Posts Tagged ‘Josefina Zoraida Vázquez

03
Mar
16

Don Guillermo Prieto poeta tierno, amoroso patriota, liberal (casi) puro.

LOS VALIENTES NO ASESINAN LTG 4

A don Guillermo Prieto la historia lo congeló en ese día de marzo de 1859, cuando le salvó la vida a Benito Juárez, a su compadre Melchor Ocampo y al resto de aquel gabinete que gobernaba con facultades extraordinarias, en los primeros tiempos de la guerra de Reforma. Pero es también un personaje que deberíamos conocer más. Es uno de nuestros primeros economistas, aún antes de que existiera tal profesión; educado en la materia, a punta de pescozones y vigilancia, por don Manuel Payno padre, quien ponía a estudiar a su propio hijo -que luego alcanzaría la inmortalidad literaria con «Los Bandidos de Río Frío» y algunas otras hazañas– y al jovencito Guillermo, pues ambos periodistas fueron amigotes y compinches desde tierna edad.

Algunos de los poemas escritos por don Guillermo, son, al mismo tiempo, crónicas francamente sabrosas, como aquel llamado «Trifulca», que, con un ritmo fenomenal, cuenta la historia del matrimonio que agarrado del chongo en plena calle de Topacio, echa a gritos al bueno y decente tendero que intenta salvar a la mujer de los sopapos del marido. Tiradísimo al drama, reflejo de la condición femenina de sus tiempos es el Romance de la Migajita, flor del Barrio de la Palma y envidia de las Catrinas, que mi querido amigo, Guillermo Zapata, el Caudillo del Son, convirtió en sentida melodía que podría llegar hasta la última fila del Panteón de Dolores, junto a la barda, donde dice don Guillermo que enterraron a la desdichada mujer, muerta de amor y de celos del galán.

Es también el querido don Guillermo uno de los más brillantes periodistas satíricos del siglo XIX: como vivió tantos años, se dedicó a hacerle la vida de cuadritos a muchos personajes sonados de la vida política de nuestro país: fastidiar con constancia a Antonio López de Santa Anna le valió un emocionantísimo destierro a Cadereyta, Querétaro, donde se aburría como ostra. Como el ocio es mal consejero, tanta inmovilidad le dio la circunstancia apropiada para componer esa bomba ideológica que es «Los cangrejos» canción liberal que sobrevivió a Santa Anna y se convirtió en una de las canciones preferidas de aquello que después se iba a llamar La Gran Década Nacional -así, con mayúsculas. Sabemos que en diciembre de 1860, cuando las triunfantes tropas liberales entraron a esta, la sufrida Tenochtitlan, venían cantando Los Cangrejos. Naturalmente, don Guillermo, que siempre fue de lágrima fácil, chillaba, conmovido, a moco tendido, al ver su canción convertida en himno.

Varios fueron los clientes de don Guillermo: Maximiliano, desde luego, víctima materializada en uno de esos periódicos, hechos con las peores intenciones, que se llamó El Monarca. Otro de los periódicos indispensables para entender el periodismo de Prieto es La Chinaca, «hecho única y exclusivamente para el pueblo». Si Guillermo Prieto fue sangriento con alguien, fue con Juan Nepomuceno Almonte. En este caso, Prieto juega un papel importante en la construcción de la pésima imagen que el hijo de José María Morelos tiene hasta el día de hoy. Le deformó el nombre, imitando el habla de los indios de su tiempo; se refería a él como «Juan Pamuceno» o simplemente «Pamuceno»; lo más educado que le dijo fue «indio ladino», vendepatrias, traidor y mil lindezas más.

Era don Guillermo muy sentimental, llorón y sensible. Cuando se peleó, a fines de 1865 con Benito Juárez, se puso a escribir cartas azotadas y lacrimógenas, dirigidas a Pedro Santacilia, yerno del presidente, a quien ambas celebridades, en sus cinco minutos de divas, pusieron en la incómoda posición de recibir cartas de ambos, donde se cruzaban acusaciones, quejas y majaderías. Un poco pirado por el pleito, escribía don Guillermo: «Ni para servir a mi patria lo necesito; ni mientras pueda hilvanar una cuarteta tengo que buscar arrimo, mientras me llame Guillermo Prieto ni creo que en nuestro balance deba yo más a Juárez que Juárez a mí.» Disculpen el arrebato de mi tatarabuelo honorario, pero así se ponía cuando le herían el orgullo. Hay que agregar que, hasta la fecha, una de las ramas de descendientes de don Guillermo, se rehúsa a hablar del agarrón Juárez-Prieto, porque el susodicho abuelito le enseñó a toda su prole que de eso no se hablaba.

Fue don Guillermo, como se decía en su época, «perrito de todas bodas» o ajonjolí de todos los moles. Vio las epidemias de cólera de 1833,  fue, para vergüenza suya de toda su larga existencia, «polko»; Vio de cerca, aunque sin fusil en la mano (parece que era un pésimo tirador), la dolorosa invasión gringa en el valle de México y es el gran cronista de esos días en que los habitantes de Tenochtitlan decidieron vender caro su pellejo y resistieron la llegada de los gringos, peleando en las callejuelas y los barrios más populares y bravos de la época: por el rumbo de la Alameda, en el Salto del Agua, en las cercanías de Tlaxcoaque, en rumbos de los que apenas queda memoria porque queda una calle diminuta, una plazuela casi inexistente: San Salvador el Seco y San Salvador el Verde.

Fue don Guillermo diputado veinte veces y casi todas por Tacubaya; secretario particular de presidente, hijo adoptivo de reliquias de la patria como don Andrés Quintana Roo -no sabemos que opinaba doña Leona Vicario de tal alianza-, autor de libros de texto de historia y maestro del Colegio Militar. le daba lata un día y otro también, a Porfirio Díaz, con solicitudes de apoyo y apapacho que creía completamente legítimas y justificadas, dada su condición de último ministro de la Reforma.

Fue sufridísimo ministro de Hacienda, que quedó quemadísimo con el asunto de la desamortización y nacionalización de los bienes eclesiásticos, y lo peor, sin beneficio alguno. Mentaba madres porque los méndigos conservadores le quemaron los archivos antes de largarse de Palacio Nacional, y no tenía idea de lo que habían hecho con el erario. Tuvo, en su beneficio, algo que los funcionarios del ramo de este siglo XXI no tienen tan fácil: a don Guillermo no le temblaba la mano para tomar decisiones. Respiraba hondo, se encomendaba a la patria, y firmaba. Es de recordar que fue el autor del primer plan de choque económico del México independiente: en su primera gestión en Hacienda, en tiempos de Mariano Arista, decretó una rebaja de 50 por ciento a los sueldos de militares y de la burocracia. Casi lo linchan. Arista lo protegió, un tanto asombrado de la alocada temeridad de su ministro.

En fin, que hace 119 años que se fue al otro mundo, con un crucifijo en la mano y una enrevesada leyenda según la cual había al pie de su cama un cura que lo conminaba a arrepentirse de todas sus  tropelías liberales. Lo enterraron en la Rotonda de los Hombres Ilustres -que así se llamaba entonces- y el asunto fue otro fandango: el gobierno de Porfirio Díaz pagó la fosa, pero no el monumento, que tuvieron que pagar, a plazos y con esfuerzos,  la viuda de don Guillermo, Emilia Collard, y su hija María.

¿Sigue aquí don Guillermo? Desde luego. Está en el diorama del Museo del Caracol; en la estatua que le hicieron en la ampliación del Paseo de la Reforma, con un tambache de sus libros al lado y con un manto al desgaire. Estuvo en los primeros libros de texto gratuitos, de donde lo desterró en 1971 el equipo de especialistas del Colmex comandado por doña Josefina Zoraida Vázquez, para acabar colado (jeje) en el libro de lecturas de sexto año de esa misma reforma educativa. Hay al menos dos calles Guillermo Prieto en la ciudad de México, y en muchas ciudades del interior del país hay también calle Guillermo Prieto; en el palacio de Gobierno de Guadalajara, en el patio de los naranjos, está el relieve que lo representa cubriendo a Juárez con su cuerpo. En la Unidad Habitacional Tlatelolco hay un edificio Guillermo Prieto, y mejor aún, unas «Tortas Guillermo Prieto», puntada que le habría encantado de haberla presenciado. Cada vez que alguien dice «Los valientes no asesinan», don Guillermo sonríe, en algún lugar insospechado, feliz de seguir en boca de los mexicanos.

A mí, sin embargo, es otra frase suya la que más me gusta. La rescató de los soldados que custodiaban a don Benito y a su gabinete en su viaje hacia el norte; eso soldados que se acordaron un 15 de septiembre que era noche del grito y le dijeron al güero Prieto, para que ayudara a armar la conmemoración. Conmovido, Juárez le dio a Guillermo los pocos pesos que traía en el bolsillo para «la fiesta de los muchachos». A cambio ellos le dieron esta joya al poeta metido a político: «Y todavía nos acobijamos con la Patria».

 

 

11
Sep
11

Mis Once de Septiembre: Salvador Allende.

Allende, aún ahí, en frente al Palacio de la Moneda.

Hoy en once de septiembre. Y esta es una postal del pasado que ya empieza a ser remoto. De repente, cuesta trabajo darse cuenta de que, aquello que era un recuerdo propio, empieza a ser también un pasado que muchos de los amigos de hoy no vieron sino en los libros de Historia. Supongo que, poco a poco, uno se acostumbra a ver cómo los recuerdos son cada vez más pasado y menos anécdota de hace poco, o más o menos poco.

Eso me ocurre con el golpe de Estado  que dio lugar, en 1973, a la caída del gobierno socialista de Salvador Allende, allá en Chile. Son historias de infancia que se cruzan con historias que llegaron a mí mucho después. Hará unos cinco o seis años, hablando con esa espléndida señora que es la historiadora, investigadora emérita de El Colegio de México, Josefina Zoraida Vázquez, hablábamos del libro de Ciencias Sociales de sexto grado, que ella había elaborado, como los otros de la misma materia, como parte de la Reforma Educativa prohijada por el gobierno de Luis Echeverría, hace ya la friolera de 40 años.

Niña usuaria de aquellos libros, sigo convencida que ese volumen de Ciencias Sociales de sexto grado, es una de las lecturas más espléndidas que me tocaron en mis primeros años de lectora. Como yo era niña monstruo, y para 1973 ya a nadie le quedaba dudas de ello, tampoco a nadie le extrañaban ya mis peculiares gustos literarios. El Top era el asombroso, para la niña de 6 años que lo leyó por primera vez, «Manual de Zoología Fantástica» de Borges, maravilloso en su sabiduría y verosimilitud. Lo seguía «Antropología de la Pobreza. Cuatro Familias», de Oscar Lewis, que contra todas las opiniones de mi madre, mi papá, seguramente picado de curiosidad, se dejó expropiar, argumentando que no le iba a entender a la multitud de peladeces que las familias de Tepito proferían en el retrato que de ellas dejó el autor de «Los Hijos de Sánchez». Y tenía razón.  Tal vez estaba por ahí «La Vuelta al mundo en 80 Días» de Verne, una edición infantil del quijote, muy bien hecha; en fin, algunos más de los que otro día será bueno hablar.

En 1973 aún no llegaba a mis manos ese libro de Ciencias Sociales que después sería mi delicia y mi tesoro. Lleno de iconografía contemporánea; con las feministas, los Beatles, grabados del siglo XIX, la Revolución Industrial,  los catálogos de modas de 1900 y hasta Ho Chi Minh. No, no estaba aún en casa; en 1973 yo apenas andaría por el tercero o cuarto de primaria. Pero, como niña monstruo, veía noticieros (sospecho que la última vez que me dormí antes de las 8 de la noche fue en 1970).  Y en noticieros vi el golpe de Estado en Chile, vi la grabación del bombardeo al Palacio de la Moneda. Vi las notas del gobierno mexicano ofreciendo asilo a los chilenos perseguidos. No recuerdo a Augusto Pinochet, en aquellos días, pero sí recuerdo la imagen de los bomberos sacando, del humeante Palacio de la Moneda, algo cubierto con un sarape (luego me dijeron que eso era un poncho), debajo del cual nos dijeron que estaba el cadáver de Salvador Allende, muerto por propia mano antes que caer en manos de los golpistas.

Muchos años después, la querida doctora Vázquez me explicaba que esos libros de ciencias sociales que yo conocería en sexto de primaria intentaban explicarle a los niños que lo éramos entonces, el agitado mundo setentero en el que vivíamos. En aquella ocasión, me dijo «… quería que los niños pudieran entender lo que estaban viendo en los noticieros de televisión. No estoy segura de que fuesen muchos los niños de primaria que veían noticieros en esa época. Tampoco estoy segura de que haya muchos niños que hoy día ven noticieros de televisión. Pero cuando esta querida señora, una institución en la comunidad de historiadores me contó su recuerdo, parte de su historia personal, yo también recordé los noticieros que veía de niña y las pinceladas que del golpe chileno se grabaron en mi memoria. Aún hoy, antes que las muchas imágenes que he visto después, sigo recordando la pantalla del televisor.

Muchos años después, en 2005, estuve en Chile por asuntos de trabajo. Un día libre, que por cierto eran elecciones, me fui al Palacio de la Moneda. Tan grande la plaza, tan silenciosa en ese día, tan vacía. Y, en uno de esos ataques de memoria, estaba la canción de Milanés, «yo pisaré las calles nuevamente, de lo que fue Santiago ensangrentada…» y vi, en un extremo de la plaza, la estatua de Allende, que me resultó profundamente conmovedora, para la niña que fui, que, por medio de la televisión, vio salir el cadáver del presidente chileno de aquel palacio, y que en esa mañana transparente, estaba parada, convertida en adulta, ante ese lugar de memoria.

Al caminar alrededor de la estatua, me encontré con la placa que recupera una de las frases más importantes que dijo Allende en esos días oscuros. Ahí estaba y ahí sigue:

Y porque somos los mismos de antes, aunque diferentes, porque hay días, personas y lugares que no deben olvidarse, porque la historia de cada uno de nosotros se cruza con los grandes momentos que cambiaron el destino de muchos, es que hay que recordar aquellos días en Santiago de Chile, a Salvador Allende, al México que fuimos entonces y que fue y es refugio y hogar para muchos que debieron salir de aquel país hermoso, que se complace en recordar que es la finis terrae, el fin del mundo de otras épocas. Y por eso, porque siempre hay que recordar, les comparto estas fotos. Abrazos.

15
Abr
11

de mujeres e historia(s) 3: asuntos de damas (historiadoras) contemporáneas.

Traigo varias cosas atoradas en el cibertintero. Una de ellas,  que tiene que ver con un peculiar congreso de mujeres que en marzo hubo en la ciudad de México, con la parafernalia de un encuentro de alto nivel. El pequeño detalle es que, con los años, hay cosas que cambian, como por ejemplo, la idea de «congreso». En esta ocasión, El Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, repartió unos blocks para notas verdaderamente buenísimos (ustedes disculpen: tengo una afición enfermiza por los cuadernos bonitos), folletitos muuy bien impresos en muy buen papel  (o sea, allí había LANA) y hasta un pin -que desde luego NO me puse- con el emblema de este mentado Congreso. Casi un mes después del mitote, la perra duda me jalonea una bota: esto, ¿como para qué? ¿como para qué armamos tantos jaleos semiprivados cuando afuera la gente pide soluciones desde la realidad para la realidad?

Metida en la perpetua tensión entre la vida intelectual y la emergencia periodística, es que me apersoné para escuchar la mesa de historiadoras del primer Congreso Internacional «La Experiencia Intelectual de las Mujeres en el siglo XXI». Me abstuve de la mesa de periodistas por dos razones: primero porque con los años me vuelvo fundamentalista en materia de periodismo y creo que no hay periodismo de mujeres y de hombres; hay bueno o mal periodismo, y dos, porque con los años que llevo de estar escuchando lo mismo, me da absoluta flojera estar escuchando el plañir y plañir del gremio sobre la libertad de expresión, los ataques a la libertad de expresión y lo que deberíamos estar haciendo para defender la libertad de expresión, sin que haya podido fraguar una mugrosa asociación de periodistas sólida porque: tarde o temprano, algunos acaban llevando agua a su molino, y entonces las asociaciones que en algún momento tuvieron peso moral acaban por convertirse en «el negocio de…» como le he escuchado a varios amigos mayores que yo referirse a los proyectos de otros amigos, también mayores que yo.  Épocas hubo,  hace ya varias décadas, en que la ya muerta y enterrada UPD (Unión de Periodistas Democráticos) tenía como dirigente al Búho Valle (Eduardo Valle), con la consecuente grima y tirria que muchos podían agarrarle al asunto; días hubo que escuché a un buen amigo, fallecido hace años, Fausto Fernández Ponte, referirse a otro personaje como «teórico de la comunicación», y después, muerto de risa, pasaba a cronicar cómo el referido individuo había chillado sus desventruras y su cansancio y su horror a los cuatro días de haberse iniciado como reportero en el viejo Excelsior (viejo de hace como 35 años o por ahí). Uno de los refranes que uno le aprende muy pronto a los de la «vieja guardia» periodística es que «perro no come perro»… en público, porque a muchos de ellos los he escuchado hablar horrores de sus cuates, ex cuates y ex compinches. Pero esto de los periodistas da para mucho más que ha de decirse en otra ocasión.

Lo cierto es que, si lo más que podemos hacer a estas alturas del partido es pregonar la firma de un acuerdo -concretada por los dueños de los fierros, o sea, de los periódicos, las radiodifusoras o las televisoras, personajes todos que ninguno es (y resulta solo probable que haya por ahí algunas excepciones) periodista- que será lo que como gremio querramos o permitamos que sea, porque habemos muchos desengañados o escépticos o decepcionados de las agrupaciones gremiales, es que algo anda podrido en Dinamarca.

De modo que esta vez quise escuchar a las historiadoras, empezando por la persona a quien se le encomendó moderar el numerito, a mi muy, pero muy querida Josefina Zoraida Vázquez, ante quien se cuadran historiadores y no historiadores, señora de carácter rotundo y que no se arredra ante nada. Yo quiero ser como ella cuando crezca, se lo he dicho a muchos de los amigos. Y, desde luego, la doctora Josefina contó cosas interesantes, que habla del peso que las historiadoras tienen en el desarrollo de la disciplina, y de algunos otros asuntos llamativos.

Comenzó por apuntar que «cuando no había tantas mujeres entre los historiadores», se hacía una historia que hoy llamaríamos, dice ella,  «la oficial», en una interesante interpretación que echa por tierra los rollos de los que acusan al Estado mexicano de tramar oscuros complots para ocultarle el pasado a los inocentes ciudadanos. Pues no. La doctora Josefina hablaba de esa «historia oficial» como los temas y líneas de trabajo que predominaban en esos días cuando la historia era todavía un coto de caza predominantemente masculino. «Una historia de héroes, villanos, buenos y malos, dentro de la historia política y la historia de las guerras».

«Esa historia» -añadió- «cambió radicalmente».  Ya no hay líneas de trabajo «para mujeres» (de veras que me cuesta trabajo imaginarme esos días). Josefina Zoraida Vázquez opina que las mujeres destacan, y mucho, en diferentes campos de la historia como disciplina del conocimiento humano; que hemos favorecido el desarrollo de la historia cultural y la historia social. Y asegura que, en otros tiempos se vivieron episodios discriminatorios. Recordó que ella llegó a reclamar que sus ingresos fueran menores que los de algún colega varón con menores medallas académicas. «Es que está casado y tiene que mantener casa», le llegaron a responder. No me quiero imaginar la mirada que la doctora Vázquez debe haberle lanzado al lejano interlocutor. A la distancia de los años, ella opina que, en el contexto de lo que la disciplina ha cambiado, «son cosas, en el fondo, poco importantes». Con todo, subraya, y yo creo que con un cierto dejo de malicia, «aún no hay una rectora de la UNAM o una presidenta de El Colegio de México». Bueno, hoy tenemos ya a una Procuradora General de la República, hecho que avizoró años ha, Epigmenio Ibarra en esa peculiar telenovela que se llamó «Nada Personal».

Las experiencias de las historiadoras asistentes -y que hablaron- son contrastantes. Porque lo malo de un encuentro como este, es que se reduce a un conjunto de mesas redondas, con eco de las terapias de grupo, donde un conjunto de mujeres cuentan cómo les ha ido en su empeño de abrirse brecha en un mundo que de antemano se considera masculino, y viven para contarlo con satisfacción. No sé bien qué les deja a las generaciones que ahora se plantean cómo remontar las crisis subsecuentes, las persistentes discriminaciones en algunos sectores de la sociedad o los raptos de agresión que menudean, chiquitos y grandes, en la vida diaria. A poco del encuentro, aparecieron planas pagadas en algunos periódicos citando algunas frases pronunciadas por  algunas de las damas asistentes. Una de ellas decía «que se oiga muy fuerte lo que se ha dicho aquí»,  o algo por el estilo, pues cito de memoria. Yo nada más pregunto: ¿y como para qué? ¿Como para qué que haga menos dolorosa la vida de muchas mujeres, más de las que nos imaginábamos, que a diario sufren de alguna forma de violencia?  Creo que los enfoques de género (y génera, como dice con mordacidad Arturo Pérez-Reverte-  que no se traducen en hechos palpables y tangibles, poco favor hacen a la gente involucrada.

Lo que es cierto, es que después de escuchar a las tres historiadoras invitadas, una argentina, una colombiana y una estadounidense, hay cosas interesantes qué pensar; más allá de la Historia como campo del conocimiento: señales de memorias recientes y circunstancias peculiares, interesantes de contrastar con el pasado mexicano, a saber:

Primero, que estos asuntos de la censura en las diversas disciplinas del conocimiento, no son cuestiones remotas y alejadas: según cuenta la historiadora argentina Marcela Ternavasio, en su patria, la profesionalización de los historiadores despegó hasta que se cayeron las dictaduras militares. En ese sentido, se trata de generaciones que no experimentaron esos problemas de discriminación femenina que aparecen en otras latitudes. Lo interesante es que la señora argentina contaba cómo hubo «libros prohibidos» -sí, un index de la dictadura- para los estudiantes de Historia de aquel entonces. Lo que llaman profesionalización (desarrollo de áreas de investigación, proyectos, becas) sólo llegó con «la democracia», y son ellos, esas generaciones, los que, al alimón con su militancia política van construyendo la estructura profesional del «ser historiador» que no es lo mismo, aclara, que ser «profesor de historia».

Una señora a la que hemos leído bastante en México  la estadounidense nacida en Cuba Asunción Lavrín, autora y/o coordinadora de obras de hará unos veintimás años sobre la vida sentimental de los novohispanos, muy cercana generacionalmente a la doctora Josefina Zoraida Vázquez, llegó a hablar de cosas que me entusiasman y que son para darle escalofrío a más de cuatro historiadores que yo me sé. ¿Por qué? porque, para empezar, doña Asunción afirma con una traviesa sonrisa que «nunca me he llamado una historiadora científica» -Aquí me afloró la risa y la sonrisa, que se agrandaron cuando agregó: «eso de las «ciencias históricas» me suena un poco hueco».

Como hizo de la Historia su carrera en el mundo estadounidense, cuenta que no vivió estos incidentes de desigualdad de los que hablaba doña Josefina y que ella llamó «división genérica de la historia». Pero apunta, como dato útil, que a fines de los años 70 y principios de los 80 del siglo XX  «se abren las puertas en Estados Unidos» para hacer la historia de las mujeres. Por eso ella optó por trabajar sobre las «mujeres que no son buenas», las mujeres que no seguían necesariamente las normas del buen comportamiento que, se opinaba entonces, le garantizaba a una mujer una pareja aceptable, la felicidad terrenal y la gloria ultraterrena.

Como de eso a la fecha han transcurrido algunas décadas, cuenta doña Asunción que ahora sus intereses van sobre la masculinidad novohispana: frailes y órdenes mendicantes, y acaba por concluir que la historia puede ser vista como un desarrollo con interacción entre hombres y mujeres (pues, ¿qué no es eso?, digo yo).

En sus comentarios a esta parte, doña Josefina soltó algunos de esos juicios que me hacen quererla tanto. Primero, subrayar la manía que tenemos en América Latina a «mirarnos el ombligo» en cuanto a temas de investigación y estudio. Segundo, que, a como van las cosas en materia de migración a Estados Unidos, «estamos reconquistando en Estados Unidos la parte que perdimos», y tercero, una enseñanza de Daniel Cosío Villegas, respecto a temas y personajes que no necesariamente nos despiertan simpatía, como Estados Unidos: «es como estudiar a los escorpiones: para estudiarlos no es necesario amarlos«.

La historia de contrastes la ofreció la colombiana Ana Catalina Reyes, quien aseguró que, en su país, la generación de los años 50 es la protagonista de la ruptura con el arquetipo femenino. Y cómo no, reflexiona uno, cuando asimila algunas fechas interesantes que dan para el contraste: desde luego, la Revolución Sexual de los 60 y 70 del siglo XX.  Pero estas son más llamativas: las mujeres empezaron a ir a la Universidad hasta 1940. Como en Colombia no se dio un proceso secularizador como la Reforma mexicana (para que vean una de sus numerosísismas utilidades, digo, por si hubiese alguien que las pusiera en duda) , las mujeres de allá tienen derecho al voto en 1955, lo cual no tendría mucha diferencia con el caso mexicano, que data de 1953. Lo relevante es que el matrimonio civil tienen validez exclusiva hasta 1980, y sólo hasta 1991 hubo una ley de divorcio.

Eso explica que las primeras generaciones de historiadores colombianos vayan despacito y con calma: los primeros planes de estudios que revelan la «profesionalización» del gremio como la generación de especialistas e investigadores no surgen sino hasta los años 80 y dirigen sus baterías contra la «historia tradicional» (donde, donde he escuchado eso…) y una de sus primeras metas fue desarrollar, en un plazo de tres años, la recuperación de la presencia histórica femenina en Colombia.

En este punto, doña Josefina señaló las «ventajas mexicanas»: los beneficios a nuestro mundo intelectual y formativo que trajeron primero los exiliados españoles y luego los exiliados latinoamericanos, con la precisión de que El Colegio de México fue fundado por mexicanos. Un segundo punto, es que tiene muchos años que esa ruptura con la historia tradicional se dio en nuestro país, y, desde luejo, ejemplificó con las heterodoxias de don Edmundo O´Gorman.

Buen rato, de verdad. Pero, a mí me sigue fastidiando, como mosco imprudente, el susurro de la perra realidad. ¿A quién beneficia este tipo de encuentros? ¿Qué ganamos como género y génera? ¿Qué proyectos, qué apoyos, qué trabajos se derivan de esto? Los encontronazos con el México real, con el de las mujeres que ahorita andan averiguando si entre esos 145 cadáveres desenterrados en Tamaulipas están sus maridos, sus hermanos o sus padres. Ya me dirá alguien que una cosa no soluciona a la otra. Y ya lo sé. Pero, ¿por qué no podemos alentar una cosa y, al mismo tiempo, con entereza y decisión, resolver la otra?

09
Nov
09

La historia y los días del otoño: breves noticias

Este Reino ha recibido breves pero precisas acotaciones de la honorable comunidad lectora. Acuso recibo y aquí van:

  1. Don Gerardo Chávez, amable radioescucha de Tiempo y Espacio pide la ruta para llegar a San Miguel Coatlinchán, que, hasta donde hallo, es bastante sencilla. Basta con irse por la carretera México Texcoco hasta el kilómetro 35 y medio, donde están los señalamientos para llegar sin pierde al hogar original del monolito de Tláloc que hoy tenemos a las puertas del Museo Nacional de Antropología. Allá, en su pueblo, se consuelan con una réplica de siete metros de alto y que pesa unas 75 toneladas.  Compensación parcial, no del todo mala, si nos ponemos a pensar que Cuitzeo nunca vio regresar la pila bautismal del padre Hidalgo, y que, cada cierto tiempo, los dolorenses suspiran por tener de regreso la histórica campana que Porfirio Díaz mandó a traer para que los presidentes de México la hagan sonar las noches de los quince de septiembre…
  2. Don Francisco Báez y mi tío Carlos Hernández reivindican su derecho a rascar la costra del pasado. Como gusten los caballeros, aunque me inclino por el lado de la salud mental e histórica.
  3. Me dicen dos personas muy queridas y respetadas en este Reino, la doctora Josefina Zoraida Vázquez y don Pepe Fonseca que desde hace mucho es conocida la costumbre, impulsada por los Caballeros de Colón originalmente, de mandar a decir misas por el alma de Agustín de Iturbide.  Ambos coinciden: ellos se enteraron siendo muy, muy jóvenes. Lo que choca es la falta de información… o de indagación. La doctora Vázquez va más allá: “Los sospechosos se multiplican, pero lo mejor es no hacerles caso”.
  4. No contenta la Conferencia del Episcopado Mexicano con sus opiniones e indagaciones sobre las excomuniones de Hidalgo y Morelos, también ha decidido que la Iglesia Católica tendrá su Bicentenario. Sin andarse quejando como el padre Valdemar, quien asegura que han sido “excluidos” de las Conmemoraciones de 2010 (que yo sepa, no hay nadie vetado, ¿o si y no nos hemos enterado?), el arzobispo de Morelia, Alberto Suárez Inda,  simplemente ha acotado que no está en la agenda de la Iglesia andar compitiendo con las acciones gubernamentales, sean estas cualesquiera que sean, en materia de las efemérides a conmemorar en 2010.
  5. Por lo tanto, habrá más jornadas académicas como las de septiembre pasado,  donde el análisis histórico será     también el hilo conductor: la tercera, programada para febrero de 2010, se llevará a cabo en la ciudad de León, una cuarta en Guadalajara y la quinta, que se dedicará a abordar la relación entre la Iglesia y la Revolución de 1910 tendrá lugar en Monterrey.
  6. En 2010, además,  todos los obispos mexicanos firmarán una carta pastoral colectiva donde pretenden que sus  reflexiones sobre el pasado también se proyecten al presente y al futuro. Este programa, que Suárez Inda calificó de sencillo y modesto, culminará con lo que ha llamado “celebraciones de fe”: un acto litúrgico que tendrá lugar en la Basílica de Guadalupe y que tendrá réplica en todas las catedrales de México. Y además, ocurrirá lo que dicte la creatividad de los obispos de todo el país. Estos asuntos de la iglesia, por tanto aún van a dar para mucho más.
  7. ¡¡Don Mario, una señal!! Aunque sea por ouija, que Mario Benedetti haga patente que el autor de la frase “El sur también existe” le pertenece, para que nadie, o sea, NADIE, le ande colgando milagros extravagantes a un señor que canta, que es de nacionalidad guatemalteca y que responde al nombre de Ricardo Arjona, al que más de cuatro le adjudican la calidad de “poeta”, entre ellos los que le atribuyen la frase benedeteana…. Podemos decir que nos hace una enorme falta el poeta Sabines,  pero nos consolamos dignísimamente con el dulce y valeroso Vicente Quirarte, con José Emilio Pacheco que nos previene hoy día de las travesuras de los conejos feroces,  del maravilloso y felino Gerardo Deniz, que posee el don de conjuntar lo sensual con lo agudo y cerebral…  ¿qué carajos tienen que andar buscando a Arjona?

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