Posts Tagged ‘Ignacio Manuel Altamirano

13
Ene
15

El destino final de Manuel Acuña y algunas maledicencias decimonónicas.

guillermo_prieto cuarenton

Don Guillermo Prieto, en una época en que aún no adquiría su aspecto de ancianito inofensivo.

 

Pasaron los años, y del tremebundo caso del suicidio de Manuel Acuña, desesperado porque Rosario de la Peña rechazó sus propuestas amorosas, se dejó de hablar como uno de los sucesos escandalosos de la república de las letras de la última parte del siglo XIX. No obstante, la historia, descrita a grandes rasgos, sin incluir el asunto de Laura Méndez, y con énfasis en el famoso «Nocturno» que le quitó texturas al trabajo poético del saltillense, se incrustó para siempre en la sensibilidad popular del pueblo, al que le encantan las historias trágicas que le permitan solidarizarse con el héroe de la narración. Así fue con Manuel Acuña, a quien sus cuates dejaron tranquilo en su tumba del panteón del Campo Florido… unos cuantos años, hasta 1890 cuando decidieron trasladar lo que del poeta quedara al panteón de Dolores.

Rosario de la Peña, en tanto, continuó su vida de musa, tocada también por la tragedia de sus amores frustrados por la sífilis de Manuel M. Flores. Pero su reputación pública adquirió un marbete imborrable: Acuña se había suicidado por ella y no había más que decir. Aquella acusación que don Nacho Altamirano le había lanzado no bien corrió por la ciudad la noticia del suicidio, «Rosario, ¿qué ha hecho? ¡Acuña se acaba de matar por usted!» se convirtió casi en un tatuaje que no se desprendió ni cuando, medio siglo después, ella decidió poner las cosas en su lugar.

ACUÑA SALE DEL CAMPO FLORIDO.

Manuel Acuña fue afortunado, porque para 1890 tenía aún amigos que lo quisieron tanto, que se ocuparon de que sus restos no desaparecieran en el vértigo de la transformación de la ciudad de México. Cuando Acuña fue llevado a enterrar, el Panteón del Campo Florido estaba casi en las afueras de la ciudad de México. Como ocurrió con el cercano Panteón General de la Piedad, fue una burrada monumental la elección de esos emplazamientos para construirle cementerios a una ciudad que ciertamente los requería a gritos, pues los viejos camposantos heredados de los años previos a la Reforma, aparte de estar enclavados en las parroquias de la ciudad, eran objeto, un día sí y otro también, de críticas y recelos debido a los «miasmas» que los panteones verticales podían esparcir por toda la ciudad. Ya se acababa el siglo XIX, y había muchos a los que no se les olvidaba que en varios de aquellos cementerios, Santa Paula y San Fernando incluidos, reposaban las víctimas de las  grandes epidemias de cólera que habían azotado en otros tiempos a la capital mexicana.

De modo que para 1890, al Panteón del Campo Florido ya se lo había llevado la tristeza. Es que cuesta trabajo entender cómo es que, sabiendo que el llamado Campo Florido desde hacía más de un siglo, era zona chinampera -es decir que allí había lago todavía- se le hizo fácil al Ayuntamiento de esta sufrida ciudad acceder a otorgar una concesión para trazar y desarrollar un cementerio. Es cierto que la necesidad era mucha, en especial de la gente más pobre, pero, como en tantas otras ocasiones ha ocurrido para mal de esta antigua y pacientísima capital, la ocurrencia tuvo feas consecuencias.

Por el deterioro sistemático que sufrió el cementerio, el Campo Florido se volvió muy pronto un cementerio de pobres, donde había tumbas hasta de sexta clase, pero la calidad del lugar era tan mala, que una tumba de primera clase en ese lugar equivalía a las de segunda clase en el resto de los panteones de la ciudad. Y aunque unos años antes Altamirano se había referido a Campo Florido como «un potrero horripilante», el dinero recolectado solamente alcanzaba para enterrar allí a Acuña.

Cuando llegó allí el cortejo fúnebre, la honorable concurrencia sabía muy bien en dónde dejaba a su querido muerto: el año anterior, se había tenido que abrir una zanja como probable desagüe; el sismo del 27 de marzo de 1872 había causado daños importantes que debieron repararse, y, ya entrado en gastos, al Ayuntamiento se le ocurrió que era una buena idea pintarlo y numerar los nichos. Para 1873, año del sepelio de Acuña, los arreglos ya sumaban la nada despreciable cantidad de mil 800 pesos.

Pero el deterioro era imparable. Cadáveres y humedad nunca han hecho buena combinación. Tres años después del funeral de Acuña, en 1876, los vecinos del barrio del Campo Florido, que con los años se convertiría en parte de la Colonia de los Doctores, le escribieron al Ayuntamiento: solicitaban la clausura del panteón. Como no les quedaba otra que apechugar con la enorme regada, las autoridades de la ciudad accedieron dos años después. Ese mismo año, 1878, se cayó una de las bardas del cementerio; el Ayuntamiento se dedicó a sacar costales y costales de «tierra salitrosa». De ahí en adelante, la expresión «caerse a pedazos» se pudo considerar un claro reflejo de lo que pasaba en el Campo Florido.

Para 1884, la puerta del camposanto ya estaba inservible. Un año después, el Ayutamiento tomó parte de los terrenos del panteón para abrir una vía «de tránsito público», y así nació la calle, aún existente, de Doctor Andrade. En 1888 con otra caída de barda de por medio, el Ayuntamiento se hizo de otra parte del panteón para «prolongar la  4a. Calle Ancha», que hoy existe aún y se llama Doctor José María Vértiz, a la altura de la avenida Dr. Leopoldo Río de la Loza. Al iniciar la última década del siglo XIX, en los documentos oficiales ya se hablaba del «extinguido» panteón del Campo Florido.

Como en esta ciudad el proceso de desaparición de un cementerio ha sido, o bien muy rápido o bien escandalosamente lento, siempre que uno revisa los archivos antiguos se encuentra con historias de horror: en el Campo Florido sucedieron derrumbes de bardas y monumentos; y sólo hasta 1894 el Ayuntamiento asumió la totalidad de la situación y propuso la traza de calles en los terrenos del cementerio: nacía la Colonia de los Doctores y el proyecto engullió al maltratado panteón.

Viendo cómo estaban las cosas, los amigos de Acuña se aplicaron a rescatar los restos del poeta, y en 1890 se le exhumó y se le llevó al panteón de Dolores, endiabladamente lejano, pero sólido y sin problemas. Además, el ayuntamiento, generoso, ofreció y puso una tumba de primera clase para acoger los despojos del poeta. Insisto en que Acuña fue afortunado, porque todavía en 1910 continuaban las exhumaciones del Campo Florido para trasladar restos a Dolores; primero aquellos que tenían familia o amigos que les reclamaran. A ellos se les canjeaba el lote del panteón clausurado por una nueva fosa. Pero a todos los que no tenían ya quienes vieran por ellos, fueron exhumados y trasladados en aterradora multitud, en un carro, para ser depositados en el osario del mismo Dolores. Puesto que la familia de Acuña estaba en la lejana Coahuila, y su hijo también dormía la eternidad en el Campo Florido, no había parientes que rescataran los restos. Por fortuna, sus amigos, leales, por un lado, y por otro encantados de prolongar la leyenda romántica, recogieron sus despojos y los pusieron a salvo hasta que en 1917 fueron llevados a la Rotonda de los Coahuilenses Ilustres, en Saltillo, donde aún permanecen. De lo que pasó con los restos del bebé Acuña Méndez, nota melancólica, no he encontrado ninguna referencia.

CHISMES, ESPECULACIONES, MALA FE.

Mílada Bazant, biógrafa de Laura Méndez Lefort, asegura que Rosario se dejó entrevistar en 1919, cuando tenía 72 años, por un sacerdote llamado José Castillo y Piña quien, en un libro de recuerdos publicado en quién sabe dónde, por quién sabe quién, ¡veintidós años después! o sea en 1941, vertió las confidencias de la presunta culpable directísima de la muerte de Manuel Acuña. Pedro Caffarel, otro biógrafo del suicida, afirma que Castillo y Piña era confesor de Rosario en los años de vejez de la dama y alude al mismo título de memorias..

Como ocurre a veces cuando se trabaja ese género peculiar que algunos historiadores contemporáneos desprecian, llamado biografía, es evidente que Bazant acabó por tomar partido por su personaje a la hora de hablar del asunto Acuña, para examinar un verdadero chisme, promovido por la mala fe de alguien que supo, en su momento, de todos los sucesos y dramas pasionales que hasta aquí he narrado; que presenció y probablemente fue partícipe de las maledicencias en torno a la poco convencional -para la época- vida personal de Laura Méndez y que, si hacemos caso a Bazant, que recupera los rollos del presbítero Castillo y Piña, contó Rosario en aquella ocasión.

Suena a chisme, verdaderamente se trata de un chisme: esta versión asegura que Rosario habló mal de Laura y de la manera en que se involucró «carnalmente» con Manuel Acuña, orillada por la desventura, el frío y una repentina calentura. Bazant dedica unas líneas a demostrar que la maledicencia es imposible, pues ubicaba el suceso en un trance de enfermedad y agonía del padre de Laura, en tiempos y fechas donde tales cosas no ocurrieron. El detalle sirve, no obstante para que la investigadora tilde a Rosario de la Peña de mezquina, de amargada y además de «ruin», si ella fuese la inventora de la perversa historia, porque esta Rosario que construye el chisme, habría asegurado que, desde esos tiempos, y enredado con Laura Méndez, le nació al poeta la idea de suicidarse.

Especula Bazant si estas confidencias hechas por Rosario al cura Castillo y Piña no tuvieron el secreto impulso de los celos: celos de no haber sido la única en el corazón de Acuña. Si algún día damos con la referencia seria de esta entrevista, y la diéramos por sólida, parecería que el fin ulterior perseguido por Rosario sería endilgarle a Laura Méndez el dudoso honor de ser la culpable del suicidio del coahuilense y sacarse de encima cualquier responsabilidad que ella hubiese podido tener, pese a lo que en su momento dijera Ignacio Manuel Altamirano.

Los maledicencias en torno a la tragedia de Acuña no tienen una única fuente: Bazant recupera otra historia, publicada en la biografía de Acuña que Francisco Castillo Nájera dio a conocer en 1950, publicada por la Imprenta Universitaria, y que culpa al Romancero, al entrañable Guillermo Prieto, de todo cuanto de trágico se desencadenó en la vida de Manuel Acuña.

Habituados los capitalinos de buena parte del siglo XIX a ver a Guillermo Prieto en calidad de cronista, testigo o protagonista e la mitad de los hechos notables ocurridos en el país, hasta raro sería que en esta historia, cuyos protagonistas son escritores, poetas y periodistas, estuviera ausente el travieso y vivísimo Fidel.

La conseja recuperada por Bazant señala que don Guillermo le tenía viva antipatía a Acuña por haberle «volado» a una chica a la cual el Romancero galanteaba: Laura Méndez. El origen de esta narración está, evidentemente, en que Prieto fue maestro de Historia de Laura en la Escuela de Artes y Oficios, de la cual, como ya he contado, el poeta, periodista y político, aparte de dar clase, formaba parte de la Junta Directiva.

Hay que decir que, para 1867, año de creación de la escuela, Guillermo Prieto era ya un señor que le pegaba al medio siglo, que, en aquellos días, significaba estar dentro de ese conjunto que hoy llamamos «de la tercera edad». Un viejo, pues. Si a ello le agregamos que don Guillermo sí parecía viejito -barbita, güero y canosón- desde los años de la Guerra de Reforma, su aspecto de venerable abuelito empezó a promoverse cuando al buen hombre todavía le quedaban treinta años largos de andar en este planeta.

Y no sería la primera vez que Prieto, con su pasión por andar metiéndose en lo que le importaba y en lo que no le importaba, sería personaje de chismorreos y anécdotas: una conseja, esta sí completamente falsa, con un montón de pruebas, lo señalaba como el facilitador inconsciente de la muerte de Benito Juárez… envenenado. Una vieja tradición, que lleva décadas entusiasmando a los partidarios de la derecha católica antiliberal, asegura que Juárez murió envenenado con el extracto de una planta llamada veintiunilla -porque a los 21 días exactos de ingerirla se va uno a criar malvas-,  administrada por una mujer que, enferma de rencor por el triunfo liberal de 1867, que le había costado la existencia del amor de su vida, se había apersonado en la capital cinco años después, y, haciendo gala de su belleza y uso de su encanto, había fascinado al pobre de don Guillermo, que no vaciló en llevarla a la ópera y a una tertulia donde estaba el presidente. La vengadora en cuestión se las habría arreglado para verter en la copa del presidente oaxaqueño un poco del veneno fatal, con las consecuencias históricamente conocidas. A estas alturas del partido, esta narración se ha comprobado como falsa, no solamente por historiadores, sino por médicos interesados en el tema.

Lo que sí es cierto, narrado en diversos testimonios, es que don Guillermo dio clases largos años en la Escuela de Artes y Oficios, y las colegialas lo apapachaban, lo acompañaban y cuidaban de él. Este chisme que lo involucra en el caso Acuña afirma dos cosas: la primera, que Prieto, insigne poeta, veía mal, por simple competencia profesional, el talento del joven Acuña. La segunda, que el Romancero porfiaba en cortejar a Laura Méndez, y cuando fue sabido que ella andaba en relaciones amorosas con el poeta joven, a don Guillermo lo invadieron los celos y la mala voluntad, mismos que lo llevaron a contarle a Rosario todo lo que sabía de la vida amorosa de Acuña, provocando que la musa echara de su vida al de Coahuila con cajas destempladas, para llevarlo derecho al suicidio.

Probablemente esa fue una de las muchas cosas que en su momento se dijeron acerca de los móviles que pudo tener Manuel Acuña para quitarse la vida. Finalmente, algunas de estas historias fueron confirmadas y otras aclaradas por Rosario cuando llegó el cincuentenario luctuoso del poeta malogrado y la, para entonces, viejecita, se encontró con uno de esos personajes aún extraños en la vida cotidiana del México de la tercera década del siglo XX: un reportero.

01
Ene
15

Adiós a diciembre: muerte y funeral de Manuel Acuña.

Manuel_Acuña

 

No existe sino esta imagen del que fue estudiante de medicina y poeta Manuel Acuña. Quiso el azar que llegara a mis manos un volumen recién editado por Conaculta en el otoño de este año que se va, y que contiene la poesía completa del trágico saltillense. Es en este diciembre que hoy acaba cuando se cumplieron 141 años de que este hombre decidió hacer mutis por voluntad propia y se administró una considerable dosis de cianuro para dejar de sufrir de amores, para dejar de tragar depresiones y para librarse de unos cuantos problemas.

Con su suicidio ocurrido el 6 de diciembre de 1873, el poeta consolidó su halo trágico, se afirmó como uno de los grandes personajes dramáticos de la república de las letras del México decimonónico, dejó su obra a salvo del olvido masivo, y de paso, se llevó por delante la tranquilidad y algo de la reputación de la señorita Rosario de la Peña, cuya imagen y prestigio se quedó anclada para siempre a las broncas existenciales del poeta, transformada en el personaje casi central del famosísimo «Nocturno», y digo «casi», porque como recordará bien la honorable concurrencia, por encima de todas las cosas, «como un dios», estaba la santa mamacita del señor Acuña.

Invariablemente se recuerda a Acuña por su sonadísimo final, aunque la mayor parte del público masivo solamente conozca de él el «Nocturno» y ese otro poema tan a juego con su vocación autodestructiva, «A un cadáver».  Bien dice mi querido amigo don Susanito Peñafiel y Somellera que Acuña y sus compinches, los románticos de la segunda mitad del siglo diecinueve, eran como los emos de entonces.

Aún hoy, en el muro sur del hoy Museo de Medicina de la UNAM, sede de la Escuela de Medicina en tiempos del poeta, y en alguna época palacio inquisitorial, se conserva una placa, colocada por esa interesantísima empresa que fue la Cigarrera El Buen Tono, donde se señala que, del otro lado del grueso muro, en un espacio que hoy está dedicado a la exposición permanente del lugar, estuvo la habitación que ocupó -y en la que murió- el estudiante de medicina Acuña. Es claro que el lugar le encantaba, con toda su carga histórica negativa, con un añadido que seguramente le resultaba sumamente atractivo.

Esa celda de humilde estudiante era la misma que, poco más de una década antes, había ocupado otro alumno de la Escuela de Medicina que también le hacía a la poesía y a la narrativa: Juan Díaz Covarrubias, amigo muy querido de Ignacio Manuel Altamirano, y que pasó a la historia política del país no tanto por su aún joven obra, ni por sus simpatías liberales, sino porque, con algunos otros aspirantes a médicos y algunos ciudadanos sin peculiaridades, murió asesinado en abril de 1859, en uno de los incidentes más feos de la guerra de Reforma, que le proporcionó al bando liberal su dotación de mártires. De hecho así se les conoce aún tantos años después: los Mártires de Tacubaya,  convertidos en tales por el que es verdaderamente el villano químicamente puro de la historia mexicana, y del que los desmitificadores no han dado plena cuenta (probablemente porque no lo conocen): el general Leonardo Márquez. Todo el asunto, bastante trágico ciertamente, y fuente de sistemático rencor liberal contra los conservadores, dio para mucha poesía, muchos manifiestos y muchas conmemoraciones a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX. Acuña, que probablemente hallaba algunos puntos de coincidencia entre su propio perfil y el de Díaz Covarrubias, le escribió un largo poema al colega malogrado, donde se halla una décima, la única que yo conozco, dedicada al Tigre de Tacubaya:

Un monstruo cuya memoria

casi en lo espantoso raya,

el que subió en Tacubaya

al cadalso de la historia,

sacrificando su gloria

creyó su triunfo más cierto,

sin ver en su desacierto,

y en su crueldad olvidando,

que un labio abierto y cantando

habla menos que el de un muerto.

A ratos, ha surgido alguna especulación en torno a la muerte de Acuña, según la cual, el coahuilense habría sido asesinado. Tal es la idea que sostiene el periodista César Güemes en su novela, editada hará unos cinco años, titulada «Cinco balas para Manuel Acuña», donde sostiene que una mirada al entorno, a lo que vivía el poeta en aquel diciembre de 1873, no da solidez al principio de autodestrucción que lo habría llevado al suicidio. Tal es su interpretación del pasado.

Pero una lectura atenta de ese mismo diciembre de 1873, del pasado inmediato que había vivido Acuña, de sus problemas personales, que no eran pocos, de su no muy sólida salud, de sus altibajos anímicos  y de este volumen que reúne su poesía, permiten ver a un personaje que a lo largo de ese año fue clavándose en la contemplación de la muerte, en el elogio de la muerte que a su fragilidad emocional comenzó a parecerle indiscutiblemente atractivo.

Muerto a los 24 años, Acuña tuvo tiempo de hacer unas cuantas cosas más que enamorarse de Rosario de la Peña.  Llegado a la ciudad de México a los 16 años, sus inquietudes literarias lo llevaron a formar parte de esa espléndida pandilla liberal que, pasada la época de la confrontación armada, y pastoreados de buena de por don Nacho Altamirano, vivían en redacciones y tertulias, escribendo y reconstruyendo el mundo que habían ganado a fuerza de guerrilla de pluma, la mayor parte de ellos, y con la espada añadida, en los casos concretísimos del propio Altamirano, Vicente Riva Palacio y algunos otros a los que les gustaba la grilla combinada con las  letras.

Es muy probable que Acuña llegara a este ambiente del brazo de su cercanísimo amigo Juan de Dios Peza, que desde que era un chamaco quinceañero andaba en las reuniones donde Prieto lo apapachaba, el Nigromante le corregía los poemas y Altamirano lo enrolaba en sus proyectos culturales. Lo cierto es que Acuña adoptó muy pronto el ideario liberal. Y si hacemos caso a Peza, quien cuenta que Altamirano «mimaba como hijo» al muchacho de Saltillo, era inevitable que el joven poeta acabara involucrado, como ocurrió en las grillas y peleas a las que don Nacho era muy aficionado, empeñado como estaba en pisotear de mala manera a los bichos conservadores que, agazapados en sus nidos después de la derrota de 1867, aguardaban alguna circunstancia favorable para reaparecer.

Eso explica que Acuña publicara escritos y poemas en varios periódicos de aquellos años, entre otros, El Libre Pensador, periódico que armó don Nacho con la intención de apalear a los conservadores católicos que hacían una cosa llamada La Voz de México, que primero apareció como una agrupación que aspiraba a promover el ejercicio de la caridad y el apoyo a los necesitados y que luego decidió hacer su publicación de evidente corte conservador y cuyos autores vivían agarrados de la greña, sistemáticamente con Altamirano, quien los pateaba y fustigaba cada vez que tenía tiempo y ganas -que era casi siempre- y los otros le repelaban y rezongaban en sus páginas. Receloso Altamirano, como seguramente lo estaban algunos de sus amigos en el gobierno, de que los conservadores intentaran rehacer su presencia pública, decidió, en complot con algunos de sus amigos, hacer un periódico, «El Libre Pensador», dedicado a fastidiar conservadores por la vertiente del debate político y la reflexión religiosa.

«El Libre Pensador» tuvo una corta vida, pues se suponía que el periódico iba a ser subvencionado, es decir, financiado por la mano generosa del gobierno juarista. Pero ocurría que el gobierno juarista siempre andaba escaso de fondos, y lo que ofrecía pagar lo pagaba escasamente y tarde. No obstante, Altamirano estaba en toda la disposición de ayudar, y embarcó a varios de sus amigos en el proyecto, ya fuera para editar, como ocurrió con José Batiza, quien apareció como director del periódico, ya fuera para traducir, como hizo con el músico y botánico alemán Luis (Ludwig) Hahn o para aportar trabajo poético, como hizo con Acuña. Pero en ese 1870, donde la grilla y el esfuerzo por apretar la piedra sobre la cabeza de las alimañas conservadoras, convirtió la conmemoración del 5 de mayo en un asunto apoteósico, apareció el Libre Pensador como órgano de la Sociedad de Libreprensadores y Manuel Acuña dio a conocer un poema en honor de Melchor Ocampo, asesinado en 1861 por una gavilla de conservadores en derrota pero llenos de rencor. En esas andaba también el muchacho Acuña, hasta que el periódico, por falta de fondos -nunca le dieron a don Nacho la subvención prometida- cerró, lo que ocurrió a fines de ese mismo año.

Se equivoca quien imagine a Acuña solamente haciendo poesía por pura estética: incursionó en la poesía patriótica en torno a la conmemoración del 5 de mayo, e hizo varias composiciones respecto a la conmemoración del inicio de la guerra de independencia, y el largo poema a la memoria de Díaz Covarrubias era más que la mera simpatía por el colega asesinado. Era inevitable, en tiempos de la República Restaurada, estar metido en el mundo de la literatura y los periódicos y no inmiscuirse en los intensos agarrones políticos que caracterizaban la vida intelectual de la época.

Grillas aparte, si seguimos con atención la trayectoria que describe la poesía de Acuña, advertimos sus pasiones, sus aficiones y sus amores. Hay varias composiciones dedicadas a la Sociedad Filoiátrica y de Beneficencia de los Alumnos de la Escuela de Medicina, todas ellas centradas en el deber ético y moral del médico. A medida que avanza el ordenamiento de la poesía de Acuña toda ella publicada en periódicos y revistas, y solamente compilada al año siguiente de su muerte (1874) aparecen temas que hablarían, en el lenguaje de la época, de la fragilidad de sus emociones y de su espíritu, impresionado por la finitud de la vida, trátese de médicos, de actrices de la época o del mismísmo Ruiseñor Mexicano, doña Ángela Peralta.

Ese es el proceso de inquietud, de depresión que se refleja en la poesía de Acuña. Si se articula el contenido de su obra con las escasas memorias que de él nos dejaron sus contemporáneos, tenemos a un coahuilense de temperamento depresivo, de salud débil, adicto a un café que Peza describe espesísimo, generalmente sin un centavo. A Altamirano, que también le daban esos ataques melancólico-depresivos (nada más que él se los aguantaba a valor mexicano), le debe haber inspirado simpatía y le nació alguna peculiar identificación con el joven Acuña.  El suicidio del coahuilense, sus rebotes, enredos y ramificaciones, se iba a convertir en uno de los chismes más sonados del mundillo intelectual -que no dejaba de ser una élite- del México de la República Restaurada.

Cuando el 6 de diciembre de 1873, Juan de Dios Peza encontró muerto a Acuña en su cuarto de estudiante, el sentimiento colectivo fue aparatosísimo. Exaltado, y en un ataque de acelere, Nacho Altamirano se lanzó a la casa de Rosario de la Peña, distante unas pocas calles de su domicilio -la casa que fue de Altamirano aún existe en la esquina del Eje Central Lázaro Cárdenas y Tacuba, y la de Rosario estaba en la calle de Santa Isabel, donde hoy se encuentra el Palacio de Bellas Artes-, entró corriendo hasta las habitaciones de la muchacha, y le gritó: «¡Rosario! ¿qué ha hecho? ¡Acuña se acaba de matar por usted!»

A la distancia, y con lo que hoy sabemos del incidente, la frase puede verse como uno de los arrebatos de don Nacho, que en ocasiones se aceleraba, y hablaba o escribía al calor de sus exaltados sentimientos, y en algunas ocasiones hubo de retractarse o intentar componer el exabrupto. Que sepamos, Altamirano no se retractó esta vez.

En cuanto al «Nocturno», tenido por muchos como lo último que hizo Acuña antes de envenenarse, asegura Juan de Dios Peza que tenía, por lo menos, tres meses de andar rebotando en las tertulias y reuniones del círculo del poeta, e incluso ya se lo sabían. Sin embargo, en el imaginario colectivo se quedó como el último poema escrito por el suicida.

El funeral de Acuña resultó bastante aparatoso. La Escuela de Medicina entera, con el doctor Leopoldo Río de la Loza, entonces director, a la cabeza, lloraron y negociaron para que, en vez de que el cadáver se llevara al hospital de San Pablo, que después se llamó Juárez para hacerle la autopsia, ésta se le hiciera en la propia escuela. A la hora de la hora no le hicieron autopsia: les bastó con el testimonio de Peza y algunos otros compañeros que acudieron a los gritos del amigo del alma, que reconoció, como escribió, «el olor de las almedras amargas» en los labios de Acuña, que identifica a quienes se han administrado un cafecito endulzado con unas cuantas cucharadas de cianuro. Peza añade que con una bombita sacaron del estómago del cadáver lo que quedaba del veneno, y ahí se acabó la historia.

Llevaron a Manuel Acuña al Panteón del Campo Florido, en lo que hoy es la colonia de los Doctores. Era un cementerio de pobres, y quizá en el mitote del suicidio y el sepelio, les pareció más adecuado que el Panteón General de la Piedad (que estuvo en lo que hoy es la orilla sur de colonia Roma y que desapareció a principios del siglo XX). Si en algo valió en esos momentos la opinión de Altamirano, debe haberse inclinado por el Campo Florido, primero porque nadie nadaba en oro, y en segundo término porque, unos meses antes, en septiembre, don Nacho, en su calidad de primer secretario de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, se había visto en la necesidad de sepultar en La Piedad a Luis Hahn, integrante de la organización, compañero de grillas y amigo querido, que había muerto solo y pobre. Para cuando se enterró allí al bueno del profesor Hahn, ya se habían ido al caño todas las expectativas que el Ayuntamiento, la ciudad entera y Altamirano en particular (él había pronunciado, un año antes, el discurso inaugural), tenían sobre un cementerio que se anunció como moderno e higiénico.

A fines de septiembre de 1873, el médico responsable de supervisar las buenas condiciones del Panteón de la Piedad, notificó al Ayuntamiento que urgía arreglar el cementerio y armarle un buen desagüe, porque el lugar se anegaba brutalmente en época de lluvias. Además, cada vez que se cavaba una fosa, apenas se llegaba al metro de profundidad y ya empezaba a brotar agua del suelo. El cementerio había sido un fracaso, y aún faltaban tres décadas para que el Ayuntamiento se decidiera a desaparecerlo. Sabiendo todo esto, optaron por enterrar a Acuña, con el dinero obtenido por colecta, en el Panteón del Campo Florido, que tampoco era una maravilla, como ya se sabía y se iba a comprobar años después.

Salió el cortejo de la plaza de Santo Domingo y cruzó las pequeñas calles para salir a San Francisco (hoy Madero),  y tomar luego por la vieja San Juan de Letrán y el Niño Perdido -en sentido contrario de como hoy fluye el Eje Central Lázaro Cárdenas- y en la calle del Hospital Real dieron vuelta a la derecha para entrar directo al cementerio. La única huella que hoy queda de ese cementerio, es la iglesia que sobrevive.

Allí quedaron los restos de Manuel Acuña, y la historia trágico-romántica de sus amores fracasados, porque Rosario de la Peña nunca le correspondió, quedó en la imaginación del pueblo, donde permanece hasta ahora. Porque la parte del sonadísimo enredo sentimental entre Acuña, Rosario, dos mujeres más, un amigo del poeta, y hasta Guillermo Prieto e Ignacio Ramírez, todo mundo se la calló, a pesar de que era asunto muuuy sabido. Enterrado Acuña a principios de diciembre de 1873, unas pocas semanas más tarde, en enero de 1874, se daba sepultura, en el mismo Campo Florido, a un bebé de unos pocos meses, llamado Manuel Acuña Méndez, hijo del suicida. La madre era la misma Laura a la que el poeta le había dedicado hacía mucho un largo trabajo. De ella, poeta y escritora con mérito propio, de los enredos con un par de viejos liberales, uno de ellos enamorado y otro con pasión por el chisme, y de lo que finalmente contó Rosario medio siglo más tarde, les cuento mañana, el año que viene, que espero nos sea propicio a todos.

 

 

 

 

 

07
Mar
11

Memorias de otros días: la muerte de don Nacho Altamirano 3

Joaquín Casasús escribió en Washington la crónica de la muerte de don Nacho en 1906.  La dirigía a Micrós (Ángel de Campo),  también antiguo alumno de su suegro. El abogado devenido en embajador estaba atacado de la misma nostalgia del hogar que Altamirano había sentido en París. Mucho le había consolado, en su misión diplomática en Estados Unidos, que un buen amigo (Micrós) se asomara a la casa de la calle de los Héroes para ver cómo andaban las cosas, y reportar que la amada biblioteca se mantenía a la espera del día en que su propietario volviera a acariciarla. Curioso que Casasús se refiera su casa como ubicada «en la calle de Humboldt», aunque la duda se disipa si recordamos que la calle de Héroes, en aquellos años en que no había este cruce monstruoso de avenidas en Hidalgo y Paseo de la Reforma, se abrió en continuación a la línea trazada por la calle de Humboldt, que aún existe, azarosa y discretamente, a grado tal que sorprende saber que la vieja y coqueta casa del Club Primera Plana dice estar en Humboldt. Héroes sería, de hacerle caso a algunos planes -y planos- que aún se conservan, la calle que llevaría al Panteón Nacional, historia de huesos ilustres, que finalmente nunca se construyó.

En ese proyecto de remodelación urbana es que había nacido el hogar de los Casasús. Los recuerdos compartidos con el amigo de muchos años lo motivó a recordar, y a rescatar la memoria de los últimos días del coronel Altamirano.  Comenzó por decir que, a su llegada a Europa, advirtió de la gravedad en que se encontraba don Nacho. Además, a la distancia, aseguró que Altamirano jamás se percató de que lo estaba matando la tuberculosis. Es más: papá Nacho se ufanaba de tener buenos y sanos pulmones porque, de chico, en su pueblo, los había fortalecido masticando trozos de ocote. Y, sin embargo, para los días en que se hallaban en San Remo, a ninguno de la familia le cabía duda de que la tuberculosis era el mal bicho que. lentamente, les arrancaba a su querido Papá Nacho.

La Villa Garbarino tuvo la virtud de reanimar a don Nacho: le encantaban los jardines, el sol del cual podía disfrutar en la terraza. Las semanas previas a la mudanza de alojamiento, hasta él mismo ya se había hecho a la idea de que moriría muy pronto. La belleza de la villa le reanimó. Incluso, se puso a hacer planes: estaba seguro de que viviría para ver la primavera, y aventó al cesto de la basura algunos proyectos de viajes por Europa, que la familia había fraguado, con la esperanza de verlo alegrarse al pisar algunos de los sitios emblemáticos de la cultura clásica, que tanto amaba. Ya no quería ir a Grecia, ya no se le antojaba visitar Roma, dejó de importarle conocer Alejandría. Quería, sin más, regresar a casa, a México. Y volvería, volvería, pero no en vida.

Cuenta Casasús que, si bien no era muy grande, la casa era muy cómoda, con balcones que miraban al mar, y desde ellos, en esos días, podía verse, a lo lejos, la isla de Córcega. En el jardín había naranjos, camelias y enredaderas. Emocionados por la alegría de don Nacho, la familia entera se puso a hacer planes: en abril, no bien  hiciese el mejor tiempo para viajar, se irían en vapor, desde Génova a Nueva York. De ahí, otro barquito los trasladaría a Veracruz, del puerto se irían por ferrocarril a la ciudad de México, y en coche, corriendo a casa, seguros de que, una vez en el hogar,  la vida del abuelo se prolongaría.

Y, sin embargo, la familia, en el fondo, se tragaba la desesperanza, el dolor de ver su querido enfermo todavía débil. El mismo Altamirano tenía tan claro el final de sus días, que desarrolló un ritual que enternecía a sus parientes, pero también les lastimaba el alma: todas las mañanas, al despertar, Héctor, el mayorcito de los hijos de los Casasús, entraba al cuarto de su abuelo, a saludarlo y, como se estilaba en ese entonces, a besarle la mano. Entonces, Altamirano tomaba la cabeza del niño entre sus manos, y le acercaba el rostro. Se entablaba cada mañana el mismo díálogo, originado en una obsesión: «el maestro no quería ser olvidado». Habla Casasús:

-«¿Tú sabes quién soy yo?

-Sí, papá Nachito -contestaba Héctor

-¿Y te has de acordar de mi?

-Sí  -respondía

-Y, ¿Cuando seas hombre, tendrás presente mi fisonomía?

-Sí  -volvía a contestar una vez más.

Y aquel diálogo se repetía siempre el mismo, todos los días; porque si él  podía conformarse con el olvido de algunos, con la ingratitud de muchos, con las veleidades de sus amigos y aun con los desdenes de su patria, quería que, cuando menos, mis hijos conservaran un culto a su memoria y lo amaran y lo veneraran siempre como el patriarca de la familia, como el que diera el pan a su madre, la instrucción a su padre, y el amor, la dicha y la felicidad a todos».

Hasta aquí Joaquín Casasús. Todas las mañanas, también, llegaba de visita el doctor Vio Bonatto, que atendía a don Nacho desde los días parisinos. Lo auscultaba, le aplicaba una inyección que no nos cuenta Casasús qué era, le administraba calmantes para paliar los ataques de tos que le impedían dormir -a mí se me ocurre que seguramente, entre esos medicamentos, habría algo así como perlas de éter, populares en el siglo XIX para broncas de tos, tuberculosa o no-  y luego se ponía a contarle historias heroicas a don Nacho; historias de las luchas italianas contra el papa y contra los austriacos; Altamirano debe haberse emocionado muchos con aquellas narraciones que tanto se parecían a las que él había vivido en México.

Fue Bonatto quien le presentó a la familia a un colega suyo, el doctor Maragliano, para que diese una segunda opinión. El resultado fue deprimente: el médico no sólo confirmó el diagnóstico de tuberculosis agravada por los otros males de don Nacho. Afirmó, con una seguridad que resulta escalofriante de leer, que Altamirano moriría en febrero. La familia, que deseaba con todas sus fuerzas que el médico italiano se equivocara.

Así transcurrió el fin de año, y supongo que una parte de enero. Casasús cuenta que se enfrascó en preparar un libro y una conferencia que debía pronunciar en Lyon. Marchó a hacer su encargo, y cuando volvió, se dio cuenta de que no había mejoría alguna; en efecto, Ignacio Manuel Altamirano se moría, poco a poco.

Una mañana, posiblemente a fines de enero, cuenta Joaquín Casasús, el día amaneció bueno y soleado. Don Nacho quiso sentarse en la terraza, y la familia tomó la idea como una buena señal: a lo mejor el abuelo se sentía mejor; tal vez tendría mejor destino; tal vez sí lograrían llevarlo a México con vida.

Pero no fue así. Una vez acomodado en la terraza, hizo que su yerno se sentara junto a él, y procedió, sin prisas a dictarle su testamento, para consternación de Casasús. Pero bien decía el antiguo discípulo: como don Nacho siempre había vivido pobre, no había fortunas de legar ni pleitos familiares que dirimir por adelantado. Tampoco tenía deudas. Lo más importante de aquel documento eran las diposiciones de Altamirano sobre el destino final de su cuerpo. Así, le dictó a Casasús:

«No quiero que me dejen en tierra extranjera; y como el medio más seguro para volver a la patria es la cremación de mi cadáver, después de que yo muera imponga usted su voluntad y mi deseo, y lleve a la patria mis cenizas».

No era extraña la precisión de la indicación de don Nacho. En aquellos tiempos era una absoluta extravagancia, teñida de herejía, que a alguien se le ocurriera incinerar sus restos. Peculiares como eran los mexicanos del siglo XIX, estaban muy acostumbrados a la idea de embalsamar cristianos al punto de la perfecta conservación, pero eso de incinerar cadáveres…. como se verá, la decisión de don Nacho, que católico al modo de su época, digamos que no era, armó cuatro o cinco mitotes domésticos cuando en México se supo del tema, pues algunas versiones indican que el cadáver de Altamirano fue el primero en ser cremado en el mundillo decimonónico mexicano.

Después de aquella mañana, ni don Nacho ni su yerno volvieron a hablar de la muerte.  Casasús opinaba que, liberado de sus inquietudes y dejando en él la responsabilidad de actuar como cabeza de familia, el escritor pareció descansar de sus inquietudes y temores. Pero, sabedores de que el final se aproximaba, la casa estaba silenciosa; prohibieron a los niños jugar y reír para no perturbar al abuelo en sus últimos días.

Una mañana de febrero, llegaron dos visitantes: un par de mexicanos, médico uno de ellos, que acudían a interesarse por la salud de don Nacho.  Esperanzados, rogaron al galeno examinara al abuelo enfermo. En amable conversación  transcurrió el examen, y al terminar, el doctor habló con la familia. Con alguna extrañeza les dijo que no escuchaba nada en los pulmones de Altamirano que indicara tuberculosis. Detectaba, en cambio, que el mal se hallaba en los bronquios. Tal vez era posible que el abuelo no padeciera la terrible enfermedad. Aconsejó que marcharan a Génova, a unas pocas horas en tren, con una muestra de la saliva de don Nacho. Allí, en el Instituto Bacteriológico, podrían confirmar su apreciación: el bacilo de Koch no era lo que mataba al antiguo coronel.

Toda la familia se esperanzó: a lo mejor sí era bronquitis; a lo mejor, con un poco de ayuda, Papá Nacho se repondría y regresaría a México a jugar con sus nietos en el jardín soñado en la calle de los Héroes.

Con presteza, Joaquín, Catalina y el pequeño Héctor, se aprestaron a emprender el viaje. En su cotidiana visita, el doctor Bonatto fue puesto al corriente de la opinión del médico mexicano. Su respuesta, que aquí cito del texto de Casasús, es una deliciosa muestra de cómo procedían los médicos antiguos, bien entrenados en el sentido originario de la semiótica: «Los médicos viejos -me dijo-  hemos diagnosticado siempre, sin temor de errar, la tuberculosis, tomando el pulso a nuestros enfermos. Jamás tuvimos necesidad, para el diagnóstico, de que Koch nos hubiera revelado la existencia del microbio que destruye el organismo humano». Todo un caballero, el doctor desechó la posibilidad de sostener una junta con su colega mexicano, y animó a los Casasús a marchar a Génova para convencerse: No había necesidad de discutir con el paisano del enfermo, dijo, «de cuya ciencia y experiencia no quería dudar».

Salieron para Génova el  lunes 13 de febrero. Llegados a la ciudad, y entregadas las muestras, en la mañana del día 14 tendrían en sus manos los resultados. Pero Joaquín y Catalina perdieron la noción del tiempo porque el pequeño Héctor se enfermó aquella noche.  Entretenidos en atender al pequeño, no se enteraron de lo que ocurría en San Remo: No bien se marcharon, la respiración de don Nacho se debilitó. Aurelio telegrafió a Génova: «Nacho, en agonía. Vénganse. Aurelio».  El deterioro fue rapidísimo, y, sabedor de que se trataba del fin, llamó a su lado a Aurelio y lo tomó de las manos. La cercanía de la muerte asustó al guerrerense que había peleado decenas de batallas sin pestañear.  Sabía que se estaba muriendo. Con la voz ahogada le dijo a Aurelio «¡qué feo es esto!»

 Quizá no haya mejores palabras para describir a la muerte. Quizá no haya expresión tan clara para explicar la certeza del fin, salida de la boca de alguien que ama la vida. Apenas don Nacho pronunció esas últimas palabras, murió.  Aurelio volvió a telegrafiar: «Nacho ha muerto. Aurelio».  Los enredos y los azares hicieron que Catalina leyese primero este último telegrama, y rompió en llanto. Solo entonces Casasús halló el otro mensaje. Se apresuraron a volver a San Remo, ese día 14, al mediodía.

En la villa Garbarino, Casasús se dispuso a cumplir la voluntad de su suegro. Pasó por el trámite necesario para sacar las cenizas de Italia, llevarlas a Francia y de allí a América. Para su buena suerte, en San Remo sí había horno crematorio, establecido por una asociación de librepensadores que deseaban dar destino similar a sus restos. Así, completó los trámites para incinerar a Altamirano.

Era 15 de febrero -escribe  Casasús que era Miércoles de Ceniza- cuando sacaron el cuerpo de la villa. En la entrada, se encontraron a una comisión de estos librepensadores, quienes, enterados de la muerte de un antiguo liberal (masón, por cierto), patriota y hombre de letras, deseaban homenajearlo, y acompañar el cuerpo al crematorio. Es cierto que también lo hacían por respaldar el procedimiento. Según Casasús, alegaron que Altamirano, con su última voluntad, iba a «dar un ejemplo a esta ciudad, digno de ser imitado y es muy justo que tomemos participación en esta que juzgamos importantísima ceremonia».

Joaquín Casasús recordaría que, horas más tarde, cuando regresó al crematorio, con una urna de madera de olivo, forrada de seda blanca por Catalina,  alcanzó a ver en el horno, que abrieron ante sus ojos, «una forma blanca, como el mármol, que iba deshaciéndose a medida que salía». Las cenizas hicieron el periplo que la familia entera había soñado para regresar a casa: San Remo-París-Nueva York-Veracruz-México. Al principio, se resguardaron en la tumba de un viejo conocido de don Nacho: don José María Iglesias. Después, reposaron durante años en una capilla que Catalina mandó hacer para su padre, en el Panteón Francés de la Piedad.

 Allí se quedaron hasta que, en 1934, en el centenario del natalicio de don Nacho, las trasladaron a la Rotonda de los Hombres Ilustres, después de grandes homenajes en la Cámara de Diputados. Allá le llevo flores en Día de Muertos, y algunos otros días al año. También saludo a su busto de bronce cada vez que voy al viejo edificio de la Secretaría de Educación Pública.  Ahora que veo tantos desfiguros públicos e impunes en la vida política e intelectual del país, me doy cuenta de que creo en muchas de las cosas en las que creía don Nacho: coherencia y honestidad, para empezar. Si él viviera, no me cabe duda que haría enormes corajes de ver tantas trapacerías como se cometen a diario.

Pero en fin, que, a su muerte, proliferaron los homenajes en París y luego en México. En uno de ellos, su amado discípulo, Justo Sierra, lo invocó: «Gracias, maestro. No nos has abandonado, no nos abandonarás».  Su linaje intelectual llegó hasta nuestros días. Alumnos suyos, que no de aula, pero sí de tertulia, debate y redacción de periódicos, fueron Justo Sierra, el fundador de nuestra Universidad Nacional, y Luis González Obregón, cronista y custodio de nuestro Archivo General. En sus manos se quedó el original de la espléndida novela que es «El Zarco», que, finalmente, se publicó 13 años después de aquel 13 de febrero de San Remo.

En la vejez de don Luis, un muchachito de ojos azules le ayudaba a ir y venir de la tertulia en librerías, y le leía en voz alta, cuando se quedó ciego. Ese chamaco creció en el mundo del periodismo. Se llamó Fernando Benítez, y además de ser uno de los grandes artífices y promotores del periodismo cultural mexicano del siglo XX, dio clases, por años, en la carrera de Periodismo y/o Comunicación de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Allí nos dio clase a muchos que ahora andamos en esto del periodismo. Era barquísimo con la escala de calificaciones, pero nos contaba decenas de historias deliciosas de este que Gabriel García Márquez ha llamado «el mejor oficio del mundo».

Como ya apunté, hubo en México quien se sacara feamente de onda al enterarse de que don Nacho había decidido ser cremado. Para variar, mi querido Guillermo Prieto entre ellos. Para una velada de homenaje, en junio de ese mismo 1893, don Guillermo preparó un extenso poema para el amigo muerto. Pero el asunto de la incineración, con todo y los argumentos de modernidad, higiene y libre pensamiento que se quisieran no le bastaban al anciano Romancero, de manera que deslizó unos cuantos versos al respecto:

…En el cadáver, la vida

de nosotros se transmite,

parece que oye, que admite

nuestra querella sentida.

Es la forma aunque dormida,

 son sus ojos, son sus manos…

mas la ciencia en sus arcanos

quiere que todo sucumba

haciendo un fraude a la tumba

y una burla a los gusanos…

Lo dicho: don Guillermo era fantástico. Vaya puntada. Don Nacho debe haberse carcajeado, a dondequiera que haya ido.

05
Mar
11

Memorias de otros días: la muerte de don Nacho Altamirano 2

Las cartas que don Nacho Altamirano escribió en Europa nos revelan dos enfermedades peculiares, quizá más graves que todos los achaques que ya padecía: la melancolía y la nostalgia. Esa frase de su papel membretado me encanta: «Lejos de los ojos, cerca del corazón».  Desde su establecimiento en París, Altamirano vivía sentimientos hasta cierto punto encontrados. París le gustaba, pero México le hacía falta con todo lo que ello implicaba. Los volúmenes de cartas escritas por don Nacho en esos sus últimos años de vida fueron considerables, sin contar los paquetes que iban y venían entre México y Francia. A don Nacho le llegaban cajas enviadas por Catalina, que contenían cualquier cantidad de sabrosuras, para que el escritor no sintiese tanto la lejanía: chiles, frijoles, chocolates. A veces le mandaban totopos, que se echaban a perder en la travesía, para gran disgusto del guerrerense. Zacates para el baño, liquidámbar y benjuí para la ropa de cama y para aromatizar el departamento de la calle Lafayette. A cambio, Don Ignacio y su esposa Margarita hacían los encargos domésticos para el matrimonio Casasús-Guillén Altamirano, que bien podía darse esos lujos: Joaquín Casasús ya era un exitoso abogado joven, establecido por su cuenta después de haberse formado en el despacho de Manuel Romero Rubio, el suegro de don Porfirio. Le iba bien, ganaba como para encargar a París los vestidos de su esposa, ropa de los niños y algunas curiosidades y caprichos. Algunas cartas de don Nacho nos dan idea de lo que era «encargar ropa a Francia»: «6 camisas de seda para Cata, 114 francos; 6 camisas para usted, 62 francos con 10 centavos. 6 Trajecitos de Héctor, 170.00; cartera con cifra oro, 70.00» Aparte iba una factura por «los vestidos de Cata», que sumaba la nada despreciable suma de mil 300 francos… Al despedirse, don Nacho apuntaba «… Mis besos a los muñecos… le envío mi corazón».

Los «muñecos» no son otros que tres de los seis hijos que tuvieron Joaquín y Catalina;  los nietos amadísimos de don Nacho, aunque solamente hubiese conocido, para los días de su partida de México,  a Héctor, el primogénito, pues los otros dos, Evangelina y Horacio, nacieron cuando el escritor ya estaba en Europa. Estos chiquitines, de cuya historia se ocupa su pariente, Carlos Tello Díaz, en el espléndido libro «El exilio. Un relato de familia», eran la adoración de don Nacho, que siempre había sido entero y bravo; bullendo en su juventud para unirse a las fuerzas liberales en los días de la Reforma o a las republicanas durante la guerra de Intervención. Años hubo en que su fogosidad y su, digamos, fundamentalismo liberal habían sido materia de escándalo: en 1861, cuando era diputado por primera vez, se aventó ante el pleno un formidable discurso para echar por tierra una ley conciliatoria, una amnistía para todos aquellos burócratas que hubiesen estado obligados a trabajar para el gobierno conservador en los días de la Guerra de Reforma. Esa ocasión se armó una gran bronca, porque el joven Altamirano aseguró, en la tribuna que, aún cuando tenía muchos conocidos «reaccionarios» (de filiación conservadora», él era partidario de cortarles la cabeza sin más, «porque antes que la amistad está la patria».

De más está decir que se armó un fandango memorable en la Cámara de Diputados por tamañas afirmaciones. Al día siguiente, ya le habían puesto un apodo al buen Nacho: «El Marat de los puros», que, en su momento, le satisfizo bastante. Ese discurso contra la amnistía es una de las grandes piezas oratorias de Ignacio Manuel Altamirano. Habla, con todas las incorrecciones políticas que los timoratos del siglo XXI le quieran ver, de cuestiones de principios, de esos que ahora muchos no conocen y que, en eso que hoy conocemos por partidos políticos, no han visto pero ni en fotografía. Hay que recordar que eran días difíciles los inmediatos al fin de la guerra de Reforma. Ese congreso de junio de 1861 vivía en la consternación por el asesinato de Melchor Ocampo, a manos de las gavillas conservadoras que aún andaban sueltas por los caminos. Indignados, con ganas del desquite, los liberales habían intentado cobrar venganza con las armas en la mano, y el resultado eran dos cadáveres más: el de Santos Degollado, que así intentaba lavar la mancha (para que vean como la bronca liberal-conservadora lastimó tanto al país) de haberle sugerido a Juárez algún nivel de conciliación con los enemigos, y el de un joven militar, gran promesa y esperanza del bando liberal: Leandro Valle. No extraña que en el seno de aquel congreso los ánimos estuviesen tan caldeados. Por eso, ni Altamirano ni los más radicales entre los liberales estaban dispuestos a dejar pasar una amnistía: «… no sería la palabra de perdón, no sería la caricia de la fuerza vencedora a la debilidad vencida;  sería una capitulación vergozosa, un paracaídas, una cobardía miserable….»

Ese es el Altamirano de 1861; el de 1891, cuando tiene 57 años, ya se ha asumido como un anciano, preocupado por lo que ha de ser el resto de su vejez, el destino de los que ama, y deslumbrado por sus nietecitos. Al contar con su yerno, que lo adora, apunta que ya se siente tranquilo, porque, a su muerte, nadie de los suyos se quedará desamparado.  Al hijo político no sólo le agradece ser su sucesor como jefe de la familia y esposo amoroso de su hija predilecta, «la perla de mi corazón, cuyo cariño embalsamó literalmente mi existencia desde que era pequeñita»; también le tiene gratitud por darle a los nietos: «…nació Héctor, y ese pequeñuelo que me hizo saborear toda la dicha del amor del abuelo acabó por ser mi gran ídolo; luego vino Evangelina, justamente cuando iba yo a ausentarme; pero me vine pensando en ella y creció en mi cerebro; después vino Horacio y también crece en mi alma, y lo conozco y lo beso todos los días, como un loco que besa a su sombra, en suma, que creó usted un hogar, que no forma más que uno con el mío y que contiene a los únicos dioses que yo adoro». El liberal bastante descreído, al modo de su maestro el Nigromante, había encontrado, en su descendencia, la adoración llena de fe y de amor que es tan fácil de cultivar respecto a nuestros niños pequeños.

Por eso, cuando en las cartas, Casasús le pone al tanto de la compra de un terreno aledaño al de la casa de la calle de Héroes, a fin de ampliar el jardín, la respuesta de don Nacho es, sencilla, emocionadamente feliz. «Ese jardín es mi sueño». Quería dedicarse a la jardinería en su vejez, y enriquecer el lugar con plantas que pensaba llevarse de Francia para México. En ese último año de su vida, ya había decidido: regresaría pronto a casa, tan pronto como estuviese fuerte para cerrar la experiencia diplomática y viajar.

La lectura de la correspondencia también sugiere que estaba más o menos hasta el gorro de varias cosas: de las grillas y de los negocios no tan honestos que de repente veía pasar ante sus ojos, y que, encontrando su resistencia, dada su calidad de cónsul, hallaban terreno fértil en la oficina del embajador. Especialmente le cayó mal un fulano de apellidos Cuenca Creus, que molía y molía por una subvención para hacer no sé que mugroso periodiquillo -nada nuevo bajo el sol; no hará muchos años que llegué a ver todavía, y fastidiando en pasillos del gobierno federal, a alimañas de este tipo, cuya sola habilidad es ser zalamero combinado con servil, recursos que les valen ante los egos enloquecidos y chiquitos de algunos funcionarios-. Como don Ignacio lo mandara al infierno sin escalas, el pillo acabó sacándole dinero al ambajador.  A veces tocaba estos temas en las cartas con su yerno. A fines de enero de 1892 -casi un año antes de su muerte-, a propósito de un buque de nombre Zaragoza, encargado por el gobierno mexicano y cobrado, según cuenta don Nacho, a un precio escandaloso que incluía un beneficio muy gordo para uno o dos involucrados: «Han robado al gobierno y han cobrado con exceso», refunfuñaba, pero, al mismo tiempo, reclamaba veladamente: «el presidente que me tiene aquí, y que sabe que soy honrado, ¿por qué no me dice nada?» Tantos años después, yo ensayaría una respuesta: precisamente por eso, porque don Porfirio conocía de muchos años a Altamirano y sabía que nunca iba a entrarle a encubrir o facilitar ese tipo de compras con estafa incluida que, hasta cierto punto, resultan inevitables en los recovecos burocráticos, por más candados que se le pongan a las compras con dinero público. Siempre hay un voraz dispuesto a sacar el mayor provecho posible. Don Nacho fue funcionario por breves periodos, y siempre acababan por hastiarle esas conductas que percibía en muchos sitios: la voracidad, la deshonestidad y la costumbre de beneficiarse o de permitir que terceros se beneficiaran del dinero público. Unos cuantos que yo me sé deberían leer, en este 2011, cuando el descrédito los ha alcanzado por estas mismas razones, algunas de las cartas francesas de don Nacho Altamirano.

Las enfermedades le amargaron bastante la vida a don Nacho el año anterior a su muerte. Por las cartas, sabemos que con frecuencia le daba lata la diabetes. Debo admitir que no me he metido a averiguar cómo eran los tratamientos hace poco más de un siglo, pero al pensar en cómo comían y cómo bebían nuestros liberales, antes no se murieron todos de muchachos, víctimas de infartos fulminantes. Nomás de ver lo que se zampó don Benito la noche anterior a que le diera el infarto que lo mandó a la tumba, es para que a cualquier nutriólogo le flaqueen las piernas. Por Guillermo Prieto y Manuel Payno sabemos que toda esa generación de ilustres era de buen comer y beber, y la mitad de sus tertulias estaban aderezadas de buena comida y de buena bebida.

Así las cosas, resulta espeluznante leer las relaciones de los males de don Nacho. Sobre la diabetes, su principal padecimiento, escribió a su yerno en octubre de 1892 (cuatro meses antes de morir), después de un par de meses de no hacerlo, explica, aparte de que le había dado  cólera, «no con todos sus caracteres, pero sí bastante fuerte», las molestias del cuadro diabético. Cuenta que, a causa del cólera,  había quedado hecho un palillo, y que se había mandado a analizar la orina: el resultado indicaba que «eliminaba 39 gramos de azúcar cada 24 horas». Parece que por esos días hubo un brote epidémico de «cólera asiático» en París del que el cónsul mexicano no se escapó.

Así era el ánimo, entre melancólico y esperanzado de don Nacho a lo largo de 1892 y así seguiría a principios de 1893. En 1892 pensó en pedir una licencia para ir a México durante 5 meses, y conocer a sus nietos. Pero ese mismo año se mudó de domicilio -cuenta que ya no cabía en el departamento de Lafayette, y en el cambio hizo gastos que, le explicaba a su yerno, no le permitían gastar en todo lo que implicaba el viaje. Ya estaba en San Remo a mediados de diciembre de 1892, y aguantaba los regaños cariñosos que seguramente le propinó la familia por no atenderse a fondo. Seguramente los reclamos también venían de los Casasús, que acababan de llegar a reunirse con don Nacho, Margarita y Aurelio. Pero tan malo y tan débil estaba, aún cuando juraba que «la diabetes había desaparecido», que admitió que se estaba «muriendo de inanición y de fiebre». Lo que más le fastidiaba era todo el cuadro de descompostura estomacal, que se remontaba a la disentería del sitio de Querétaro, de la cual nunca se había recuperado ni por el mentado vasito de agua de Seltz recomendado por Maximiliano, y que, a partir del cólera, seguramente había terminado de afectarlo a profundidad. Encima, en San Remo se le manifestó algo que los médicos le diagnosticaron como bronquitis.

 Así andaba cuando accedió a irse a la Villa Garbarino: tan débil que lo trasladaron sentado en un sillón, y envuelto hasta la cabeza en mantas, para que no le diera el aire. Aurelio lo ayudaba a subir y bajar de la cama. En alguna otra carta achaca a los problemas gastrointestinales  el «profundo abatimiento físico y moral» que ni la llegada de su familia -los Casasús con las otras hijas de don Nacho y la tribu de nietecitos- había podido disipar.  Era lógico, su salud estaba muy quebrantada; muy probablemente él ya era consciente de su gravedad.

Varios años después de la muerte de su suegro, hacia 1906, Joaquín Casasús escribió una carta larga, dirigida a  Angel de Campo, Micrós, donde contaba cómo habían sido esos últimos días, en Italia, de don Nacho Altamirano. El testimonio, por conmovedor, y por la larga despedida de la vida que hizo «Papá Nacho» como le llamaban sus nietos, merece su propio espacio en este Reino.

03
Mar
11

Memorias de otros días: la muerte de don Nacho Altamirano 1

Estos días recientes, por peculiares azares y obsesiones, han traido a la mesa de este Reino, libros, materiales, detalles que me llevan a darle vueltas a los asuntos de la memoria, del recuerdo, del olvido. Memorias del pasado y del presente, huellas de eso que llamamos «pasado inmediato», los mecanismos del recuerdo, las obsesiones que nos permiten mantener vivos algunos recuerdos, unos emocionados y vitales, otros oscuros y atormentados. Los recuerdos. E, inevitablemente, su antídoto, el olvido, que a veces cura; el olvido que cae en las horas de inquietud para hacerlas menos duras, para aplacar la ira, para paliar el dolor, para limar las cicatrices que la vida nos deja, poco a poco.  

Los vértigos de los últimos días hicieron que, por poco, se me pasara el aniversario, el pasado 13 de febrero, de la muerte, ocurrida en 1893, en una villa italiana, de don Ignacio Manuel Altamirano. Era febrero, y era San Remo. A instancias de Joaquín Casasús, casado con Catalina Guillén-Altamirano, amadísima hija adoptiva de don Nacho, la familia se había trasladado a una de estas fincas con jardines donde «pasar el invierno», una expresión que hoy se antoja un tanto pasada de moda, era una realidad persistente. Si acá, en la ciudad de México, las familias pudientes se iban a pasar el verano a sus casas de campo en… Tacubaya… o en San Ángel…

 A Joaquín Casasús se le había partido el corazón al llegar a San Remo y encontrar a Altamirano, a su esposa Margarita y a su hijo adoptivo, Aurelio, en un alojamiento que se conocía como la Pensión Suiza. El que en esos días de 1893 era un joven. próspero y ya influyente abogado, opinó que la dichosa pensión estaba ahogando a su suegro y maestro. «El, acostumbrado a vivir al aire libre, a respirar el de las montañas del sur, a llevar una vida siempre activa…». Resulta peculiar la reconstrucción de los recuerdos que, en 1906, hacía Casasús: Altamirano no pisaba su tierra, Tixtla, desde 1867,  cuando se dio memorable agarrón con don Diego, hijo de Juan Álvarez, antiguo insurgente y cacique -las cosas, por su nombre- del estado de Guerrero. En sus años de formación, Altamirano había crecido al amparo y protección política de don Juan, y le tenía una lealtad a toda prueba al «Viejo León», como solía llamarle al insurgente, un anciano en los días de la Intervención, y a cuyos oficios y grillas se debía la existencia del estado de Guerrro.  En cuanto al hijo, la tonada era muy diferente. Sencillamente, no se soportaba con Nacho Altamirano. En aquellos agitados días de la guerra de Intervención y los prolegómenos del sitio de Querétaro, Altamirano criticaba la falta de decisión de Diego Álvarez y lo acusaba de no poner demasiado, digamos empeño, arrojo y/o iniciativa en eso de unirse al resto de las fuerzas republicanas que se concentraban en Querétaro para dar la pelea final. Diego Álvarez, a cambio, lo acusaba de indisciplinado, de levantisco y de andar calentándole la cabeza al pobre de don Juan, que ya estaba bastante viejo, y al que, aparentemente, ya se le iba un poco la hebra y podía caer, de repente en estados de pánico cuando su antiguo protegido, es decir, don Nacho, le contaba de los riesgos de que a los franceses se les ocurriera incursionar en las montañas del sur donde permanecían.

El pleito tomó niveles bastante desagradables, y Altamirano optó por cambiarse de jefe y se unió a otro de sus paisanos para irse a participar del sitio de Querétaro,a donde, finalmente también iría don Diego, mientras Altamirano reivindicaba, con sus participaciones en batalla, su grado de coronel de caballería, otorgado por Juárez en 1863, y hasta se daba tiempo para conocer a Maximiliano, ya preso. De hecho, si al coronel Altamirano no le hubiese atacado una disentería tan perra como la que padecía ya el emperador en derrota (para que vean lo que es tener mala suerte), y como don Nacho apunta en sus papeles, él hubiera sido, por decisión de Mariano Escobedo, cabeza de las tropas republicanas,  el fiscal del juicio que mandó a Max, a Tomás Mejía y a Miguel Miramón al paredón de fusilamiento en el Cerro de las Campanas.

Pero como, aún entre tantos hechos memorables,  la bronca con Diego Álvarez nunca se solucionó, aún le dio a don Nacho bastantes quebraderos de cabeza, aún en esos días de gloria y esperanza que fueron parte de la República Restaurada,  y eso explica que no regresara a su tierra ni de visita. Al menos, no lo consigna, ni en sus cartas ni en sus diarios, materiales todos que, con el correr de los años, se han dado a conocer y hacen de Altamirano un personaje interesantísimo y complejo; más, mucho más que el autor, a secas, de algunas novelas y poemas notables.

Todo esto da una idea de cuántos años llevaba don Nacho, en 1893, de no respirar «el aire de las montañas del sur».  Era él uno de esos beneficiados de los escasos esfuerzos de educación pública del siglo XIX que nos dio a un político honesto -se murió pobrísimo-, batallador -era bravísimo polemista en las diputaciones de sus años mozos- gran intelectual y notable escritor y periodista, por más que a mí no me guste nadita su novela «Clemencia», también estoy convencida de que su novela «El Zarco» es una de las mejores cosas que se escribieron en el México del siglo XIX. En don Nacho se había cumplido el ideal educativo de los liberales mexicanos decimonónicos, con respecto a los indios: dejar su condición de seres excepcionales para mal; dejar de ser indio para ser ciudadano, ser ciudadano para ser igual al resto de los mexicanos.

 Entre las muchas cosas que los liberales de la Reforma consideraban perniciosas y dignas de ser arrojadas al caño, estaban los relativos privilegios con que la corona española había creído proteger a los indios en el siglo XVI, convirtiéndolos en eternos menores de edad, con lo bueno (muy discutible) que implicaba, y con lo malo, harto demostrable, que aparejaba. Por eso, leyendo los diarios de don Nacho, en la década previa a su muerte, es posible ver hasta qué punto había dejado atrás su herencia indígena: había salido a los trece años de Tixtla, que, en esos años, aún formaba parte del inmenso Estado de México, para irse a estudiar a Toluca, al Instituto Científico y Literario de esa ciudad.

Un curioso aún puede ir a visitar la escuela de don Nacho; es el edificio de la Rectoría de la Universidad Autónoma del Estado de México (UAEM); el auditorio es lo que, seguramente, fue la capilla de la escuela, esa donde el «Señor Altamirano», según los reportes de conducta que se conservan, «chifla, chupa [«chupar» era «fumar», no sean mal pensados] y grita.» Llegaba Altamirano a cursar estudios después de lo poco que le había proporcionado la escuela de su pueblo, y por tanto su español era un tanto imperfecto. El náhuatl era el antiguo idioma de los tixtlecos, y, con ese ingreso a la escuela, lo poco o mucho que el joven Ignacio lo hablara, se desvaneció.

Por esos diarios que les cuento, escritos en sus años de madurez, hacia la década de los 80 del siglo XIX, sabemos que se había puesto, nuevamente a estudiar idiomas. Cada tanto, tomaba clase de «mexicano», es decir, náhuatl.

Una tierna historia da idea de la transformación cultural que en él se había operado gracias a la educación. En sus años de diputado, su alumno muy querido, don Justo Sierra, traía en la cabeza no sé qué ventolera de ley que favoreciese y protegiese a los indígenas. Muchos de sus conocidos se pitorrearon del asunto, y uno de ellos, con agudeza, resumió el pensamiento de muchos: «El único indio al que conoce el señor Sierra es Ignacio Manuel Altamirano, y como tiene más de ateniense que de indio…»

En sus años de estudio, Altamirano llegaría a obtener buenas calificaciones  en latín, y excelentes en francés. Recitando a Lamartine cortejó a su novia, Margarita, en el locutorio del Colegio de las Vizcaínas. Al final de su vida, haber sido cónsul en París, en permuta con la de Barcelona, le hizo realidad un sueño muy acariciado. Este asunto de la permuta le convino a él y a su contraparte, Manuel Payno (don Nacho apunta en sus Diarios que la razón por la que Payno auspicia esta permuta es porque quiere estar cerca del editor Ballescá, célebre en México por algunas de sus ediciones, como México a Través de los Siglos, a fin de cuidar sus negocios como autor y vigilar la marcha de sus publicaciones. No era para menos, el autor de obras como «Los bandidos de Río Frío» tenía mucho que  ver por sus intereses. Pero de él hablamos otro día.

Así era el periplo que había llevado, en 1889, a don Nacho Altamirano, a aceptar un cargo diplomático en Europa. Las malas lenguas decían que el nombramiento emitido por Porfirio Díaz pretendía sacar a su antiguo compañero de oposición a Juárez, para que nadie le hiciera sombra. Los chismes decían que esa designación, y la que años antes había hecho sobre el genial y vistoso Vicente Riva Palacio, mandándolo de embajador a España. Las mismas malas lenguas, enteradísimas, las canijas, no dejaban de rec0rdar que, en las elecciones de 1884, a la hora de la reelección de Porfirio Díaz, la tercera, de hecho, en los recuentos habían salido 26 votos para don Nacho, otros tantos para Ramón Corona e igual cantidad para el general Riva Palacio. Si alguien tenía dudas de que el recuerdo de héroes de guerra de la intervención con fama popular y eso que ahora se llama «buena percepción», de estos tres caballeros era como un foco de alerta para don Porfirio, con este tipo de nombramientos, las cosas se iban aclarando.

Para completar el panorama de la grilla, fue por esos años que el reportero Manuel Caballero (uno de esos primeros reporteros al modo contemporáneo) entrevistó, después de plagosear un rato, al general Escobedo y se volvió a armar la pelotera, cuando se supo que el famoso coronel López, compadre de Maximiliano y que permanecía con los sitiados allá en Querétaro, fue a negociar -enviado por Max, una de las revelaciones- la rendición de la ciudad y de las tropas imperiales, a cambio de la vida del emperador y sus generales.

Como a López lo agandallaron por la directa -que no lo chamaquearon, como a los actuales secretarios de Estado mexicanos- y nunca pudo obtener garantías para Max (Garantías de qué, coronel, se debe haber pitorreado Escobedo: Esto, por si no lo sabe, es una guerra civil de a deveras), la ciudad cayó y la historia se terminó en el Cerro de las Campanas, de la manera que ya sabemos.

A causa de los chismes desatados, don Nacho tuvo que agarrar la pluma para defender -miren lo que son las cosas- a don Porfirio y a su nombramiento. Después de tantos años de sostener una clara distancia con el régimen porfirista, optó por entrar a la institucionalidad y aclarar que él no estaba detrás de los chismes, y que, todo lo contrario, estaba muy agradecido por la distinción. Cansancio, hartazgo de vivir con demasiada modestia, el anhelo de pisar Europa, la verdad es que no sabemos del todo las motivaciones de don Nacho.  Hasta allá no llegan los escritos que nos dejó, contrapunteados por el relajo que se traían en un periódico, «El Universal», donde las aludidas malas lenguas habían revelado todo.

Le hicieron una despedida en un salón de la Sociedad de Geografía y Estadística, y Altamirano no quiso pronunciar ningún discurso. Eso sí, prometió que, aún cuando todos sus amigos y discípulos, sus familiares y seres queridos, estuvieran lejos de sus ojos, estarían siempre cerca de su corazón. Y cumplió. Mandó imprimir esa frase en su papel personal, ese donde también estaba su nombre; el mismo donde escribía constantemente a casa, para saber de todo, para hablar de todo, para que a veces lo agobiara la nostalgia. «Aquí» -llegó a escribir- «el llanto obligado del viejo indio llorón». Gran escritor de cartas, su talento epistolar era el recurso esencial del que se valía para no olvidar a México, para que no lo olvidasen al otro lado del mar. Entre que se le diagnosticó una diabetes brutal, su entrada en la vejez y una presumible tuberculosis que empezó a crecer en Europa, se empezó a poner débil. Convencido de que andar en climas más tibios que los de Francia le sentaba bien y lo sanaba, a ratos viajaba, en busca de mejoría. A veces se quejaba de que, para caminar de su casa al consulado, tenía que caminar agarrado a las paredes, y ocasiones tuvo en que, tan sin fuerzas se hallaba, que no atinaba a comer sino unas pocas cucharadas de fideos. Así que, en tal estado, se marchó para Italia. Quería recuperar la salud; ya quería regresarse a México. Ya soñaba con hacerse jardinero en sus días de anciano y jugar con sus nietecitos en el jardín de la casona que Joaquín Casasús construyó en la colonia Guerrero, en la calle de los Héroes. Por eso andaba en San Remo, y por eso accedió cuando su yerno sugirió alquilar una de las villas de la ciudad que aún quedaban desocupadas y allí, pasar juntos, los Casasús Guillén-Altamirano, el matrimonio Altamirano y Aurelio, todo el invierno. Allí, a la Villa Garbarino, llegaron, y allí se iba a morir don Nacho.




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