Posts Tagged ‘Conmemoraciones del año 2010

26
Abr
14

Mi media hora con Gabriel García Márquez

Foto-A0097

Ocurrió hará unos siete años, cuando yo navegaba en ese barco que tuvo una botadura accidentada y tuvo un final aún más accidentado, llamado conmemoraciones de 2010.  Aquella tripulación inicial había trabajado cual animal de carga durante todo noviembre, días festivos incluidos, para producir un documento llamado «Programa Base», que a la hora de la hora, se quedó en mero souvenir, porque el señor que finalmente fue designado (des)coordinador de las celebraciones optó por ignorarlo y generar su propio concepto de desmadre institucional por el cual habrá de pasar a la historia universal de la infamia.

Pero era noviembre de 2007, Rafael Tovar y de Teresa aún era el responsable de la misión bicentenaria y no se avizoraba que iba a acabar  del desagradable modo en que terminó su encomienda. De hecho, el clima interno de aquella tripulación era bastante optimista, a pesar de que había costado pleitos, ruegos y jaloneos costear la producción del dichoso Programa Base, cuya hechura material fue integramente asumida por la Presidencia de la República, porque la Comisión del Bicentenario -nombre no oficial- no disponía de recursos, en esos momentos, ni para pagar las cocacolas de la oficina.

Aquella presentación fue, como muchas cosas de aquel asunto, rayana en el delirio: la Plaza de la República no era objeto, todavía, del remozamiento y arreglo que ahora disfruta mucha gente los fines de semana. Era un sitio, por decir lo menos, sucio y apestoso.  Lo mismo entre el sillerío del auditorio que bajo la tarima donde se colocó el presidium, dominaba una peste de orines vieja de años y de constantes refrendos por los vagos y los indigentes de la zona. De modo que, bonito, bonito, no estaba el escenario.

Los operativos de seguridad del Estado Mayor calderonista eran, por decir lo menos, extravagantes, cuando se realizaban en la Plaza de la República: los accesos a la zona se montaban en las bocacalles circundantes, de modo que los ilustres invitados tenían que recorrer una distancia considerable para alcanzar sus asientos.

En esas danzas, a nadie se le ocurrió prever circunstancias como la silla de ruedas en la que se movía el arquitecto Pedro Ramírez Vázquez,  que, en una decisión ridícula del Estado Mayor Presidencial, tuvo que dejarla en el acceso, o el hecho de que Gabriel García Márquez tendría que caminar solito desde una de esas calles, hasta el otro el extremo de la plaza, hasta su lugar en primerísima fila.

Cuando don Genovevo, el leal chofer de don Gabo se enteró,  llamó a la asistente del antiguo reportero y consagrado Nobel. El problema no era la entrada; cualquier bienintencionado lo acompañaría hasta su lugar. Lo difícil era la salida. ¿Cómo podría llegar don Genovevo hasta don Gabriel con todo y auto, puesto que, ni podía estacionarse ni lo dejarían entrar?

La asistente de don Gabo, como toda persona eficiente, se aplicó a buscar contactos, teléfonos, números de celular. Por esa curiosa cadena de «Yo no sé, pero creo que Fulano sí sabe», acabé hablando, desde un celular prestado y endilgado por mi entonces jefe de ingratísima memoria, con la asistente, a quien le prometí por todos los dioses y la memoria de mis abuelas, que depositaría a García Márquez en las manos de Genovevo, con todo y auto,  evitándole al escritor volver a cruzar la Plaza de la República. No está de más decir que, nadie más, de entre otras tres personas anteriores a mí en la cadena, asumió el compromiso de resolverle el problemita logístico a Gabriel García Márquez.

Aquel día fue como película de Fellini: me recuerdo a mí misma cruzando, a toda carrera, bajo la cúpula del Monumento a la Revolución con la recuperada silla de ruedas de don Pedro Ramírez Vázquez, que, cansado, quería irse antes de que saliera la multitud.

Negociar con el coordinador de giras de Felipe Calderón, con la gente de eventos de la Presidencia, con el Estado Mayor Presidencial, me tomó como la mitad del evento aquel. Lo bueno es que los discursos fueron muuy largos.  Poco antes de terminar, me dejaron acercarme a la primera fila, donde rodeé y salté junto a una docena de mexicanos destacados por curriculum o por escalafón. Tuve que hacer un alto cuando, a cuatro personas de don Gabo,  al presidente Calderón se le ocurrió que iba a saludar a toda la primera fila, de modo que tuve que esperar, junto a don Luis H. Álvarez, a que don Felipe me saludara de beso en la mejilla, para después cruzar el último tramo y tomar del brazo a don Gabriel, que, tras enterarse que yo llegaba en misión de rescate para llevarlo al lado de Genovevo, se dispuso, muy contento a ir conmigo a donde le dijera.

La mayor parte de mi media hora con Gabriel García Márquez consistió en caminar juntos y del brazo, muy despacito, mientras yo llamaba lo mismo al coordinador de giras de la presidencia que coucheaba a don Genovevo, para que, poco a poco, rompiéramos la dura y ruda cadena del Estado Mayor y el auto entrara, a una velocidad ridículamente baja, por toda la avenida Gómez  Farías hasta la esquina de la plaza, donde, los muy generosos, permitirían entregar a don Gabo.

Mi educación periodística me ha infundido un pudor que no sé si comparten todos mis colegas: no somos protagonistas, somos los que contamos el hecho; no le decimos al personaje que tenemos enfrente cuánto nos encanta, cuánto nos fascina, cuanto lo admiramos o lo detestamos. Pero en esos días no andaba yo reporteando, y, con todo, mi pudor profesional, aprendido desde muy joven, solamente me daba para, entre los jaloneos telefónicos con el Estado Mayor,  contemplar con emoción -un ojo al gato y otro al garabato-  al reportero García Márquez.

A la distancia, me parece evidente que, todas estas especulaciones recientes respecto al envejecimiento y declive de García Márquez eran ya bastante perceptibles en 2007. Frágil, tomado de mi brazo izquierdo y del brazo derecho de mi amigo José Luis Martínez, caminaba sin prisa. Ese pausado recorrido hasta la esquina de Gómez Farías y Plaza de la República, sirvió para que una auténtica manada de fotógrafos nos siquiera con tenacidad y le tomaran fotos a don Gabo con grandes angulares, ojos de pescado y cuanto recursos se les ocurrió. de hecho, en estos días he visto muchas de esas fotos vueltas a publicar, con su saquito de rayas, con una corbata que no me pareció -ni me parece- la mejor combinación posible, con los ojos de viejito de 80 años que ya era, con una aureola azulosa en las pupilas.  Lejos, sí, de la poderosa personalidad de las entrevistas y conversaciones grabadas en video.

Don Gabriel, en esos momentos, me recordó a una de mis abuelas, que murió siendo muy mayor: a ratos, la mirada buscando interlocutores que ya no eran de este mundo, sino que caminaban en paralelo en ese ámbito personalísimo de los recuerdos, la memoria y las propias cavilaciones. Sonreía a los fotógrafos, a ratos me sonreía a mí, a José Luis, y caminaba despacito, luciéndose, claro que sí, y accediendo a las peticiones de los que le pedían un selfie, la imagen para la egoteca. Maldecía yo, en mi fuero interno, por  estar junto a García Márquez y no tener en la mano uno de sus libros de periodismo para pedirle me lo dedicara.

Conforme nos acercábamos a la esquina,  nos íbamos quedando solos;  se despedía José Luis, se despedía Karlita Pane, la niña de eventos de Presidencia. A lo lejos, desde Insurgentes, se acercaba el auto conducido por Genovevo. «Ya estamos cerca», le dije. Me sonrió. Me preguntó mi nombre.  En voz bajita cambiamos unas pocas frases que se me han ido de la memoria. Llegaba Genovevo. Se bajó del auto, le abrió la puerta. Sólo entonces me animé, mandando al diablo mis ideas de que los periodistas no hacemos eso,  a pedirle una foto a Gabriel García Márquez, que ya no me acuerdo si la tomó don Genovevo.  Nos despedimos de beso y abrazo y don Gabo se fue en su coche.

Esa es la historia de esta foto, tomada en el último minuto de mi media hora con Gabriel García Márquez, regalo de la vida, y que había prometido contar un día.

 

 

 

 

30
Dic
10

Para comenzar a pensar este 2010: una conversación con Javier Garciadiego.

A don Javier Garciadiego lo conocí hará cosa de unos ocho años, cuando él era director general del Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana (INEHRM), en esa casa vieja de San Ángel que es la sede del instituto -hoy día más fregado que nunca, por puritito descuido. En aquellos días yo no sabía lo incómoda que puede llegar a ser esa casa, deliciosa en los días de calor, siempre que uno esté en la planta baja -arriba, el domo convierte el sitio en un espacio previo a un sauna- aterradoramente helada en los días de frío, y sitio de tormento en las madrugadas: la baja de temperatura lo deja a uno con las articulaciones hechas pomada. Casa interesante y, como cualquier construcción mexicana antigua que se respete, con sus historias de fantasmillas por ahí. De esas pequeñas historias de miedo hablaremos otro día, porque esa casa solamente fue, para efectos de este relato, el escenario donde tuve una de mis primeras conversaciones con don Javier.

Andando los años, hemos conversado a ratos, y a veces nos ha tocado andar en grillas y/o proyectos convergentes, interrelacionados o comunes. Es un hombre talentoso y afable, y, en este año de las conmemoracciones, quizá una de las voces serenas que nos darían algunas pistas para comenzar a reflexionar -ahora sí-, en el significado de todas las cosas que hicimos para conmemorar, festejar, celebrar, recordar o todo junto, esto del Bicentenario y el Centenario.

Con esas intenciones lo entrevisté hace poco más de un mes, ahora en sus oficinas de El Colegio de México, donde es presidente desde hace cinco años, además de investigador del Centro de Estudios Históricos. La entrevista, publicada originalmente el 21 de noviembre de este año -o sea, al día siguiente del Centenario- llama la atención sonbre dos temas importantes: uno, la disputa que en este año algunos grupos políticos y algunos opinadores desarrollaron en torno a la vocación del gobierno federal para resistirse a conmemorar la Revolución. Si esta afirmación es cierta o no, me parece que aún hay que trabajar para dilucidarlo, en vez de dejarlo a opiniones donde lo subjetivo domina, y he de decir que me asombra la cantidad de doctores en historia que a lo largo de este año declararon cosas como «el gobierno odia a los revolucionarios» o «es que los panistas no tienen nada que celebrar». Y he de decir que en más de un caso no me lo contaron; este año escuché a unas cuantas «vacas sagradas», a «vaquillas» y a jóvenes valores de la Historia con mayúsculas aventurarse por los caminos de la subjetividad bien teñida de víscera. Pero esa historia -con minúsculas- aún está por escribirse, y algunas de las cosas que ese día de noviembre platiqué con Javier Garciadiego dan alguna pista para seguir haciendo, en serio, este ejercicio de pensamiento: tener claro, bien a bien, que hicimos, con lo de bueno y lo de malo, en el año de los Centenarios. A continuación, la entrevista:

Para Javier Garciadiego, historiador, la Revolución terminó en 1920, “porque nace un nuevo Estado, encabezado por clases medias con un gran soporte de apoyo popular”. No obstante, el legado del movimiento iniciado hace un siglo posee materialidad y vigencia, e incluso tiene elementos que debieran recuperarse para la vida nacional en el siglo XXI.

CRONICA: ¿Qué sobrevivió de la Revolución?

JG: Hay cosas importantes que todavía existen. La principal: el gran legado revolucionario, consistente en un pacto, aún vigente, entre clases medias revolucionarias, las triunfadoras, y las clases populares. A diferencia de otros países de América Latina, el Estado mexicano no se ha conflictuado de manera grave con los sectores populares, los obreros y los campesinos. La profundidad de ese pacto a veces se ha modificado, pero en términos generales, nuestro Estado tiene un soporte popular que lo distingue.

Hay otros grandes legados revolucionarios: La reforma agraria, hasta cierto punto concluida,  y los derechos sociales de los trabajadores. Podemos cuestionar que los salarios sean insuficientes, que no se cumpla con la ley, pero esos derechos no existían. Otro gran legado está en la cultura revolucionaria y el compromiso con la educación.

CRONICA: ¿Cuáles son los grandes compromisos revolucionarios? ¿Tienen vigencia en el siglo XXI?

JG: En términos generales, y aun cuando cada contingente revolucionario tenía sus propios objetivos, me parece que hay dos: democracia y justicia social.

Curiosamente, la democracia es una bandera que solamente Madero enarbola. No recuerdo a Villa o a Zapata o a los sonorenses hablar o comprometerse con la democracia. El otro compromiso es la justicia social. Durante algunos años de la posrevolución, se avanzó mucho en esa materia; parecía que el Estado se olvidaba un poco de la democracia

A partir de los años 80 y 90 del siglo pasado, incluso desde los 70, crece el compromiso con la democracia y, en cambio hemos pospuesto un poco la justicia social. En los últimos años de nuestra historia, en esta década del siglo XXI, y los últimos 10 del siglo XX, hemos avanzado más en materia de democracia que en justicia social.

Lo adecuado para este siglo, consistiría, me parece, en retomar estos dos compromisos, con equilibrio y, sobre todo, de manera pacífica, sin violencia.

CRONICA: En este año menudeó la insinuación de que 2010 tendría que ser un año de movimientos sociales violentos…

JG: Hubo muchas voces agoreras, que, desde una posición más poética que rigurosa, con una visión cíclica y fatalista de la historia, aseguraban que las condiciones sociales de 1810 y de 1910 se parecen a las de 2010. Esto es completamente falso. Las condiciones de 1810 no eran las mismas que las de 1910 y ninguna de las dos se parecen a las actuales.

Hay, en estos momentos, dos formas de violencia: una menor, que se da en algunos asuntos políticos y en ciertas zonas del país, y una violencia delictiva, la del crimen organizado. Creo que  México va a transitar por un siglo XXI de violencia delictiva, que no terminará en corto plazo, y que no será una violencia sociopolítica.

CRONICA: ¿Se han desgastado las grandes figuras de la Revolución?

JG: No, en absoluto. No los veo desgastados. México es, además, un país de clases y de regiones. Para ciertos sectores de la clase media, Madero sigue siendo importante; para núcleos campesinos del sur y centro del país, está Zapata. En Durango, en Chihuahua, la figura por excelencia es Villa. A veces el regionalismo es tal que se rescatan figuras como la de Pascual Orozco, que en el norte es visto como un líder revolucionario, y en el centro como un traidor a Madero. Ni a ellos ni a personajes como Ricardo Flores Magón, los percibo olvidados. Veo sí, desprestigiados a personajes como Obregón y Calles.

CRONICA: A personajes como Calles y Obregón se les identifica como artífices del priismo y se vuelven objeto de descalificación…

JG: Calles es víctima de un análisis presentista: el oponerse a Lázaro Cárdenas, haber creado el antecedente del PRI, son cosas que la opinión pública le reprocha sin tomar en cuenta sus méritos históricos. Muchos, todavía, le reclaman a Álvaro Obregón la guerra cristera, su reelección, y desde luego, la corrupción.

CRONICA: El antipriismo ha frenado un acercamiento mas analítico, más sereno de la Revolución?

JG: Creo, más bien, que la pobreza y la violencia delictiva recientes han hecho pensar a algunos que la Revolución no sirvió para nada, y es muy injusto evaluarla de esa manera: hay que verla en lo que fue y no a partir de las crisis contemporáneas.

CRÓNICA: ¿Confunden revolución con utopía quienes aseguran que la Revolución fracasó?

JG: Absolutamente. Debemos recordar que las revoluciones no son perfectas, no son obras de ingeniería. Son movimientos violentos, caóticos, en ocasiones con falta de rumbo. No le pidamos a la revolución que proceda como si estuviera en un laboratorio. Es muy injusto que se culpe o se enjuicie a la Revolución porque hubo una devaluación 70 años después.

CRONICA: Con el 20 de noviembre terminan las grandes conmemoraciones de 2010, no sin intensas críticas…

JG: He leído y escuchado evaluaciones muy críticas de estas conmemoraciones. Todas las conmemoraciones del siglo XX: las de 1910, las de 1921, las de 1960, se llevaron a cabo sin libertad de expresión. En 1985, la situación empezaba a cambiar; pero la organización de las conmemoraciones no se discutía ni se criticaba tan abiertamente. Hoy se puede publicar, sobre el tema, cualquier cosa, a favor o en contra; se puede exigir información sobre los gastos… esas cosas no sucedían antes, y por eso es difícil comparar estos aniversarios con los precedentes. Hoy podemos pedir a los organizadores de las conmemoraciones que nos digan costó el buñuelo que se entregó en aquella esquina y para todo tiene que haber respuesta.

CRONICA: ¿Somos de corta memoria? ¿Olvidamos la historia que hay detrás de nuestra vida cotidiana?

JG: Lo somos, y somos todavía muy ignorantes en materia de Historia de México. El pueblo mexicano dice que ama la historia de nuestro país, cree conocerla, pero la verdad es que nos movemos en una versión mítica de nuestro pasado.

CRÓNICA: Para los historiadores, el gran reto de 2010 ha sido llevar el conocimiento de ese pasado a los públicos masivos…

JG: Era el reto principal de este año: aumentar el conocimiento histórico del ciudadano mexicano. Pero a fin de año veremos las evaluaciones al respecto. Si logramos que el mexicano supiera algo más de historia, podremos considerar que fueron unos festejos satisfactorios. Si realmente no avanza el conocimiento histórico del común de los ciudadanos, fue un año fallido.

24
Nov
10

Historias centenarias 3: las pequeñas alegrías o el Monumento a la Revolución.

A veces, es tan, pero tan fácil hacer feliz a la gente por un rato, que cuesta trabajo entender por qué la inventiva y la generosidad humanas no propician, más a menudo las ocasiones de contento que siempre sientan bien a la sensibilidad humana. Ha de ser porque ni la generosidad ni la inventiva abundan. De hecho, son dos virtudes que escasean bastante, y esta carencia es más que notoria en ciertos ámbitos de la vida pública. Y por eso, las pequeñas alegrías, las ocasiones de contento, se aprecian más cuando aparecen.

En los tiempos que corren, es más frecuente que estos pequeños regalos de la vida surjan del impulso espontáneo de la gente, que hace suyos los espacios, que rechaza y dedica rechiflas a las tonadillas efímeras y a las letras huecas, que se aburre cuando le recetan hora y media de una muy mala lección de historia o le salen con babosadas como eso de que, en una «historia mítica», Hidalgo y sus huestes insurgentes, al mismo tiempo que salían por piernas de Guadalajara, despedazados y dispersos en la batalla de Puente de Calderón, se daban tiempo para andar enterrando gigantes. Pero de eso hablamos luego.

Este fin de semana, cuando los periódicos hicieron pinole al gobierno federal porque, afirman, el festejo por el Centenario de la Revolución «resultó deslucido»; cuando otros aspiraban a ver, como me decía un amigo columnista, «el gran espectáculo» con el que las fiestas de este Centenario se equipararían con los 600 millones de pesos gastados en septiembre para la gran noche del Bicentenario, resulta que no ha habido mucha manera de tener contentos a todos. Todos leemos, escuchamos, escribimos hablamos, pataleamos y nos quejamos, y pareciera que todo mundo tiene una idea tan peculiar de cómo ha de conmemorarse uno de los momentos fundacionales del país que ni funcionarios estatales o federales le han atinado ciento por ciento.

A unos, no les gusta el «show», a otros no nos gustan algunos de los contenidos; a otros les indigna lo que costó toda la centenaria pachanga, otros más reclaman que a su héroe local no se le dio toda la gloria que merecía y denuncian torvos complots en contra de próceres que de alguna manera andan como en segunda fila, gracias a los malos oficios de gente malintencionada a sueldo de tal o cual prócer que pareciera mejor rankeado. En otras regiones, los pleitos que hace un siglo distanciaban a los distintos contingentes revolucionarios, se reavivaron y de una ventana a otra se acusan de no estar trabajando parejo para la gloria histórica del estado, sino nomás para los del norte norte, o solo para los del desierto o solo para los del paraíso en el desierto. En fin, que las pataletas, las inconformidades y los disgustos subieron de punto en los últimos días. En descargo de todos los interesados hay que decir que, en este Centenario, a ratos, el ambiente, la agenda pública, los dimes y diretes de la opinión ilustrada parecieron dar cuenta, por unos días, de un clima donde la idea de conmemoración estaba en todas partes.

Entre tanto fandango, un rescate interesante es el de la plaza de la República,  remozada, pintada, restaurada y LIMPIA.  Les puedo hablar de , por lo menos, tres eventos con asistencia presidencial, efectuados en el pasado reciente en la plaza de marras, donde los distiguidos invitados, desde premios Nobel hasta intelectuales del sur de la ciudad cruzaban, rumbo a sus asientos, por una plaza que apestaba a orines, a la que , a punta de manguerazos dejaban medio presentable en el trocito que se requería para la ceremonia. Ojalá que dure limpia, iluminada y arreglada, como la vieron los chilangos desde el sábado pasado, cuando el gobierno del DF la reinauguró -estamos condenados a no inaugurar gran cosa en este año-  con la remozada del Museo Nacional de la Revolución, la restauración del monumento y del mirador.

Como la justicia es importante, debo admitir que cuando me enteré de la remozada, me dio gusto; hasta disentí de mi querido don Pepe Fonseca, que está indignado por la «intervención» que le hicieron al Monumento a la Revolución (otro cascarón reciclado, por cierto) para encajarle un elevador. Yo no le veía nada de malo a lo del elevador, pensando en la necesidad de mejorar la vida cotidiana de la plaza, a la que le urgía que la adecentaran en todos sentidos. Y la verdad es que, ahora que me he hecho presente en el sitio, no lo creía: el elevador, colocado EN EL CENTRO del arco que traza el monumento, es un horror. No el elevador en sí mismo, que es moderno y bonito, sino la puntada de colocarlo ahí, en el centro, poniéndole en la torre, por donde se le vea, a esta idea de arco triunfal que planteó el arquitecto Obregón Santacilia (descendiente de Benito Juárez, por cierto) cuando los mexicanos de los años posrevolucionarios tempranos, es decir, del gobierno de Lázaro Cárdenas decidieron aprovechar lo que quedaba del fallido Palacio Legislativo, cuya primera piedra (de esas, tan incómodas) puso don Porfirio, hace este año un ciento.

No queda mal la plaza, a pesar de que el elevador es una agresión mental y arquitectónica.

¿Nadie pensó que, ya puestos a instalar el elevador, bien podría estar adosado a una de las patas del monumento? Digo, por feo que se viese el parche, el resultado no sería tan lamentable como esto de ver, como una cuña posmoderna, el elevador, enrareciendo las líneas déco del monumento. No quiero decir, con esto, que el monumento a la Revolución fuera una joya del art déco mexicano, ni una obra, como está de moda decir ahora, «bellísima» (ug), pero si existieran entre los monumentos e inmuebles históricos algo así como los derechos humanos, aquí urgía una denuncia superlativa. Se ve raro, se ve no-bonito.

A cambio hay en el lugar una muy buena iluminación, que haga la plaza transitable por las noches, y evite que los ilustres muertos (que, por favorcito, no los vayan a sacar a pasear) se pongan a pelearse a gritos por las noches. En el terreno del delirio y la fantasía de inspiración histórica, las noches en la Plaza de la República deben ser más divertidas que en el Panteón de San Fernando: los diálogos entre Calles y Cárdenas, ahora que todo es pasado, pueden ser aleccionadores. Una conversación entre dos espiritistas: Madero y Calles, puede proporcionar horas de sano esparcimiento a Villa, Carranza y Cárdenas. Los coahuilenses gastarán las madrugadas en decirse sus verdades, el duranguense se pitorreará de ellos y se pondrá del lado de don Panchito, y, si tienen ganas de bronca, volverán a sumirse en la discusión acerca de quién tuvo que ver con la muerte de quién. Seguro que cuando el tono de la discusión sube, el ambiente en la Plaza debe ser muy denso. Es posible que la afluencia de multitudes y la intensa iluminación los vuelva curiosos y hallen nuevos temas de conversación nocturna.

Paseo y cine al aire libre, un gesto amable que pocas veces la gente tiene ánimo y tiempo de disfrutar

La otra cosa buena de esta plaza renovada es LA FUENTE, que es aplaudida por multitudes. Es uno de estos mecanismos que se conoce como «fuente seca», hundida en el piso -buen recurso para evitar nadadores espontáneos y perros emocionados (a todo perro que se respete, las fuentes de los parques son una tentación ineludible), que se integra con un conjunto de chorros que brotan del suelo. La fuente en cuestión, como esas chucherías tecnológicas del siglo XXI (Luis XIV se moriría de envidia con una de estas) puede programarse y diseñar secuencias de los chorros de agua, que a ratos caen con un seco y rudo estruendo. De repente se vuelven aspersores, y en un tercer momento los chorros saltan de aquí para allá.

Altos, bajos, tricolores, monocolores, los chorros de agua hacen una pequeña fiesta doméstica

Esta fuente se ha convertido en un auténtico éxito: la vocación de los chilangos por armar pequeños espectáculos colectivos a la menor oportunidad ha vuelto a aflorar: Pasé por el sitio con luz de día: se veían los chorros de agua a lo lejos, y la gente paradita, rodeando el cuadrado que es el nuevo artefacto de la plaza. Por la noche, cuando volví, la fiesta era completa: la gente disfruta cruzar corriendo entre los chorros de agua. Así de simple, así de sencillo, así de divertido. Quizá este sea el mejor regalo del Centenario para la gente: un buen juguete, a falta de la divulgación de la historia, de calidad, a nivel masivo.

No hay más secreto ni complejidad: simplemente, cruzar entre los chorros de agua, que en momentos distintos cambian de densidad.

De más está decir que la gente que acomete la empresa -que parece ser entretenidísima- acaba empapada, chorreante, ensopada… y feliz.

Chilangos y visitantes de variado pelo y pluma corretean entre los chorros de agua. Solo hace falta rapidez, pisar con seguridad y no llevar zapatos que resbalen. Y tiempo para quitarse de la cara, de vez, en cuando, el agua.

La gente se toma fotos con los celulares, regresa de una incursión para tomar aliento; otros dudan en arriesgarse, hasta que la tentación les gana. La verdad, se me hace mejor recuerdo del año de los Centenarios que algunas otras cosas que diversas instancias han querido presumir con éxito desigual.

La duda se acaba, y la carrera empieza. Desde luego, se trata de ir y volver. Si no, ¿qué chiste tendría la empapada?

Es una de esas buenas ocasiones de contento chilangas; la gente está allí en orden, nadie hace trapacerías ni vandalismo; hay familias, grupos de chamacos, novios, escuincles por carretadas. Es cierto que, de vez en cuando alguno pierde el piso y se acomoda un buen batacazo, pero en la vida hay que correr riesgos. Muchas veces, la recompensa vale la pena.

Las opciones son amplias: ¿con qué ritmo deseas empaparte? ¿chorritos como los de Cri-Crí? ¿Aspersores mañosos como los de Ciudad Universitaria?

Ojalá que dure y dure bien. El mantenimiento de la plaza y del escalofriante elevador -que puesto en otro lado haría muy bonita vista-, mas la renovación del museo, harían pensar que hay un espacio recuperado de a deveras -no como las verbenas que el perredismo ha montado en otras ocasiones- para la gente. A lo mejor, mientras se secan, se dan una vuelta por el monumento, y ojalá que haya una pantalla o un folleto que hable de la historia de la chacharota, de los personajes que duermen, no tan tranquilamente, el sueño de la muerte en sus columna. A lo mejor, antes de lanzarse a los chorros, se les ocurre asomarse al museo. A lo mejor esto es una cosa buenísima, más de lo que parece. A lo mejor.

Esto es un galobo que responde al nombre de Miguel Ángel, absolutamente pasado por agua, y absolutamente feliz.

No había visto en un rato,  una fuente exitosa, con este uso «ciudadano», le qurrá decir alguien, en la ciudad de México. Pero ahora ya no tendremos que envidiar la fenomenal fuente del Museo del Desierto, allá en Saltillo, donde la tienda tiene en la entrada un letrero que dice «favor de no entrar mojado», porque a veinte metros hay una pequeña pérgola, donde uno se sienta a disfrutar el sol de Coahuila y donde, cada 15 minutos, un aspersor convierte el sitio en una «fuente invertida», porque recrea la intensidad de una tormenta en el desierto del norte mexicano. A la gente le encanta, y a los chamacos de allá, aún más; en tiempo de calorcito, aguardan el chaparrón, y luego, felices de la vida, caminan a su autobús escolar. La verdad es que en Saltillo, cuando llegan al transporte ya van medio secos. Y nosotros ahora tenemos plaza limpia, museo replanteado, luces sobre el monumento y un espantoso hueco para el elevador.  Que dure, nada más.

18
Nov
10

Moneditas

Aquí, entre todas las chácharas bicentenarias, la efigie de Francisco Primo de Verdad

No sé cuantas tengan ustedes. Yo, abandonada a las bondades del azar, ya llevo ¡treinta y tres! de las 37 monedas de cinco pesos, conmemorativas del Bicentenario del Inicio de la Independencia y del Centenario del inicio de la Revolución, que comenzaron a circular a fines de 2008 y que en estos meses deben estar terminando su ciclo de emisión.

 Y me digo abandonada a las bondades del azar porque es la curiosa manera de planear la circulación y las peculiares ideas del área de emisiones del Banco de México los que han determinado que sea el azar y solamente el azar el factor que rige a quienes tenemos el interés –genuino, morboso o curioso- de coleccionarlas, platicarlas e intercambiarlas, como cuando, en nuestras infancias estábamos dispuestos al voraz y despiadado trueque de estampas del álbum de moda en cuestión. Que me acuerde, logré llenar el de las caricaturas –chin, decir caricaturas me delata generacionalmente: ahora se les dice “serie de dibujos animados”- de la Pantera Rosa, el de los diminutos cartones en “tercera dimensión”, que venían en los Gansitos y demás pastelillos industriales y que eran un muestrario de la cultura pop sesentera y setentera. Desde luego, el cursilísimo álbum de los cursilísimos monitos de “Amor Es…”, había uno de series y personajes de la televisión sesentera… con una impresión a color bastante mala, pero era lo que había… Se solicitan memoriosos que aporten a la comunidad de este Reino de Todos los Días más álbumes de los que mi memoria abarca.

 Y estas historias de coleccionismo tienen que ver con la perseverancia, con el humano impulso del que busca los elementos que el día de mañana dejarán de ser presente para volverse pasado, para volverse memoria.  En aquellos años reuníamos con tesón sobres y sobres de estampas en una honesta búsqueda de la completitud, del cierre del círculo, de la composición de la narración entera. Claro, había excepciones: algún tramposo sin noción del bien y del mal -cuyas consecuencias aún duran en su edad adulta- llegaría a abrir subrepticiamente los empaques de los panes Bimbo del supermercado para espulgarlos y extraer alguna estampa codiciada. Dirán que el fin justifica los medios, pero hay quien inicia desde temprana edad su camino a la perdición y asegura su sitio en el Purgatorio.

 De manera que, como el Banco de México le explicó, a esta servidora, en algún momento de 2009, que no habría coleccionadores ni venta de colecciones completas de monedas, ha sido el Azar con mayúscula, el despiadado azar, el que nos regale, una a una, escatimándolas, repitiéndolas, escamoteándolas, las 37 monedas conmemorativas que a fines de este año todos los interesados deberíamos tener.

 Y ha sido el azar el que ha permitido que en las colecciones sigan perviviendo los mitos chiquitos de siempre. En las monedas de marras, Xavier Mina se sigue llamando Francisco Xavier Mina, Ignacio Rayón se sigue llamando Ignacio López Rayón,  y las malas lenguas afirman que la culpa es  la pasada legislatura quien, con su información histórica estándar repitieron los lugares comunes históricos masivos y así se quedan las cosas, porque el decreto que da origen a esta colección de monedas conmemorativas así lo dispuso y la corrección histórica se va a la goma.  Leyenda mata dato, así de sencillo.

 En esta colección solamente veremos aparecer a tres mujeres: a Carmen Serdán, a Leona Vicario y a “La Soldadera”  (sin que sepamos bien a bien qué significa para los señores de la Casa de Moneda esta expresión). Curiosa idea -otra vez los mitos- de adjudicar a los barullos de hace un siglo la existencia de estas mujeres que marchaban junto al hombre rumbo al campo de batalla, encargadas de darles de comer, de alimentar al caballo, de «confortarlo sexualmente» (what?), como opina un libro bastante eufemísitico que hay por allí sobre las soldaderas, cuando lo cierto es que soldaderas ha habido en todos los conflictos que ha vivido este sufrido país. En fin, el gugar común sobrevive, clasificado como una de las monedas conmemorativas del Centenario de la Revolución de 1910. No obstante, hay que reiterar algo bastante lógico: soldaderas hubo siempre. ¿No sabemos acaso que a Hidalgo lo seguían hombres con familias, mujeres con niños? ¿No renegaba Concha Lombardo de la propuesta de matrimonio de Miguel Miramón porque no tenía intención alguna de seguir a su marido a la guerra “con el niño y con el perico”?

 Pero, por otro lado, es agradable y emocionante que la lista incluya a los hombres de ideas, porque las ideas también son acción, además de los militares heroicos y los líderes fundacionales: me encanta hallar a don Carlos María de Bustamante, al tremendo e incorregible fray Servando Teresa de Mier, a Filomeno Mata y a otros más como Andrés Molina Enríquez. Me entero, además de que en esta afortunada selección ha tenido que ver mi querido maestro, el doctor Álvaro Matute. La historia política es importante, pero no lo es todo, afortunadamente.

 En fin, que  para los interesados, aquí van las listas de las emisiones como deberían estar circulando, para que palomeen las que ya se tienen y se intensifique la búsqueda de las faltantes:

 MONEDAS CONMEMORATIVAS EMITIDAS EN 2008

1. Ignacio Rayón (la moneda dice Ignacio López Rayón)

2. Álvaro Obregón

3. Carlos María de Bustamante

4. José Vasconcelos

5. Xavier Mina (pero la encontrarán como Francisco Xavier Mina)

6. Francisco Villa

7. Francisco Primo de Verdad y Ramos

8. Heriberto Jara

9. Mariano Matamoros

10. Ricardo Flores Magón

11. Miguel Ramos Arizpe

12. Francisco J. Múgica

13. Hermenegildo Galeana

 MONEDAS CONMEMORATIVAS EMITIDAS EN 2009

1. Filomeno Mata

2. José María Cos

3. Carmen Serdán

4. Pedro Moreno

5. Andrés Molina Enríquez

6. Agustín de Iturbide

7. Luis Cabrera

8. Nicolás Bravo

9. Eulalio Gutiérrez

10. Servando Teresa  de Mier (Así, sin el “fray”. Ha de ser por eso del estado laico)

11. Otilio Montaño

12.  Belisario Domínguez

13. Leona Vicario.

Convengo en que  algunos de estos nombres resultarán perfectamente desconocidos para muchos mexicanos que tendrán en sus manos estas monedas.  Esa es la otra parte: ojalá el Banco de México recapacitara y ponga a disposición de los interesados un bonito coleccionador que incluya las biografías de TODOS los incluidos en la emisión de monedas. Evidentemente faltaban digamos, las piezas fundamentales, las más codiciadas. Esas son las que este año, deberían estar en circulación:

 MONEDAS CONMEMORATIVAS EMITIDAS EN 2010 

1. Miguel Hidalgo

2. Francisco I. Madero

3. José María Morelos

4. Emiliano Zapata

5. Vicente Guerrero

6. Venustiano Carranza

7. Ignacio Allende

8. La Soldadera (!)

9. Guadalupe Victoria

10. José María Pino Suárez

11. Josefa Ortiz de Domínguez

 Así las cosas, ármense de paciencia y dispónganse al trueque civilizado. Hace un par de meses oí en el mercado la queja de un carnicero que decía tener ya cinco monedas de Iturbide. Por lo pronto, y cuando faltan DOS DÍAS para el Centenario del inicio de la Revolución, puedo decir, satisfecha, que solamente me faltan José María Pino Suárez, Ignacio Allende, doña Josefa Ortiz de Domínguez y Guadalupe Victoria. Tengo algunas cosillas repetidas. Se aceptan canjes.

 NOTA DE JUEVES: Mientras escribo estas historias de moneditas centenarias y bicentenarias, una manada de chamaquitos de preescolar cantan, a grito pelado, y valiéndoles gorro la entonación, el Himno Nacional. Los oigo porque el jardín de niños al que asisten está frente a mi casa. Desde hace dos semanas, he escuchado de manera insistente, «La rielera», señal de que preparan un baile alusivo a la ceremonia conmemorativa de la Revolución de 1910. En un entorno de tanto pleito y pataleo por las conmemoraciones, el que haya maestros que sigan haciendo con perseverancia su trabajo en materia de educación cívica, es una pizquita de consuelo, frente a tan accidentado año. Debiéramos volver a escribir el Manual de Conmemoraciones Básicas 1. O inventar el curso propedéutico. No para este sábado, pues ya faltan solamente, insisto, DOS DÍAS. Más bien para repensar en qué fracasamos, y qué logramos. El día está gris. Como si me diera alguna respuesta.

24
Oct
10

Cinema Bicentenario: «Una escena de sexo con el Padre de la Patria»

 

Mientras suena el jarabe «El Cupido», que forma parte de la excelente banda sonora de «Hidalgo, la Historia Jamás Contada», le seguimos a todas las ideas que pueden desprenderse de esta, a no dudarlo, la gran película del Bicentenario. Pese a todos los reclamos de tipo histórico, inevitables cuando aparece una película como esta.

Pero en este caso, me pregunto si las obsesiones con el rigor sobre la reconstrucción del pasado son suficientes como para criticar a esta película maravillosa. Atendiendo a la tercera ley de la dialéctica (una de las cosas que uno aprende al pasar una temporada en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM), yo diría que una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa. Este factor permite que, a historiadores de mucho nombre, y c0nscientes de esta máxima, «Hidalgo, la Historia jamás Contada» no solo les parezca buena, sino que encima les guste, y, en algunos casos, hasta les guste mucho.

A veces, la obsesión por el rigor histórico impide hasta la experiencia lúdica. He escuchado algunos comentarios, provenientes del gremio de historiadores, negativos a tal magnitud, respecto a algunas de las películas del Bicentenario, que a ratos creo que sería necesario poner afuera de la sala un letrero: «Si usted es historiador, y se dedica a la investigación, en el ámbito estrictamente académico, mejor ni entre. Lo más probable es que no le guste. Le sugerimos ir a la videotienda más cercana, a ver si en la sección de documentales encuentra algo de su agrado». Y entonces todos estaremos contentos. Algunos personajes no harán berrinches memorables y nosotros podremos disfrutar la película.

Por eso esta vez es muy de elogiarse la actitud de Enrique Krauze,  que dedicó el domingo pasado su artículo del periódico Reforma a «La Historia jamás contada». El texto me pareció atinado, muy, muy recomendable, porque el gran divulgador que es Krauze admite que entró al cine con el recelo del historiador. Pero en el momento de la verdad, cedió a la oferta, a la propuesta, a la tentación de mirar a este Hidalgo humano, capaz del error, como todos; tal vez Hidalgo sin bronce ni pedestal como en pocas, poquísimas ocasiones lo volveremos a ver. Krauze, el historiador, el divulgador, fue capaz de acallar a ese pequeño demonio que suele anidar en algún punto del cerebro de los historiadores, y que tiende a patalear cada vez que siente que «algo», no importa si es pequeño o grande, si es relevante o irrelevante, «distorsiona», «falsea» los hechos. Del pataleo se pasa al enojo y del enojo a la santa indignación. El resultado es que la víctima no disfruta la película, sale frustrada y enojada a tal grado que puede afirmar que una muy hermosa película es una «mala película» porque no cuenta lo que le gustaría que contara: Tan, tan, otra vez la puerta. Oh, qué moler. «¿Sí, diga?» -«quiero reclamar las falsedades históricas de la película». -«Mire, esta es la puerta de las historias de amor y de las sonrisas que seguramente tuvieron los personajes de la Historia con mayúscula. La sección de documentales históricos está dos calles más abajo. Que le vaya bien, porque, acá, nosotros nos la estamos pasando bomba. Además, qué le cuento, hay como cinco perros en esta fiesta, dispuestos a salir a ahuyentar a las visitas amargosas. Usted disculpe». La puerta vuelve a cerrarse y las buenas conciencias históricas, mejor harían en caminar dos calles abajo, donde les puedan restañar las heridas.

Este comentario de Krauze sobre la película no tiene desperdicio y ubica bien los méritos de la cinta: «Tiene ritmo, belleza y encanto. Como historia, introduce una sana irreverencia y transmite admirablemente el drama psicológico y moral de Hidalgo». El historiador admite que en la película hay «hechos falsos, no probados, inexactos e inverosímiles», pero aún así, elige quedarse con ese «Hidalgo enamorado», paráfrasis de esa otra película preciosa, «Shakespeare enamorado».

Para los que tengan dudas de los detalles históricos corregibles, se puede decir que algunos, la mayor parte, son menudos y algunos más notables:  ahora ya sabemos que a Hidalgo no lo corrieron de mala manera del Colegio de San Nicolás,  que ni su traslado al curato de Colima (no mencionado en la película) ni a San Felipe Torresmochas, fueron castigos, que Hidalgo no veía como una degradación el convertirse en un parroco (cuando, además, iba a ganar bastante más dinero que como rector de San Nicolás), que malamente el obispo de Valladolid, Antonio de San Miguel, podía haber sido su enemigo, después de premiarlo por sus disertaciones teológicas con unas buenas medallas de plata y los generosos calificativos de «abeja industriosa» y «hormiga trabajadora de Minerva».  Quizá el más relevante, que sí transgrede lo que hoy sabemos de la relación entre Miguel Hidalgo y Manuel Abad y Queipo, es que eran amigos, y que además, el pobre de Abad y Queipo, que se fastidió históricamente el día que emitió el edicto de excomunión contra Hidalgo,  tenía interesantes coincidencias de pensamiento con el cura de Dolores. No obstante, no es un Abad y Queipo «inventado»; puede que sea falso, pero no irreal: es el personaje que muchas generaciones de mexicanos imaginaron; el que aparece en el cuadro, a estas alturas legendario, pintado por Siqueiros y que hoy día forma parte del patrimonio de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo; en ese imaginario masivo, sin matices, Abad y Queipo es el personaje que excomulga con violencia al «padre de la Patria» y ninguna otra cosa más. Pobre hombre.  La verdad es que, para cumplir su función narrativo-dramática de enemigo, era bueno cualquier otro señor que no se apellidase Abad y Queipo. Pero eso no es culpa (ni siquiera es culpa) de Antonio Serrano, director, ni de Leo Mendoza (guionista), es el imaginario histórico que, como podemos ver, durante años ha sido el que poseen los mexicanos y que, pese a todas nuestras pretensiones de replantear mucho del conocimiento sobre el pasado que tenemos como sociedad, no lo hemos logrado por completo.

Romance y tertulia para el padre de la patria

Krauze apunta un matiz interesante, pero quizá ya en los linderos del lenguaje de los historiadores: la película no muestra «la historia jamás contada», sino la «historia nunca probada», particularmente en el terreno de la vida sentimental de Miguel Hidalgo, pero ese tema, es hábilmente analizado por don Carlos Herrejón en un muy disfrutable ensayo publicado por el semanario Proceso en el número 15 de sus fascículos del Bicentenario, y en él concluye que Hidalgo sí tuvo descendencia, pero no todos los que se dice y no con todas las damas con las que la leyenda suele vincularlo. Es un material muy recomendable en lo que sale la archimentada y multiaguardada biografía escrita por el propio herrejón y que Banamex y Editorial Clío nos prometen para este año.

Resulta un reto, encima de lidiar con tantos historiadores inconformes, lograr construir una narración cinematográfica bella, delicada y que nos trae el eco de lo que pudo haber ocurrido hace poco más de dos siglos.  Por eso me gusta tanto la frase de Ana de la Reguera, que encarna a la amante de Hidalgo, Josefa Quintana, en la película. La actriz, a principios de este año, hablaba de la formidable experiencia que era, para ella, «tener una escena de sexo con el padre de la Patria». Esa es, a no dudarlo, una de las frases memorables de este año de los centenarios, y, traducido a la película, una de las secuencias que más desconcierta a los que esperan ver, otra vez, al heroico Hidalgo dando el grito en Dolores. Una muy querida amiga, médica, de ese linaje especial de mujeres acostumbradas a vencer obstáculos y, en su profesión, habituada a salir cada mañana a ahuyentar, a la brava,  a la muerte que siempre intenta entrar por alguna rendija del hospital que dirige, me decía, unos días antes del Bicentenario, entre sorprendida (que no escandalizada) y curiosa: «Oiga, Bertha, pero es que en el corto de la película, ¡¡sale Hidalgo cogiendo!!» A ella, que es ginecóloga, le vienen a decir cosas nuevas. Lo que la sorprendía es precisamente, que el señor que se abre camino entre enaguas, olanes y medias -la escena es buenísima- es, precisamente el padre de la patria. Claro que la sorpresa de ella y de muchos otros, disminuye cuando se enteran de que, precisamente, entre el montón de chismes y  denuncias e informes que se hicieron ante la Inquisición en aquellos días de San Felipe Torresmochas, se aseguraba que en aquella casa del señor cura, «la pequeña Francia» o la «Francia chiquita»,  se llevaba una «vida escandalosa»,  protagonizada por «la comitiva de gente villana que come y bebe, baila y putea perpetuamente». El documento en cuestión, lo firma en 1800 fray Ramón Casaús, que una década más tarde se convertirá en uno de los más violentos críticos de Hidalgo.  Las cartas que comenzó publicando en El Diario de México hacia noviembre de 1810, destinadas a deshacer cualquier rastro de buena reputación que tuviese el cura rebelde,  acabaron por convertirse en un cuadernillo que aún hoy día se consigue y que, dos siglos después, sigue sorprendiendo de tanta dureza y agresividad. Se le conoce, de hecho, como «El AntiHidalgo».

 Al menos en este año de centenarios, el natalicio de Miguel Hidalgo debió haber sido algo así como el cumpleaños de Beethoven. No por la figura que compramos en la estampa de la papelería, ni por la estatua de mármol, con todo y lo hermosa que es, que preside el grupo escultórico de la Columna de la Independencia, sino con ese dulce ánimo afectuoso que caracteriza, en las historietas de Charles Schulz, a Schroeder, que, sentado ante su piano, aguarda el cumpleaños del músico alemán,  no para tronar cohetes, ni para hacer desfiles. Simplemente, para decirle, suavecito, «feliz cumpleaños», para apapacharlo con dulzura, para tocar su música.  Algo así tendríamos que hacer con Hidalgo, con Morelos, con todos los héroes, próceres o como los quieran llamar, esos mismos cuyos despojos, ahora pasan el otoño en un salón encortinado de negro (uf) en el Palacio Nacional. «Hidalgo, la Historia Jamás Contada» es un hermoso regalo de Bicentenario. Gracias a Antonio Serrano, a Leo Mendoza. Me muero de ganas de que ya salga el DVD.

07
Oct
10

Cinema Bicentenario. Episodio 1: El Atentado

Toda la escala de la imaginería bicentenaria, convertida en películas

 A estas alturas del partido, la cartelera cinematografica ya también ha sido receptáculo del espíritu bicentenario, si es que ha habido algo que pueda llamarse así. Hablemos primero de dos películas que, siendo sinceros, son las que ocupan el segundo sitio en mis preferencias, de entre las cuatro ya estrenadas y que, directa, indirecta o forzadamente, tienen que ver con este año de conmemoraciones, para empezar porque tres han recibido apoyo financiero de IMCINE, de FIDECINE y de Conaculta, gracias a una convocatoria pra concurso de guión  vinculado a las conmemoraciones. «Películas del Bicentenario», las llaman, «Películas Bicentenarias», «Cine del Bicentenario» y hasta la genial puntada de calificarlas de «Películas Patrias», que se le ocurrió a alguien que controla la página electrónica de Cinemex. Todas estas expresiones han sido acuñadas al calor de los estrenos de septiembre, de las conmemoraciones de septiembre -lo cual demuestra que aún en la percepción más sencilla la efeméride importante era la bicentenaria-, de los rollos de septiembre y de la necesidad de algunos de demostrar que también había cosas que decir, aparte de lo poco o mucho que las conmemoraciones oficiales (federales, estatales o académicas o de cualquier otro pelaje) hubieran querido proyectar y/o promover en los escasos mensajes y contenidos masivos que circularon en un país donde solamente una cuarta parte de la población mexicana tiene acceso (que no quiere decir «usuario sistemático») a internet y a las lindezas que allí (aquí) almacenamos.

Las películas del Bicentenario son,  además, una de las maneras en que los mexicanos del siglo XXI interrogamos al pasado; no todo pueden ser «foros de reflexión», ni repartos de libros de historia. No con las cifras de comprensión de lectura que nos recetó la SEP hace algunas semanas.  Las películas bicentenarias no son documentales; para eso están los materiales difundidos por el History Channel y el Discovery; las películas bicentenarias exploran dimensiones que a un público masivo le resultan atractivas y emocionantes; reinventan la realidad; aplican a la realidad la ficción, la narrativa y la tensión dramática,  aunque le pese a algunos. Además, porque, finalmente, el cine es una industria, la película TIENE que dejar dinero. Llevamos cuatro estrenos de películas bicentenarias, tres con apoyo del gobierno federal. De esas cuatro, una ya ha salido de cartelera; la más cara, por cierto: «El Atentado», de Jorge Fons, y a la que, por lo que se sabe, no le ha ido nada bien en cuestión de taquilla, siendo como se ha afirmado, la película más cara del cine mexicano: 78 millones de pesos, aunque alguna fuente haya fijado el presupuesto de «El Atentado» en 70 millones.

«El Atentado», basada en la novela muy atractiva de don Álvaro Uribe, «El Expediente del Atentado» (Tusquets), aborda algunos hechos y personajes históricos: por un lado, el atentado que, en septiembre de 1897, sufrió Porfirio Díaz en plena celebración de las fiestas patrias. Realmente no le pasó nada a don Porfirio; fue, evidentemente una agresión fallida, especialmente porque el autor, un hombre llamado Arnulfo Arroyo, estaba absolutamente borracho. El asunto se enreda con el rápido linchamiento de Arroyo y la oscuridad con que se aborda el caso, que termina con la muerte (para algunos suicidio, para otros homicidio) del inspector de policía, responsable, en primera instancia, de las investigaciones y de la integridad del atacante del presidente Díaz. Son dos los libros que, en el mercado mexicano han tocado el tema en los últimos años: la novela de don Álvaro Uribe, y, con un sentido más de trabajo histórico de divulgación, más que de ficción histórica, «Cuatro Atentados Presidenciales», de Agustín Sánchez González.

Después de leer  «Expediente del Atentado», picada de curiosidad, me sumergí en los periódicos de aquellos días. Entre quienes no han opinado bien de la película, surgen las quejas de que, a ratos, la historia les parece oscura y desordenada. Bueno, es que la historia es feamente oscura y su reflejo, a un siglo de distancia, pareciera muy desordenado, añadiéndole las licencias creativas decididas por Fons. De hecho, Álvaro Uribe me cuenta que no existe el expediente judicial del caso Arroyo, ni de los detalles, digamos, «oficiales», de su ataque al presidente y de su posterior linchamiento y muerte. Toda la información accesible al asunto se encuentra en la prensa de la época, lectura que ya supone toda una aventura. Vean cómo abordó el caso El Imparcial, el legendario periódico oficialista del porfiriato:

La nota, como apareció en El Imparcial en aquel septiembre de 1897.

La crítica de cine es, creo una actividad subjetiva por excelencia. Me parece que han sido injustos con algunos juicios enederazdos contra»El Atentado», quejándose de haber empleado telones y escenografía en algunas secuencias, en lugar de recurrir a las locaciones. Sobre el tema habría que considerar lo que se hubiese encarecido la producción de hacerle caso a los quisquillosos. Efectivamente, resulta un tanto lenta en algunos momentos, y ciertamente, ayudaría que la audiencia supiese tres gramos más del porfiriato. Pero la realidad es real y ese no es el público que se ha acercado a la película. Creo que sí cumple con dar cuenta de un hecho que, de extraño e inusitado, se vuelve una oscura nota roja, carne de especialistas. La ambientación es excelente y yo no veo mal el asunto de los telones. Quizá en los puntos en los que la Historia con mayúsculas  no nos da mayores respuestas, la narrativa, la literatura, la ficción, nos ofrecen una lamparita para soñar, para intentar explicar y entender algo que, de por sí, en los hechos, fue bastante incomprensible. Échenle un ojo a otro periódico de esos días:

Debajo del retrato de don Porfirio, la nota del linchamiento de Arnulfo Arroyo

El otro punto importante en cuanto a personajes y acontecimientos históricos es uno de los protagonistas principales, encarnado por Daniel Giménez Cacho: el famoso «Pajarito» apodo que disimula a un temeroso Federico Gamboa (sí, el mismo de las fiestas del Centenario y autor de «Santa»); el mismo Gamboa que en su célebre «Diario» anota, inquieto, el hecho de que conoce tanto a Arroyo como al inspector de policía por haber sido condiscípulos suyos. Propietario de una peculiar doble moral, este Gamboa redivivo experimenta una apasionada relación con la prometida de su cuate el policía.

Enredos pasionales aparte, me gusta la lectura  re-creación que de Gamboa hacen primero Álvaro Uribe y luego Fons. «Pájaro de cuenta», le reprochará la amante dolida el gandul que no quiere comprometer su carrera diplomática-política, tanto por sus amistades de otros tiempos, como por los vínculos que unen a la dama en cuestión con estos personajes problemáticos que se han atrevido a perturbar la paz de las fiestas patrias de 1897. Por cierto, el sobrenombre de «Pajarito» es un seudónimo auténtico, que Gamboa empleaba en su primera juventud para escribir en periódicos.

«Pájaro de cuenta», reclama una amante resentida para con su contraparte, medrosa y cobardona. En estos tiempos en que Gamboa ha vuelto a estar de moda en algunos círculos, «El Atentado», que algunos califican de «thriller histórico» (no «trailer histórico» [??], como escribieron en su boletín los compañeros de comunicación de una de las entidades patrocinadoras del filme, el gobierno de la Ciudad de México) es una razón más para que el bueno, aunque miedoso de don Federico, que en sus últimos años festejaba ser un ancianito porfirista y conservador, mantenido por una «mujer pública» o sea su eterna «Santa»,  se siga inquietando en su tumba del Panteón Francés de la Piedad. Yo sí me voy a comprar el DVD. A mí sí me gustó.

20
Sep
10

¿Esto es el Bicentenario?

Y un día después la historia, ¿sigue igual?

Digamos que ya estoy más o menos hasta el gorro de estar escuchando eso de los 200 años de ser «orgullosamente mexicanos», o de la frase esa tan peculiar de «esto es el bicentenario», que de tan general pareciera que querría decir todo. O peor, quiere decir NADA. Pero también ya estoy harta de los que están haciendo el mega drama de que «no hay nada qué festejar», y también de los que juran por su madrecita santa que este es un siglo fracasado y que somos un horror de país y que la Fiesta del Bicentenario (o sea, desfile, show, concierto y pachanga) no «ofrece el ejercicio de  reflexión» que «todos» queríamos. La pregunta es, ¿por qué habríamos de querer o de esperar que en el lapso de 24 horas cupiera todo lo que puede significar «El Bicentenario» y quedásemos TODOS satisfechos, máxime si no hemos hecho todo lo que nos habría tocado para que la celebración-festejo-conmemoración fuese lo que TODOS deseábamos?

Desde el viernes 17  algunos espacios mediáticos están llenos del plañir-plañir-y-plañir, del llorar-llorar-y-llorar y del quejarse-quejarse-quejarse. Al mismo tiempo andan por ahí las voces del inolvidable-inolvidable-inolvidable, del bellísimo-bellísimo-bellísimo (si vuelvo a escuchar este calificativo aplicado a algún elemento conmemorativo de este año, seguramente me acometerá un ataque de náuseas) y del satisfacción-satisfacción-satisfacción. Creo que, metidos en esto que es, técnicamente, una cruda político-operativo-simbólico-intelectual para críticos y panegiristas de la Fiesta del Bicentenario y de las conmemoraciones del 16 de septiembre, nadie piensa en el famoso concepto del «justo medio» y, desde ahí, sí hacer el recuento de culpas y de logros.

Punto número uno: El Mitote.  Pareciera, a ratos, que a los integrantes de la opinión educada e ilustrada (por tanto crítica) de este país le molesta sobremanera que la gente halle un ratito de diversión en lo que fue, propiamente, la Fiesta del Bicentenario. Al público masivo, es claro que le encantó el asunto, desde el desfile hasta la verbena en Paseo de la Reforma. ¿cómo no se iban a encantar con el desfile, si en esta ciudad ya rara, rarísima vez, hay desfiles? ¿cómo no iba a comprar el boleto, si, al menos por unas horas, hubo algo que se parecía a un «clima de conmemoración»? ¿cómo no iba a entrarle a la fiesta, si no cualquier sábado hay concierto en el cruce de Insurgentes y Reforma; a unos pocos metros del Caballito de Sebastián, al pie de nuestro Ángel chilango protector?

Por lo menos eso, por lo menos que algunos habitantes de la capital puedan contar que en la noche del Grito Bicentenario anduvieron de fiesta y en la calle vieron fuegos artifiales, al menos eso, después de que las estructuras de los  gobiernos federal y local salieran con unas cuantas puntadas de mal, malísimo, pésimo gusto, como impedir que toda la gente entrara al Zócalo, agarrándose de la necesidad de espacio para el espectáculo contratado con Rich Birch; como distribuir un boletaje destinado a generar un «ambiente» de verbena descafeinada, sin gente rara o fea o torva entre la multitud (luego por qué los patean en los medios); como estar fastidiando mañana, tarde y noche en que el desfile será espléndido y estar el en Zócalo aún mejor, para  salir, tres o cuatro días antes (para variar, a la hora de la hora) con que es mejor ver el número en la comodidad y seguridad de casita.  Eso es como hacer una fiesta de cumpleaños para un cuate (que cumple, en principio, 200 años) y luego salirle con la babosada de que mejor vea la pachanga desde su casa con la web cam. Son LOS MODOS, los malditos modos, los que hacen que eso haya sonado como a mentada encubierta y a caracolitos embozados. Eso no se le hace a la gente, porque finalmente, crean lo que crean los federales y los locales, la calle es propiedad de la gente; por eso, cuando se harta la multitud, la toma por asalto. Por eso, cuando los que lograron entrar al Zócalo se dieron cuenta de las zonas VIP, les restregaron en la cara a los guardias de las vallas: «Y nada más porque no nos podemos salir, por que si no, ahí se quedaban». Por eso, las rechiflas a Aleks Syntek cuando le tocó salir (shalalalalaaaa) y le restregaron en la cara las estrofas de Cielito Lindo, que la gente SÍ quiso cantar. Por eso, a pesar de todas las cosas en contra, la gente decidió que sí celebraba y aprovechó las posibilidades de hacerlo.

Por eso en Reforma hubo fiesta, hubo emoción, hubo ganas de encontrar lo que hay de bueno en la gente de este país para celebrar, fuera vestidos de catrinas, con peluca mohicana tricolor, rodeando la torrecilla de los televisos que transmitían su peculiar versión de las cosas. Por eso es que hubo fiesta, colectiva y popular, con globos, familias posando para la foto, con orejas de conejo con ¡foquitos!, con antifaces tricolores, entre los cánticos de Lila Downs, la Maldita Vecindad o Kinky.

El mitote hermana, uniforma, contagia. Es cierto que los espectáculos más «nice» se quedaron al pie del Ángel, pero eso a la gente no le importó. Cada quién a buscar lo que le latía, cada quién a buscar en dónde entretenerse y «hallarse». Chiquitos, grandes, con primaria o con posgrado. La experiencia del 15 de septiembre de 2010 en Paseo de la Reforma acaso sea de lo mejor de estos días. Ahí estaban, algunos con el traje de fiesta para la ocasión, otros, con el arreglo específico para sentirse en ambiente.

Esta imagen debería llamarse "el medio es el mensaje"

Otros, para variar, aprovechando las ocasiones de contento para sacar unos pesos más: vendedores de algodones de azúcar, de inflables estorbosísimos, pero parece que muy divertidos. Ahí, chambeándole más que celebrando, aunque trajeran al niño de dos años, que vencido por el sueño y el ajetreo que implicaba andar pegado a la mamá en el fragor de la venta de inflables, ya le valía gorro estar a trescientos metros del templete del concierto y le valía la manada de clientecillos que insistían en adquirir su inflable tricolor, y dormía profundamente. Contrastes perros que nos echan en cara que, no importa lo que queramos y soñemos, celebramos, festejamos, le entramos al mitote los que podemos. Hay algunos que tienen otras prioridades: comer al día siguiente, por ejemplo.

La pachanga de unos es fuente de trabajo para otros, aunque a algunos les incomode considerarlo

El caso es que, con todo, estuvimos en una de esas ocasiones de contento, en la que la gente decidió que había cosas que celebrar en el Bicentenario, valiéndoles gorro los rollos de tres o cuatro que yo me sé, que se siguen quejando de que no hay proyecto nacional que festejar (qué ideas tienen algunos), como si una cosa, necesariamente, estuviese encadenada a la otra. La gente tiene alegrías más sencillas, emociones más espontáneas, eso les permite vestirse de verde, blanco y colorado con esa tierna convicción de que así le rinden homenaje a su patria.

Punto número dos: El Show. Más de la mitad de los que refunfuñan, patalean y se quejan de la Fiesta del Bicentenario han metido en un solo saco las dos fases del espectáculo, pero, mirando con cuidado, resulta evidente que el desfile y el número del Zócalo no eran la misma cosa, y que, a lo que el australiano Birch le aplicó toda su inventiva y sus habilidades mediáticas, era a lo planeado para la Plaza que recibiera su nombre, por cierto, de don Félix María Calleja del Rey.

Hay a quienes les entusiasmó el desfile, hay a quienes no. Algunos segmentos eran amplios, vistosos y nutridos; otros, con menos personajes de lo que se esperaría (¿no que había como siete mil voluntarios? A lo mejor faltaron un par de miles más para uniformar la densidad de los contingentes). Algunos se quejan de que no le hallaron coherencia temática (?) ni cronológica (??), pero eso ocurre cuando se deja a los teatreros sueltos, sin un mínimo hilo conductor que les ayude a estructurar su creatividad. Y, ultimadamente, contestarán algunos, parece que no había la menor intención de que hubiese coherencia histórica o cronológica, de perdida; alguien, en voz baja rezongará: «y por qué tenía que haberla?» Y dirán misa, pero a mí me encantó el Kukulkán inflable, el carro alegórico del barroco, que ejecutaba música de Miguel Bernal (cosas como esta, por cierto, que no dijeron NINGUNO de los señores que transmitieron esa parte). Y algunos artilugios memorables, como esas bicicletas azules que llevaban azules delfines.Un beneficio más: el sonido de la transmisión era tan precario, que, afortunadamente, nos libramos de escuchar las distintas versiones de «El Futuro es Milenario» (shalalalalaaaa). Eso SÍ que fue bueno.

Creo que lo visto en el mero Zócalo fue el verdadero «espectáculo mediático» que nos recomendaban ver por televisión. Es notorio cómo el manejo de cámaras estuvo al mejor de los niveles (cosa que no pasó en Reforma), y permitió ver un espectáculo todo lo discutible que quieran los descontentos, pero definitivamente bueno, si nos hacemos un poco guajes con el asunto del Zócalo acotado y seccionado; un espectáculo que SÍ narraba algo en clave de carnaval, aunque no se estuviera totalmente de acuerdo con el contenido, o con las figuras; aunque nadie acabara de decidir si el mentado Coloso era o Luis Donaldo Colosio, o Jesús Malverde, o Vicente Fox, porque sus artífices primero salieron con la embajada de que era el «homenaje» (?) a todos esos luchadores anónimos que participaron en el movimiento insurgente, y luego terminaron por aceptar que se habían basado en imágenes de Benjamín Argumendo, personaje de la REVOLUCIÓN, y, encima, en algún momento, simpatizante de Huerta.  Noooooo, atinadísimo. ¿Ya ven por qué no hay que dejar sueltos a los teatreros y a los artistas así nomás? Le hubiera sentado muy bien al creador del Coloso, el escultor Carlos Canfield,  un manualito de «Conmemoraciones Cívicas Básicas 1», que tuviese incluidos los nombres de los homenajeados en cada ocasión.

Pitorreos aparte, armar al personaje en medio del Zócalo, sin que surgiera bronca alguna, ya es de elogiarse.

Hubo luz, sonrisas, bailes delante de las cámaras; fuegos artificiales por toneladas; peculiar carnaval bicentenario. No hay que pedirle más de lo que era: el concepto «show» como variación y complemento de la fiesta patria. Tan estaba pensado para hacer de él un producto televisivo, que Canal Once programó retransmisiones del festejo. ¿Por qué? Porque estaba planeado, desde el inicio, para transmitirse como una narración televisiva, como un segmento de Realidad re-construida; de-construida. Una vez más, ofrecer al respetable, para tocar con los ojos vendados,  la pata del elefante, para adivinar qué cosa es esta.  Carajo, una vez más la preguntita: ¿qué es lo real? ¿De veras te puedes quedar en la comodidad de tu casa para ver la realidad en tu pantalla?

Tan se antoja real lo que vemos en la pantalla, no importa si es la que se ha montado en pleno Reforma o la de la sala de la casa, que la gente se involucra y participa del Grito Bicentenario, aunque no haya alcanzado lugar, boleto o invitación VIP para el Zócalo. Esa es una de las cosas bonitas de la noche del 15 de septiembre. La gente, en las calles, se agrupaba en torno a las pantallas para ver, desde la comodidad de su avenida, parte del gran festejo ideado por Birch. Y eso, finalmente, es una muestra de la nobleza de estos chilangos con su conjunto de agregados culturales, visitantes y turistas, que presenciaron el Grito, dedicándole la consabida dosis de rechiflas al presidente, no bien lo miraron aparecer y recibir la bandera de manos de la escolta del Colegio Militar, para, a continuación, guardar un silencio que era respetuoso, porque ese es uno de los elementos entrañables de estas noches del 15 de septiembre, exactamente como lo narraba Federico Gamboa hace más de un siglo: les caerá mal el presidente en turno, le pondrán apodos feos y/o espeluznantes; le mentarán la madre un día sí y otro también, pero a la hora que ese mismo personaje los llama para vitorear juntos a los «heroes que nos dieron patria y libertad», la gente responde, la gente grita «¡Viva!», la gente aplaude, y en algún lado, Miguel Hidalgo e Ignacio Allende, reconciliados en la muerte, sonreirán ante tan inocente afecto. Porque, dejando las discusiones sobre la ideología y el pasado para el seminario del posgrado, a la gente le gusta declarar fiesta en honor al padre de la patria.

La Catedral como interesante pantalla... era viernes 17 en la mañana y el Estado Mayor no acababa de salirse de ahí.

Ese es el clima en el que es posible atreverse a hablar de unidad, de ánimo compartido; esos minutos donde resuena la campana que hace más de un siglo se agandalló Porfirio Díaz para colocarla en el Palacio Nacional. Esos son los momentos en que Birch o no Birch, desfile o no desfile, la fiesta aflora en la multitud. Y eso, es algo que aún es un motivo muy serio para celebrar, porque es la señal de que aquí nadie se ha rendido.

 

Guarden la huella de estos días: ojalá que la cruda del viernes o del lunes sea una cruda respecto a lo que hicimos y cómo hicimos en el bicentenario

15
Sep
10

El grito según Federico Gamboa

El desfile del centenario, cuando el pobre de Federico Gamboa se moría de nervios

Últimamente, don Federico Gamboa ha dejado el cómodo limbo del pasado en el cual se encontraba, y ha regresado, respondiendo a la invocación. Se han comparado con él, lo han invocado como santo protector, hemos citado su célebre Diario para retratar el ambiente de los días de las fiestas del Centenario del inicio de la Independencia, hemos calculado que, en los últimos dos años, debe haberse retorcido varias ocasiones allá en su tumba del Panteón Francés de la Piedad.  Interesante personaje, propietario de una curiosa moral con dobleces, lo que habla de su actualidad, y de repente nos lo encontramos convertido en uno de los protagonistas de la historia que cuenta «El Atentado», la reciente película de Jorge Fons, donde lo pintan en un retrato bien interesante y cercano al señor que leemos en los Diarios, con todos sus miedos, con sus disimulos, con sus mentiritas y mentirotas piadosas.

Mucho mejor escritor que político, nos dejó, entre otras cosas un auténtico best seller mexicano: Santa, esa historia de la prostituta porfiriana, con una textura tal que se vuelve un peculiar y detallado fresco del mundo de hace un siglo. En esa novelita, publicada en 1903,  que aseguró la manutención de don Federico en sus últimos años (contaban que, muerto de la risa, se ufanaba de que lo mantuviese una «mujer pública»)  y que hoy se sigue vendiendo, el bueno del señor Gamboa nos dejó un chispazo de lo que eran los Gritos hace un siglo. Y aquí está:

A espaldas del carruaje, los portales de Mercaderes truncos y asimétricos por el Centro Mercantil, terminado casi, y que en los pisos concluidos ya, ha derrochado las lamparillas incandescentes. A la diestra, la vetusta casa de ayuntamiento, la “Diputación”, también encortinada y  alumbradísima, sin lograr borrarse las arrugas y el sombrío aspecto que le prestan los años; maciza, ingrata, anacrónica. A su frente –limitando al norte la extensa plaza- la Metropolitana , monumental, eterna, imponente;  erguidas sus torres, grises sus muros, valiente cúpula, formidable en su conjunto de coloso de piedra, inconmovible al que no arredran ni el tiempo ni los odios, luce igualmente faroles y colgaduras, todo arcaico a la antigua todo, los faroles de aceite, las colgaduras desteñidas, venerables, olientes a incienso, ¡con quién sabe cuántos lustros a cuestas! A su lado, el sagrario en su perpetuo y desgraciado papel de pegote churrigueresco.

Por dondequiera, vendimias, lumbradas, chirriar de fritos, desmayado olor de frutas, ecos de canciones, fragmentos de discursos, arpegios de guitarra, lloro de criaturas, vagar de carcajadas, siniestro aleteo de juramentos  y venablos; el hedor de la muchedumbre, más pronunciado; principio de riñas y final de reconciliaciones; ni un solo hueco, una amenazante quietud; el rebaño humano apiñado, magullándose, pateando en un mismo sitio, ansioso de que llegue el instante en que vitorea su independencia…

De pronto, un estremecimiento encrespa todavía más aquella mole intranquila. Luego, un silencio que por lo universal asusta y emociona, uno de esos silencios precursores de algo extraordinario. Diríase que hasta lo inanimado se reconcentra y recoge. Compenetradas las cien mil almas que inundan la Plaza, parecen no formar sino una sola. ¡Todos callan, todo calla!… lo mismo las bandas unidas que los privilegiados de los balcones y que los miembros del rebaño. Todos miran el reloj del Palacio, suspendida la respiración, clavados los ojos en la diáfana muestra de la impasible maquinaria, latiendo presurosos todos los corazones en todos los pechos…

Y pausadamente, el reloj de Palacio y el de la catedral rompen juntos ese silencio; primero con cuatro campanadas lentas –los cuatro cuartos de la hora-, después con once, que nacen con idéntica lentitud mecánica. No bien han nacido, cuando, todo a un tiempo, se enciende el balcón histórico, el de barandal de bronce, y dentro de un óvalo de rayos eléctricos, surge el Presidente de la República, símbolo en medio a tanta claridad, sin otras divisas que la banda tricolor que le cruza el pecho y lo convierte en el ungido de un pueblo. Con noble gesto coge la cuerda pendiente de la esquila parroquial que atesora Palacio, la hace sonar una vez, dos veces, y ella suena maravillosamente,  como ha de haber sonado, allá en Dolores, cuando despertó a los que nos dieron vida en cambio de su muerte.

Cae de la Catedral tupida lluvia de oro, sus campanas repican a vuelo. Atruenan los aires millares de cohetes, las bandas ejecutan nuestro himno,  el canto nacional; en la lejana Ciudadela, disparan los cañones la salva de honor; los astros en el cielo, miran a la tierra y parpadean, cual si fuesen a verter lágrimas siderales, conmovidos ante el espectáculo de un pueblo delirante de amor a su terruño, que una noche en cada año cree en sí, recuerda que es soberano y es fuerte.

Hay madres que han levantado a sus hijos por encima de la multitud y en alto sostienen, como una ofrenda, como una restitución de sangre que nada más a la Patria pertenece.

Y de todos los labios y de todas las almas brota un grito estentóreo, solemne, que es promesa y es amenaza, que es rugido, que es halago, que es arrullo, que es epinicio:

-¡Viva México!…..

Y para que no olvidemos a esa gente que no tiene computadora ni internet, y que viene desde Neza, desde Chimalhuacán; esa que hace diario dos horas de metro y microbús a su trabajo, que no podría pagarle el cine a sus tres o cuatro hijos sin reventar el presupuesto de la quincena y que, entonces, solo tiene la posibilidad de disfrutar estas ocasiones de contento, gratuitas; Chapultepec los domingos, el Grito y los desfiles de septiembre; las luces del Zócalo engalanado; aquí está, como era hace 97 años y como es hoy; eso que le causa escozor a algunos historiadores; «el pueblo», eso que les choca a algunos politólogos porque es una categoría inasible, bronca, compleja y sentimental. Esa masa complicada y voluble es la verdadera propietaria de estas fiestas masivas. Por eso, por primera y última vez, diré lo que me vino a la mente hace unos minutos, cuando acabo de leer en la prensa que hay «boletaje» repartido para que la gente entre al Zócalo, entre empleados públicos, funcionarios y militantes políticos destacados: o sea, verbena popular descafeinada. Porfirio Díaz se habría carcajeado. En suma, son chingaderas.  Pero en esta historia, como dijo una vez  Jacobo Zabludovsky, cada quien va a tener el éxito que se merece.

Recuerditos del tiempo de don Federico

14
Sep
10

Postales del pasado y del presente: Hablemos de perros… Bicentenario

Hoy, martes 14 de septiembre de 2010, cuando faltan apenas DÍA Y MEDIO para que dé comienzo la fiesta del Bicentenario, tengo ganas de cumplir mi promesa y hablar de perros.  Hasta del Perro Bicentenario, que seguramente ya ha llegado y aguarda su turno para entrar a escena y dedicarle fiestas y ladridos al que haya hecho bien sus cosas. Para los que no, seguramente tiene reservada alguna acción repugnante.

Pero en alguna otra entrada de este Reino, decía yo que, en los momentos trascendentes, siempre hay un perro a la mano. No como protagonista, sino, diríamos, como «elemento de apoyo», como «presencia solidaria», como gente de fiar. Pero de que están siempre, ahí están. Bueno, con excepción del mentado perro negro de la canción de José Alfredo Jiménez, al que le matan al dueño «un día que el perro no estaba» porque eso sí, si alguien tiene una especial habilidad para fijar prioridades, estar donde el mitote es mejor o donde por lo menos van a dar de comer, son los perros.

Y la verdad, es que en los testimonios fotográficos y fílmicos de nuestra historia, abundan los perros, siempre como testigos de privilegio, acompañantes decididos o entusiastas seguidores.  Aquí les presento a uno de esos perros: Jimmy, la mascota de la princesa Agnes de Salm Salm: que no posa con su ama, sino con el esposo de su dueña, el príncipe Félix de Salm Salm:

Jimmy, desde luego, consciente de su paso a la historia, como es evidente.

Los Salm eran unos personajes peculiares, de esos a los que la cultura decimonónica definiría como «aventureros», adictos a la adrenalina, incapaces de quedarse quietos o demasiado tiempo en un solo sitio. Tienen que ver con la historia mexicana, porque Félix de Salm Salm, nacido en Westfalia (que era parte de Prusia) en 1828 y que traía muchas horas de vuelo como mercenario (algunos dirían que era una verdadera ficha) decidió en 1866 venir a México e incorporarse al ejército con el grado de coronel y acabó siendo, en el sitio de Querétaro, ayudante de campo de Maximiliano de Habsburgo. No venía solo, lo acompañaba su esposa estadounidense, Agnes Leclerc.

Los Salm, como se sabe,  dejaron sus memorias escritas y por ello disponemos de algunos detalles interesantes, además de algunos datos sobre el perro Jimmy, tan intrépido como su dueña. Doña Agnes sabía tirar con pistola, era una excelente caballista y dicen que una mejor cabildera. Las memorias de Agnes, «Diez años de mi vida (1862-1872)», publicadas hace casi 30 años por Cajica, una editorial poblana, fueron, como dice en su portada, «La Contribución Número 1 de la Editorial Cajica de Puebla al año de Juárez, 1972».

A la dueña de Jimmy, la princesa Agnes, el cultivo de las leyendas alrededor de las peticiones de perdón para Maximiliano, la inmortalizó en una figura de cera que ignoro si aún continúe en su lugar, pero que hace unos siete años estaba en el primer piso del palacio de gobierno de san Luis Potosí, postrada ante otra estatua de cera, la de Benito Juárez. De ella se sabe que fraguó dos o tres planes para que Maximiliano se evadiera de su cárcel queretana, incluyendo la seducción de la guardia. Finalmente, ninguno se concretó, Max se murió y los Salm sobrevivieron. Un simpático retrato de esta pareja es el que construyó el economista e historiador austriaco Konrad Ratz en su curioso musical «Maximiliano», estrenado en México hará unos cinco años.

En sus memorias, doña Agnes se ocupó a ratos de Jimmy. Evidentemente, era un perro consentido: «Este perro es muy habilidoso», escribió la dama. «Como me acompañó durante toda la guerra americana, había experimentado que los rifles on máquinas peligrosas y que hay desgracia cuando se les dispara. Tenía por tanto un sagrado respeto ante carabinas y disparos, pues amaba mucho su vida y también los asados de ternera, beefsteaks, costillas y otras cosas que embellecen la vida de un perro» En aquellos días del sitio de Querétaro, Agnes de Salm hizo toda clases de ires y venires para llegar a la ciudad atacada por las fuerzas republicanas, siempre acompañada de una sirvienta y de Jimmy. El perrillo va a acompañarla  hasta a esa entrevista con Juárez en la que intenta obtener el perdón para Maximiliano.

De aquellos días es esta otra foto, de los generales del imperio presos. Entre ellos está Salm Salm, y a los pies de los militares derrotados… otro perro. Hay quien me ha dicho que se trata de Jimmy, pero el color es diferente:

Y abajo, en completo desinterés por el fotógrafo... otro perro

Pero este asunto de los perros no se queda en estos detalles encantadores. La filmografía de la Revolución está llena de perros entusiastas o por lo menos atentos: un perro avanza delante de Victoriano Huerta cuando el militar ya es presidente, usa abrigo y chistera y camina por el patio central de Palacio Nacional; perros emocionados marchan a la par de Madero a caballo o junto con las tropas carrancistas, como podemos verlos en «Memorias de un mexicano». Alguna vez presencié la hechura de un corto, a partir de muchas de estas películas, que seleccionaba los momentos estelares de los perros de la Revolución. Se iba a llamar «Perritos en la Historia» (como «Cerditos en el Espacio») y se soñó con usarlo para atraer a los niños a la filmografía revolucionaria… hasta que alguien del bando de los historiadores amargados opinó que el asunto era una estupidez, y el artífice del proyecto, incapaz de defender sus ideas, lo echó al caño. Pero un día los perros de la Revolución volverán. Lo cierto es que, desde entonces y hasta ahora, los canes se divierten mucho con el interminable espectáculo de la especie humana.

En ocasión de estos Bicentenarios, los organizadores de las conmemoraciones chilenas se anotaron la puntada de convocar a un concurso: «El Quiltro Bicentenario». En Chile, «Quiltro» es lo que los mexicanos llamamos «perro corriente». La idea era, en 2009, convocar a un certamen fotográfico donde se recuperara la imagen del perrito callejero como cercano al «ser chileno»… o algo así. Vean parte del texto justificatorio:

«Infaltable en las calles, acompañando a los transeúntes, interrumpiendo actos oficiales, durmiendo en el pasto y ladrándole a los autos, el quiltro chileno metió su cola y tomará protagonismo en los festejos del Bicentenario. La Comisión Bicentenario invita a participar en el concurso “El Quiltro del Bicentenario”, iniciativa que premiará a la mejor fotografía de un perro quiltro, entendiéndose éste como el ejemplar canino sin raza definida.

La palabra mapuche “quiltro” significa perro, aunque en Chile se le asocia a un perro sin raza que vive en la calle. El quiltro, es casi una institución en Chile, forma parte de nuestra cotidianidad y está siempre presente: no hay foto o grabación de un acto público sin que aparezca un perro quiltro. Ejemplos recientes son la última Parada Militar y la Fiesta del Bicentenario, donde una quiltra hizo una pausa en su recorrido por el centro de Santiago y se integró a la fiesta, cantando las canciones de Javiera Parra.

El concurso, es organizado por la Comisión Bicentenario, en colaboración con CEFU (Coalición por el Control Ético de la Fauna Urbana) y cuenta con el auspicio de Nikon, Las Últimas Noticias y Champion. La idea es reconocer el papel emblemático que juega este animal en nuestra vida y, al mismo tiempo, incentivar la tenencia responsable y la adopción de éste. Las tres fotografías ganadoras recibirán cámaras fotográficas Nikon.»

De manera que no nos podemos asombrar por completo cada que nos enfrentamos a alguna desmesura en estas cosas de los centenarios mexicanos. Siempre puede haber algo más. En Chile YA tienen Perro Bicentenario y el asunto no fue muy terso que digamos. Mientras los defensores del perro callejero festejaban la ocurrencia, los senadores le pedían a la presidenta Bachelet, para el Bicentenario, una ciudad libre de perros callejeros. De más está decir que el agarrón fue automático, pero nada detuvo el avance del certamen. De hecho, en enero de este año fue anunciado el nombre del fotógrafo ganador, Oscar Fuentes Mardones, de Chillán,  y esta es la foto de perro triunfadora:

El perro Bicentenario chileno

El argumento para premiar esta foto de perro tiene su gracia; ahí les va:

«En esta fotografía se muestra un quiltro, a quien llamaremos ‘cachupín’, quien adopta una curiosa y expectante posición frente a su amo, el cual pareciera tener dificultades para calcular el total de sus monedas. Sus orejas parecieran expresar la complaciente espera de lo que su amo compartirá después de un rato. El quiltro no observa el dinero, sino la intención de alimentarlo. A cambio de ello, su único medio de pago: la fidelidad, la alegría y, en algunos casos como éste, la enorme necesidad de sentirse acompañado.»

Y en estos días de centenarios, hay más perros que se comprometen con la vida real en este Reino: Perros patriotas que no trabajan en la Defensa o en la SPP y que sin embargo desfilan junto a las tropas en las fiestas patrias; perros escépticos de la política nacional, como el mexicano y tapatío Perro Fidel, candidato en las elecciones del año pasado porque los muchachos que lanzaron su candidatura y promovieron el voto para este bull terrier estaban más que hartos de un sistema de partidos cuyos intereses nada tienen que ver con el famoso bien común, vamos, ni siquiera con el «hacer las cosas más o menos bien» que, mínimo, se espera de quienes elegimos para legislar o gobernar:

Ha estado de moda, en diarios mexicanos y extranjeros,  el Perro Kanellos, que, otros dicen, responde por Lukánikos. Este animalito participa en las manifestaciones callejeras de la capital griega y es uno más de los inconformes, uno más de los quejosos de la vida pública en Grecia. Su foto aparece lo mismo en El Universal mexicano que en The Guardian inglés o Le Figaro y Liberátion franceses y muchos más; tiene hasta su blog: http://rebeldog.tumblr.com/

Kanellos no se arredra con facilidad

A Kanellos le llaman «perro rebelde», «perro rijoso», «perro revolucionario» «perro justiciero», «perro antisistema», no le teme al gas lacrimógeno y siempre está en la línea de fuego; mira con ojos desconfiados y retadores a la policía griega. Es de esos perros que, simplemente y de entrada le caen bien a uno por valeroso, por esa peculiar manera de decir «aquí estoy» sin aspavientos y que tanto bien hace a quien es beneficiario de ella. Dentro de cien años, cuando se vean las fotos de estos días, así como ahora vemos a Jimmy junto a Félix Salm, verán a Kanellos, a Fidel, sobrevivirán las fotos de los quiltros Bicentenario, y los que vengan después de nosotros sonreirán con simpatía para los perritos valientes y solidarios.

Kanellos, dispuesto a todo.

Y no, no es que sean LOS personajes de la historia. No, no es una puntada intrascendente hablar hoy de los perros y la historia. No, no es que uno quiera echarle la culpa y/o la inspiración de de las acciones humanas a los perros. No es que en estos centenarios lo que importe sea el Perro Bicentenario… simplemente que los perritos son testigos de lo que sus amigos o enemigos humanos hacen, que su natural curiosidad los lleva a estar en primera fila en todo, que a veces deben creer, como Kanellos, que somos tan inútiles que necesitamos ayuda para resolver nuestras broncas y por eso pelean de nuestro lado, sea cual sea; que se deben morir de risa silenciosa de ver tantos desfiguros como hacemos en aras de la solemnidad y de los homenajes, a tal grado de inventar un Quiltro Bicentenario cuando ellos nada piden que sea más complicado que comida segura y apapachos, y para acabar, me acuerdo de aquella nieta (esta sí) de Plutarco Elías Calles que, una vez, me presentó a su consentidísima perra poodle, «Tarca» y cuando yo le palmeaba la cabeza al animalillo, su dueña precisó, con una sonrisita perversa en los labios: «Su nombre completo es Plutarca». No comments.

13
Sep
10

Postales Bicentenarias 8: la Independencia en tiempos del Facebook

Corre por la Red este pequeño juguete discursivo, definitivamente delicioso. Habría sido sensacional que saliera del ingenio de un historiador. Pero esta curiosidad se debe a los creativos de una empresa mexicana W Marketing. Es decir, en principio se trata de publicistas o comunicadores profesionales. No sabemos el nombre del responsable directo pero he de decirles varias cositas: primera, que ha sido tan efectivo que ha llegado a mi correo en ocho ocasiones. Segunda: que el autor o autores pudieron hallar ese «justo medio» que conjunta una pequeña dosis de información histórica con uno de los lenguajes más populares de estos días bicentenarios: el del Facebook.

Esta narración de los hechos ocurridos hace dos siglos, en la lengua de algunos mexicanos del siglo XXI, es todo un regalo para los usuarios de internet y las redes sociales. A no dudarlo, es una gran lección. En este Bicentenario, más tiempo debiéramos haber dedicado a construir los puentes entre la investigación histórica que se desarrolla en la academia y los usuarios de estos recursos de comunicación apoyados en el ciberespacio. Aún hay tiempo, porque sospecho que en algún punto del universo está el infierno de los historiadores, y si no hacemos algo para redimir nuestras deudas pendientes con la gente común, artífice y protagonista de la Historia, allí iremos a sufrir una buena porción de siglos, mientras nos leen las obras completas de Francisco Martín Moreno (wak!!). Y eso, oh amigos míos, eso SÍ que es castigo.  Gracias a W Marketing y a la realidad. Disfruten esta preciosidad:




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