No querría quedarme esta historia de día de muertos en el tintero, no en el año de los centenarios. Sabemos que, después de ser asesinados, Francisco I. Madero y José Pino Suárez, fueron llevados a sus tumbas del panteón Francés de la Piedad, cementerio que todavía existe y donde hay numerosas historias que recuperar de quienes reposaron un rato allí, y de quienes siguen en el lugar.
Por pura estética, aquí dejo la imagen de una tumba interesante, la de don Joaquín Casasús, abogado y funcionario público porfiriano, habilidoso en cuestiones financieras -se le considera, según algunos, de esos economistas mexicanos que existieron antes de que existieran los economistas profesionales, negociador, en tiempos de don Porfirio, para el caso de disputa de límites en la frontera con Estados Unidos; esa zona que se conoce como El Chamizal. Don Joaquín, entre otras cosas, logró que el arbitraje del monarca italiano Víctor Manuel III fuese favorable a México ( a saber por qué no lo mandaron a averiguar, antes de que se muriera, en 1916, qué pasaba con la propiedad de la isla de Clipperton; ), aunque , a causa de algunos problemitas y cambios de administración ocurridos en México a partir de 1910, los de Washington se hicieron los desentendidos por medio siglo y hasta la gestión de Adolfo López Mateos en la presidencia de la república «nos regresaron» unas hectáreas, allá por 1964. El otro detalle de don Joaquín es que fue yerno de Ignacio Manuel Altamirano (otro santo tutelar de este reino), y que, en el sitio que es hoy esta cripta llena de flores, donde descansan personajes de la familia Sierra Casasús (los Sierra de don Justo y los Casasús de don Joaquín, emparentados con los Díaz de don Porfirio, como puede leerse en el precioso libro de Carlos Tello Díaz «El Destierro. Un relato de familia»), es el sitio a donde finalmente, se quedaron unos años las cenizas de don Nacho Altamirano, muerto en San Remo en 1893 y cremado allí mismo. Cuando los Casasús trajeron a México lo que quedaba de don Nacho (era cosa muy rara en aquellos años que anduviera pidiendo uno que lo incinerasen después de muerto), en mayo de ese mismo 1893, las cenizas apasionadas del novelista que había sido coronel de caballería durante la guerra de intervención, fueron hospedadas por uno de sus contemporáneos, don José María Iglesias, fallecido un par de años antes. Catalina Guillén Altamirano, hija de don Nacho y esposa de don Joaquín, mandó levantar una capilla -como se describe en los relatos de la época- donde poner la urna que habían traído desde San Remo y que saldría del Panteón Francés de la Piedad en 1934, cuando se llevaron a don Nacho a la Rotonda de los Hom… de las Personas Ilustres.
Esta tumba, uno de los espléndidos ejemplos de arquitectura funeraria del Panteón Francés de la Piedad (que está un poco menos descuidado desde que hace unos diez o quince años les arrearon un soberano periodicazo en el semanario Proceso), está cerca de la capillita neogótica que preside la avenida principal del cementerio, donde cada marzo las jacarandas azulean y hasta invitan a caminar pensando en cosas que sobreviven a la muerte, como las ideas, el amor y la memoria. Cerca de la capilla abundan las estatuas de ángeles dolientes, de mujeres que existieron o a lo mejor que nunca tuvieron materialidad, pero que allí narran el discurso de la muerte decimonónica, como la entendían nuestros bisabuelos.
Pero las tumbas de las que quería hablar no están cerca de la capilla. Más bien, están muy cerca de la barda del cementerio que da a la escandalosa y polvorienta avenida Cuauhtémoc de la ciudad de México. Inevitablemente, son tumbas contiguas. Sepultaron a sus ocupantes originarios el mismo día, al mismo tiempo, en febrero de 1913. Los personajes a los que me refiero son Francisco Ignacio Madero y José María Pino Suárez. Si alguien tiene la oportunidad de ver ese documental espléndido visualmente, pero discutible desde la perspectiva histórica, que se llama «La Revolución Espírita», producido por Manuel Guerra y con guión de Alejandro Rosas, podrá ver un rescate fílmico interesante: muchas ocasiones se ha visto un pequeño metraje del sepelio de Madero y Pino Suárez, asesinados, dicen unos afuera de la entonces Penitenciaría (hoy Archivo General de la Nación), otros dicen que dentro y sus cuerpos fueron arrastrados al exterior. Lo usual es ver unos cuantos segundos de la llegada de los ataúdes al Panteón Francés, del momento en que los bajan de los carros y la gente echa a andar junto a ellos. En «La Revolución Espírita» puede verse un fragmento de película más largo que permite ver, entre los dolientes, a Pedro Lascuráin, canciller de Francisco I. Madero, y que fungió como presidente los 45 minutos necesarios para designar a Victoriano Huerta secretario de Gobernación y allanarle el camino legal pero para nada correcto, a la presidencia de la República.
Allí quedaron enterrados Madero y Pino Suárez. Allí hasta que, en fechas diferentes, fueron trasladados, Madero al monumento a la Revolución, allá en la colonia Tabacalera, en 1960, cuando se conmemoraban los cincuenta años de la revolución de 1910, y los de Pino Suárez (que por cierto, estaba emparentado con Joaquín Casasús), hasta 1986, a la Rotonda de los Hom… de las Personas Ilustres. Al Francés los siguieron las esposas: doña Sara Pérez, en una tumba contigua a la de su esposo, y doña María, en la misma fosa, como consignan las placas de cada sepulcro.
Ahora me asalta la duda, pero lo más probable es que doña Sara, a quien José Emilio Pacheco describió en «Las Batallas en el Desierto» como una viejecita eternamente enlutada por su marido asesinado y que vivía relativamente cerca del Panteón Francés, en la calle de Zacatecas, en la colonia Roma, siga sepultada allí. Las crónicas con fotos que he visto de la exhumación de Madero no hablan del «sarape de Madero», apodo que la señora llevó en tiempos de la revolución, ni de que se fuese en el mismo paquete de su esposo al monumento. Me da más duda si doña María Cámara de Pino no sería trasladada, en vista de la fosa compartida, a la Rotonda en compañía de su esposo.
Pero junto a las tumbas de los Madero, que han recibido a algún otro huésped de la familia, junto a la de los Pino Suárez, hay otra tumba, a la que la gente le presta menos atención. De hecho, víctima del descuido, ya no se sabe a quién pertenece el sepulcro. La lápida nos permite inferir (ahora que está de moda inferir sobre restos humanos) que se trataba de un varón. Y de hecho, llegó un poco antes que don Francisco y don José María al Panteón Francés, y más o menos por las mismas razones. Esta es su tumba:
El ocupante de la tumba, muerto «en defensa de la Ciudadela la mañana del 9 de febrero de 1913», cayó abatido tal vez un poco después de que el padre de Alfonso Reyes falleciera «de ametralladora» a las puertas de Palacio Nacional. Quien se asome, en estos días de noviembre, ahora que ya faltan solamente NUEVE días para el Centenario de la Revolución, aparte de mirar las tumbas de Madero y Pino Suárez, de quienes se han escrito y escriben muchas páginas desde hace un siglo, ojalá también le eche una mirada de cierto afecto a uno más de los personajes de otros días, de esta ciudad que es la misma y al mismo tiempo pareciera que nada tiene que ver las calles capitalinas de 1913. No sabemos el nombre del propietario del sepulcro, como de tantos otros; todo lo que podría contarse de él forma parte de lo que mi amigo Salvador Rueda llama «los capítulos marginales de la historia», que aguardan a que nos pongamos a trabajar y lo narremos a los que gustan de mirar el pasado.
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