A don Guillermo Prieto la historia lo congeló en ese día de marzo de 1859, cuando le salvó la vida a Benito Juárez, a su compadre Melchor Ocampo y al resto de aquel gabinete que gobernaba con facultades extraordinarias, en los primeros tiempos de la guerra de Reforma. Pero es también un personaje que deberíamos conocer más. Es uno de nuestros primeros economistas, aún antes de que existiera tal profesión; educado en la materia, a punta de pescozones y vigilancia, por don Manuel Payno padre, quien ponía a estudiar a su propio hijo -que luego alcanzaría la inmortalidad literaria con «Los Bandidos de Río Frío» y algunas otras hazañas– y al jovencito Guillermo, pues ambos periodistas fueron amigotes y compinches desde tierna edad.
Algunos de los poemas escritos por don Guillermo, son, al mismo tiempo, crónicas francamente sabrosas, como aquel llamado «Trifulca», que, con un ritmo fenomenal, cuenta la historia del matrimonio que agarrado del chongo en plena calle de Topacio, echa a gritos al bueno y decente tendero que intenta salvar a la mujer de los sopapos del marido. Tiradísimo al drama, reflejo de la condición femenina de sus tiempos es el Romance de la Migajita, flor del Barrio de la Palma y envidia de las Catrinas, que mi querido amigo, Guillermo Zapata, el Caudillo del Son, convirtió en sentida melodía que podría llegar hasta la última fila del Panteón de Dolores, junto a la barda, donde dice don Guillermo que enterraron a la desdichada mujer, muerta de amor y de celos del galán.
Es también el querido don Guillermo uno de los más brillantes periodistas satíricos del siglo XIX: como vivió tantos años, se dedicó a hacerle la vida de cuadritos a muchos personajes sonados de la vida política de nuestro país: fastidiar con constancia a Antonio López de Santa Anna le valió un emocionantísimo destierro a Cadereyta, Querétaro, donde se aburría como ostra. Como el ocio es mal consejero, tanta inmovilidad le dio la circunstancia apropiada para componer esa bomba ideológica que es «Los cangrejos» canción liberal que sobrevivió a Santa Anna y se convirtió en una de las canciones preferidas de aquello que después se iba a llamar La Gran Década Nacional -así, con mayúsculas. Sabemos que en diciembre de 1860, cuando las triunfantes tropas liberales entraron a esta, la sufrida Tenochtitlan, venían cantando Los Cangrejos. Naturalmente, don Guillermo, que siempre fue de lágrima fácil, chillaba, conmovido, a moco tendido, al ver su canción convertida en himno.
Varios fueron los clientes de don Guillermo: Maximiliano, desde luego, víctima materializada en uno de esos periódicos, hechos con las peores intenciones, que se llamó El Monarca. Otro de los periódicos indispensables para entender el periodismo de Prieto es La Chinaca, «hecho única y exclusivamente para el pueblo». Si Guillermo Prieto fue sangriento con alguien, fue con Juan Nepomuceno Almonte. En este caso, Prieto juega un papel importante en la construcción de la pésima imagen que el hijo de José María Morelos tiene hasta el día de hoy. Le deformó el nombre, imitando el habla de los indios de su tiempo; se refería a él como «Juan Pamuceno» o simplemente «Pamuceno»; lo más educado que le dijo fue «indio ladino», vendepatrias, traidor y mil lindezas más.
Era don Guillermo muy sentimental, llorón y sensible. Cuando se peleó, a fines de 1865 con Benito Juárez, se puso a escribir cartas azotadas y lacrimógenas, dirigidas a Pedro Santacilia, yerno del presidente, a quien ambas celebridades, en sus cinco minutos de divas, pusieron en la incómoda posición de recibir cartas de ambos, donde se cruzaban acusaciones, quejas y majaderías. Un poco pirado por el pleito, escribía don Guillermo: «Ni para servir a mi patria lo necesito; ni mientras pueda hilvanar una cuarteta tengo que buscar arrimo, mientras me llame Guillermo Prieto ni creo que en nuestro balance deba yo más a Juárez que Juárez a mí.» Disculpen el arrebato de mi tatarabuelo honorario, pero así se ponía cuando le herían el orgullo. Hay que agregar que, hasta la fecha, una de las ramas de descendientes de don Guillermo, se rehúsa a hablar del agarrón Juárez-Prieto, porque el susodicho abuelito le enseñó a toda su prole que de eso no se hablaba.
Fue don Guillermo, como se decía en su época, «perrito de todas bodas» o ajonjolí de todos los moles. Vio las epidemias de cólera de 1833, fue, para vergüenza suya de toda su larga existencia, «polko»; Vio de cerca, aunque sin fusil en la mano (parece que era un pésimo tirador), la dolorosa invasión gringa en el valle de México y es el gran cronista de esos días en que los habitantes de Tenochtitlan decidieron vender caro su pellejo y resistieron la llegada de los gringos, peleando en las callejuelas y los barrios más populares y bravos de la época: por el rumbo de la Alameda, en el Salto del Agua, en las cercanías de Tlaxcoaque, en rumbos de los que apenas queda memoria porque queda una calle diminuta, una plazuela casi inexistente: San Salvador el Seco y San Salvador el Verde.
Fue don Guillermo diputado veinte veces y casi todas por Tacubaya; secretario particular de presidente, hijo adoptivo de reliquias de la patria como don Andrés Quintana Roo -no sabemos que opinaba doña Leona Vicario de tal alianza-, autor de libros de texto de historia y maestro del Colegio Militar. le daba lata un día y otro también, a Porfirio Díaz, con solicitudes de apoyo y apapacho que creía completamente legítimas y justificadas, dada su condición de último ministro de la Reforma.
Fue sufridísimo ministro de Hacienda, que quedó quemadísimo con el asunto de la desamortización y nacionalización de los bienes eclesiásticos, y lo peor, sin beneficio alguno. Mentaba madres porque los méndigos conservadores le quemaron los archivos antes de largarse de Palacio Nacional, y no tenía idea de lo que habían hecho con el erario. Tuvo, en su beneficio, algo que los funcionarios del ramo de este siglo XXI no tienen tan fácil: a don Guillermo no le temblaba la mano para tomar decisiones. Respiraba hondo, se encomendaba a la patria, y firmaba. Es de recordar que fue el autor del primer plan de choque económico del México independiente: en su primera gestión en Hacienda, en tiempos de Mariano Arista, decretó una rebaja de 50 por ciento a los sueldos de militares y de la burocracia. Casi lo linchan. Arista lo protegió, un tanto asombrado de la alocada temeridad de su ministro.
En fin, que hace 119 años que se fue al otro mundo, con un crucifijo en la mano y una enrevesada leyenda según la cual había al pie de su cama un cura que lo conminaba a arrepentirse de todas sus tropelías liberales. Lo enterraron en la Rotonda de los Hombres Ilustres -que así se llamaba entonces- y el asunto fue otro fandango: el gobierno de Porfirio Díaz pagó la fosa, pero no el monumento, que tuvieron que pagar, a plazos y con esfuerzos, la viuda de don Guillermo, Emilia Collard, y su hija María.
¿Sigue aquí don Guillermo? Desde luego. Está en el diorama del Museo del Caracol; en la estatua que le hicieron en la ampliación del Paseo de la Reforma, con un tambache de sus libros al lado y con un manto al desgaire. Estuvo en los primeros libros de texto gratuitos, de donde lo desterró en 1971 el equipo de especialistas del Colmex comandado por doña Josefina Zoraida Vázquez, para acabar colado (jeje) en el libro de lecturas de sexto año de esa misma reforma educativa. Hay al menos dos calles Guillermo Prieto en la ciudad de México, y en muchas ciudades del interior del país hay también calle Guillermo Prieto; en el palacio de Gobierno de Guadalajara, en el patio de los naranjos, está el relieve que lo representa cubriendo a Juárez con su cuerpo. En la Unidad Habitacional Tlatelolco hay un edificio Guillermo Prieto, y mejor aún, unas «Tortas Guillermo Prieto», puntada que le habría encantado de haberla presenciado. Cada vez que alguien dice «Los valientes no asesinan», don Guillermo sonríe, en algún lugar insospechado, feliz de seguir en boca de los mexicanos.
A mí, sin embargo, es otra frase suya la que más me gusta. La rescató de los soldados que custodiaban a don Benito y a su gabinete en su viaje hacia el norte; eso soldados que se acordaron un 15 de septiembre que era noche del grito y le dijeron al güero Prieto, para que ayudara a armar la conmemoración. Conmovido, Juárez le dio a Guillermo los pocos pesos que traía en el bolsillo para «la fiesta de los muchachos». A cambio ellos le dieron esta joya al poeta metido a político: «Y todavía nos acobijamos con la Patria».
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