Posts Tagged ‘cultura funeraria mexicana del siglo XIX

13
Jun
13

Monumentos que no fueron: el Panteón Nacional.

Detalle del monumento central del inexistente Panteón Nacional.

Detalle del monumento central del inexistente Panteón Nacional.

A  mediados de mayo pasado se cumplieron 110 años de que don Porfirio puso otra primera piedra que nunca floreció, aunque gracias al proyecto aparecieron unas cuantas calles que todavía siguen vivas. Me refiero al soñado Panteón Nacional, peculiar plaza con mausoleo, donde habrían de estar los restos de los caudillos insurgentes y personajes complementarios.

A fin de cuentas, no hubo Panteón Nacional, a pesar de las ganas que al proyecto le echaron los porfirianos. Querían, en esos ayeres, «levantar un templo [laico, se entiende], el templo de la gloria, a nuestros héroes; donde al par de que en él reposen para siempre sus cenizas, pueda darse en todos tiempos culto público [y laico, se entiende] a quienes consagraron su aliento y su existencia al servicio eminente de la Patria», según escribió, barrocamente puntuado, don Jesús Galindo y Villa, que en 1908 le dedicó un espacio al proyecto de Panteón Nacional en su libro «El Panteón de San Fernando y el futuro Panteón Nacional. Notas históricas, biográficas y descriptivas» (Imprenta del Museo Nacional, 1908).

Parece que algunos monumentos nacen con mal fario. La historia del Panteón Nacional, al que le fue peor que a la Suavicr… a la Estela de Luz de nuestro siglo XXI, es de esas donde los testigos que la cuentan hacen malabar y medio para disimular las broncas y los enredos que todo proyecto de monumento trae aparejados.

No es la excepción el Panteón Nacional. Para erigirlo, se consideraron sitios diversos, según Galindo y Villa: unos se inclinaban por el Panteón de Dolores; otros, «en Anzures, junto a Chapultepec» [me hubiera gustado que definieran el alcance del «junto»]. Otros consideraron  que podría estar en una «glorieta cercana a la de la Independencia, en la Calzada de la Reforma». No hay que olvidar que, por las mismas fechas en que escribe Galindo y Villa (1907-1908), ya se estaba construyendo la columna con la que se rendiría homenaje a esos mismos insurgentes, es decir, nuestro «Angel» ya era una realidad más o menos tangible. El punto relevante es que, como puede verse, a los hombres de hace 110 años no les pasaba por la cabeza que la columna, a cargo del arquitecto Antonio «El Oso» Rivas Mercado, fuese a tener, en algún momento, funciones de cripta, que sólo le fueron adjudicadas hasta 1925, por Plutarco Elías Calles.

Lo que sí estaba presente en el ánimo de muchos de estos hombres pertenecientes a la clase gobernante, es que no estaba del todo bien, no resultaba del todo adecuado, que los archimentados restos de los insurgentes siguieran dormitando en la Capilla de San José de la Catedral Metropolitana. Al fin y al cabo, los porfirianos, a su manera, también eran liberales y descendían ideológicamente, con sus asegunes y concesiones, de las generaciones artífices de las instituciones republicanas y de la Reforma.

Por fin, y al cabo de «madura reflexión», cuenta Galindo y Villa, se pensó que se podría construir el dichoso Panteón en los terrenos de la huerta del Hospital de Dementes de San Hipólito, Con mucho sentido práctico, los promotores de la idea argumentaban que, después de todo, en algún momento se terminaría el nuevo manicomio General (es decir, La Castañeda), y el hospital de San Hipólito, contiguo a la iglesia del mismo nombre (ubicada, hoy día,  en el cruce de Paseo de la Reforma, Francisco Zarco y Avenida Hidalgo), sería derrumbado. Esa, por cierto, es otra de las cosas que jamás ocurrieron.

Pero insisto: le echaron muchas ganas. La Secretaría de Comunicaciones tomó la batuta y supervisión del proyecto, que se encargó al arquitecto Guillermo de Heredia; le avisaron al Ayuntamiento del DF que iban que volaban para construir el Panteón Nacional, y acto seguido empezaron a meterle piqueta a un montón de construcciones del rumbo, pues eran los tiempos en que  se derribaban «añejas construcciones para sustituirlas con palacios suntuosos, dignos de la Metrópoli de la República» .

Que a muchos no acababa de gustar que los insurgentes huesos estuvieran en Catedral, es evidente en un testimonio de Guillermo de Heredia: «allí suelen ir las corporaciones y los particulares a tributarles homenaje, y como es patente que no es aquel lugar el más a propósito para ese género de manifestaciones, algunos propusieron que fuesen trasladados dichos restos a la Capilla de la Concepción (que aún está en la calle de Belisario Domínguez), a la Iglesia de la Enseñanza, a la de Betlemitas, etcétera, lugares también impropios por varios motivos». Los «varios motivos», creo yo, se resumen en uno solo: se trataba de templos católicos en funciones.

Dándole vueltas al asunto, el gobierno porfirista estudió otras opciones: también pensó en construir un monumento específico para los insurgentes en la rotonda de los Hombres Ilustres. Tampoco acabaron de decidirse.

A Guillermo de Heredia le cupo en suerte formar parte del jurado que evaluaba los proyectos para el que sería el Palacio Legislativo -otra primera piedra fracasada- y don Porfirio pensó: ya que andaban en ésas y reunidos destacados arquitectos, no seería mala idea que de entre esa ilustre compañía, se eligiera, en conciábulo interno, al que debería avanzar con el proyecto de Panteón Nacional. Así quedó designado De Heredia.

Qué ocurrió para que se entorpeciera la marcha de los trabajos, no está claro, al menos en los testimonios de don Guillermo de Heredia, quien se limita a explicar que el asunto se atrasó «por varias causas».  El retraso sirvió para que las autoridades repensaran la idea de construirlo en la Rotonda de los Hombres Ilustres, por la sencilla razón de que el Panteón de Dolores quedaba endemoniadamente lejos de la ciudad de México (ay, qué tiempos aquellos),  y esa circunstancia obraría en contra de las nutridas manifestaciones públicas de homenaje a los Héroes de la Patria (así dice De Heredia) con que el gobierno federal soñaba.

De modo que, decididos ya por la huerta del Hospital de Dementes, convocaron a toda la buena sociedad y a la clase política para que contemplara a don Porfirio colocar la mentada primera piedra.  A la huerta dichosa se entraba por la más o menos nueva calle de Francisco Zarco.

Hubo discursos, poesías, lectura y firma del acta que daba cuenta del inicio de los trabajos. Colocaron la, a esas alturas pinche piedra, amenizado todo por la música de Grieg, Massenet y Saint Saëns, para rematar con el Himno Nacional.

En algún momento de los años que siguieron, el asunto del monumento dejó de ser competencia de la secretaría de Comunicaciones y pasó a ser trabajo de la Secretaría de Gobernación -ah, las odiosas coincidencias-.

El decreto que sustentaba el Panteón Nacional tiene su interés: no se inhumarían en él cadáveres, solamente restos o cenizas. Entendible: para los ilustres que se iban muriendo estaba la Rotonda. En caso de que el muerto ilustre ya se hubiese ganado el pase para el Panteón Nacional, «el periodo de descomposición» se llevaría a cabo con la calma que exigen estos casos en cualquiera de los  cementerios del país, hasta que el Supremo Gobierno se acordara que tenía en X o en Y a un ilustre en descomposición, y entonces decretara su traslado. Una ventaja de ello, opinaba De Heredia,  es que el paso del tiempo atemperaría rencores y pasiones políticas que obstruyeran el tránsito del difunto a su lugar de honor.

De haberse construido, el Panteón Nacional habría tenido este aspecto, y tal vez su existencia hubiera transformado la de los habitantes de la colonia Guerrero.

De haberse construido, el Panteón Nacional habría tenido este aspecto, y tal vez su existencia hubiera transformado la de los habitantes de la colonia Guerrero.

Se planeó una plaza circular, de 60 metros de radio, con cuatro entradas. En el centro se construiría un cenotafio, decían los involucrados, ideal para las ceremonias cívicas que soñaban con realizar allí. Debajo, estaría la cripta para todos los héroes esenciales de la patria.  En los pórticos de la circunferencia construida, copiados de los de la Plaza de San Pedro de Roma, habría nichos para albergar las cenizas de los que era solamente ilustres a secas.

Estaría el Panteón repleto de grupos escultóricos que representaban a todas las virtudes que tienen que ver con el pasado y con bien de la Patria: desde la Reforma hasta la Perseverancia,  de la Independencia hasta la Paz, pasando por la Historia y la Justicia.

Se abrieron y renombraron calles: la prolongación de la antigua Humboldt recibió el nombre de calle de los Héroes, y así la conocemos y caminamos aún; la avenida de San Hipólito se rebautizó como Avenida de los Hombres Ilustres. En ese punto de la que hoy es nuestra avenida Hidalgo, junto al jardín Guerrero, se procedió a tumbar con minuciosidad construcciones de un piso que, en opinión de Galindo y Villa,  no eran sino «casuchas de pobre aspecto».  El dueño de los terrenos, Eustaquio Escandón, reclutó a un arquitecto de nombre Jenaro Alcorta y construyó «costosos edificios», pensando, con seguridad,  en aprovechar la nueva vocación del rumbo. Entre los edificios, cuenta don Jesús, habría, como los hubo y creo que hay, «pasajes cubiertos». Cuando estuviera terminada la obra, juzgaba el buen señor, «contribuirá a dar un sello de grandiosidad a ese rumbo».

Como a la hora de la hora no hubo Panteón Nacional, Escandón se quedó vestido y alborotado, con un edificio que en su momento debió ser bellísimo, y que, al paso del tiempo, fue víctima del abandono y el deterioro. Una de esas construcciones ha comenzado a restaurarse muy, pero muy recientemente.

El Panteón de San Fernando, hoy convertido en museo, sufrió también los embates de la modernidad que significaba contruir el Panteón Nacional: le cercenaron al menos un muro de nichos. Acelerado, Galindo y Villa juzgaba que al viejo cementerio donde reposa parte de nuestra pléyade liberal habría que tumbarle «todo el corredor Sur, también el Oriental y una porción del Patio Grande.» Nada menos. Con la suficiencia que da la certeza de estar  aportando algo a la posteridad, el buen hombre concluía, benevolente, que «puede dejarse en pie» la parte del cementerio que no estorbara al magno proyecto porfiriano, pues reconocía que «ya habrá dificultades para sustituir por otras las numerosas perpetuidades de San Fernando», y bien se podrían conservar las tumbas que restaran [entre otras las de Juárez, Zaragoza, Zarco y Lafragua] «siquiera sea para recuerdo y no remover inútilmente tanta ceniza». La voz de la modernidad, ni más ni menos, la modernidad en cuyo nombre llevamos casi quinientos años construyendo, tumbando y reconstruyendo sobre los restos de las piedras viejas, a veces para bien, a veces para mal. Total, llevaban un buen rato los capitalinos de entonces, tumbando y desapareciendo cementerios nacidos en el virreinato o en los albores del siglo XIX. Uno más, aunque estuviera enterrado allí el benemérito don Benito -o, a lo mejor, porque ALLÍ estaba enterrado don Benito- no les quitaba el sueño para nada.

Si en 1908 don Jesús Galindo y Villa aún era optimista respecto a la realización de una obra que llevaba ya cinco años de hechura y no acababa de verse claro al respeto, el hombre tenía más buena fe que realismo. El Panteón Nacional no estuvo ni para las fiestas del Centenario -es más, ni siquiera se le planteó- y si no estuvo en 1910, no estaría nunca más, como no estuvo el Palacio Legislativo, a cuyo proyecto sí se dignó echarle una miradita Francisco Madero.  Del Panteón Nacional nos quedan unos cuantos papeles, el croquis del monumento, el proyecto de la plaza. Sueños de piedras  nuevas sobre piedras viejas que no llegaron a realizarse; ambiciones agostadas y agotadas de lo que no fue en tiempos de don Porfirio.

07
Jun
13

Más -y macabras- curiosidades imperiales: ¿cuánto tiempo se requiere para embalsamar a un emperador?

Hurgando en nuevas adquisiciones bibliográficas, me topo con una nota de pie de página, contenida en el tomo primero de esa obra monumental, por tamaño y densidad de contenido, que es «La Ciudad de México» de don José María Marroquí. Un impresionante recuento de memorias, datos virreinales y abundante información que va de lo histórico a lo anecdótico, es este trabajo, escrito en los años en que don Porfrio ya era don Porfirio, hace la friolera de 110 años. Allí me encontré el recuento, un tanto escalofriante por minucioso, del tiempo que llevó embalsamar a Maximiliano de Habsburgo, una vez que, después de tantas desgracias y miserias como le acontecieron en su accidentado viaje desde la ciudad de Querétaro, fue a parar a la capilla del Hospital de San Andrés.

Ya hemos dicho que existe un enorme legajo con muchos pormenores del primer proceso de embalsamamiento al que fue sometido el cadáver del archiduque austriaco, y cuál fue su desastroso final. El gobierno juarista vio como un deber ineludible -al fin y al cabo eran unos caballeros y no era cosa de devolver a Max en calidad de fiambre echado a perder,

Tocó a tres médicos mexicanos, Agustín Andrade, Rafael Ramiro Montaño y Felipe Buenrostro, componer lo que el descuidado y pillo del doctor Licea -de cuyas hazañas ya hemos escrito- había propiciado en los reales despojos de Max.  Habida cuenta de que el método empleado por el sujeto en cuestión no había dado resultados, digamos, óptimos, los nuevos encargados de la chambita decidieron que iban a recurrir a una «vía seca», para lo cual debían escurrir lo que quedaba del pobre archiduque. eso explica la leyenda macabra de que habían colgado a Max de lo alto en San Andrés, para que sus terrenales restos eliminaran lo que quedaba de los trajines de Licea.

Como el encarguito no era menor, los nuevos responsables no pararon por precisión y por un comportamiento que aún hoy día debiera ser obligado para los que reciben encarguitos públicos peculiares: documentar TODO. Decisiones, acciones, discusiones y frenazos.

Entre el minucioso registro de Andrade, Montaño y Buenrostro, don José María Marroquín recupera este listado que no tiene desperdicio. el tiempo que les llevó re-embalsamar a Maximiliano, del 13 de septiemb re de 1867 al 4 de octubre del mismo año. Echemos un vistazo. Reproduzco lo que nos ofrece Marroquín, con algunos comentarios míos:

FECHA TAREA HORAS INVERTIDAS
13 Sept. 1867 Desempaque, etc. 4
14 Sept. 1867 Limpiarlo. 3
15 y 16 Sept 1867 Secarlo y ensayo de barnices.
17 Sept. 1867 Vendaje de los miembros. 2  ½
18 Sept. 1867 Barniz de los íd (o sea, de los mismos. 2  ½
19 Sept 1867 Id. de los id. y vísceras. 3
20 Sept, 1867 Vendaje del Tronco 3
21 Sept. 1867 Id. y barniz. 2 ½
23 Sept. 1867 Voltearlo y barniz detrás. 1
25 Sept. 1867 Rellenar las asentaderas (pobre Max) 2
26 Sept. 1867 Vendaje del tronco 4
27 Sept. 1867 “            “   “        “ 2
28 Sept. 1867 Barniz general
1 Oct. 1867 Vendaje definitivo 3 ½
3, 5, 7 Oct 1867 Pintura (pobre, pobre Max) 6 ½
10 Oct 1867 Desvendarlo de nuevo 4
11 Oct. 1867 1er y 2. vendaje general 4  ½
12 Oct. 1867 2a. barnizada 2
13 Oct. 1867 3er. vendaje 1 1/2
14 Oct 1867 Comenzamos a vestirlo. 2
17 Oct. 1867 Nuevo vendaje (muslos) 2
19 Oct, 1867      “            “             “ 2
26 Oct. 1867 Incisión en el cuello 1 ½
28 Oct. 1867 Varias. 3
30 Oct. 1867 Descoser el cráneo (ouch) 1
1. Nov. 1867 Colocar el cerebro (ay) 2
2. Nov. 1867 Colocar las vísceras (uff) 1
4. Nov. 1867 Concluir de vestirlo 1
4. Nov. 1867 Colocarlo en la caja, varias idas con ese objeto, principio del Informe 2
     
  TOTAL 70 horas

Al leer esta relación, a ratos queda la sensación de que se está leyendo la bitácora de un carpintero hacendoso, quer realiza a conciencia algún mueble por encargo. Y sí, resulta un tanto escalofriante. Triste detalle que empiece con la palabra «Desempaque», el segundo embalsamamiento del archiduque Fernando Max, de quien, a su llegada a Veracruz, el ácido humor de Francisco Zarco lo colocó en el estatus de un objeto, de un mueble.  Vueltas que da la vida.

Así llega la muerte, así transitan nuestros despojos hacia la nada. Polvo seremos todos, aunque no todos tengamos la dicha de ser polvo enamorado.  Seguramente por estas fechas, pero en 1867, se debe haber compuesto aquella cancioncita de la que solamente conservamos algunas estrofas: «El Cerro de las Campanas». Al leer esta nota hecha por la pluma rigurosa de un buen médico de los de antes, que habla de asentaderas, vísceras y cerebro, no puedo menos que pensar en el estribillo:  Ya la muerte va llegando, /compañeros, ¡qué dolor! /Que por ser emperador la existencia va a perder/ Y sus títulos de honor/toditito va a acabar/ ¡adiós, gobierno imperial!

Así llega la muerte, así intentamos vencerla, así procuramos dar el gatazo, hacer creer que la hemos burlado. Pero todo es relleno, inyecciones, paja, formol, cera, pintura, hoy día hasta plástico. Pero los embalsamamientos son apenas artificio, engañifa, porque, y eso lo sabemos desde la Edad Media, la muerte siempre nos gana la partida.  Como algunos juguetes del barroco, puede parecer, incluso, un bello artificio. Si detrás del enorme telón que alguna vez, en el siglo XVIII cubrió parte del palacio virreinal, había un sitio que resultaba un verdadero mugrero hasta que llegaron los virreyes «modernos» (los tecnócratas de sus tiempos, vamos), tenemos que admitir que, detrás de la máscara enjuta, seca, con barba artifical, que es, que sigue siendo, si las cosas están como en 1867 las dejaron Andrade, Buenrostro y Montaño, el rostro de Maximiliano, allá en la cripta de los Capuchinos,  asoma, burlona, descarnada, la calavera que simboliza a la muerte, riéndose de nosotros y de nuestras pretensiones.

23
May
13

Las necrópolis desaparecidas: procesos de muerte lenta.

Tiene razón mi colega -que es también periodista e historiador- Héctor de Mauleón cuando escribe que caminamos sobre muertos, en alusión a los cementerios desaparecidos de nuestras calles, que son, en principio, muchos. De Mauleón escribió  este lunes, y lo pueden leer acá, acerca de dos de los más notorios cementerios decimonónicos de la ciudad de México: Santa Paula y el Campo Florido. Pero esos son apenas un par de los múltiples lugares de enterramientos que los habitantes de Tenochtitlan tuvimos en algún momento.

Con mucho sentido común, la investigadora del INAH Ethel Herrera ha elaborado una lista de 73 sitios, en la zona central de esta ciudad, que fueron cementerios o bien, que, a la luz de las costumbres de los siglos de vida virreinal, son emplazamientos donde muy probablemente hubo pequeños cementerios.

La lista inicia con la Catedral Metropolitana -hay muchas referencias dispersas sobre el panteón de la catedral- y acaba en Santa Paula, pasando por parroquias,  conventos de religiosos, conventos de religiosas -remember el coro bajo de San Jerónimo y don Francisco de la Maza mirando cómo sacaban a paletadas tierra y huesos de contemporáneas de Sor Juana- , colegios, hospitales y espacios dedicados a los muertos poco apreciados, como los criminales ajusticiados, que hallaron reposo en dos sitios, el desaparecido panteón de la Santa Veracruz, que recibía los cuerpos de los ajusticiados por el Tribunal de la Acordada, y la Casa de la Misericordia, en la orilla norte de la ciudad, a donde iban a dar los despojos de quienes morían ejecutados en la Plaza Mayor.

ALGUNAS NOTICIAS SOBRE LOS PANTEONES DE LA VIEJA CIUDAD

Sólo con los virreyes de las reformas borbónicas nos pusimos modernos: a partir de las Instrucciones de Carlos III,  los virreyes Revillagigedo e Iturrigaray promovieron la construcción de cementerios en las afueras  de la ciudad, y limitaron y/o suspendieron los entierros en las parroquias de la ciudad. A esos días se remonta la creación de Santa Paula, en 1784.

Aunque Santa Paula estuvo «de moda» muchos años, y era de los favoritos de los habitantes de la ciudad para ir a «llorar el hueso» en Día de Muertos -cosa que le reventaba a don Nacho Altamirano-  lo cierto es  que hacia 1869 había ya quejas porque el lugar resultaba insalubre. Lo cerraron, finalmente, en 1881, después de haber sido escenario de hechos memorables, como los sepelios de algunos mexicanos que resistieron la invasión estadounidense a la capital, y sucesos tan esperpénticos como el entierro de la pierna de Antonio López de Santa Anna. Se tiene noticia de que, para 1885, el Ayuntamiento había vendido prácticamente todo el terreno, fraccionado, del viejo cementerio.

Lo mismo ocurrió con el Panteón de los Ángeles, en el barrio del mismo nombre, y cuya iglesia todavía existe. La desaparición del camposanto fue tan radical, que, si bien tenemos idea de dónde estaba, no hay manera de ubicar nada. Un querido amigo coahuilense, en busca de los restos de su antepasado, un brigadier trigarante, compañero de armas de Itubide, de Nicolás Bravo y de Guadalupe Victoria, que había recibido sepultura allí, se apersonó en el templo en busca de datos.  «Te enseñaría los sótanos, pero están inundados», le dijo el párroco a mi amigo. Cuando vio los papeles  sobre el enterramiento que mi cuate llevaba,  especuló: «mmmmhhh… tu pariente está enterrado entre la escuela y la cancha de basquetbol».  Efectivamente. Hoy día, una cancha de basquet, que hace el entretenimiento de los chavos de esa parte de la colonia Guerrero, y una secundaria pública, llenan el terreno.

De algunos de estos cementerios, con trabajos sabemos que fueron arrasados por la ideología, por la modernidad o por el empuje de la creciente ciudad.  Algunos casos de esos pequeños cementerios privados, como los de los colegios o los conventos,  se han rescatado con competencia y suficiencia, como el ex convento de San Jerónimo, donde el INAH hizo un muy competente trabajo de arqueología histórica. Mínimamente, todos los ex conventos debieron tener sitios ex profeso para dar reposo a las religiosas que allí vivieron.

Visto desde esa perspectiva, pareciera que sí caminamos sobre muertos.  Ethel Herrera, al incluir a los colegios en su listas de sitios con enterramientos, llama la atención en esas cosas, que, de tan obvias, desaparecen a nuestros ojos. Pensar en dónde estuvo el pequeño cementerio para las habitantes -profesoras y alumnas- del Colegio de las Vizcaínas, (y ahora recuerdo haber visto, en algún momento el plano del lugar, con un pequeño camposanto que daba, muro de por medio, a la plaza de las Vizcaínas) quien sabe por qué, me da un poquitín de repelús.

LA MUERTE LENTA DE LAS NECRÓPOLIS

No todos los viejos cementerios de la capital desaparecieron en fast track como Santa Paula o los panteones de los atrios de las parroquias. En la medida en que la secularización de cementerios establecida por las leyes de Reforma comenzó a consolidarse, pudo comenzar a documentarse con cierta solidez lo que ocurrió con algunas de nuestras necrópolis.

Si en algunos casos, como el mismo Santa Paula o el Campo Florido, desde muy pronto se dijo que eran sitios insalubres que constituían fuentes de miasmas que envenenaban a la ciudad,  en otros casos, las voces populares fueron más sobrias y no nos dejaron mucha información acerca de su funcionamiento y sus necesidades operativas. A veces encontramos sus obituarios en las crónicas publicadas en la prensa de aquellos momentos.

Claro que en ciertos casos, la regada monumental era evidente desde el principio. A nadie se le ocurrió, en 1846, que el recién inaugurado panteón del Campo Florido iba a dar problema alguno por haberse establecido en una zona de ¡chinampas! A pocos años, la queja recurrente es que el cementerio SIEMPRE estaba anegado.  Quién sabe por qué.

En algunos casos, la conservación de los archivos administrativos de los cementerios decimonónicos permiten reconstruir lo que les ocurrió. En general son historias de deterioro, de descuido, de no saber qué hacer con un sitio que parece haber terminado su vida útil y que no halla manera decorosa de hacer mutis en el escenario público. Son historias de funcionarios públicos que hacen lo que pueden para salir con bien del atolladero pero que, en realidad, poco pueden hacer por evitar que se les caiga entre las manos el sitio que les han confiado.

Hay que ser, llegado este punto, precisos: en algunos casos no estamos caminando sobre muertos. Tanto en el caso de Campo Florido, como el de los Ángeles, como en el de otro caso que abordaré con detalle en la siguiente entrada de este Reino, antes de ser derrumbados, se pregonó por donde se pudo, incluidos anuncios en la prensa, que el cementerio desaparecería, de modo que, aquellos que tuviesen parientes enterrados en ellos, deberían apersonarse a recoger los restos de la familia. Como siempre ocurre, quedaban algunos despojos, pobres, sin familia ni amigos que los rescataran. Todos, o casi todos,  fueron llevados al Panteón de Dolores, a descansar en un osario.

No podemos decir lo mismo de enterramientos más antiguos. Muy recientemente, los descubrimientos en Santiago Tlatelolco  han confirmado la hipótesis de que allí funcionó un cementerio,  y hará cosa de cinco años, no lejos de la Suavicre… digo, de la Estela de Luz,  casi junto a la antigua fuente cercana a la salida del Metro Chapultepec, se encontró otro enterramiento, éste virreinal, que se asocia a una capilla dedicada a San Miguel. Recuerdo haber leído, en los diarios oficiales de hace unos 104 0 105 años, las disposiciones para la demolición de «una capilla»  -que muy probablemente tenía también su camposanto- en San Miguel Chapultepec. ¿Se tratará de esa?

CIRUGÍAS MAYORES EN PANTEONES SOBREVIVIENTES

Pueden documentarse, al menos, dos casos en que, como antiguas bestias mutiladas, algunos cementerios de la ciudad de México sobreviven recortados, disminuidos.  Uno es el panteón de San Fernando, hoy convertido en museo, y gracias a lo cual ha podido superar el estado de mugreabandono importante que tenía cuando lo caminé por primera vez, hace como veintiocho años.

A San Fernando se le rebanó al menos un muro, como parte de los trabajos para abrir la calle de Héroes, a espaldas del cementerio. La calle de Héroes, famosa hoy porque allí estaban las mansiones de Joaquín Casasús y de Antonio Rivas Mercado, debía llevar al espacio destinado al Panteón Nacional, donde, originalmente, se pretendía que descansaran los caudillos de la Independencia y los próceres de nuestra historia patria.

Se expropiaron terrenos, se presupuestaron detalles del proyecto, que se elaboró con amplitud y entusiasmo. Hacia 1902, se trasladaba granito, se fotografiaban las obras. Aún en 1903 se destinaron recursos al proyecto, que, finalmente, nunca se acabó.

El otro cementerio mutilado es el de Xoco, entre Río Churubusco y la calle de Mayorazgo, a  unos pasos de la Cineteca Nacional y del IMER, mi casa radiofónica. El panteón, donde aún puede verse la tumba de don Francisco Sosa, daba al río en su muro sur, y de ahí se le cercenó un trecho cuando se iniciaron las obras para entubar el río que aún corre debajo de la importante avenida.

Versiones absolutamente locales, pertenecientes al viejo pueblo de Xoco, hoy convertido en una colonia más del DF,  sostienen que el trozo de terreno arrancado al panteón no era del lado del río, sino del lado contrario; por lo tanto, si damos por buenas estas versiones, tanto la calle de Mayorazgo como los terrenos donde se encuentra el IMER y una parte de la Cineteca habrían pertenecido al cementerio. Hay quien asegura que esa es la razón de que en ciertas estaciones de radio, algunos personajes «vean» cosas raras… o gente rara….

16
Nov
12

De última hora: (y cómo no iba a ser así): con ustedes, Francisco Zarco

Los afortunados azares  han permitido que a este blog lleguen amigos que me ayudaron a tender un puente con un investigador universitario, tataranieto de don Pancho Zarco. Al leer mi curiosidad pendiente sobre el tema, muy amablemente me ha hecho llegar el retrato de su ilustre pariente, después del tratamiento embalsamador y después, dice el pie de foto, de 110 años de don Pancho se fue al mundo de los muertos, sección periodistas. Me proporcionan el dato de que estas imágenes se publicaron en 1985. El dato ya da para iniciar otro reporteo: sabemos que a raíz de los terremotos de 1985, al panteón de San Fernando hubo que hacerle cirugía plástica: lo repintaron y quisieron darle una mano de gato a las lápidas de los nichos. Tan buena voluntad tuvo un problema: se equivocaron y repitieron los nombres de una hilera del muro del fondo. A partir de ahí, tienen un problema de ubicación que no sé si ya se dieron cuenta, porque nadie le ha movido a la numeración. Pero San Fernando se merece su propio relato, uno de estos días. Por lo pronto, honorable concurrencia, les presento al cuerpo embalsamado de Pancho Zarco:

¿Pertenecerán estas imágenes a los días en que cambiaron a don Pancho de alojamiento, de un nicho en San Fernando, a la fosa con monumento y espejillo de agua que ahora ocupa?  Habrá que ir a dar una mirada a los papeles viejos del que ahora es un museo-panteón. Tengo un par de cosas que contarles además de otros cadáveres  bien conservados. Se los cuento mañana. Ahora, como en película de horror de las de antes, que tengan dulces sueños…..

 

04
Nov
12

Mil maneras de vencer a la muerte 2. Los dos entierros de Francisco Zarco

Al que sí le fue bien, y muy bien, con su embalsamamiento, fue a don Francisco Zarco, ese entrañable periodista liberal de corta pero intensa existencia,primigenio reportero del Congreso de la Constitución liberal de 1857, redactor jefe de El Siglo Diez y Nueve, autodidacta, ministro de Relaciones Exteriores y ministro de Gobernación después de la Guerra de Reforma, pero siempre, y ante todo, legendario periodista. Había vivido con extrema modestia, pero a la hora de su muerte, la patria liberal se esforzó en recompensarlo. Su cadáver tuvo mejor destino que el del infortunado Maximiliano.

Don Pancho se murió de manera prematura en diciembre de 1869, a los 40 años. Unos dicen que de tuberculosis, otros dicen que de alguna otra porquería igual de nociva pero no muy claramente identificada, que pescó durante la segunda mitad de 1860, el último año de la guerra de Reforma, cuando, atrapado por la autoridad conservadora que dominaba la ciudad de México, lo encerraron en la legendaria, malsana  e infame cárcel que desde hacía décadas acumulaba una fama miserable: La Acordada.

Allí lo habían ido a encerrar los conservadores, después de andarlo correteando por media ciudad, mientras Zarco distribuía su Boletín Clandestino, publicación de combate y desaforadamente liberal, que puso a circular cuando la persecución conservadora hizo imposible sacar la edición diaria de El Siglo Diez y Nueve. Parece que la mayor parte de sus contemporáneos sabían las mil y una cosas que tuvo que discurrir Zarco para que la policía conservadora no lo atorara. Sin embargo, ninguno de ellos nos dejó muchos datos al respecto. Zarco menos, quizá por ese prurito peculiar de algunos integrantes del gremio, que yo suscribo, según el cual no somos sujetos de noticia, sino narradores de la noticia, fuera de casos muy excepcionales.

Por eso, hubo que esperar a que Victoriano Salado Álvarez, quien nació dos años antes de que Zarco se convirtiera -oficialmente- en residente permanente del Panteón de San Fernando, se pusiera a escribir sus Episodios Nacionales Mexicanos y convirtiera a Pancho Zarco -que así le decían todos- en mago y escapista, agente subversivo y alegre burlador de la policía. Todo en un capítulo. El tema volvería a salir a la luz en las solemnes oraciones fúnebres que la sociedad mexicana le dedicó a Zarco el día en que se murió.

Los testimonios de otros liberales, como Altamirano o Prieto -qué quieren, eran los mismos y no hay otros- hablan de que el pobre Zarco regresó a su tierra del exilio estadounidense  hecho una piltrafa. Lo que hubiera contraído en La Acordada, sumado a las privaciones y la miseria que hubo de soportar en la Unión Americana en tiempos del Imperio, lo acabaron prematuramente. Todo mundo lo recordaba flaquito, apoyado en bastón, arrastrando los pies para caminar, débil hasta el escándalo. Un anciano que apenas llegaba a los cuarenta años, que aún para los decimonónicos,  era una buena edad para andar infernándole la existencia a Benito Juárez, como estaba de moda hacer entre 1867 y 1872.

Zarco se murió un 22 de diciembre, con cuarenta años y diecinueve días cumplidos. La ciudad se puso de luto, y todos los liberales de importancia, también. Su entierro, nos cuenta el mismo Siglo Diez y Nueve, fue impresionante.  Todo mundo se apersonó en la Calle de los Rebeldes número 2, que hoy es Artículo 123. En ese lugar propiedad del impresor Ignacio Cumplido y sede de El Siglo Diez y Nueve, vivía también Zarco -complicadísimos, como siempre, los vínculos entre el periodista y el dueño de los fierros- murió el buen Pancho, que, siendo también diputado, tenía varias semanas de no presentarse a las sesiones del Congreso, de tanta debilidad y padecimiento, después de ocupar, durante octubre, la presidencia del órgano legislativo.

Murió Zarco, pues, y con una celeridad que ya quisieran nuestros Congresos contemporáneos, sus colegas votaron por unanimidad un decreto declarándolo «Bien de la Patria». la inscripción de su nombre en el muro de honor del salón de sesiones, y la determinación de entregar a su familia  -viuda con tres pequeños- la suma de treinta mil pesos y la determinación de becar a sus hijos para que tuvieran educación en todas las instituciones públicas que les pareciese mejor, para asegurar su futuro.

En un afán de demostrar que la patria es justa a la hora de reconocer lo que sus hijos han hecho por ella, se organizó una impresionante procesión laica para llevar a Zarco a San Fernando. Encabezaba el asunto un montón de niños y niñas, escolares de diversos centros y que a alguien se le hizo muy buena cosa llevar, para mostrar que incluso los más jóvenes se dolían de la muerte de Fortún, que ese era uno de los seudónimos de los que gustó Zarco en algún momento de su vida para escribir ácidos y entretenidos artículos.

Después de los peques, multitud de integrantes de las logias masónicas de la época, pues Zarco sí perteneció a este tipo de organizaciones -lo que explica que, entre los oradores estuviera uno de sus conocidos, también masón, Nacho Altamirano- , después llevaban a la estrella del espectác… digo, al cadáver, en una «caja modesta pero decente», a hombros de los trabajadores de la imprenta de El Siglo Diez y Nueve, que, por lo que parece, adoraban a Zarco y quisieron hacerle ese homenaje. Eso me gusta: un periodista va hacia la tumba, arropado por los suyos, con los que ha compartido los azares y las glorias fugaces que distinguen al oficio periodístico.

Después del cuerpo de Zarco, avanzaban, calcula el cronista de El Siglo Diez y Nueve que nos dejó la narración, «como un millar de personas», entre las cuales el responsable -que no firmaba la nota porque sí se estilaba- alcanzó a identificar a Sebastián Lerdo, a José María Iglesias y a Blas Balcárcel, todos ellos integrantes del gabinete de la República Restaurada. Cerraba el grupo «multitud» de carruajes particulares y enlutados.

La ruta del cortejo es muy llamativa por barroca y enrevesada, me parece a mí. De Los Rebeldes salieron a San Juan de Letrán, entraron por la calle de San Francisco (Madero) Tomaron parte de la calle de Vergara (Bolívar), llegaron hasta Santa Clara (Tacuba), regresaron por la calle de San Andrés hasta salir a la calle de La Mariscala –es decir, de nuevo a San Juan de Letrán, pero a la altura de lo que hoy es avenida Hidalgo- “y así por las siguientes”. Orientadísimo, como ven, el atarantado cronista. Pero lo cierto es que desde la Mariscala, era muy fácil llegar a San Fernando: avanzar en línea recta, pasar delante de la iglesia de la Santa Veracruz, de San Juan de Dios, pasar por el cruce de lo que ya era el Paseo de la Reforma, cruzar delante del viejo templo de San Hipólito y del hospital para dementes que estaba junto a la iglesia.

De hecho, la pequeña calle que se abriría después, en el reacomodo de la colonia Guerrero y el diseño fallido de lo que iba a ser la rotonda de personajes ilustres, y que separa a San Hipólito de la prolongación del Paseo de la Reforma, lleva el nombre del periodista.

Unos cientos de metros más adelante, estaba el jardín y el templo de San Fernando, con su panteón adyacente, lleno de notables de la patria, desde los conservadores Miramón y Mejía hasta Felipe Santiago Xicoténcatl, Ignacio Zaragoza, parientes de la Güera Rodríguez, los hijos de Benito Juárez muertos en la infancia, actores y funcionarios. Allí, a una gaveta, llevaron a don Pancho.

La ceremonia fúnebre debe haber sido larguísima; Habló el diputado Joaquín Baranda, que  llegaría a ser ministro de educación de don Porfirio, después Nacho Altamirano, a continuación Rafael Rebollar Jr.,  a nombre de una organización literaria Nezahualcóyotl, después el joven pero ya destacado poeta Justo Sierra, un amigo personal de Zarco, liberal también, y llamado Francisco Mejía. Todavía hubo un discurso, a nombre del gobierno juarista, por parte del ministro de Instrucción y Justicia, que era en esos momentos José María Iglesias y al final un señor de apellido Beltrán.

El pequeño problema consistía en que en la caja “modesta pero decente”, no estaba el cadáver de Zarco. Fortún, en el más allá, seguramente estaba revolcándose de la risa.

 

¿Tanto irigote y el muerto no estaba en su entierro? Como puede verse, el hecho de que Heriberto Lazcano no estuviese de cuerpo presente para que los responsables de la seguridad nacional mexicana del siglo veintiuno se cubrieran de gloria, no es el primer oso que protagoniza un gobierno federal mexicano. Pues no, Zarco no fue enterrado el 23 de diciembre de 1869, al día siguiente de su muerte.

¿Y en dónde demonios andaba el muerto? No andaba de parranda, sino protagonizando una misión científica. Fallecido Zarco, uno de sus grandes cuates y compinches, el diputado y periodista Felipe Sánchez Solís, había pedido a la joven viuda del periodista le soltara el cadáver de su marido para mandarlo embalsamar de la mejor manera que hubiese, a fin de redondear los homenajes al gran personaje que sin duda había sido el duranguense. Haya sido porque tomó por sorpresa a la viuda, ya bastante abrumada con la viudez, haya sido porque Zarco aún en vida, dio su permiso, el hecho es que Sánchez Solís se hizo con el cadáver y lo mandó a embalsamar con lo mejor y con el mejor que se pudiera encontrar.

Sánchez Solís no era ningún pelagatos, hay que decirlo; era un liberal de larga carrera, diputado en varias ocasiones, y hacia mediados del siglo había sido director del Instituto Científico y Literario de Toluca. Como siempre eran los mismos en la vida pública del siglo diecinueve,  a Sánchez Solís lo conoció el chamaquito Altamirano, cuando, becado, llegó a estudiar a Toluca. En esos años formativos, Altamirano le dedicó sus primeros versos al director del Instituto, en ocasión de algún festejo escolar. Unos versos espantosos, por cierto.

En ese núcleo toluqueño, Sánchez Solís tenía una importante batería de profesores liberales. Entre ellos destacaba el padre ideológico de Altamirano, don Ignacio Ramírez, el luciferino y entrón Nigromante.  Ramírez andaba de novio con la hermana de un condiscípulo de Altamirano, un tal Juan A. Mateos, con el que hacía algunas diabluras literarias. Mateos fue otro de los políticos liberales y, en especial, autor de algunas de las novelas históricas decimonónicas, como “Sacerdote y Caudillo”, “El Sol de Mayo” y “El Cerro de las Campanas” y la última de su generación y su género, “La Majestad Caída”, acerca de la debacle de Porfirio Díaz. Y si me he echado todo este rollo genealógico es porque los Mateos eran primos de Zarco (su segundo apellido era, precisamente Mateos). De este modo, hay elementos para creer que la amistad entre Francisco Zarco y Felipe Sánchez Solís era vieja y entrañable.  De otra manera, es difícil explicarse por qué el diputado acabó llevándose el cuerpo de su cuate, mientras la caja modesta pero decente, rellena de piedras o vayan a saber de qué, era objeto de llantos, rollos y discursos.

Por lo que se sabe, el trabajo de embalsamamiento de Zarco fue de primerísima calidad. Una vez terminado el asunto, los técnicos contratados entregaron a don Pancho en la casa de Sánchez Solís, se sabe, vestido con levita y con una gorra en la cabeza. Si se creyó que con eso terminaba el sainete, resultó que no, pues a continuación Sánchez Solís puso al cadáver ante una mesa, bien sentadito –lo que habla muy bien de la flexibilidad que conservó el cuerpo-, con una pluma en la mano y en actitud de escribir.

Aquí el chisme histórico tiene dos versiones: una dice que la zarca momia se quedó “por espacio de unos seis meses” en tan elegante pose, en la casa de Sánchez Solís, y después de transcurrido aquel lapso, el diputado le devolvió el marido a la viuda, quien procedió a sepultarlo. Otras versiones aseguran que Zarco se quedó “años” bajo la tutela de su cuate, hasta que algunas amistades convencieron a Sánchez Solís de que ya estaba bueno de andar jugando a los muertos vivos y que era justo y pertinente mandar a don Pancho a ocupar su reservación en San Fernando.

El asunto de Zarco embalsamado quedó entre los integrantes de la familia Mateos como una curiosa historia familiar. Hay datos de que, a mediados del siglo XX, aún vivía una sobrina del periodista, Lupita Mateos, quien, en la novena década de su vida, aún contaba que de muy chiquita, vio a la momia de su tío Pancho, sentada con su gorra y su pluma en la mano.  Así se las gastaban nuestros decimonónicos.

Esta entretenida historia rebotó, como era inevitable, en la prensa de fines del siglo XIX.  En 1874, en ocasión de un homenaje que una organización literario-cultural, como era el Liceo Hidalgo, rindió a Sánchez Solís, se recordó el asunto del embalsamamiento y tiempo extra en la tierra de Francisco Zarco. La nota, publicada en El Constitucional, del 14 de abril de 1874, mereció la atención de un personaje del siglo XX,  Antonio Martínez Báez, quien decidió averiguar si el chisme era cierto, y, según le contó al compilador de las obras de Juárez, el ingeniero Jorge L. Tamayo, se apersonó en San Fernando y abrió el nicho en el que, finalmente y después de tanto relajo, dormía Zarco la siesta de la eternidad.

Martínez Báez debe haber suspirado con alivio cuando, al abrir el nicho, encontró a don Pancho, en admirables condiciones. Lo que reportó el buen señor en la segunda mitad del siglo pasado, es que Zarco, vestido como la historia familiar señalaba,  “estaba en buen estado”, lo mismo que la madera del ataúd. Agregaba Martínez Baéz que, fuera de algunos detallitos, como el hecho de que los ojos de vidrio que tenía puestos el periodista se habían hundido en las fosas oculares, y se le había desprendido el cabello del cráneo, al igual que el gran bigote de la cara, Zarco estaba perfectamente reconocible, incluida su aguileña y pronunciada nariz.

En los años setenta del siglo XX, una ocurrencia de Luis Echeverría sacó a don Pancho de su nicho y lo puso en tierra, en el mismo San Fernando, a unos pocos metros de la tumba de la familia Juárez Maza. Algunos opinan que la tumba setentera es bastante fea. Eso sí, conservaron la placa de mármol negra con letras de bronce que le pusieron de adorno en 1869. Ignoro si cuando lo trasladaron alguien se tomó la molestia de ver cómo le iba a la momia del periodista. Esa es una misión hemerográfica y archivística que sería bueno acometer.

Pero por lo pronto, les dejo una nota, chiquitita, publicada en El Siglo Diez y Nueve, el 10 de agosto   de 1870, es decir, poco más de medio año después de la muerte del redactor jefe del periódico. No tiene desperdicio y cierra esta entretenida historia de un cadáver ilustre:

EL VERDADERO ENTIERRO DEL SEÑOR ZARCO.

Ayer, a las seis de la tarde, acompañado sólo de varios amigos y con el mayor silencio, ha sido sepultado en el panteón de San Fernando el cadáver del antiguo redactor en jefe de El Siglo. Habían permanecido los restos del señor Zarco depositados en la casa del Sr. licenciado Sánchez Solís, donde el doctor Montaño emprendió embalsamar el cuerpo de una manera perfecta y con todas las reglas más modernas de la ciencia.

El resultado ha sido satisfactorio, según nos han informado las personas que asistieron ayer al entierro; y concluida la operación, para la que se han necesitado muchos meses, los restos de aquel distinguido escritor descansan ya en paz en su última morada.

 

Muchas veces se ha insistido en que Zarco debiera ir a dar a la Rotonda de los Hom… de las Personas Ilustres. Me gusta más donde está; a un par de cuadras de la gran estatua que, para cumplirle un capricho al gremio, mandó hacer Gustavo Díaz Ordaz y que se colocó en el centenario de la muerte del gran cronista de la constitución liberal. Como buen periodista, estará más a gusto en el corazón de la vida de esta ciudad enorme, sin que se le vaya la nota. La Rotonda… ¿qué chiste habría de tener para un reportero?

02
Nov
12

Mil maneras de vencer a la muerte: curiosidades imperiales decimonónicas

En estos muros viejos abundan historias, por decir lo menos, insólitas. En verdad que éramos buenos para eso. Éramos buenísimos para embalsamar cadáveres y conservarlos casi en el mismo estado en el que nuestro pariente, amigo o cliente estaba antes de irse al mundo de los muertos.  Uno más de los múltiples recursos que, a lo largo de los siglos, los hombres han inventado para timar a la muerte, o al menos, para hacer el intento. Si lo que nos horroriza de la muerte, además del ya-no-ser, del ya-no-estar, es el deterioro que nuestra pobre carne, tan terrenal, experimenta, también hemos intentado exorcizar dicho espanto jugando a los zombies, poniéndolos a luchar contra Abraham Lincoln, imaginando que Jane Austen pudo haber escrito una novela decimonónica con ellos,  convirtiéndolos en estrellas de serie de televisión. La verdad es que nuestras diversiones posmodernas no son sino máscaras de carnaval oscuro, con las que intentamos olvidar por un rato la vieja máxima medieval, colocada junto a los esqueletos burlones de las danzas macabras europeas: más tarde o más temprano, todos seremos polvo, y uno que otro será víctima del INAH o de instancias similares para evitar que lleguen a su destino natural, por aquello de que la carencia de nuestras reliquias laicas también nos da un poco de miedo al vacío y a la falta de referencias patrias. Pero en el siglo XIX, le peleábamos a la muerte el espacio por medio de nuestras habilidades técnicas para que no se notara que nos había ganado: éramos los mexicanos excelentes embalsamadores, capaces de lograr que nuestro cadáver querido no comenzara a parecer tal, y, en cambio, pudiéramos hacernos la ilusión de que el pariente o amigo no estaba sino echándose una siestecita de larga duración. Desde luego, sobrevivía a las tropelías de la muerte aquel que tenía dinero para pagar el servicio… y al que le conseguían un buen embalsamador. Las turbulencias de la vida nacional en el siglo XIX también nos dejaron unas cuantas historias interesantes en la materia. Quizá algunos de los cadáveres embalsamados más famosos de nuestro pasado son los tres caballeros que murieron fusilados en el Cerro de las Campanas el 19 de junio de 1867:  el archiduque Fernando Max, el general Tomás Mejía y el general Miguel Miramón. Sus historias post-mortem son un digno cierre a la complicada historia del segundo imperio mexicano, y lo cierto es que algunas son en verdad enredadísimas, gracias a las humanas pasiones y a los rencores añejos, tan propios de la condición humana. Don Miguel, vestido de civil. Probablemente no lo enterraron así.   La más light de esas tres historias es la del general Miguel Miramón. Gente decente, niño héroe que vivió para contarlo, pretendiente tenaz y marido amoroso aunque un tanto mujeriego, quizá es el que peor la lleva en la debacle imperial. Expresidente de la República, le daba a Maximiliano un cierto recelo, no se le fueran a ocurrir cosas raras como, por ejemplo, querer disputar el poder de nueva cuenta. Por eso lo mandaron en misión extravagante a Europa, y cuando regresó a poner su espada al servicio del Kaiser Max, la verdad es que ya no había mucho que poner a salvo. Pero Miramón era un tipo con un sólido sentido del honor, y se quedó al lado del emperador, que a ratos se paseaba por las trincheras queretanas, en busca de un empujoncito de plomo que lo ayudara a salir de broncas y responsabilidades. A la hora del fusilamiento, y entre los llantos y quejas de la gran Concha Lombardo, esposa del general Miramón, al Joven Macabeo -su sobrenombre de los tiempos de la Guerra de Reforma- le cupo en suerte conseguir que un tipo competente lo embalsamara. No tenemos una foto del cadáver embalsamado de Miguel Miramón -que no sería extraño que un día diésemos con una- pero sí tenemos los testimonios de que fue un excelente trabajo. Doña Concha cargó con su familia y con el cadáver embalsamado de su esposo, le dio sepultura en el patio pequeño del muy popis Panteón de San Fernando, le dijo un par de cosas muy desagradables a los militares conservadores que aún quedaban y se fue con sus peques al destierro. Se tardó una década en regresar, por ahí de 1877, solamente para hacer uno de los berrinches más grandes que ha documentado la historia nacional, al enterarse de que el gran enemigo de su Miguel, don Benito Juárez, dormía el sueño de los justos en un nicho a unos pocos metros de la tumba del general conservador. La bronca que armó Concha en las oficinas del panteón fue, por lo que se sabe, de antología; seguramente los gritos se escuchaban hasta San Hipólito. No hubo poder humano que la disuadiera de sacar de San Fernando a su marido, al que, por otro lado, tenía mucho que no le preocupaba quién era su vecino de tumba. Con la enorme pataleta atravesada, Concha decidió llevarse a su marido a la catedral de Puebla, donde continúa. Lo que se cuenta del momento en que sacaron al general de su pequeño y sobrio mausoleo, es que «parecía dormido»… hasta que se le cayó un pie. Sin preocuparse mucho por el detalle -total, habían transcurrido diez años-, Concha agarró camino para Puebla con familia y cadáver exhumado, y una vez cumplida su tarea, se volvió a ir del país. Hay que decir que la viudez le generó a la pobre Concha algunos problemas operativos. Además de moverse para todas partes con sus niños, recién muerto el general, tenía la costumbre de andar acarreando un frasco… con el corazón del general, y solo dejó tan curioso hábito el día en que su confesor se puso severo y la obligó a desprenderse de él. Si la persona que embalsamó a Miguel Miramón era tan buena como la que hizo el mismo trabajo en el cadáver de Tomás Mejía, seguramente el general sí tenía aspecto de estar echándose un coyotito, porque de Tomás Mejía, sus contemporáneos nos dejaron una imagen alucinante: Sí, es el general Mejía… muerto, embalsamado y sentado en algo que puede ser la sala de su modesta casa de la colonia Guerrero, con unas veladoras a sus pies. A él sí hubo oportunidad de retratarlo porque Tomás Mejía dejó a su familia en la miseria más completa, y su viuda, de la que nada más sabemos que era muy joven y que tenía un bebé de pocos meses en junio de 1867, no tenía dinero para pagar la sepultura del general. Un chisme histórico asegura que Benito Juárez, enterado de la miseria de la viuda -de la que ni siquiera conocemos el nombre- promovió una colecta para reunir lo necesario para costear una tumba en San Fernando. Si esto es cierto, la sepultura se concretó y allí está todavía Tomás Mejía, que, en vida, tenía este aspecto:   Al que no le fue nada bien con su embalsamamiento fue al pobre de Maximiliano. En un caso de chambonería escandalosa, el gobierno mexicano le encargó el trabajito a dos médicos que respondían por Ignacio Rivadeneyra y Vicente Licea, respecto del cual se dijeron en su momentos cosas de lo más horrorosas, puesto que Rivadeneyra no sabía gran cosa acerca de conservar muertos -Ratz dice que el señor era como ginecólogo de la época-, Licea tomó las riendas del asunto.

Mientras que, por un lado, el legajo de documentos acerca del embalsamamiento de Max asegura que Licea hizo su chamba como se debía,  entorpecida por una multitud de curiosos que se metieron a presenciar lo que no les tocaba, birlándole al médico algunas pertenencias del archiduque y hasta parte de su instrumental de trabajo, los testimonios de personas como la indignada Concha, aseguran que Licea se puso a vender fragmentos de la barba del emperador de una manera totalmente desvergonzada. Licea dejó un informe, según el cual, el médico de Maximiliano el dr. Samuel Basch, habría estado presente en el proceso y que, incluso, le proporcionó a Licea algunos de los materiales propios del embalsamamiento de cadáveres. incluso, refiere Licea, Basch le proporcionó un excelente «aceite egipcio» con el cual barnizó tres veces el cuerpo. Si le hacemos caso al dicho del sujeto, no habría razones para que el gobierno mexicano se viese obligado a  rehacer el embalsamamiento del desafortunado archiduque.

Es más; en sus escritos, Licea chilla y chilla de que, en el borlote -que erróneamente permitió- armado en torno al cuerpo del emperador, y donde se metió hasta la galopina de la cocina «para ver» (como corresponde a nuestras mexicanísimas costumbres), le robaron parte de su instrumental de trabajo, sin que, después, hallara a quién reclamarle que se los devolvieran o se los repusieran. En este punto, me imagino a Sebastián Lerdo, ministro de Relaciones Exteriores y responsable de todo lo referente al real cadáver, llorando de risa al leer los chantajes sentimentales del médico incompetente, al que, por otro lado, algo le hallaron, porque a Licea lo metieron al bote un ratito por andar comerciando con reliquias austriacas.

Licea reporta que al cadáver de Max, lo colocaron en un «baño compuesto de reactivos» y le aplicaron una mezcla de bicloruro de mercurio con agua, combinación útil para «absorber las humedades». Licea dice que los ojos se reemplazaron por unas piezas «de esmalte de gota» que traía en su caja de instrumentos, aunque la tradición dice que echó mano de una imagen de Santa Úrsula para dotar de ojos -negros- a los despojos de Max. Después de todo esto, y de colgar el cuerpo para que  se secara, Licea explica que procedió a vendar el cadáver en su totalidad: extremidades, dedos, cuello y todo el tronco. Después de las vendas, aplicó una capa de una sustancia llamada dextrina, que se usa como pegamento soluble en agua, como espesante o aglutinante. Licea repitió el procedimiento dos veces más, de modo que el cadáver de Max quedó bien cubierto de vendas y selladito. La tercera y última capa, anota Licea, se fijó con suturas. A ese momento, en los 8 días que duró el embalsamamiento de Maximiliano, corresponde el dibujo que hizo el fotógrafo Francois Aubert, al que le permitieron presenciar el fusilamiento, pero no fotografiarlo. A cambio nos dejó algunos dibujos, uno de ellos el del cuerpo de Max, con el aspecto de momia egipcia, porque ÉSE era el método que más o menos sabía desarrollar el pillo de Licea, porque era lo que había estudiado.

Licea tuvo que escribir largos informes debido a sus pillerías y a sus descuidos. En esos ocho días que embalsamó a Max, parece que se asomó al lugar todo Querétaro, de modo tal que, pasada una semana, los únicos que no habían ido a ver el espectáculo, eran Miramón y Mejía.  En una de esas visitas, un joven diplomático austriaco, Ernst Schmit Von Tavera, que iba a darle una vuelta a su archiduque, casi se infarta al llegar y ver a Max colgando de una cuerda. Licea explicó en ese momento -y luego lo puso por escrito, que nada raro había en eso de andar colgando a «la momia», porque lo mismito habían hecho a la hora de embalsamar a Luis XVIII de Francia.

En el viaje a la ciudad de México, a «la momia» le fue de la patada. Un testimonio afirma que, efectivamente, cerca de Arrollozarco (sic),  al cruzar un arroyo, el carro se volcó, «con las reliquias del señor archiduque», que en buen español quiere decir que el cadáver momificado fue a dar al agua. La experiencia se repitió, según esto, en las cercanías de una Hacienda de los Ahuehuetes. Tan descuidados fueron con el traslado del real fiambre que, siendo junio época de lluvias, «la momia se mojó» -aquí vuelvo a imaginarme a Sebastián Lerdo, ya revolcándose de la risa- . La mezcla de barniz egipcio -haya sido lo que haya sido-, las vendas y la dextrina, deben haber hecho un mazacote espeluznante sobre el cuerpo del pobre Max. Lo que sigue es ya delirante. Cito el informe de Licea: «la acción del agua que penetró permaneció en contacto con el cadáver, lo maceró y produjo en las partes que estuvieron en contacto con el agua la degeneración grasosa llamada adiposiva».  En suma, la reacción química estaba generando grasas que, naturalmente, son mucho más deteriorables que los arreglos estilo egipcio del doctor Licea. Otro poco y el pobre Max empezaba a echar espuma.

El caso es que, llegado a la capital, fue evidente que el embalsamamiento de Querétaro ya estaba para llorar. Hubo que hacerlo de nuevo. Después de un rato de labor, Max quedó más o menos presentable, el pobre:

No contento con todo el relajo en el que estaba metido, Licea tuvo el poquísimo tino y la poquísima progenitora de proponerle una venta al almirante Tegethoff, que al mando de la fragata Novara, había llegado a México para llevarse los reales despojos.  Licea quería venderle al austriaco, háganme favor,  «los efectos personales» del desdichado Max, en la bonita suma de 15 mil pesos. Tegethoff, por toda respuesta, lo denunció ante el gobierno de Juárez. Inmediatamente, la autoridad se apersonó donde Licea, le requisó las pertenencias del archiduque y sin más preámbulos las entregaron al almirante austriaco. A Licea le abrieron proceso y lo guardaron un rato, y a Max o lo que de él quedaba, se lo llevaron a la cripta de los Chapuchinos en Viena, al pobre. Por esos siete meses, entre el fusilamiento y la llegada del cuerpo a Austria, ya era suficiente como para que Max hubiera purgado todas sus tropelías. A otros les fue mucho mejor, como a Francisco Zarco, pero de eso les escribo al rato.




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