Posts Tagged ‘Día de Muertos en México

11
Nov
10

Huellas del día de muertos 2: las tumbas vacías del Panteón Francés de la Piedad

No querría quedarme esta historia de día de muertos en el tintero, no en el año de los centenarios. Sabemos que, después de ser asesinados, Francisco I. Madero y José Pino Suárez, fueron llevados a sus tumbas del panteón Francés de la Piedad, cementerio que todavía existe y donde hay numerosas historias que recuperar de quienes reposaron un rato allí, y de quienes siguen en el lugar.

Por pura estética, aquí dejo la imagen de una tumba interesante, la de don Joaquín Casasús, abogado y funcionario público porfiriano, habilidoso en cuestiones financieras -se le considera, según algunos, de esos economistas mexicanos que existieron antes de que existieran los economistas profesionales, negociador, en tiempos de don Porfirio, para el caso de disputa de límites en la frontera con Estados Unidos; esa zona que se conoce como El Chamizal. Don Joaquín, entre otras cosas, logró que el arbitraje del monarca italiano Víctor Manuel III fuese favorable a México ( a saber por qué no lo mandaron a averiguar, antes de que se muriera, en 1916, qué pasaba con la propiedad de la isla de Clipperton; ), aunque , a causa de algunos problemitas y cambios de administración ocurridos en México a partir de 1910, los de Washington se hicieron los desentendidos por medio siglo y hasta la gestión de Adolfo López Mateos en la presidencia de la república «nos regresaron» unas hectáreas, allá por 1964. El otro detalle de don Joaquín es que fue yerno de Ignacio Manuel Altamirano (otro santo tutelar de este reino), y que, en el sitio que es hoy esta cripta llena de flores, donde descansan personajes de la familia Sierra Casasús (los Sierra de don Justo y los Casasús de don Joaquín, emparentados con los Díaz de don Porfirio, como puede leerse en el precioso libro de Carlos Tello Díaz «El Destierro. Un relato de familia»), es el sitio a donde finalmente, se quedaron unos años las cenizas de don Nacho Altamirano, muerto en San Remo en 1893 y cremado allí mismo.  Cuando los Casasús trajeron a México lo que quedaba de don Nacho (era cosa muy rara en aquellos años que anduviera pidiendo uno que lo incinerasen después de muerto), en mayo de ese mismo 1893,  las cenizas apasionadas del novelista que había sido coronel de caballería durante la guerra de intervención, fueron hospedadas por uno de sus contemporáneos, don José María Iglesias, fallecido un par de años antes. Catalina Guillén Altamirano, hija de don Nacho y esposa de don Joaquín, mandó levantar una capilla -como se describe en los relatos de la época- donde poner la urna que habían traído desde San Remo y que saldría del Panteón Francés de la Piedad en 1934, cuando se llevaron a don Nacho a la Rotonda de los Hom… de las Personas Ilustres.

Esta tumba, uno de los espléndidos ejemplos de arquitectura funeraria del Panteón Francés de la Piedad (que está un poco menos descuidado desde que hace unos diez o quince años les arrearon un soberano periodicazo en el semanario Proceso), está cerca de la capillita neogótica que preside la avenida principal del cementerio, donde cada marzo las jacarandas azulean y hasta invitan a caminar pensando en cosas que sobreviven a la muerte, como las ideas, el amor  y la memoria. Cerca de la capilla abundan las estatuas de ángeles dolientes, de mujeres que existieron o a lo mejor que nunca tuvieron materialidad, pero que allí narran el discurso de la muerte decimonónica, como la entendían nuestros bisabuelos.

Pero las tumbas de las que quería hablar no están cerca de la capilla. Más bien, están muy cerca de la barda del cementerio que da a la escandalosa y polvorienta avenida Cuauhtémoc de la ciudad de México. Inevitablemente, son tumbas contiguas. Sepultaron a sus ocupantes originarios el mismo día, al mismo tiempo, en febrero de 1913. Los personajes a los que me refiero son Francisco Ignacio Madero y José María Pino Suárez. Si alguien tiene la oportunidad de ver ese documental espléndido visualmente, pero discutible desde la perspectiva histórica, que se llama «La Revolución Espírita», producido por Manuel Guerra y con guión de Alejandro Rosas, podrá ver un rescate fílmico interesante: muchas ocasiones se ha visto un pequeño metraje del sepelio de Madero y Pino Suárez, asesinados, dicen unos afuera de la entonces Penitenciaría (hoy Archivo General de la Nación), otros dicen que dentro y sus cuerpos fueron arrastrados al exterior. Lo usual es ver unos cuantos segundos de la llegada de los ataúdes al Panteón Francés, del momento en que los bajan de los carros y la gente echa a andar junto a ellos. En «La Revolución Espírita» puede verse un fragmento de película más largo que permite ver, entre los dolientes, a Pedro Lascuráin, canciller de Francisco I. Madero, y que fungió como presidente los 45 minutos necesarios para designar a Victoriano Huerta secretario de Gobernación y allanarle el camino legal pero para nada correcto, a la presidencia de la República.

Allí quedaron enterrados Madero y Pino Suárez. Allí hasta que, en fechas diferentes, fueron trasladados, Madero al monumento a la Revolución, allá en la colonia Tabacalera, en 1960, cuando se conmemoraban los cincuenta años de la revolución de 1910, y los de Pino Suárez (que por cierto, estaba emparentado con Joaquín Casasús), hasta 1986, a la Rotonda de los Hom… de las Personas Ilustres. Al Francés los siguieron las esposas: doña Sara Pérez, en una tumba contigua a la de su esposo, y doña María, en la misma fosa, como consignan las placas de cada sepulcro.

Ahora me asalta la duda, pero lo más probable es que doña Sara, a quien José Emilio Pacheco describió en «Las Batallas en el Desierto» como una viejecita eternamente enlutada por su marido asesinado y que vivía relativamente cerca del Panteón Francés, en la calle de Zacatecas, en la colonia Roma, siga sepultada allí. Las crónicas con fotos que he visto de la exhumación de Madero no hablan del «sarape de Madero», apodo que la señora llevó en tiempos de la revolución, ni de que se fuese en el mismo paquete de su esposo al monumento. Me da más duda si doña María Cámara de Pino no sería trasladada, en vista de la fosa compartida, a la Rotonda en compañía de su esposo.

Pero junto a las tumbas de los Madero, que han recibido a algún otro huésped de la familia, junto a la de los Pino Suárez, hay otra tumba, a la que la gente le presta menos atención. De hecho, víctima del descuido, ya no se sabe a quién pertenece el sepulcro. La lápida nos permite inferir (ahora que está de moda inferir sobre restos humanos) que se trataba de un varón. Y de hecho, llegó un poco antes que don Francisco y don José María al Panteón Francés, y más o menos por las mismas razones. Esta es su tumba:

El ocupante de la tumba, muerto «en defensa de la Ciudadela la mañana del 9 de febrero de 1913», cayó abatido tal vez un poco después de que el padre de Alfonso Reyes falleciera «de ametralladora» a las puertas de Palacio Nacional. Quien se asome, en estos días de noviembre, ahora que ya faltan solamente NUEVE días para el Centenario de la Revolución, aparte de mirar las tumbas de Madero y Pino Suárez, de quienes se han escrito y escriben muchas páginas desde hace un siglo, ojalá también le eche una mirada de cierto afecto a uno más de los personajes de otros días, de esta ciudad que es la misma y al mismo tiempo pareciera que nada tiene que ver las calles capitalinas de 1913. No sabemos el nombre del propietario del sepulcro, como de tantos otros; todo lo que podría contarse de él forma parte de lo que mi amigo Salvador Rueda llama «los capítulos marginales de la historia», que aguardan a que nos pongamos a trabajar y lo narremos a los que gustan de mirar el pasado.

 

10
Nov
10

Huellas del Día de muertos: junto a las tumbas de los ilustres

Otra vez, Día, Días de Muertos,  los del año de los Centenarios.  Evidentemente, en el «Manual de Conmemoraciones Básicas Vol. 1», no se consideró una macro ofrenda para los insurgentes y para los revolucionarios. El espacio ideal habría sido el Zócalo, pero el gobierno de la ciudad de México se adelantó con su formidable Árbol de la Muerte Florida (qué bonito nombre, de veras).  En el gran montaje del Zócalo había algunos detallitos, además de la ofrenda que se hizo en el Museo Panteón de San Fernando, dedicada a los personajes de la Revolución. Se me haría inevitable, que no indispensable, pero, ¿no se merecían acaso su agua, su pizca de sal, sus velas? ¿una taza de chocolate para el padre Hidalgo? ¿Buenos tazones de chocolate para Allende y para Aldama, par de inquietos y preocupados aquella madrugada de septiembre, que ahora no podrían rehusar el chocolate, como hicieron entonces, porque a estas alturas del partido ya no tienen prisa alguna ni temor de acabar con el mecate en el pescuezo, ejem, ejem, sencillamente porque ya no les queda pescuezo qué cuidar? ¿Nadie consideró necesario un perro (el Perro Bicentenario estaba, seguramente, puestísimo para atender este negocio) que acompañe, encamine a los próceres que venían del Mictlan, del mundo de los muertos?

Todo este discurso, debo confesar, es una de las razones por las cuales me gustó tanto la campaña publicitaria de la funeraria García López, de la que he hablado líneas abajo. ¿Se imaginan una bonita ofrenda al pie del Ángel? ¿una digna ofrenda en el patio central de Palacio Nacional? Qué bueno que se las imaginen, porque nunca ocurrieron. Y por lo que se ve, nunca ocurrirán, a menos que el año entrante, al cumplirse 200 años del fusilamiento de Hidalgo, se haga algo muy bonito allá en la Loma del Prendimiento, en pleno desierto, según me cuentan, donde el cura de Dolores, Allende, Aldama, Jiménez y amigos que los acompañaban fueron presos de las fuerzas realistas.

Montar un Tzompantli, real o recreado, tiene su chiste y su riesgo

Pero fue día de Muertos, y los que más, los que menos, buscamos en las cajas de la memoria, las huellas de nuestros muertos,  los dictados por la genética y los que en el camino de la vida se hacen nuestros. En casa, hubo velas, agua y lata de comida sabor estofado para Andrés, el gato bienamado y muchas veces extrañado. Como cada año, se pisan uno o dos cementerios, para visitar a los seres queridos, para hallar otras historias. Nuestros muertos. Los de todos. Devorados por la muerte florida, cada día, en todas partes, engrosando la legión de fantasmas mexicanos de los cuales nos encanta contar historias desde tiempos inmemoriales.

Con ese rostro, ¿alguien duda que la muerte florida acabará por merendarnos a todos, algún día?

En términos más terrenales, me acuerdo de una historia de funerales de uno de los santos protectores de este reino: don Guillermo Prieto, que, después de su vida intensa, acabó en la rotonda de los hom.. digo, de las Personas Ilustres. Es una bonita historia  para Día de Muertos y secuelas, de veras. De don Guillermo,  hay que decir que se murió muy triste. Al tremendo deterioro físico que marcó sus últimos días, se añadió la muerte de su hijo Francisco, uno de los jóvenes nacidos de su matrimonio con María Caso, uno de los dos que, como decían las abuelitas, «se lograron». Es natural, inevitable, me imagino, el dolor por la muerte de un hijo, y en el caso de don Guillermo, el asunto fue peor. Tuvo en sus dos matrimonios, por lo menos, cuatro hijos. De su segundo matrimonio, otros dos. La particularidad es que los dos a los que puso por nombre Guillermo, murieron antes que él y siendo pequeños de siete u ocho años. De los dos hijos varones que llegaron a adultos, Francisco y Manuel, el primero falleció muy pocos días antes de que don Guillermo se fuera al mundo de los muertos, en 1897.

 Revisando un viejo libro de epitafios del Panteón de Santa Paula, compilado hacia 1852 [esas cosas tan curiosas que les daba por hacer a los decimonónicos; hoy día ya tiene poco chiste esa actividad: a nadie le da por hacer buena literatura funeraria], donde, si uno sabe qué historias tiene guardadas en algún rincón del cerebro, encuentra cosillas de interés. Yo me hallé las lápidas de los niños María de los Ángeles (1826-1847) y Guillermo Prieto y Caso (1841-1848), muertos en esos días hondamente tristes, como nos cuentan los hombres de aquel tiempo que eran los de la guerra con Estados Unidos y la invasión de México.

Estos niños apenas aparecen en las Memorias de mis Tiempos, escritas por don Guillermo en sus años finales, y compiladas y publicadas después de su muerte. Sobre ellos hay solamente un párrafo  que alude al 9 de agosto de 1847, cuando la familia Prieto y Caso abandona la ciudad de México, en busca de un sitio seguro, pues los gringos se acercan cada vez más a la capital. Don Guillermo, ocupado como anda en la batalla, haciendo lo que puede -que no es mucho como soldado; siempre fue un pésimo tirador, tan malo como espléndido cronista- no se entera muy bien de ese calvario, pero sabe que su María va por el rumbo de San  Cosme, con carros con los muebles y «muy enferma con tres niños, uno de ellos recién nacido», y acaba por recibir refugio y protección ni más ni menos que en casa de don Lucas Alamán. La cara que puso don Guillermo cuando se enteró dónde andaba su familia seguramente fue para asegurar horas de sano pitorreo de sus compañeros de andanzas: el liberal anticangrejos, huésped del ya viejo y super conservador don Lucas. Qué bonito. Dicho en otras palabras, todo se paga.

Si le hacemos caso a la lápida de Santa Paula, en esa huída de la ciudad de México, los Prieto y Caso acababan de enterrar a la pequeña María de los Ángeles y entonces llevarían a los varoncitos: el primogénito, Guillermo, nacido en 1841, al año de la boda de sus padres, y Francisco y Manuel, que llegarían a adultos. Manuel, incluso, escribiría y firmaría artículos al alimón con su padre, en los años 90 del siglo XIX, y firmaba sus propias cosas como «Manuel G. Prieto», la «G» de «Guillermo», o bien porque a su papá se le hizo muy buena cosa acomodarle su propio nombre a todos sus niños, o bien por la leyenda familiar según la cual, la descendencia de don Guillermo, por la línea de don Manuel, usa, como apellido, y hasta la fecha, el  «G. Prieto», o como lo hace conocida periodista llamada Alma, «Guillermoprieto», como deferencia de Benito Juárez, por salvarle la vida (Ya saben: eso de los valientes no asesinan y todo lo demás) en Guadalajara, a principios de la Guerra de Reforma. Otro dato importante de Manuel G. Prieto es que él se encargó de donar a la Biblioteca Nacional parte de la biblioteca de don Guillermo, brincándose, con buen sentido, la disposición de su señor padre, según la cual habría de venderse toda la biblioteca y repartir el dinero entre sus nietos. Sé, por referencias de algunos amigos, que a veces, en las librerías de viejo de La Lagunilla (el mercado de pulgas, muy venido a menos, de la ciudad de México) se han encontrado algunos volúmenes de la biblioteca de Prieto, que estaba en la Casa del Romancero, en Tacubaya, donde lo fue a cazar la muerte. El inventario de la biblioteca de don Guillermo, que entregó don Manuel,  escrito en máquina de escribir, es muy interesante, y forma parte también del Fondo Reservado de la Biblioteca Nacional. Pero eso lo cuento otro día.

Lo que sí cuento hoy es que Francisco y Manuel crecieron para seguir a su padre en numerosas aventuras y peleas políticas. El primogénito Guillermo se quedó enterrado con su hermanita en Santa Paula. En algunas de las memorias de aquella espléndida pandilla liberal que recorrió el país entre guerras civiles e invasiones francesas entre 1857 y 1867, aparecen, de repente, los hijos de Guillermo Prieto, a veces acompañando a su padre, a veces encargados de conducir un carruaje con algún encargo específico.

Pero don Guillermo enviudó de «su María» (como la llama Benito Juárez en una carta de 1865, al calor del agarrón que se dieron en Paso del Norte), hacia 1869. Tuvo la puntada de volver a casarse quince o dieciséis años después, en 1884 o en 1885, aunque los pocos papeles que hay sobre el tema indiquen que la boda ocurrió en 1886, cuando Guillermo Prieto tenía, nada más, 68 años de edad.  La novia era doña Emilia Colard (otras versiones la apellidan Collard o Collado). Y tuvo otros dos hijos. Un niño, al que le volvió a poner Guillermo, y una niña, que se llamó María. De este pequeño Guillermo Prieto y Collard solamente sabemos que fue, junto con su hermanita, niño querido y consentido (es uno de esos casos en los que el personaje, más que hijos, tiene nietos) y que, en días de navidad enviaban regalitos y golosinas caseras y recibían detallitos y aguinaldos de un cuate de su padre, tan interesante como el Romancero: don Agustín Rivera y San Román, peculiarísimo sacerdote, liberal e historiador, que desde su madriguera en Lagos, Jalisco, sostenía animado intercambio epistolar con don Guillermo.

Por esas cartas sabemos que ese pequeño Guillermo murió probablemente, hacia junio de 1892, cuando tenía unos seis o siete años. Una breve nota del 4 de junio, dirigida al padre Rivera, habla de una muerte repentina: «Los golpes para los viejos son mortales. Me duele el alma y veo todo negro», escribe el poeta, con su Musa Callejera al lado, llena de velos negros. Hasta febrero de 1893 Prieto tiene entereza para hablar del tema. Las cartas, en ese medio año han sido escasas, breves, y sólo un par aluden a los temas inevitables cuando la vida sigue. Pero en ese febrero prieto admite que esos meses han sido de duelo: «Encierro severísimo, tantos días de soledad, la más absoluta, salud debilísima amenazada con constancia, lágrimas, duelo por la muerte del niño, que ha caído como sombra de muerte en mi casa, y sobre todo en mí, que estoy agobiado con esa muerte y tengo días de profunda amargura.»

Don Guillermo se murió en 1897 y el gobierno de Porfirio Díaz -al que le había dado una lata sin cuento, pidiendo apoyos, apapachos y favorcitos, como se ve en la correspondencia del secretario de Díaz, Rafael Chousal,- eso hay que reconocerlo, no lo dudó: después de embalsamado, don Guillermo se fue derechito a la Rotonda de los Hombres Ilustres (ay, esos tiempos en los que nadie había inventado la corrección política ni la equidad de género). Don Guillermo se había muerto como todo un ilustre, como -le encantaba remachárselo al gobierno de don Porfirio- «el último ministro de la Reforma que le quedaba al señor general» y se fue al otro mundo, más o menos en paz, después de su injustificada fama de comecuras (compartida por inercia con toda su generación), provisto de confesor, al que no peló mucho, y un crucifijo en la mano, que, junto con la máscara mortuoria de don Guillermo, conserva la Universidad Iberoamericana entre un montón de cosas bonitas para ver:

El dato llamativo de este el entierro de don Guillermo, es que se hizo con gran pompa, como correspondía a una reliquia de la república juarista, con carros enlutados para el trenecito que llevaba el cadáver, los deudos y los invitados hasta el recontralejano panteón de Dolores y el chillar y chillar de todos los colegas de la prensa que lo habían conocido. Todo un encanto, don Guillermo, con una vida formidable.

El problemita al que se enfrentaron sus deudos, en particular su viuda doña Emilia y su hija María (que tenía 12 años al morir su padre), es que el gobierno de don Porfirio aportó la declaratoria de «Hombre Ilustre» para don Guillermo,  y el sitio honroso en la Rotonda, pero no apoquinó para hacer un monumento digno del poeta y periodista, metido a político y Ministro de Hacienda, de tal suerte que viuda e hija tuvieron que hacer, según se sabe, grandes sacrificios, para pagar a plazos, el mentado monumento, hecho por Jesús Contreras. Esta historia es importante de contar, porque, en una fecha no determinada, una señora que estudiaba la maestría en Historia en la Facultad de Filosofía y Letras, Ellen Elvira Merrifield de Castro, escribió, bajo la dirección de don Ernesto de la Torre Villar, una tesis de posgrado que, vista con los ojos actuales, aborda un tema casi obvio: la visión de la historia en las obras de Guillermo Prieto. Como la tesis no tiene fecha por ninguna parte y como me la encontré en una librería de viejo hace como diez años, y como no he ido a averiguar el dato a la UNAM, no puedo sino afirmar que se remonta la hechura del trabajo hacia algún momento de los mediados del siglo XX, es probable que hacia 1959 o 1960, cuando el gremio de historiadores no se ponía tantos moños y parte de ellos no tenía esas peculiares obsesiones con la idea de que la Historia es una ciencia. Cierta estoy de que, en este 2010, un trabajo como el de la señora Merrifield de Castro hubiera recibido, respecto al planteamiento teórico (el trabajo de revisión bibliográfica y hemerográfica es enorme y riguroso), una buena repasada de algunas queridas maestras mías, pero eran otros tiempos. Y lo más bonito, que, en ese trabajo, doña Ellen Elvira encontró a una testigo interesantísima: María Prieto y Colard, la hijita de don Guillermo, que sí vivió para hacerse adulta y para contar algunos detalles de la historia de su padre, como esta del monumento funerario y otro dato: don Guillermo NO quería que lo fueran a meter a la Rotonda, pero al fin, el hijo varón que vivía, Manuel, accedió a que los restos de su padre se fueran a gozar de la ilustridad.  A la viuda y a la hija se les dotó de inmediato, en ese marzo de 1897 de 100 pesos, «por la necesidad en que quedaron», y según lo reportó el ministerio de Hacienda, y les asignaron una pensión de mil 236 pesos anuales, que no sabemos si llegaron a recibir.

Así es que don Guillermo tiene hoy su monumento, que recibe, en día de muertos, una pizca de flores anaranjadas que alguien del panteón o de la delegación Miguel Hidalgo, o de la Secretaría de Gobernación, responsable de la Rotonda (ajá, cómo no), fue a poner en cada una de las ilustres tumbas de los ilustres señores. Este año le llevé rosas amarillas con ribetes rojos, amarillas y rojas como la vida, como el gusto de tener santos tutelares como él y otros más como Zarco y Altamirano que decidieron no tener las muertes sencillas tan propias de su tiempo. Pero de eso, hablamos otro día de muertos.

Juan de Dios Peza, frente al cadáver de don Guillermo, le decía: "Duerme tranquilo, ¡Tu labor fue buena". Y sí, es cierto. Con toda esa habilidad de Prieto para ser terrible persona y venenoso escribidor, fue un hombre bueno.

05
Nov
10

Postales Bicentenarias 9: imágenes (comerciales) del día de muertos

No sé quién le hizo la campaña de publicidad a la funeraria García López. Pero me parece definitivamente buena. Aquí todo mundo es de una gran honestidad: venden lo que venden, servicios funerarios. Este es el año de los Centenarios, pues sí. ¿Se pueden vender servicios funerarios al tiempo que se hace presencia en este asunto de las conmemoraciones? Evidentemente sí. El resultado a mí me parece interesantísimo. Esta primera imagen la había tomado en alguna ida hacia algún punto de la ciudad de México. El 1 de noviembre, día de Todos los Santos o día de los Muertos Chicos, de visita al Panteón de Dolores, me topo, en el acceso principal, con el stand de la funeraria en cuestión. El agente de ventas de Gracía López fue muy amable, todo lo amable que debe ser uno cuando anda vendiendo servicios funerarios en condiciones excelentes.  Simpáticas curiosidades para obsequiar las que tenía en su mesa: calenadarios de bolsillo con la calavera de Morelos, calendarios de escritorio con las calaveras de Morelos e Hidalgo, de Zapata y de Villa. Postales con la calavera de Villa y una interesante leyenda en el reverso: «En memoria de los héroes que escribieron nuestra historia». Agregan al final. «J. García López. Presente en nuestra fiesta nacional».

Me parecen definitivamente bonitas, oportunas, respetuosas y capaces de vincular la tradición popular con el culto colectivo a los héroes. Es Bicentenario, es Centenario y es Día de Muertos. Muy a tono con este año donde los huesos de los caudillos insurgentes han salido a pasear, pasar el verano en Chapultepec y el otoño en Palacio Nacional. Muy a tono; me imagino un diálogo jocoso entre el cráneo de Miguel Hidalgo y el de José María Morelos, durante uno de esos dos desfiles luctuosos de los traslados que hemos visto este año. «¿Ya viste ese anuncio, José María?» «Sí, don Miguel. La verdad, me fue mejor que a usted; le pusieron su cabellito largo pero oscuro». «No seas burro, José María. Si me lo ponen blanco no se me vería».  Es, de hecho, una nueva interpretación del cráneo de Hidalgo: por un lado, el de las fotos de prensa de este años; luego, este bonito cráneo de la funeraria García López. La más chocarrera, la de la cabeza parlante de Hidalgo, allá en su jaula de la alhóndiga de Granaditas de Guanajuato, ideada por ese genial monero que es Trino.

Bonita historia esta, definitivamente; buen gesto en el Día de Muertos del año de los Centenarios. Ah, también me dieron una botella de agua con etiqueta de la calaverita de Morelos. Buen asunto, y cuando me acuerdo que a los productores del popularísimo arroz «Morelos» les negaron el permiso de usar el mentado «2010», en principio de uso público gratuito -aunque había que pedir permiso- porque cómo una mugrosa bolsa de arroz iba a ostentar el emblema de las conmemoraciones.  Para variar, la increíble sensibilidad de rinoceronte de algunos.  Pero lo bueno, es que la gente es siempre mucho más que un logo.




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