Cuando Germán Dehesa escribió apenas la semana pasada que los médicos le auguraban retirarse de este mundo hacia finales de año, pensaba yo en el trabajo que debió haberle costado escribir esa columna. Admitir la inminencia de la propia muerte debe ser aterrador. Hay que ser muy valiente para hacerlo. Aún para mexicanos de gran entereza, como Ignacio Manuel Altamirano, en algún instante de certeza, de que el final se aproximaba, tomó de las manos a Aurelio, su hijo adoptivo y le dijo «¡qué feo es esto!». Y lo decía un coronel de caballería que peleó en el sitio de Querétaro, un diputado crítico de Benito Juárez, un testigo de la Guerra de Reforma y de la Revolución de Ayutla. Esa es, finalmente, la debilidad -que nada malo hay en esa debilidad- de la condición humana. Por eso inventamos tantos subterfugios para eludir, engañar a la muerte, para timarla, darle gato por liebre, liebre por humano y persuadirla a que aguarde un poco, unas cuantas horas, unos cuantos días, algunos meses, unos años en llegar a nosotros; que se vaya a tomar unos tragos por nuestra cuenta en lo que vivimos un rato más; ‘ai le hablamos al rato, pierda cuidado, ya le avisaremos cuando estemos medio listos, medio dispuestos, medio resignados a irnos con ella.
Pero si a don Germán Dehesa le asaltaron esas cavilaciones, no lo sabemos, no lo sabremos, porque lo suyo era la risa inesperada, la alegría satisfecha de saber que estaba escribiendo algo que le arrancaría la sonrisa a alguno de los que lo leíamos. Por eso, y aunque no esté, hay que recordar algunas de sus columnas memorables, esas que contaban su día a día, la risa que nos arrancaba en la lectura matutina; ese humor que abarcaba tantos registros, justo a la medida en las más variadas situaciones.
Por eso hoy, que ya no está, me acuerdo de algunas de sus palabras memorables: Me reía a carcajadas el día que inventó los conejos azules, que, referidos a un niño escéptico, encima resultaron ser conejos de árbol. Me solazo en sus imágenes de la sopa de habas, buenísima, sabrosísima, que comían en su casa en los días de Semana Santa. Y aunque en mi casa nunca se hizo sopa de habas por Semana Santa, considero que esa es una de las mejores invenciones culinarias; sustanciosa, reconfortante, olorosa y alimenticia. Le entendía por completo a don Germán cuando escribía el elogio de la sopa de habas.
Me acuerdo también de aquella columna que rescataba la respuesta de uno de sus alumnos, de una sublime capacidad de síntesis para resumir las tensiones diplomáticas, territoriales y políticas que detonaron la Primera Guerra Mundial: «La situación era tensa». Me acuerdo de sus teorías acerca del comportamiento chilango, que en su columna titulada «Cómper…» nos pintaba enteritos y de cuerpo entero: ese «cómper» que decimos, abreviando nuestro barroco «con permiso», cuando ya pasamos, cuando ya hicimos la diablura, la travesura de retar las reglas, de saltar las trancas, de pasar avisando que ya pasamos, de decir, simplemente, «cómper», por economía, por practicidad, por ahorrar energías en lo que ya no tiene visos de prevenible o evitable.
Me acuerdo de sus espléndidos retratos de Jaime Sabines, de Mauricio Achar, de la confusa teoría de una puesta en escena, según la cual los canijos cartapacios son unos bichos de lo más venenosos, especialmente, la hembra. Alguien podría acometer la recopilación de esas columnas que mueven a risa, que sacan del engorro del deber ser de todos los días (premisa absolutamente suscrita por este Reino) y, entre ese torbellino de risas, de humor sardónico que no se gastaba en la ironía amarga, sino en la explotación del infinito absurdo cotidiano, en la mofa, befa y escarnio sanos respecto al ridículo sistemático que cometen personajes e instituciones de los más variados pelajes. Me encantaba leerlo, mucho más que escucharlo en radio. Me costaba trabajo entenderle, pero ni falta. La columna era diversión cotidiana, risa que se extiende en la habitación. Ah, qué don Germán, qué modos de irse casi sin avisar, qué modos de dejarnos el changarro sin decir lo que en estos casos se estila y es correcto apuntar: no le abran a nadie (eso no se lo oí, en toda mi vida, mas que a dos personas: a mi mamá, cuando eramos chicos, y a don Germán. Y los dos sabían muy bien lo que decían).
Durante mucho tiempo, en la computadora de una oficina querida que tuve en un viejo jardín novohispano de San Ángel, estuvo pegado un post-it, que recuperaba el final de una columna, una frase parafraseada de las palabras sabias y consoladoras de Jaime Sabines. Rescatadas como sonido de campana de plata en momentos oscuros, por cosas de las que hoy no me quiero acordar, siguen estando en algún punto de mi piel, para recordarla cuando es oportuno: «ahora debiéramos levantarnos a vivir». Y ahora que ya no está – insisto: qué modos, don Germán- eso es, seguramente, lo que nos diría que nos pusiéramos a hacer.
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