Posts Tagged ‘Centenario del Inicio de la Revolución

30
Dic
10

Para comenzar a pensar este 2010: una conversación con Javier Garciadiego.

A don Javier Garciadiego lo conocí hará cosa de unos ocho años, cuando él era director general del Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana (INEHRM), en esa casa vieja de San Ángel que es la sede del instituto -hoy día más fregado que nunca, por puritito descuido. En aquellos días yo no sabía lo incómoda que puede llegar a ser esa casa, deliciosa en los días de calor, siempre que uno esté en la planta baja -arriba, el domo convierte el sitio en un espacio previo a un sauna- aterradoramente helada en los días de frío, y sitio de tormento en las madrugadas: la baja de temperatura lo deja a uno con las articulaciones hechas pomada. Casa interesante y, como cualquier construcción mexicana antigua que se respete, con sus historias de fantasmillas por ahí. De esas pequeñas historias de miedo hablaremos otro día, porque esa casa solamente fue, para efectos de este relato, el escenario donde tuve una de mis primeras conversaciones con don Javier.

Andando los años, hemos conversado a ratos, y a veces nos ha tocado andar en grillas y/o proyectos convergentes, interrelacionados o comunes. Es un hombre talentoso y afable, y, en este año de las conmemoracciones, quizá una de las voces serenas que nos darían algunas pistas para comenzar a reflexionar -ahora sí-, en el significado de todas las cosas que hicimos para conmemorar, festejar, celebrar, recordar o todo junto, esto del Bicentenario y el Centenario.

Con esas intenciones lo entrevisté hace poco más de un mes, ahora en sus oficinas de El Colegio de México, donde es presidente desde hace cinco años, además de investigador del Centro de Estudios Históricos. La entrevista, publicada originalmente el 21 de noviembre de este año -o sea, al día siguiente del Centenario- llama la atención sonbre dos temas importantes: uno, la disputa que en este año algunos grupos políticos y algunos opinadores desarrollaron en torno a la vocación del gobierno federal para resistirse a conmemorar la Revolución. Si esta afirmación es cierta o no, me parece que aún hay que trabajar para dilucidarlo, en vez de dejarlo a opiniones donde lo subjetivo domina, y he de decir que me asombra la cantidad de doctores en historia que a lo largo de este año declararon cosas como «el gobierno odia a los revolucionarios» o «es que los panistas no tienen nada que celebrar». Y he de decir que en más de un caso no me lo contaron; este año escuché a unas cuantas «vacas sagradas», a «vaquillas» y a jóvenes valores de la Historia con mayúsculas aventurarse por los caminos de la subjetividad bien teñida de víscera. Pero esa historia -con minúsculas- aún está por escribirse, y algunas de las cosas que ese día de noviembre platiqué con Javier Garciadiego dan alguna pista para seguir haciendo, en serio, este ejercicio de pensamiento: tener claro, bien a bien, que hicimos, con lo de bueno y lo de malo, en el año de los Centenarios. A continuación, la entrevista:

Para Javier Garciadiego, historiador, la Revolución terminó en 1920, “porque nace un nuevo Estado, encabezado por clases medias con un gran soporte de apoyo popular”. No obstante, el legado del movimiento iniciado hace un siglo posee materialidad y vigencia, e incluso tiene elementos que debieran recuperarse para la vida nacional en el siglo XXI.

CRONICA: ¿Qué sobrevivió de la Revolución?

JG: Hay cosas importantes que todavía existen. La principal: el gran legado revolucionario, consistente en un pacto, aún vigente, entre clases medias revolucionarias, las triunfadoras, y las clases populares. A diferencia de otros países de América Latina, el Estado mexicano no se ha conflictuado de manera grave con los sectores populares, los obreros y los campesinos. La profundidad de ese pacto a veces se ha modificado, pero en términos generales, nuestro Estado tiene un soporte popular que lo distingue.

Hay otros grandes legados revolucionarios: La reforma agraria, hasta cierto punto concluida,  y los derechos sociales de los trabajadores. Podemos cuestionar que los salarios sean insuficientes, que no se cumpla con la ley, pero esos derechos no existían. Otro gran legado está en la cultura revolucionaria y el compromiso con la educación.

CRONICA: ¿Cuáles son los grandes compromisos revolucionarios? ¿Tienen vigencia en el siglo XXI?

JG: En términos generales, y aun cuando cada contingente revolucionario tenía sus propios objetivos, me parece que hay dos: democracia y justicia social.

Curiosamente, la democracia es una bandera que solamente Madero enarbola. No recuerdo a Villa o a Zapata o a los sonorenses hablar o comprometerse con la democracia. El otro compromiso es la justicia social. Durante algunos años de la posrevolución, se avanzó mucho en esa materia; parecía que el Estado se olvidaba un poco de la democracia

A partir de los años 80 y 90 del siglo pasado, incluso desde los 70, crece el compromiso con la democracia y, en cambio hemos pospuesto un poco la justicia social. En los últimos años de nuestra historia, en esta década del siglo XXI, y los últimos 10 del siglo XX, hemos avanzado más en materia de democracia que en justicia social.

Lo adecuado para este siglo, consistiría, me parece, en retomar estos dos compromisos, con equilibrio y, sobre todo, de manera pacífica, sin violencia.

CRONICA: En este año menudeó la insinuación de que 2010 tendría que ser un año de movimientos sociales violentos…

JG: Hubo muchas voces agoreras, que, desde una posición más poética que rigurosa, con una visión cíclica y fatalista de la historia, aseguraban que las condiciones sociales de 1810 y de 1910 se parecen a las de 2010. Esto es completamente falso. Las condiciones de 1810 no eran las mismas que las de 1910 y ninguna de las dos se parecen a las actuales.

Hay, en estos momentos, dos formas de violencia: una menor, que se da en algunos asuntos políticos y en ciertas zonas del país, y una violencia delictiva, la del crimen organizado. Creo que  México va a transitar por un siglo XXI de violencia delictiva, que no terminará en corto plazo, y que no será una violencia sociopolítica.

CRONICA: ¿Se han desgastado las grandes figuras de la Revolución?

JG: No, en absoluto. No los veo desgastados. México es, además, un país de clases y de regiones. Para ciertos sectores de la clase media, Madero sigue siendo importante; para núcleos campesinos del sur y centro del país, está Zapata. En Durango, en Chihuahua, la figura por excelencia es Villa. A veces el regionalismo es tal que se rescatan figuras como la de Pascual Orozco, que en el norte es visto como un líder revolucionario, y en el centro como un traidor a Madero. Ni a ellos ni a personajes como Ricardo Flores Magón, los percibo olvidados. Veo sí, desprestigiados a personajes como Obregón y Calles.

CRONICA: A personajes como Calles y Obregón se les identifica como artífices del priismo y se vuelven objeto de descalificación…

JG: Calles es víctima de un análisis presentista: el oponerse a Lázaro Cárdenas, haber creado el antecedente del PRI, son cosas que la opinión pública le reprocha sin tomar en cuenta sus méritos históricos. Muchos, todavía, le reclaman a Álvaro Obregón la guerra cristera, su reelección, y desde luego, la corrupción.

CRONICA: El antipriismo ha frenado un acercamiento mas analítico, más sereno de la Revolución?

JG: Creo, más bien, que la pobreza y la violencia delictiva recientes han hecho pensar a algunos que la Revolución no sirvió para nada, y es muy injusto evaluarla de esa manera: hay que verla en lo que fue y no a partir de las crisis contemporáneas.

CRÓNICA: ¿Confunden revolución con utopía quienes aseguran que la Revolución fracasó?

JG: Absolutamente. Debemos recordar que las revoluciones no son perfectas, no son obras de ingeniería. Son movimientos violentos, caóticos, en ocasiones con falta de rumbo. No le pidamos a la revolución que proceda como si estuviera en un laboratorio. Es muy injusto que se culpe o se enjuicie a la Revolución porque hubo una devaluación 70 años después.

CRONICA: Con el 20 de noviembre terminan las grandes conmemoraciones de 2010, no sin intensas críticas…

JG: He leído y escuchado evaluaciones muy críticas de estas conmemoraciones. Todas las conmemoraciones del siglo XX: las de 1910, las de 1921, las de 1960, se llevaron a cabo sin libertad de expresión. En 1985, la situación empezaba a cambiar; pero la organización de las conmemoraciones no se discutía ni se criticaba tan abiertamente. Hoy se puede publicar, sobre el tema, cualquier cosa, a favor o en contra; se puede exigir información sobre los gastos… esas cosas no sucedían antes, y por eso es difícil comparar estos aniversarios con los precedentes. Hoy podemos pedir a los organizadores de las conmemoraciones que nos digan costó el buñuelo que se entregó en aquella esquina y para todo tiene que haber respuesta.

CRONICA: ¿Somos de corta memoria? ¿Olvidamos la historia que hay detrás de nuestra vida cotidiana?

JG: Lo somos, y somos todavía muy ignorantes en materia de Historia de México. El pueblo mexicano dice que ama la historia de nuestro país, cree conocerla, pero la verdad es que nos movemos en una versión mítica de nuestro pasado.

CRÓNICA: Para los historiadores, el gran reto de 2010 ha sido llevar el conocimiento de ese pasado a los públicos masivos…

JG: Era el reto principal de este año: aumentar el conocimiento histórico del ciudadano mexicano. Pero a fin de año veremos las evaluaciones al respecto. Si logramos que el mexicano supiera algo más de historia, podremos considerar que fueron unos festejos satisfactorios. Si realmente no avanza el conocimiento histórico del común de los ciudadanos, fue un año fallido.

28
Dic
10

Los últimos tragos musicales del año de los centenarios (y aún hay más)

Espero que dentro de muy poco, los historiadores, los periodistas y algunos seres pensantes que anden por aquí dejemos el recuento de anécdotas, y comencemos a mirar con otros ojos las puntadas, dichos, osos, desastres y pachangas del año de los centenarios. Los que hayan de ocuparse de las auditorías y pedir las explicaciones pertinentes a por qué ciertos aspectos de las actividades conmemorativas, en particular las vinculadas a la idea de «lo oficial» y/o lo «gubermanental», aún tienen un fuerte olor a inmenso desmadre pintado de verde, blanco y rojo, tendrán que hacer acopio de papelitos, testimonios y explicaciones que vayan ustedes a saber qué tan sólidas resulten, pero para eso, amigos míos, sólo nos queda arrimarnos una silla, acomodarnos para ver el numerito y poner en el microondas las palomitas (de sabor limón, plis), porque el espectáculo va a ser fenómenal. Seguro que vamos a leer declaraciones dignas de aparecer en la revista Frenia.

Entonces, con esas maravillas que hoy permite hacer la multidisciplina o la pluridisciplina -asunto que a veces se me hace que los historiadores acaban de descubrir- podrán desarrollarse interesantes análisis acerca de los discursos conmemorativos que labramos durante este año; qué quisimos decir, qué logramos, en qué nos tropezamos y en qué hicimos el ridículo. No faltará el bloguero o su versión correspondiente del siglo XXII que, al leer nuestras andanzas y pleitos opine, con palabras nacidas del corazón: «Bueno, ¿¿qué se metían estos??»

Esa es la segunda parte del «ejercicio de reflexión» por el que muchos se la pasaron chillando y pataleando buena parte del año, y que seguramente va a arrojar algunos resultados llamativos, por decir lo menos. Por lo pronto, aún con las manos llenas de barra tricolor y con camiseta bicentenaria, pareciera que aún no se nos pasa la impresión (o el susto). Pero el embate del «México Real» (que no les cuenten: esa expresión la inventó don Pepe Fonseca; no fue ni Pepe Cárdenas ni el querido Joaquín López Dóriga, mucho menos Ciro Gómez Leyva;) es fuerte y apabullante. Una rápida ojeada a los periódicos y a los noticieros del día muestran que la realidad es perra y que la huella de las celebraciones-conmemoraciones-festejos-pachangas del Bicentenario y el Centenario empieza a desdibujarse demasiado pronto, abrumada por los secuestros de migrantes, por los asesinatos impunes de mujeres que lo único que deseaban era justicia para una adolescente muerta, por las calles incendiadas en San Martín Texmelucan. Bastantes cosas importantes de verdad, como para que resulte explicable por qué se nos pasó inadvertido el destino final del canijo perro que se estaba descongelando en Guadalajara dizque como conmemoración del Centenario de la Revolución y en qué acabó la reunión entre la escuincla gigante y su tío el gigante que dizque enterró Hidalgo (juar, juar), antes de pelarse de Guadalajara, entre el humo y el desastre de Puente de Calderón. El numerito, nos dicen, fue admirado por tres millones de cristianos, entre los cuales NO nos contamos (ni nos contaron) los chilangos, los michoacanos, los veracruzanos y, en general, nadie que no estuviera en Guadalajara. Padrísima estrategia para algo que quería ser un festejo nacional. La neta es que nos tenían con un pendiente…

La semana pasada se acabaron en la ciudad de México las presuntas actividades conmemorativas de 2010, con el asunto de la megapantallota que, OTRA VEZ, intentaba narrar la historia nacional en formato multimedia, allá en la ex Refinería que, a lo mejor un día, toda la gente conocerá como Parque Bicentenario. Como ya lo vi una vez, no me ocupé demasiado del tema, y menos para ver a cierto cantante de ranchero que, posiblemente a causa de su amistad con el señor que trabaja de presidente en este país, acaba el numerito en la megapantalla cantando (otra vez, carajo, no se saben una canción diferente) «México Lindo y Querido».

Pero, poco a poco, recuperamos los rastros de la travesía. Folletos, imágenes, videos, curiosidades, chácharas en el sentido más simple del término; desde las moneditas hasta la vajilla Bicentenario, desde la pluma cara hasta el tequila, del vino con historia -de Dolores o de Coahuila- Música de ayer y de hoy; la que sobrevive, la que dentro de tres meses será carne de rebaja, la desechable, la perfectamente olvidable (shalalalalaaaaaa). Por lo pronto, documentamos nuestra vena arquelógica (del saber) con las docenas de chácharas que con la etiqueta bicentenaria y/o centenaria aún circula por estas calles de Dios.

Esta vez me  he encontrado con una curiosidad discográfica que tiene por nombre Bicentenario. Voces celebrando a México, que se debe a la persistencia del compositor Rubén Zepeda, que, según me entero, sacó este disquito a fines de noviembre de este año, donde participan muchas estrellitas del pop mexicano cuyos estilos y tesituras embonan con los modos mercadotécnicos de la industria musical del momento. Y digo que es un asunto de persistencia porque eso es lo que tuvo el señor Zepeda para sacar su disco, con el sello Fonovisa, después de que la Coordinación Ejecutiva de las Conmemoraciones de 2010 (el carguito es más largo, pero me da flojera escribirlo todo… para lo que resultó…) del gobierno federal le dio cuerda al pobre hombre durante semanas y meses para luego mandarlo derechito a la goma y dejarlo como novia de pueblo… y eso no es ningún secreto de Estado ni un gesto de alta traición. De esto se enteró todo Dios y perro y gato que tuvieron ocasión. Para paliar un poco el ninguneo, ha de agregarse  que Zepeda no fue el único; el mismo modito recibió hasta el mismísimo director del Conservatorio Nacional, de manera que de esto se desprende una máxima importante: la patanería es completamente equitativa e iguala a los hombres que la sufren.

Lo cierto es que, a lo largo del año he conseguido algunos discos que deben su existencia a las conmemoraciones de este año: desde la reedición de las canciones de la independencia hecho por la UNAM (donde los muy fodongos metieron en un solo track TODO el disco editado hace 25 años), hasta el BiMéxico donde Kinky se anota una sorprendente versión de «Sombras», pasando por el soundtrack maravilloso de «Hidalgo, la Historia jamás Contada» o el razonablemente bueno soundtrack de la película animada «Héroes Verdaderos», que se debe, en su mayor proporción, a mi buen amigo Renato Vizuet.

Zepeda partió de un concepto: los setenta y tres mil amaneceres que el señor asegura -y habré de creerle, porque no voy a ponerme a contarlos- han transcurrido -o habían transcurrido hasta el 16 de septiembre de este año- desde que Miguel Hidalgo hizo pinole el orden virreinal. Esa pieza, Mi casa está de fiesta la convirtió en una buena piececita de pop cantada por lo que queda de Garibaldi. Quizá fue mejor que el temita no se volviera la canción oficial del Bicentenario, habida cuenta como han ido las cosas, aunque esta tonadita es bastante más pasable que la horrorosa «El Futuro es Milenario» de Syntek y López.

El disco deja una enseñanza: la fe en la patria y las muchas ganas no bastan para hacer concordar el conocimiento del pasado con el producto mediático. Más de cuatro canciones le pondrían los pelos de punta a cualquier historiador. Pero eso forma parte del mea culpa que debemos hacer. En el fondo, esto es culpa de los historiadores profesionales, clavados en sus tareas académicas sin tomarse la molestia de mirar hacia los inocentes y bienintencionados compositores como Zepeda y hacerle algún comentario de buena fe. Digo, nomás por evitar futuros derrames de bilis.

Hay una canción dedicada a la Virgen de Guadalupe que canta Guadalupe Pineda. El estribillo dice, refiriéndose a la guadalupana: «Mujer bonita, voz de huapango, México entero te canta un son. Con Sor Juana, Josefa y Adelita (órale) entregaron su vida con el corazón (????)» De veras, así dice.

Otra tonada responde al nombre de  Te Amamos México (así, sin comas), y agárrense, la canción asegura que  «Y Pedro Infante aún canta Amorcito Corazón». El tema es interpretado por un señor conocido como «Lupe», objeto de los odios más profundos del siquiatra Ernesto Lammoglia -y cuando uno oye como canta el señor, queda clarísimo el origen de tan perra y seria enemistad.   «Estamos celebrando 200 años de paz y lo celebramos bailando vestidos de libertad» (ah, chihuahua). No me queda claro quién escribe la canción, pero ni el autor ni Lupe saben que en 200 años hemos aguantado unas cuantas guerras civiles, docenas de asonadas y pronunciamientos y un par de invasiones extranjeras. Ojalá Lammoglia no oiga la canción. Le daría algo muy feo y sus instintos homicidas, direccionados a la persona de Lupe, podrían dar lugar a un feo hecho de sangre.

Lo que es sorprendente, tanto que no indigna, sino que asombra y hasta maravilla -en el antiguo sentido del prodigio- el alegre desprecio que compositores, productores, impresores e intérpretes, Fonovisa incluida, tienen por el idioma español… bueno, eso, a estas alturas, como que ya deja de ser significativo, en vista de lo manga ancha que se ha vuelto la Real Academia Española de la Lengua y sus latinoamericanos compinches. Lupe berrea «México tiamamos Méxicoooo», los gerundios saltan como conejitos en película de Wallace y Gromit… desde el título: «Voces celebrando a México».

Hay una canción interesante de un señor que se llama Carlos Cuevas (en esta entrada, me doy cuenta, muestro y exhibo cuán amplia es mi ignorancia en materia de música popular mexicana del siglo XXI), escrita por el que fue el excelente vocalista de Elefante, Reyli Barba. Es evidente que Reyli tiene más ideas de qué escribir y cómo escribir que Rubén Zepeda, y la pieza, alusiva a Emiliano Zapata, es una de las dos que no tienen origen en el mismo inocente impulso patriótico de las demás. Nada mala, esta canción que se llama Tierra y Libertad tiene una o dos frases memorables: «No lucho para tener más, ni lucho pa’ que me quieran». Resulta un serio retrato de las emociones que pudieron mover a Zapata. Reyli, nada tonto, no se mete con la Historia con mayúsculas. Reflexión literaria, invención de emociones. Esta sí vale la pena de escucharse.

Pero hay otras curiosidades, como el Reggaeton del Bicentenario (¿cómo les quedó el ojo?), que recupera algunas frases de la canción principal, y pergeña algunas joyas poéticas: «Bicentenario, todo mundo listo con su calendario/… le digo a un amigo que tengo que se llama Mario,¿Ya te enteraste del aniversario? » son personajes de esta canción desde María Victoria hasta los tenis piratas de Tepito y la influenza.

Y para los que reclaman la reflexión bicentenaria, la Banda del Recodo se anota un diez: la canción que interpretan ¿Que haz (sic, resic y recontrasic, lo juro, así viene impreso) hecho con la libertad?, lleno de frases edificantes. ¿Querían análisis? vean nomás: «Valóralo, siéntelo, cuídalo. Haz algo grande por tu país. Respétalo, trabájalo vívelo… que México va a ser mejor sólo si tú eres mejor»  El asunto sigue en profundidad y enjundia: «Y tú, y tú, y tú, ¿Que has hecho con la  libertad? » Échense ese trompo a la uña.

Este muchacho que no sabe un cuerno de historia, Cristian Castro, y que tiene la serenidad de ánimo como para referirse a Sor Juana Inés de la Cruz como «esta chica… De la Cruz» canta «Aquí estoy, soy pasado y presente… ´por la libertad es mi celebración… linaje de bronce que dios creó «. Evidentemente, ni Cristian ni el autor de la canción saben que a los historiadores mexicanos la palabra «bronce» les suele causar una peculiar alergia (de hecho, les saca ronchas), pero eso les importa un rábano.  Otros, como una señora que se llama Alicia Villarreal trae bronca con la Inquisición, y lo enuncia en su canción 70 veces 7, que, al parecer, se debe a su propia inspiración: «Cuando el mexicano se siente ofendido, han manchado con sangre su bandera y su honor, se unen al grito «¡Viva Mexico!» defendemos lo nuestro y peleamos con valor» Después de esta arenga, la dama agrega: «Voy a contar la historia de  lo que se vivió hace muchos años en mi querida patria: Llegaron en un barco. Hace muchos años traian consigo castigo y maldad/Se llevaron el oro, se llevaron la plata /pero el abuso a mi pueblo, eso no se olvidará/ Malditos, malditos, los de la Inquisición,/ Lo oscuro de la iglesia y su religión /Malditos, malditos los de la Inquisición /Setenta veces siete pagará su generación«. Esta canción me deja patidifusa. De haber sabido que el origen de todos los males nacionales era la condenada Inquisición, el arreglo habría sido más sencillo. Estas son las ocasiones en que tanta valentía me apantalla. No cualquiera se avienta esos juicios históricos con esa presencia de ánimo.

La cereza en el pastel, es la canción interpretada por Emmanuel «Héroes Verdaderos», de la película del mismo nombre. A mí, al principio no me gustaba, hay detallitos de la letra que están forzados, pero ahora debo decir que me agrada bastante, aunque la canción de Hidalgo -véase el soundtrack de «Héroes verdaderos» me gusta muchisimo más. La verdad es que el disquito da para varias horas de sana diversión, sea que lo adquieran porque son fans de Lupe, porque odian a la Inquisición o porque tienen un amigo que se llama Mario que nunca se enteró de eso del Bicentenario, o simplemente, porque es otra huella de la memoria de estos días, que vale la pena escuchar. Cada generación produce sus emociones musicales. No todo es «Ópera Prima. las Voces del Bicentenario», y debemos dar gracias, al destino o a la Providencia porque así sea. Eso es, precisamente, la independencia.

¿Que demuestra un disco como este? Lo que hace algunas semanas me decía, en entrevista, Javier Garciadiego, historiador y presidente de El Colegio de México, que la gente que habita este país puede decir que le apasiona la historia de México, y hasta decir que sabe historia y, al mismo tiempo, no tener la más peregrina idea de muchos temas, sucesos y personajes del pasado nacional. Pero la buena fe, las buenas intenciones, ahí están; con la gana de ver películas, cantar canciones, y contra eso, nada pueden las advertencias sesudas de los historiadores, nada valen los repeles de los que ven estas canciones como «basura televisa», como escuché al alguien comentar de la canción de Zepeda. Somos más que Ópera Prima, afortunadamente. No solamente somos el Reggaeton del Bicentenario, pero también somos el Reggaeton del Bicentenario. Finalmente resulta un disco recomendable: por memorabilia, por un par de canciones muy buenas, por la curiosidad, porque, finalmente, ¿por qué no podía haber una canción del Bicentenario a ritmo de pasito duranguense? El México real, simplemente.

20
Nov
10

Historias centenarias 1: El cadáver de Aquiles Serdán

Anochece este viernes del 19 de noviembre. MAÑANA, a estas horas, aún  estaremos celebrando y conmemorando el Centenario de la Revolución. El presidente acaba de reinaugurar un edificio que soñó Porfirio Díaz y que inauguró un presidente salido de la Revolución, y más aún , ubicado en eso que llamamos Maximato (qué oso, caray). Se acaba la montaña rusa de las conmemoraciones, al menos en el aspecto ritual, y aún hay mucho que escribir. Empiezo, entonces, por una pequeña historia de infancia. Esta es la imagen del cuerpo maltratado del antirreeleccionista Aquiles Serdán, después del enfrentamiento que le costó la vida allá en Puebla. Y esa foto me da pie para contar como la memoria tiene que ver con nuestras vivencias personales, nos detona obsesiones, nos ayuda a construir caminos. La primera vez que vi esta imagen, tenía ocho años. Fue la primera fotografía, digamos, «histórica» que vi.

Mi maestra de tercer año de primaria era como la que seguramente muchos de los mexicanos de mi generación tuvieron: una señora, por la buena enormemente bondadosa, por la mala, de temer, armada con su regla de madera. Seguramente tenía unos setenta años cuando  la conocí, a doña Susana Figueroa de López, profesora de educación primaria en la escuela «Dr. Agustín Rivera»: me encanta eso de haber ido a una primaria con el nombre de este peculiarísimo cura liberal que corrió numerosas andanzas. En octubre de este año se cumplió un siglo que Porfirio Díaz mandó a callar al padre Rivera, porque ya llevaba una hora de rollo en la ceremonia de apoteosis a los héroes de la independencia. El que tuvo que afrontar el sofocón fue don Federico Gamboa, y el padre Rivera se quedó bastante ofendido.  Hoy día puede reeleerse a Rivera, cuate y compinche de Guillermo Prieto enlos últimos años de vida del Romancero, en un librito precioso, que acaba de poner a circular Conaculta: «Viaje a las Ruinas del Fuerte del Sombrero», que a ratos es librito de historia como se escribía hace un siglo y cacho, y a ratos es reportaje, porque Rivera busca las huellas, más que de Xavier Mina, de Pedro Moreno. Y no entiendo por qué, cuando se armó la batahola y los jaliscienses se quejaron  de que el gobierno federal ninguneaba a Pedro Moreno en el traslado de los ilustres huesos (que no era cierto, pero nadie atinó a defenderse bien), a NADIE se le ocurrió mencionar este librito precioso, rescatado gracias a la inteligencia de Vicente Quirarte para esta colección tan mona que se llama Summa Mexicana.

Pero, de regreso a la infancia, debo decir que yo nunca había visto ni de foto y mucho menos de bulto, un cadáver. Un muerto. Los muertos eran personajes de las veinte mil consejas horrorosas y escalofriantes que mis condiscípulas de primaria conocían en detalle y que provocaban en casa verdaderos dramas cuando aquí su servilleta se negaba rotundamente a dormirse sin una lamparita que ahuyentara a la Llorona o a la Muñeca de Yeso, leyenda urbana que, en mis tiempos la contaban como patrimonio del Centro Escolar Revolución, que se merece su propia entrada en este reino, y que está a dos cuadras de la «Dr. Agustín Rivera».

Ver a Aquiles Serdán muerto, y saber las causas de su muerte, fueron la misma cosa. La foto, de algún periódico viejo, salió de las profundidades de un armario que seguramente tenía como cien años y en el que doña Susana guardaba mil chucherías, buenas tanto como para dar clase como para armar un decorosísimo periódico mural sobre el 20 de noviembre y la Revolución mexicana de 1910. Recuerdo que mi aportación al mentado periódico mural fue un precioso retrato de Madero, en close-up, dibujado por mi papá (pa, eres un fregón, me cae), que, como todas las cosas que dibujaba mi padre, eran la envidia dce mis compañerillas.

Y a mí no se me quitaba de la cabeza la foto del cadáver de Aquiles Serdán. Lo que entendí entonces es que el pasado era más que la estampa con la efigie de Madero,  que atrás de la narración del pasado había gente que se moría, que recibía balazos. Aún no sabía que mi abuelo paterno había andado en la «bola».  No sabía muchas cosas que ahora sé. No es una foto bonita, pero le tengo cierto cariño. Es el primer guiño que me hizo la Historia, a través de la imagen de un cuerpo inerte.

11
Nov
10

Huellas del día de muertos 2: las tumbas vacías del Panteón Francés de la Piedad

No querría quedarme esta historia de día de muertos en el tintero, no en el año de los centenarios. Sabemos que, después de ser asesinados, Francisco I. Madero y José Pino Suárez, fueron llevados a sus tumbas del panteón Francés de la Piedad, cementerio que todavía existe y donde hay numerosas historias que recuperar de quienes reposaron un rato allí, y de quienes siguen en el lugar.

Por pura estética, aquí dejo la imagen de una tumba interesante, la de don Joaquín Casasús, abogado y funcionario público porfiriano, habilidoso en cuestiones financieras -se le considera, según algunos, de esos economistas mexicanos que existieron antes de que existieran los economistas profesionales, negociador, en tiempos de don Porfirio, para el caso de disputa de límites en la frontera con Estados Unidos; esa zona que se conoce como El Chamizal. Don Joaquín, entre otras cosas, logró que el arbitraje del monarca italiano Víctor Manuel III fuese favorable a México ( a saber por qué no lo mandaron a averiguar, antes de que se muriera, en 1916, qué pasaba con la propiedad de la isla de Clipperton; ), aunque , a causa de algunos problemitas y cambios de administración ocurridos en México a partir de 1910, los de Washington se hicieron los desentendidos por medio siglo y hasta la gestión de Adolfo López Mateos en la presidencia de la república «nos regresaron» unas hectáreas, allá por 1964. El otro detalle de don Joaquín es que fue yerno de Ignacio Manuel Altamirano (otro santo tutelar de este reino), y que, en el sitio que es hoy esta cripta llena de flores, donde descansan personajes de la familia Sierra Casasús (los Sierra de don Justo y los Casasús de don Joaquín, emparentados con los Díaz de don Porfirio, como puede leerse en el precioso libro de Carlos Tello Díaz «El Destierro. Un relato de familia»), es el sitio a donde finalmente, se quedaron unos años las cenizas de don Nacho Altamirano, muerto en San Remo en 1893 y cremado allí mismo.  Cuando los Casasús trajeron a México lo que quedaba de don Nacho (era cosa muy rara en aquellos años que anduviera pidiendo uno que lo incinerasen después de muerto), en mayo de ese mismo 1893,  las cenizas apasionadas del novelista que había sido coronel de caballería durante la guerra de intervención, fueron hospedadas por uno de sus contemporáneos, don José María Iglesias, fallecido un par de años antes. Catalina Guillén Altamirano, hija de don Nacho y esposa de don Joaquín, mandó levantar una capilla -como se describe en los relatos de la época- donde poner la urna que habían traído desde San Remo y que saldría del Panteón Francés de la Piedad en 1934, cuando se llevaron a don Nacho a la Rotonda de los Hom… de las Personas Ilustres.

Esta tumba, uno de los espléndidos ejemplos de arquitectura funeraria del Panteón Francés de la Piedad (que está un poco menos descuidado desde que hace unos diez o quince años les arrearon un soberano periodicazo en el semanario Proceso), está cerca de la capillita neogótica que preside la avenida principal del cementerio, donde cada marzo las jacarandas azulean y hasta invitan a caminar pensando en cosas que sobreviven a la muerte, como las ideas, el amor  y la memoria. Cerca de la capilla abundan las estatuas de ángeles dolientes, de mujeres que existieron o a lo mejor que nunca tuvieron materialidad, pero que allí narran el discurso de la muerte decimonónica, como la entendían nuestros bisabuelos.

Pero las tumbas de las que quería hablar no están cerca de la capilla. Más bien, están muy cerca de la barda del cementerio que da a la escandalosa y polvorienta avenida Cuauhtémoc de la ciudad de México. Inevitablemente, son tumbas contiguas. Sepultaron a sus ocupantes originarios el mismo día, al mismo tiempo, en febrero de 1913. Los personajes a los que me refiero son Francisco Ignacio Madero y José María Pino Suárez. Si alguien tiene la oportunidad de ver ese documental espléndido visualmente, pero discutible desde la perspectiva histórica, que se llama «La Revolución Espírita», producido por Manuel Guerra y con guión de Alejandro Rosas, podrá ver un rescate fílmico interesante: muchas ocasiones se ha visto un pequeño metraje del sepelio de Madero y Pino Suárez, asesinados, dicen unos afuera de la entonces Penitenciaría (hoy Archivo General de la Nación), otros dicen que dentro y sus cuerpos fueron arrastrados al exterior. Lo usual es ver unos cuantos segundos de la llegada de los ataúdes al Panteón Francés, del momento en que los bajan de los carros y la gente echa a andar junto a ellos. En «La Revolución Espírita» puede verse un fragmento de película más largo que permite ver, entre los dolientes, a Pedro Lascuráin, canciller de Francisco I. Madero, y que fungió como presidente los 45 minutos necesarios para designar a Victoriano Huerta secretario de Gobernación y allanarle el camino legal pero para nada correcto, a la presidencia de la República.

Allí quedaron enterrados Madero y Pino Suárez. Allí hasta que, en fechas diferentes, fueron trasladados, Madero al monumento a la Revolución, allá en la colonia Tabacalera, en 1960, cuando se conmemoraban los cincuenta años de la revolución de 1910, y los de Pino Suárez (que por cierto, estaba emparentado con Joaquín Casasús), hasta 1986, a la Rotonda de los Hom… de las Personas Ilustres. Al Francés los siguieron las esposas: doña Sara Pérez, en una tumba contigua a la de su esposo, y doña María, en la misma fosa, como consignan las placas de cada sepulcro.

Ahora me asalta la duda, pero lo más probable es que doña Sara, a quien José Emilio Pacheco describió en «Las Batallas en el Desierto» como una viejecita eternamente enlutada por su marido asesinado y que vivía relativamente cerca del Panteón Francés, en la calle de Zacatecas, en la colonia Roma, siga sepultada allí. Las crónicas con fotos que he visto de la exhumación de Madero no hablan del «sarape de Madero», apodo que la señora llevó en tiempos de la revolución, ni de que se fuese en el mismo paquete de su esposo al monumento. Me da más duda si doña María Cámara de Pino no sería trasladada, en vista de la fosa compartida, a la Rotonda en compañía de su esposo.

Pero junto a las tumbas de los Madero, que han recibido a algún otro huésped de la familia, junto a la de los Pino Suárez, hay otra tumba, a la que la gente le presta menos atención. De hecho, víctima del descuido, ya no se sabe a quién pertenece el sepulcro. La lápida nos permite inferir (ahora que está de moda inferir sobre restos humanos) que se trataba de un varón. Y de hecho, llegó un poco antes que don Francisco y don José María al Panteón Francés, y más o menos por las mismas razones. Esta es su tumba:

El ocupante de la tumba, muerto «en defensa de la Ciudadela la mañana del 9 de febrero de 1913», cayó abatido tal vez un poco después de que el padre de Alfonso Reyes falleciera «de ametralladora» a las puertas de Palacio Nacional. Quien se asome, en estos días de noviembre, ahora que ya faltan solamente NUEVE días para el Centenario de la Revolución, aparte de mirar las tumbas de Madero y Pino Suárez, de quienes se han escrito y escriben muchas páginas desde hace un siglo, ojalá también le eche una mirada de cierto afecto a uno más de los personajes de otros días, de esta ciudad que es la misma y al mismo tiempo pareciera que nada tiene que ver las calles capitalinas de 1913. No sabemos el nombre del propietario del sepulcro, como de tantos otros; todo lo que podría contarse de él forma parte de lo que mi amigo Salvador Rueda llama «los capítulos marginales de la historia», que aguardan a que nos pongamos a trabajar y lo narremos a los que gustan de mirar el pasado.

 

16
Feb
10

Días centenarios: Alta Traición 1

 

Si hacemos caso a los anuncios oficiales, ahora sí ya empezó (bueno, como por cuarta vez) este asunto de los centenarios, las Conmemoraciones del Bicentenario del inicio de la Independencia donde lo más notable es el golpeo sistemático y cotidiano que a las conmemoraciones oficiales hace la prensa, en una gama que va desde el raspón leve hasta el pitorreo más sangriento, pasando por el trancazo bronco, directo y despiadado. Los medios light pues enuncian las cositas que, casi sin querer, y en el mejor de los casos, vamos viendo en este Reino de Todos los Días: un día nos dan una monedita que tiene la efigie de Álvaro Obregón, otro, llega una carta que trae un timbre con la imagen de Hidalgo, tal vez nos caiga uno de esos billetes conmemorativos y por morbo nos ponemos la lupa en el ojo para ver si es cierto lo del mentado error en el de cien pesos… no mucho más. No mucho más para estos días agitados, tensos, con una autoridad presidencial fuertemente cuestionada en Ciudad Juárez, con un operador político como Fernando Gómez Mont, con los reclamos de la «opinión ilustrada» clamando «¿qué tenemos que celebrar?» Agitados estos días de 2010 donde la idea oficial de la conmemoración se va quedando en el asunto del mitote, sin tantas cosas como se escribieron, se planearon, se soñaron.

De modo que los sueños se quedaron en sueños, lo que se quiso no será y será lo que se pueda en este país sufriente por tantas cosas y aún alegre por tantas cosas, las que aún se pueden vivir, hacer y concretar. Ese, el que el gobierno, los gobiernos federales y locales dicen que hacen son los ecos de algo que pudo ser mejor, es el Bicentenario Posible, el que se pudo hacer, no el que se pudo haber hecho. Pero es, por eso mismo, el tiempo de hacer nuestros Centenarios, los que podemos hacer, los que podemos escribir y los que podemos compartir. Y ya olvidémonos de esperar gran cosa de las conmemoraciones oficiales: ya lo dijeron, a ellos solamente les toca traer los mariachis a la fiesta. La reflexión, la discusión, la planeación de un futuro serio y concreto les toca a otros, a ellos, ni les digan. Van a ver que maravilla se verá en el Zócalo, pero no pregunten cuánto costó el numerito, está mal, es feo hablar de dinero. Disfruten los documentales que vamos a ver en la televisión, pero no pregunten que, si los va a hacer Clío, de qué sirve una estructura creada para tal efecto  que nos iba a inundar de historia, del conocimiento de nuestro pasado. ¿No prometió Felipe Calderón una mañana asquerosamente helada de noviembre de 2008 que iba a llevar la historia de México «a todos los rincones del país»‘?

 Van a ver lo impresionante que será ver Paseo de la Reforma convertido en un enorme estadio deportivo, pero no pregunten, acá en la ciudad de México ni para qué sirven tooodas las instalaciones deportivas que tenemos (Palacio de los Deportes, Ciudad de los Deportes, Alberca olímpica, etcétera, etcétera, etcétera) ni lo que van a decir todos los que por trabajo u obligaciones tienen que andar por Reforma. No, si los comentarios van a ser, esos sí, inolvidables.

Como no hay una imagen común, miremos hacia los esfuerzos individuales en estas tareas de conmemoración. Tiempo habrá para indagar en las actitudes de gobiernos que  hacen fiesta pero que parece que no se mueren de ganas por hacerlo. Falta de congruencia, dirán algunos: ¿para qué le movemos entonces? Que cada quien conmemore, festeje o queme cuetes como le dé la gana y pongámonos a aplicar esfuerzos en otros asuntos más urgentes… pero, ¿es que nos podemos desentender de estas conmemoraciones?

A lo mejor nosotros los de las ciudades, no, pero los que en la sierra de Guerrero, en los barrios más pobres, inseguros y miserables de Veracruz, de Matamoros, en Ciudad Juárez, tienen otras preocupaciones, como mantenerse vivos, por inseguridad o por falta de alimentos o de hospitales, a esos, ¿con qué cara les decimos que este es el Año de la Patria? ¿Qué tal si mejor el dinero del monumento mentado lo dedicamos a arreglar de una vez por todas el Canal de la Compañía, y le ponemos algo así como el Drenaje Bicentenario, al fin que la mitad de las obras públicas que veamos inaugurarse en este año se van a llamar así? ¿No es mejor regalo para esta ciudad que vive en un frágil equilibrio natural, en la cuerda floja de las inundaciones, de los sismos, de los vientos desaforados que nos tumban árboles, espectaculares o nos dejan sin luz, de las toneladas de basura que se nos acumulan tres días y nos empieza a invadir el horror?

Por eso los Centenarios nos tocan a nosotros, a la gente que opina que las ideas oficiales de conmemoración están bien pero que ya no bastan para decir que este país conmemora algo, que CONMEMORAMOS ALGO. La diversidad de los mexicanos dan para mucho más de lo que vemos y eso sí es algo para felicitarnos. Muchos haremos algo, estamos haciendo algo: nuestros Centenarios. Muy bien los personajes, muy bien los acontecimientos, ojalá que hubiésemos visto más de lo nuevo, lo que están haciendo los historiadores (que no necesariamente quiere decir verlos a ellos en acción: el gremio necesita, más que nunca, de los beneficios de la divulgación), de una gran, gran acción de divulgación de la historia… algo que en principio, no se ve y dudosamente se verá.

Pero al tiempo. Hay muchas maneras de conmemorar, y en este Reino inauguraremos la sección Alta Traición para ello. Que el poema de José Emilio Pacheco nos dé una idea cercana a lo que tantos creemos de la patria, de cómo suscribiendo esa idea diferente, humana de la patria, le somos más leales a este país, y que, la alta traición se transforme, y aquí tomo la expresión ya lejana de Ignacio Allende durante su proceso, y esta «Alta Traición» de la que algunos me acusarán, sea, es, de Alta Lealtad. Y de regalo y bandera centenaria, el poema de José Emilio Pacheco:

ALTA TRAICIÓN

No amo mi patria.

Su fulgor abstracto

es inasible.

Pero (aunque suene mal)

daría la vida

por diez lugares suyos,

cierta gente,

puertos, bosques de pinos,

fortalezas,

una ciudad deshecha,

gris, monstruosa,

varias figuras de su historia, montañas

-y tres o cuatro ríos.

NOTA.- «Alta traición» se encuentra en el libro de José Emilio Pacheco «No me preguntes cómo pasa el tiempo» (1964-1968) (ha de ser por eso, porque tiene mi edad, que se vuelve, otra vez, un canto de guerra y de vida).




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