que encima les guste, y, en algunos casos, hasta les guste mucho.

A veces, la obsesión por el rigor histórico impide hasta la experiencia lúdica. He escuchado algunos comentarios, provenientes del gremio de historiadores, negativos a tal magnitud, respecto a algunas de las películas del Bicentenario, que a ratos creo que sería necesario poner afuera de la sala un letrero: «Si usted es historiador, y se dedica a la investigación, en el ámbito estrictamente académico, mejor ni entre. Lo más probable es que no le guste. Le sugerimos ir a la videotienda más cercana, a ver si en la sección de documentales encuentra algo de su agrado». Y entonces todos estaremos contentos. Algunos personajes no harán berrinches memorables y nosotros podremos disfrutar la película.

Por eso esta vez es muy de elogiarse la actitud de Enrique Krauze,  que dedicó el domingo pasado su artículo del periódico Reforma a «La Historia jamás contada». El texto me pareció atinado, muy, muy recomendable, porque el gran divulgador que es Krauze admite que entró al cine con el recelo del historiador. Pero en el momento de la verdad, cedió a la oferta, a la propuesta, a la tentación de mirar a este Hidalgo humano, capaz del error, como todos; tal vez Hidalgo sin bronce ni pedestal como en pocas, poquísimas ocasiones lo volveremos a ver. Krauze, el historiador, el divulgador, fue capaz de acallar a ese pequeño demonio que suele anidar en algún punto del cerebro de los historiadores, y que tiende a patalear cada vez que siente que «algo», no importa si es pequeño o grande, si es relevante o irrelevante, «distorsiona», «falsea» los hechos. Del pataleo se pasa al enojo y del enojo a la santa indignación. El resultado es que la víctima no disfruta la película, sale frustrada y enojada a tal grado que puede afirmar que una muy hermosa película es una «mala película» porque no cuenta lo que le gustaría que contara: Tan, tan, otra vez la puerta. Oh, qué moler. «¿Sí, diga?» -«quiero reclamar las falsedades históricas de la película». -«Mire, esta es la puerta de las historias de amor y de las sonrisas que seguramente tuvieron los personajes de la Historia con mayúscula. La sección de documentales históricos está dos calles más abajo. Que le vaya bien, porque, acá, nosotros nos la estamos pasando bomba. Además, qué le cuento, hay como cinco perros en esta fiesta, dispuestos a salir a ahuyentar a las visitas amargosas. Usted disculpe». La puerta vuelve a cerrarse y las buenas conciencias históricas, mejor harían en caminar dos calles abajo, donde les puedan restañar las heridas.

Este comentario de Krauze sobre la película no tiene desperdicio y ubica bien los méritos de la cinta: «Tiene ritmo, belleza y encanto. Como historia, introduce una sana irreverencia y transmite admirablemente el drama psicológico y moral de Hidalgo». El historiador admite que en la película hay «hechos falsos, no probados, inexactos e inverosímiles», pero aún así, elige quedarse con ese «Hidalgo enamorado», paráfrasis de esa otra película preciosa, «Shakespeare enamorado».

Para los que tengan dudas de los detalles históricos corregibles, se puede decir que algunos, la mayor parte, son menudos y algunos más notables:  ahora ya sabemos que a Hidalgo no lo corrieron de mala manera del Colegio de San Nicolás,  que ni su traslado al curato de Colima (no mencionado en la película) ni a San Felipe Torresmochas, fueron castigos, que Hidalgo no veía como una degradación el convertirse en un parroco (cuando, además, iba a ganar bastante más dinero que como rector de San Nicolás), que malamente el obispo de Valladolid, Antonio de San Miguel, podía haber sido su enemigo, después de premiarlo por sus disertaciones teológicas con unas buenas medallas de plata y los generosos calificativos de «abeja industriosa» y «hormiga trabajadora de Minerva».  Quizá el más relevante, que sí transgrede lo que hoy sabemos de la relación entre Miguel Hidalgo y Manuel Abad y Queipo, es que eran amigos, y que además, el pobre de Abad y Queipo, que se fastidió históricamente el día que emitió el edicto de excomunión contra Hidalgo,  tenía interesantes coincidencias de pensamiento con el cura de Dolores. No obstante, no es un Abad y Queipo «inventado»; puede que sea falso, pero no irreal: es el personaje que muchas generaciones de mexicanos imaginaron; el que aparece en el cuadro, a estas alturas legendario, pintado por Siqueiros y que hoy día forma parte del patrimonio de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo; en ese imaginario masivo, sin matices, Abad y Queipo es el personaje que excomulga con violencia al «padre de la Patria» y ninguna otra cosa más. Pobre hombre.  La verdad es que, para cumplir su función narrativo-dramática de enemigo, era bueno cualquier otro señor que no se apellidase Abad y Queipo. Pero eso no es culpa (ni siquiera es culpa) de Antonio Serrano, director, ni de Leo Mendoza (guionista), es el imaginario histórico que, como podemos ver, durante años ha sido el que poseen los mexicanos y que, pese a todas nuestras pretensiones de replantear mucho del conocimiento sobre el pasado que tenemos como sociedad, no lo hemos logrado por completo.

Romance y tertulia para el padre de la patria

Krauze apunta un matiz interesante, pero quizá ya en los linderos del lenguaje de los historiadores: la película no muestra «la historia jamás contada», sino la «historia nunca probada», particularmente en el terreno de la vida sentimental de Miguel Hidalgo, pero ese tema, es hábilmente analizado por don Carlos Herrejón en un muy disfrutable ensayo publicado por el semanario Proceso en el número 15 de sus fascículos del Bicentenario, y en él concluye que Hidalgo sí tuvo descendencia, pero no todos los que se dice y no con todas las damas con las que la leyenda suele vincularlo. Es un material muy recomendable en lo que sale la archimentada y multiaguardada biografía escrita por el propio herrejón y que Banamex y Editorial Clío nos prometen para este año.

Resulta un reto, encima de lidiar con tantos historiadores inconformes, lograr construir una narración cinematográfica bella, delicada y que nos trae el eco de lo que pudo haber ocurrido hace poco más de dos siglos.  Por eso me gusta tanto la frase de Ana de la Reguera, que encarna a la amante de Hidalgo, Josefa Quintana, en la película. La actriz, a principios de este año, hablaba de la formidable experiencia que era, para ella, «tener una escena de sexo con el padre de la Patria». Esa es, a no dudarlo, una de las frases memorables de este año de los centenarios, y, traducido a la película, una de las secuencias que más desconcierta a los que esperan ver, otra vez, al heroico Hidalgo dando el grito en Dolores. Una muy querida amiga, médica, de ese linaje especial de mujeres acostumbradas a vencer obstáculos y, en su profesión, habituada a salir cada mañana a ahuyentar, a la brava,  a la muerte que siempre intenta entrar por alguna rendija del hospital que dirige, me decía, unos días antes del Bicentenario, entre sorprendida (que no escandalizada) y curiosa: «Oiga, Bertha, pero es que en el corto de la película, ¡¡sale Hidalgo cogiendo!!» A ella, que es ginecóloga, le vienen a decir cosas nuevas. Lo que la sorprendía es precisamente, que el señor que se abre camino entre enaguas, olanes y medias -la escena es buenísima- es, precisamente el padre de la patria. Claro que la sorpresa de ella y de muchos otros, disminuye cuando se enteran de que, precisamente, entre el montón de chismes y  denuncias e informes que se hicieron ante la Inquisición en aquellos días de San Felipe Torresmochas, se aseguraba que en aquella casa del señor cura, «la pequeña Francia» o la «Francia chiquita»,  se llevaba una «vida escandalosa»,  protagonizada por «la comitiva de gente villana que come y bebe, baila y putea perpetuamente». El documento en cuestión, lo firma en 1800 fray Ramón Casaús, que una década más tarde se convertirá en uno de los más violentos críticos de Hidalgo.  Las cartas que comenzó publicando en El Diario de México hacia noviembre de 1810, destinadas a deshacer cualquier rastro de buena reputación que tuviese el cura rebelde,  acabaron por convertirse en un cuadernillo que aún hoy día se consigue y que, dos siglos después, sigue sorprendiendo de tanta dureza y agresividad. Se le conoce, de hecho, como «El AntiHidalgo».

 Al menos en este año de centenarios, el natalicio de Miguel Hidalgo debió haber sido algo así como el cumpleaños de Beethoven. No por la figura que compramos en la estampa de la papelería, ni por la estatua de mármol, con todo y lo hermosa que es, que preside el grupo escultórico de la Columna de la Independencia, sino con ese dulce ánimo afectuoso que caracteriza, en las historietas de Charles Schulz, a Schroeder, que, sentado ante su piano, aguarda el cumpleaños del músico alemán,  no para tronar cohetes, ni para hacer desfiles. Simplemente, para decirle, suavecito, «feliz cumpleaños», para apapacharlo con dulzura, para tocar su música.  Algo así tendríamos que hacer con Hidalgo, con Morelos, con todos los héroes, próceres o como los quieran llamar, esos mismos cuyos despojos, ahora pasan el otoño en un salón encortinado de negro (uf) en el Palacio Nacional. «Hidalgo, la Historia Jamás Contada» es un hermoso regalo de Bicentenario. Gracias a Antonio Serrano, a Leo Mendoza. Me muero de ganas de que ya salga el DVD.

14
Oct
10

Cinema Bicentenario. Episodio 3: Hidalgo, la historia jamás contada

 

Para mí, «Hidalgo, la historia jamás contada», dirigida por Antonio Serrano, es la mejor película del paquete Bicentenario. Podría decir a secas que se trata de una película espléndida y dar por cerrada esta parcela del Reino.  Pero es un filme que entusiasma, que emociona y que produce un montón de «clicks» para disfrutarlo, para verlo un montón de veces y para pensar en las muy curiosas reacciones que ha despertado.

Yo me enamoré de esta película desde que vi el tráiler en YouTube. Ver a Miguel Hidalgo tocando su violín, bailando, riendo a carcajadas, me resultó profundamente conmovedor. Ver al cura de Dolores re-cobrar textura, sonido, carne apasionada y hasta enamorada. Hidalgo arropado por la música esplendorosa de Alejandro Giacomán, Hidalgo que galante se inclina ante una Ana de la Reguera con uno de esos escotes dieciochescos impactantes; el mismo Hidalgo que leemos en los documentos, en los testimonios. Si alguien tiene la paciencia y el cuidado para revisar ese utilísimo libro de Carlos Herrejón, que compendia los documentos que respecto a Hidalgo conservamos, «Hidalgo. las razones de la insurgencia y biografía documental» y tenerlo muy en cuenta a la hora de ver esta película deliciosa, va a encontrar una bonita consonancia entre el Hidalgo retratado en las denuncias inquisitoriales y el Hidalgo que vemos protagonizando su «historia jamás contada».

Paradójicamente, las críticas que se han aplicado a esta película hablan de situaciones peculiares en cuanto a la cultura histórica de los mexicanos.  A estas alturas, parece muy evidente que la gente de este país sí tiene ganas de historia, apetito de historia, gusto por la historia. Usualmente, sus conocimientos históricos no suelen ser proporcionales al entusiasmo con el que se interesan por el pasado nacional.

Esta situación ha producido, en torno a  «Hidalgo, la historia jamás contada» reclamos que, de repente, se antojan extraños pero que,  si los pensamos con cuidado, hablan de situaciones más allá de la propia película. Me explico. hay quienes se quejan de que en la película «no se ve el Grito», que «dónde está el Pípila» (ese SÍ que es un reclamo bicentenario), que «creían que se iba a ver más de la independencia», que «casi no se ve nada de la independencia» . Esos son los reclamos de la gente de a pie, de la gente común y corriente, de los cuales se pueden desprender varias conclusiones:

  • Pese a los esfuerzos de la producción de «Hidalgo, la Historia Jamás Contada»,  y de las repetidas ocasiones en que se difundió el proceso de rodaje de «Hidalgo Moliére», nombre original de la cinta, lo cierto es que hubo muchos que fueron y van a verla con la expectativa de ver una película histórica o bien en tono épico, o bien en tono de lección edificante, más cerca de «La Virgen que forjó una patria», donde, con todo y su corrección histórica, y hasta eso, a Hidalgo nunca le desaparece del rostro una cierta sonrisilla traviesa (Zorro tenía que ser).
  • Hay una serie de personajes que, al parecer, en la imaginería colectiva, son inseparables de Hidalgo. No me refiero a algunos desatinos memorables, como el de un librito que compré hace algunos meses afuera de la fortaleza de San Juan de Ulúa, donde se asegura que Fray Servando Teresa de Mier era «compañero de Miguel Hidalgo» (pero ni de tragos, caray). Me refiero al conjunto de protagonistas del movimiento insurgente que se juzgan indispensables en cuanto una producción fílmica decide abordar la figura del padre de la patria: Josefa Ortiz de Domínguez, Allende, Aldama, Jiménez, el Pípila (otra vez). Parte de los reclamos que quieren ver Historia donde hay solamente historia (una historia deliciosa, es necesario insistir), radica en que  hay muy poco Allende, una pizca de Morelos, ni un suspiro de Corregidores. Una vez más, a pesar de que toda la información difundida acerca de la película, antes de su estreno, donde, me parece, quedó claro que se trataba de escribir un fragmento de una historia personal, íntima, de Miguel Hidalgo, como pudo haber sido, hay gente que quiere ver a SU Miguel Hidalgo en la pantalla; no al Hidalgo que pudo haber existido, a quien re-construye el guión de Leo Mendoza y el propio Antonio Serrano; tal vez los que se llaman decepcionados aspiran al Hidalgo de la narrativa de la escuela primaria, al Hidalgo que grita mueras al mal gobierno y que advierte de la necesidad de ir a coger gachupines.

De verdad, este es un gran Hidalgo. Hasta mejor que el de Rivera Calderón

  • Por eso resulta interesante el reclamo de la gente: muy bien, es Hidalgo, pero, ¿por qué no da el grito? ¿por qué no lo vemos en su caballito blanco y con su estandarte de la Guadalupana? ¿por qué el héroe de la película no es un poco más héroe de la patria, por favor? En suma, reclaman algunos, ¿dónde anda el Padre de la Patria? En la puerta les responden: «Está montando una obra de teatro, ¿sabe? Al señor cura le entró la ventolera de traducir a Moliére». Al otro lado de la puerta, en el patio, se oye un minuetito barroco delicioso, para luego pasar a un Chuchumbé espléndido, ejecutado con muchas ganas por la pandilla de músicos que engrosaban el reparto de la Francia Chiquita.
  • Tan, tan, llaman a la puerta de nuevo. Disculpe, ¿el padre Hidalgo? ¿Dónde encontramos al  señor que dice Edmundo O´Gorman que «hirió de muerte al virreinato» y que debería andar encabezando muchedumbres?  A estas alturas, del otro lado de la puerta se oye el ruido de una pachanga memorable. «Acá anda» -responden- «Pero las prioridades cambian con el tiempo. Aquí, en la Pequeña Francia, ese que buscan aún no existe, aún no ocurre. Pero ocurrirá. Ya es posible entreverlo. Si quieren preguntar dentro de unos años, y allá adelante, en Dolores, con seguridad los atiende. Todavía le falta que le embarguen las haciendas de la familia, que uno de sus hermanos muera afectado por la ruina familiar (una de las muchos casos derivados de la dichosa Consolidación de Vales Reales), que la Inquisición lo quiera juzgar por todos los chismes que se dicen de esta casa de San Felipe y que, pese a todas sus indagaciones, Flores, el fiscal inquisitorial, acabe por concluir que muchos de los acusadores carecen de pruebas sólidas para acusar al señor cura de hereje, libertino y escandaloso. Con su permiso, que ya tocan un jarabe».
  • Los años de la Pequeña Francia son poco conocidos por el común de la gente, pero contienen una buena cantidad de momentos interesantes en la biografía de Miguel Hidalgo, al que aún no se le ocurría convertirse en padre de la patria y en los que, a partir de esta película, muchos querrán saber más. «La Historia jamás contada» hace pensar en la clase de hombres que eran los párrocos del siglo XVIII, cuántos de ellos no tenían una definitiva vocación de pastor de almas. Eso se verá a la hora de la guerra de independencia, cuando aparte de Hidalgo, de Morelos, de Matamoros, anden en el mitote una buena cantidad de curas, como el mercedario Navarrete, que, cuentan, era bastante feroz, como el Padre Chocolate que, se cuenta en Alamán, tenía una clara tendencia a inmiscuirse en todos asuntos (y algunos muy feos), el Padre Zapatitos, del que solo sabemos que andaba en la bola, del Padre Chinguirito, del cual ignoramos todo, menos que andaba por Valladolid cuando Hidalgo y sus huestes entraron a la ciudad,  y que «carecía por completo de vocación religiosa». Es cierto que no les aplaudían a los curas con mujer e hijos, pero tampoco constituían una rareza. Morelos confesará la existencia de sus hijos durante su proceso. Hidalgo no lo confesó en su juicio, y ese es el elemento en el cual se apoyan quienes opinan que nuestro cura redivivo en Demián Bichir no tuvo descendencia. «Bueno, tampoco le preguntaron», opina mi querida Lupita Jiménez Codinach.

Esta película genera tanto qué pensar en torno a Miguel Hidalgo, que aún quedan cosas que decir. De hecho, si no fuera así, no estaríamos , medio mundo, aguardando con inquietud hasta emocionada (nariz húmeda, bigotes temblorosos) LA biografía de Hidalgo escrita por Herrejón y que se promete de pronta aparición. En el inter, corran a ver «La Historia Jamás Contada». Ojalá se emocionen tanto como yo.

13
Sep
10

Postales Bicentenarias 8: la Independencia en tiempos del Facebook

Corre por la Red este pequeño juguete discursivo, definitivamente delicioso. Habría sido sensacional que saliera del ingenio de un historiador. Pero esta curiosidad se debe a los creativos de una empresa mexicana W Marketing. Es decir, en principio se trata de publicistas o comunicadores profesionales. No sabemos el nombre del responsable directo pero he de decirles varias cositas: primera, que ha sido tan efectivo que ha llegado a mi correo en ocho ocasiones. Segunda: que el autor o autores pudieron hallar ese «justo medio» que conjunta una pequeña dosis de información histórica con uno de los lenguajes más populares de estos días bicentenarios: el del Facebook.

Esta narración de los hechos ocurridos hace dos siglos, en la lengua de algunos mexicanos del siglo XXI, es todo un regalo para los usuarios de internet y las redes sociales. A no dudarlo, es una gran lección. En este Bicentenario, más tiempo debiéramos haber dedicado a construir los puentes entre la investigación histórica que se desarrolla en la academia y los usuarios de estos recursos de comunicación apoyados en el ciberespacio. Aún hay tiempo, porque sospecho que en algún punto del universo está el infierno de los historiadores, y si no hacemos algo para redimir nuestras deudas pendientes con la gente común, artífice y protagonista de la Historia, allí iremos a sufrir una buena porción de siglos, mientras nos leen las obras completas de Francisco Martín Moreno (wak!!). Y eso, oh amigos míos, eso SÍ que es castigo.  Gracias a W Marketing y a la realidad. Disfruten esta preciosidad:

31
May
10

Pasear huesos 2: honores y desfile militar del 30 de mayo

El último domingo de mayo de 2010

Pues salieron los huesos de los padres de la Patria. Entre cadetes del Colegio Militar, banderas tricolores con crespones negros y acordes de Marcha Dragona, fueron trasladados al Castillo de Chapultepec, donde se quedarán a pasar el fin de la primavera. Haciendo alarde de un «timming» atroz, el asunto comenzó a la ¡misma hora! que la transmisión del juego de futbol México-Gambia, del que por cierto, no tengo la menor idea de cómo acabó. Por eso podía uno brincotear a lo largo de los cuadrantes radiofónicos y no encontrar sino especulaciones futboleras. 

Pero sobre el asunto de los «huesos patrios» (caramba, qué expresiones inventa la gente), no ha habido desde hace dos semanas quien juzgue piadosamente el asunto. Lo menos que se ha leído es que se trata de una ocurrencia, de una mexicanísima puntada. Y hay mucho de razón en ello, pero bien podríamos preguntarnos qué es lo que hace que aún nos broten este tipo de ocurrencias o puntadas. Acabo de leer un cablecillo de la agencia noticiosa italiana ANSA, que reproduce las opiniones de unos cuantos dirigentes de partidos políticos: «Injustificado», dice Manlio Fabio, priista. Jesús Zambrano, perredista, refunfuña que no halla razón «para ese traslado» e, indignado asegura que hay en el mundo mejores cosas por hacer que «andar molestando en su descanso eterno a los héroes». Es cómodo tirar el trancazo fácil: pero estoy cierta de que, si a cualquiera de los dos señores les hubiera tocado la coyuntura, con sus diferencias y matices, algo hubieran discurrido sobre los homenajes a los insurgentes. A lo mejor no idéntico, no exactamente igual, a lo mejor no habrían emboletado a los señores del INAH en la empresa, pero habríamos visto alguna idea curiosa al respecto.

Porque lo que presenciamos ayer es, sencillamente, uno de los muchos usos del pasado. Como podría serlo un spot de radio o de televisión BIEN HECHO, como lo es un ceremonial cívico, como lo son tantas cosas más que pertenecen a nuestra vida cotidiana. Y afirmarlo no es ninguna idea escandalosa ni malaonda: todos tenemos una idea de cómo asumir nuestro pasado y lo traducimos en actitudes y acciones: andar exhumando personajes ilustres y pasearlos por Reforma, para los propósitos que sean (de eso hablamos luego), revela una posición ante el pasado, una actitud ante la muerte y una irreprimible afición a las reliquias en el sentido más estricto de la palabra.

Salieron los huesos, pues, desfilaron en algo que no entiendo el sentido de llamar «cortejo fúnebre», porque seguramente esa es una de las actitudes que en el pasado determinaron el diseño del ceremonial. Esto es: son restos humanos, entonces todo lo que se les relacione adquiere carácter de ceremonial luctuoso. Y creo que ese es uno de los problemas que plantea la relación con los restos de los personajes ilustres. ¿Son materia de duelo? ¿son materia de recuerdo satisfecho? ¿Los paseo vestido de luto o con júbilo porque las cosas han cambiado mucho en 100 o 150 0 200 años? Esas son las cosas que uno se puede poner a pensar cuando se dispone a desenterrar, re-desenterrar o exhumar a cualquier notable.

Me parece que hay distintas posibilidades para esto, ya que nos ponemos a dialogar con los muertos en la forma más literal posible: ¿por qué no comprar rosas amarillas, claveles rojos, pensamientos pintitos para Miguel Hidalgo? (ustedes disculpen: a mí las flores blancas sí me parecen «flores de muerto») Ya que andamos en esto de la nigromancia les podemos decir, como le diríamos a nuestra tía bisabuela que tiene medio siglo sin asomarse a la calle ni para comprar un manojo de manzanilla, que ya es normal que se vacunen todos los chiquitos, que ya no es común que las mujeres se mueran en alguno de una serie larguísima de partos, que el Estado le paga los libros básicos a los niños? Digo, ya que vamos a echarnos una conversación con los «huesos patrios» (disculpen, pero es que la expresión me da mucha risa), podríamos contarle algunas cosas que hemos hecho bien y luego hacer el mea culpa de toooodas las burradas cometidas en los últimos 85 años.

El caso es que pasearon a los «huesos ilustres»: en algún punto del recorrido, más allá de la glorieta de la Diana alguien se puso a gritar «¡Viva Hidalgo!» y, razonablemente, la concurrencia también vitoreó la urna enorme que contiene los cuatro famosos cráneos. A las edecanes, que se estaban asando en sus vestiditos y medias negras (ah, claro, es que era un cortejo fúnebre…) se les fueron las cabras, se imaginaban un desfile mucho más largo y mucho más lento, de manera que, cuando reaccionaron, se les estaban quedando las brazadas de claveles blancos que les dieron para repartir entre los asistentes con la idea de que fueran lanzadas «al paso de los héroes» (¿qué no lo hubiera escrito así Amado Nervo’). Daban ternura echando carreras rumbo a Chapultepec, a ver si alcanzaban a repartir sus flores. Lo cierto es que mucha gente más bien las tomó como una cortesía de los caudillos de la insurgencia y se llevaron a casa muy buenos ramitos.

Como el cortejo era realmente breve, de repente la gente empezó a tomar la actitud de «ah, caray… ya se acabó» y muy pronto, mientras el número proseguía en Chapultepec, los asistentes a los que no les urgía regresarse a la casa para ver el futbol, se desperdigaron por los locales de la «Feria de Ciudades Amigas» (o algo así) donde, previsores los rusos y húngaros ya tenían listos panecitos recién hechos, galletitas de café con chocolate para desayunar.

Y así, los beneficiarios últimos del desfile federal resultaron los invitados del gobierno de la ciudad de México (les digo que tienen un timming para matarlos), pues, después del paso del cortejo, algunos nos dedicamos a curiosear, a comprar seda indonesia o vino sudafricano, a probar bocaditos chinos, japoneses, indonesios, filipinos, y tooodos a pasear, a ir y venir hacia el entrañable Ángel, donde, una vez que se marcharon los invitados VIP, la gente, ésa que se va al Ángel a celebrar el futbol, una medalla olímpica, el fin de los estudios, se acomodó a tomarse fotos emocionadas o a tomarse un descansito, literalmente a la sombra amorosa del Ángel.

 Algunas notas periodísticas del día enfatizan el hecho de que mucha gente no sabe realmente quiénes se echaban la siesta de la eternidad en la columna de la Independencia. Cierto y ese es uno de los huecos discursivos en estas conmemoraciones. Seguimos creyendo que toda la gente sabe historia básica o «conmemoraciones básicas», pero lo bonito es que, si le damos oportunidad a esa misma gente que tiene inquietud, curiosidad, emoción o incluso morbo por el pasado, de adquirir información, pasan cosas hermosas o conmovedoras. Ayer, mientras los empleados de Presidencia  levantaban el presidium, las cajas de madera negra donde colocaron las urnas con las «reliquias patrias» mientras el Presidente y el ministro presidente de la Suprema Corte se echaban sus discursos (PD: ¡corran al que hizo el horrible discurso del presidente! Sonaba de un anticuado…), la gente se formó en una fila que abarcaba la escalinata y un trecho del asfalto, para entrar a ver las gavetas vacías y la estatua de Guillén de Lampart.

Ese «después» es el que nos enseña por qué 200 años de la insurrección de Hidalgo, los mexicanos sobreviven a todo, a la pobreza, a las crisis, al olvido, a la arrogancia, a la ceguera, a la mala memoria de quienes gobiernan: porque hay tenacidad e ingenio. Abundaban los vendedores que no eran ni turcos, ni españoles ni argentinos: los mexicanos con peculiares mercancías, desde cursos de idiomas hasta trompos muy bien hechos. Burbujas, pelotas de goma, tamales. Pero no se me olvida el señor que vendía el «patito chillón», títere de mano tan tierno como el mejor muppet, que tiene incorporado un silbato y un artilugio que le permite sacar la lengua como un espantasuegras. «Diseño mexicano», pregonaba orgulloso. Un poco apenado por los elogios entusiastas que me despertó el patito, me decía: «Pues ya ve… uno tiene que andar trabajando… pero aquí estamos siempre… buscándole el detalle».

Y ha de ser por eso, porque siempre estamos buscándole el detalle, que este país siempre sobrevive.  Mañana, la historia-historia de los huesos ilustres.

 




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