04
Sep
17

Postal del pasado remoto: los cátaros y la justicia en la historia

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Los historiadores servimos -o al menos eso pretendemos- para construir explicaciones de la realidad: por qué ocurrieron las cosas como ocurrieron, por qué somos como somos, de dónde venimos y, si nos apuran un poco, para encender una bengala preventiva para que la colectividad a la que pertenecemos no cometa -esperanza generalmente fallida- los mismos errores que ha cometido con anterioridad.

En ese continuo navegar, una y otra vez nos encontramos con el lugar común «la historia la escriben los vencedores», esgrimido por una parte importante del público que, aunque inteligente, no necesariamente es conocedor. En nuestro pasado, hay al menos dos casos en que la narrativa y las explicaciones del caso para nada pertenecen a «los vencedores».

Me refiero a todo lo que en este país se ha escrito acerca de la invasión estadounidense de 1847-1848,  cuyo aniversario 170 estamos conmemorando en estos días, y al movimiento estudiantil de 1968, cuyo cincuentenario llenará el espacio público el año que viene. En el primer caso, en este país se ha producido un abundante trabajo historiográfico y una interesante recuperación testimonial y documental que, empero, no ha sido obstáculo para que en portalillos de baja estofa, vuelvan a repetir, en un alarde de valiente ignorancia -y digo valiente porque hace falta serlo para salir a la plaza pública digital a hablar de algo de lo que no se tiene la menor idea- que los Niños Héroes estaban en nuestro Castillo de Chapultepec por motivos mucho más bajos que la decisión valerosa y -si quieren rescatar la palabra, heroica- de quedarse a resistir al enemigo, a pesar de que las autoridades del Colegio Militar les indicaron que hicieran mutis y se fueran para sus respectivos hogares, porque de hecho, ellos iban a hacer lo mismo.

Aún llama la atención que 170 años después, que se cumplen en estos días, sigamos rascándonos la cicatriz de ese pasado,  y que bajo esa premisa se sigan librando ácidas escaramuzas que ahora se alojan en el mundo de las redes sociales. De hecho, «la cicatriz» de ese 1847 se mantuvo en diversos ámbitos hasta el siglo XX y de repente, en estas primeras décadas del siglo XXI, explica que, como ya ocurrió, un historiador de la talla de Enrique Krauze se vea emboletado a hablar de la relación histórica entre México y Estados Unidos en las horas previas a un partido de futbol entre las selecciones de ambos países.

En cuanto al movimiento estudiantil del 68, del que mucho se habrá de escribir en los meses que vienen, lo cierto es que aún no acaba de producirse un trabajo historiográfico desapasionado y crítico. Son abundantes los trabajos testimoniales, las reflexiones de los protagonistas, y algunos trabajos que, desprovistos de toda conciencia histórica, se limitan a repetir en un ensamblaje razonablemente coherente, diversos lugares comunes del momento, sin ponerse a pensar en lo que estaba ocurriendo en este país hace 49 años, y en particular los miedos y las incertidumbres que circulaban entre la clase política y los integrantes de la república de las letras y el periodismo. Allí quedan, desde hace medio siglo, algunos personajes a los que ahora podríamos llamar «damnificados del 68» cuya fama pública se vio seriamente afectada en la coyuntura. De quiénes eran y porqué pasaron por momentos seguramente amargos al respecto, habrá que escribir en otros, muchos, momentos.

Pensaba en todo esto al retomar la pluma de este blog y a cumplir con una postal que se quedó en el tintero antes de verme arrastrada por el vendaval de la literatura bajo presión que es el periodismo. Una de las mejores enseñanzas que he captado en el último año viene de un poeta sabio, Vicente Quirarte, que narraba cómo postergaba algunos proyectos literarios, aguardando el día que «tuviera tiempo». Y llegó a la conclusión de que, en realidad, jamás tendría ese tiempo soñado. O, por lo menos, tardaría mucho en llegar. Como ya voy llegando a la conclusión de que falta mucho para que tenga el tiempo y la tranquilidad de retirarme a Cuatro Ciénegas, Coahuila, provista de un eficaz servicio de internet, y desde allí mirar al mundo, arropada por el maravilloso silencio del desierto,  habrá que volver a batirse a deshoras para escribir lo que gira en la cabeza y que no tiene mucho que ver con lo que se teclea a diario para ganarse la vida y sí tiene mucho que ver con lo que se queda en el tintero de la columna semanal, o en los intermedios fuera del aire del programa sabatino.

Y pensaba que mucho de esto tiene que ver con la justicia en la historia. Si algunos historiadores que conozco o que leo en la arena pública diaria pudieran ser tan razonables con respecto al presente como rigurosos son a la hora de abordar el pasado; si conservaran la cabeza fría en ese día a día en el que afrontamos una y mil batallas, otra cosa serían los agarrones en las redes sociales y que vienen resultando cualquier cosa, menos razonables. Y sí, en cambio, leo a algunos de estos mismos personajes hablando de traidores e imbéciles insultándolos, no describiéndolos, hurgando sin darse mucha cuenta de ello, en una búsqueda de algo parecido a la justicia inmediata que exigen hoy tantos mexicanos lastimados por la desigualdad o la violencia. En ese tenor, valiente papel hace el gremio de historiadores, al que un día llamarán a cuentas. -Y qué cuentas tan bajas vamos a entregar.

Y todo esto tiene que ver con una crónica y una canción, escritas hace 799 años, en 1218, en la vieja Francia que aún no acababa de ser Francia, y que atravesaba por una época convulsa: la de la persecución cátara, una de las grandes herejías de la cultura occidental. La canción, una larga crónica de la cruzada contra los herejes, conocida como la Chanson, el Canto de las Guerras Cátaras,  una canción de gesta, con 10 mil versos escritos en lengua occitana, y que tiene dos autores: uno, favorable a la cruzada, el clérigo Guillermo de Tudela, y, a partir de los sucesos de 1213, se continúa por un narrador anónimo que era partidario de los cátaros y cercano a los condes de Tolosa, ciudad que sufrió tres asedios durante la cruzada. La Chanson tiene un fragmento que se refiere a la muerte en combate de uno de los persecutores más sanguinarios de aquellos días:  Simón de Montfort, que además de católico extremo, posiblemente fanático, tenía una larga historia de pleitos y disputas por títulos nobiliarios y sus respectivas posesiones. Detalle añadido, las crónicas de la cruzada cátara se refieren a él como un tipo más bien cruel y aficionado a castigos como desorejar y desnarigar a sus víctimas, además de ser un decidido partidario de los asesinatos masivos.

Simón de Montfor murió en el segundo sitio de Tolosa, en junio de 1218, cuando ya duraba el sitio 10 meses. Antes de entrar en batalla, el 8 de octubre de aquel año, el capellán de los sitiadores llamó a las huestes a «no dejar que ningún hombre ni ninguna mujer escaparan con vida». Los de Tolosa, que no estaban mancos, llevaban meses en acción unida y conjunta para resistir a los atacantes. Desde los niños pequeños hasta las esposas de mercaderes; los condes de Tolosa, con familias y séquitos, estaban al pie de las murallas, de día y de noche, para resistir y arrojarles a los sitiadores cuanto hubiese de arrojadizo.Hay que agregar que los de adentro no eran ningunos angelitos indefensos. Habían adquirido experiencia enfrentando cruzados y no eran menos crueles que Simón, nada más que estaban defendiéndose.

La descripción del cronista anónimo es muy gráfica: «¡cuántos caballeros armados habéis visto ahí, cuántos sólidos escudos hendidos, cuántas costillas al descubierto, piernas destrozadas y brazos cortados, pechos desgarrados, yelmos partidos, carne hecha pedazos, cabezas cortadas en dos, sangre derramada, puños seccionados, cuántos hombres luchando y otros forcejeando para llevarse a otro que han visto caer!». Un detallado inventario de la violencia artesanal del remoto Medioevo, ayudados por la tecnología de la época, plataformas y catapultas. Así estaban las cosas en octubre de 1218.

La Chanson refiere con detalle y con cierta satisfacción, cómo termina nuestro cruel personaje, que, según testigos, tiene el poco tino de pedir, a la hora de la consagración -acordémonos que el santo varón oía misa antes de empezar a matar herejes- algo así como «¡Oh, Jesucristo virtuoso, dame ahora la muerte en el campo o la victoria!». Y que se la hacen efectiva.

En medio de la refriega,  el hermano de Simón, Gui, vio cómo su caballo era herido en la cabeza por una flecha. De esos momentos en que uno lo tiene todo torcido, Gui recibió otro flechazo, pero en la ingle. Las crónicas aseguran que sus aullidos se escuchaban por encima del ruido de la batallas. Su hermano Simón, al escucharlo, se lanzó en su ayuda. Eran compañeros de armas desde mucho tiempo atrás.

Así, Simón corre en auxilio de su aullante hermano. En esas estaba, intentando desmontar, cuando desde las murallas de Tolosa, una piedra disparada por una pretraria, fue a quitarle las preocupaciones de este mundo. Lo que no pudo quitarle es la infame fama pública que poseía.

Con esa mezcla de hechos y prodigios que son abundantes en las crónicas medievales,  nos enteramos, con pelos y señales del fin digamos…. contundente de Simón de Montfort:

«La [pretraria] la hacían funcionar mujeres nobles, muchachas jóvenes y esposas, y ahora una piedra llegaba justo donde era necesario y golpeaba al conde Simón en su yelmo de acero, destrozando sus ojos, sus sesos, sus muelas, su frente y su mandíbula. (ouch) Sucio y sangrante, el conde cayó muerto a tierra.»

De inmediato recogieron el cadáver. Mientras los sitiadores entraban en un estado de pasmo, desde las murallas de Tolosa se levantaba un alarido victorioso: «¡el lobo ha muerto!», mientra Amaury, el hijo del aplastado Simón, se llevaba lo que quedaba de su padre. Simón había sido el terror del Languedoc; tenía amistad con Domingo de Guzmán, que aún no era santo y andaba en vías de crear la orden dominica a la que le iba a encargar su creación más preciada: la Inquisición. Era Simón también amigo de quemar cátaros en hogueras, y no le temía a enfrentarse con los Papas. Tal era el curriculum acumulado en los 53 años que vivió.

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Se llevaron al aplastado Simón y según una curiosa costumbre funeraria, hirvieron el cuerpo hasta que la carne se desprendió de los huesos, que se colocaron en una bolsa de cuero y se enterraron en la catedral de Saint-Nazaire, en Carcasona, con todas las bendiciones posibles. Pero el anónimo continuador de la Chanson se apresuró a escribir el segundo epitafio de Simón, como ajuste de cuentas:

«Para los que puedan leerlo, el epitafio dice que es un santo y un mártir que respirará de nuevo y que, con júbilo majestuoso, heredará y florecerá, lucirá una corona y estará sentado en el reino. Y he oído que esto debe ser así… si asesinando hombres y vertiendo sangre, maldiciendo almas y causando muertes, confiando en abogados diabólicos, encendiendo hogueras… incautándose de tierras y alentando la soberbia, prendiendo las llamas del mal y apagando las del bien, matando mujeres y sacrificando niños… un hombre de este mundo puede llegar a Jesucristo, sin duda el conde Simón lleva una corona y resplandece arriba en el cielo».

Y pienso, quizás, que si hay algo que podamos llamar justicia en los recuentos, rescates e investigaciones históricas, reside precisamente, en que el día de hoy podamos leer, a tantos años de distancia, esa canción, y sepamos de quién habla y y qué hizo y de qué manera será recordado, cada vez que la Chanson sea descubierta por alguien del presente.

 

31
May
16

Tres postales de memoria. Dos: inscripciones de la Torre de Londres.

grafiti torre de londres celdas siglo xvi

Encontré esta imagen en el vértigo de las redes sociales.  Uno de los muros de las celdas de la Torre de Londres. Hay más, muchas más inscripciones. Todas pertenecen a prisioneros que por las más diversas razones fueron enviados allí a pudrirse en vida, esperando la muerte. No todo mundo tuvo la relativa fortuna de Catalina Howard y Ana Bolena, las dos esposas de Enrique VII a las que ejecutaron allí mismo en fast track.  No todos los prisioneros de la Torre hicieron mutis discreto aunque sangriento, como los dos sobrinitos de Ricardo III, legítimos aspirantes a la corona inglesa, a los que su tío les recetó unas vacaciones todo incluido en la susodicha Torre y nadie volvió a verlos más. Creo recordar que en algún momento de los años setenta del siglo pasado, alguien dio cuenta del hallazgo de un esqueleto infantil en las obras de restauración de la Torre.  De todas maneras, las reinas ejecutadas y los principitos han ido a engrosar la enorme lista de fantasmas ingleses que hacen las delicias de los aficionados a las curiosidades paranormales.

Pero los autores de las inscripciones que aquí veo son otra cosa: escudos de armas, crucifijos, nombres grabados en la piedra para evitar que se perdieran en la noche del tiempo. Buscando algunas referencias me encuentro con que muchas de estas inscripciones datan del siglo XVI, cuando el conflicto religioso derivado de las pugnas entre Enrique VIII -otra vez el mismo- y la iglesia católica, sumado a los líos de faldas que ya conocemos, llenó estas celdas de señores que un día fueron poderosos y que decididos a defender su fe, fueron a dar con sus huesos, anglicanos y papistas por igual, porque esa baraja de monarcas que sucedieron al terrible Enrique, dieron para largos días de persecución religiosa.

Pero, después de casi quinientos  años, la piedra permanece. De Enrique VIII quedará un poco de polvo, algunos huesecillos. De sus reinas, poco más o poco menos. De sus hijas, la desdichada Bloody Mary y la formidable -y conflictiva- Gloriana, Elizabeth I, no ha de quedar mucho más. De todos estos prisioneros, es difícil decir el paradero de sus despojos. Pero sus nombres están ahí, en la piedra rascada, tallada como estrategia para no volverse locos en la cárcel, pero también para dejar testimonio de una prisión injusta y una persecución en una tierra polarizada. Caramba, qué coincidencia.

Ahí están los nombres y los símbolos y los escudos de armas en la piedra, y que la piedra siga ahí, que la Torre permanezca en pie y que aún hoy, con trabajos podamos leer sus nombres: Tyrrel, Howard, Arundel, Peverel y muchos otros más.  La justicia está en la piedra; en la permanencia de la piedra, triunfando sobre la muerte.

31
May
16

Tres postales de memoria: la justicia de la historia. Uno: Cotita de la Encarnación.

El fin de semana pasado traje a las páginas de La Crónica de Hoy el recuerdo de la comunidad de varones juzgados por sodomía en la ciudad e México entre 1657 y 1658, cuyo personaje más visible, Juan de la Vega Galeano o Galiano, quien se enfadaba si no le llamaban por su nombre de guerra, Cotita de la Encarnación, y cuya historia abreviada pueden leer aquí.

De Cotita escribió en su tiempo Gregorio Martín de Guijo, autor de uno de esos alucinantes diarios de sucesos, donde se funden los sucesos relevantes con los prodigios y las miserias. Dijo el contemporáneo de Cotita que era muy buen lavandero, que era limpio, aseado «y curioso». habló de su jubón blanco con muchas cintas de colores en las mangas. En el siglo XX, ya desmecatado (como si alguna vez hubiera estado demasiado contenido), Salvador Novo, en uno de los últimos libros de su vida, «Las locas, el sexo y los burdeles, también tocó el tema. Pero el nuevo siglo trajo, como señalo en el #HistoriaEnVivo de esta semana, otro tipo de rescate memorioso: que Cotita haya sido reivindicado como víctima de un «crimen de odio», para ser una de las referencias históricas en una marcha del orgullo homosexual en la Puebla de 2012, habla de los sucesos que sobreviven pese a los esfuerzos por desvanecerlos. Contradicción brutal: muchas cosas que el Tribunal del Santo Oficio censuró y prohibió y burocráticamente -en el peor sentido de la palabra- almacenó, son hoy plenamente conocidos: bailes, canciones, impresos, entre comedias, hojas volantes y periódicos, de los cuales algunos sobreviven y otros no dejaron más huella en la tierra que esa mención en un edicto, pegado alguna vez en los muros de una iglesia novohispana.

Hace seis años, un poeta, Luis Felipe Fabre, publicó un libro llamado «Sodomía en la Nueva España», donde está contado, en clave poética, el caso de Cotita y de los 13 más con los que fue quemado en San Lázaro en 1658. Aquí comparto unos fragmentos:

Dice Gregorio Martín de Guijo en una página de su diario:
Martes 6 de noviembre de este año de 1658.
Dice:
A las once horas del día
sacaron de la Real cárcel de esta corte
a quince hombres: los catorce para que muriesen quemados,
y el uno, por ser muchacho, condenado a doscientos azotes
y vendido a un mortero
por seis años.
Salen
Juan de la Vega,
Miguel Gerónimo, Miguel de Urbina,
Juan Correa, Juan Martín, Juan de Ycita, Benito Cuebas,
Gerónimo Calbo, Joseph Durán, Simón de Cháves,
Nicolás de Pisa, Christobal de Victoria,
Domingo de la Cruz, Matheo Gaspar
y Lucas Matheo, el menor,
y dicen:
Ay de nosotras.
Dice Gregorio Martín de Guijo en una página de su diario:
Lleváronlos por la calle del Reloj y volvieron
por la esquina de las casas de la marquesa de Villamayor,
y fueron vía recta hasta la albarrada de San Lázaro.
Se despobló la ciudad, arrabales y pueblos fuera de ella
para ver esta justicia de catorce personas
por el pecado de la sodomía,
dice,
en una página

Dice Gregorio Martín de Guijo en una página de su diario:
En el brasero se empezó a dar garrote al dicho Cotita
y acabaron con todos los catorce
a las ocho de la noche
que les pegaron
fuego.
Sale
el Fuego: aplausos:
sale el Fuego: verdugo en llamas: sale el Fuego
y ardiente besa a Juan de la Vega en los labios: aplausos.
Un pudoroso biombo de flamas se despliega escondiendo tras de sí
la orgía a muerte del Fuego y los sodomitas
mientras el Otro, teñido de ceniza,
sube al brasero y se pone
a cantar:
de su diario, Gregorio
Martín de Guijo, con límpida prosa
aquí versificada por nefandos afanes de transgénero.

Dice Gregorio Martín de Guijo en una página de su diario:
En el brasero se empezó a dar garrote al dicho Cotita
y acabaron con todos los catorce
a las ocho de la noche
que les pegaron
fuego.
Sale
el Fuego: aplausos:
sale el Fuego: verdugo en llamas: sale el Fuego
y ardiente besa a Juan de la Vega en los labios: aplausos.
Un pudoroso biombo de flamas se despliega escondiendo tras de sí
la orgía a muerte del Fuego y los sodomitas
mientras el Otro, teñido de ceniza,
sube al brasero y se pone
a cantar:
Acaben ya, es nuestro ruego,
brasas, cauterios, rigores,
tormentos, lumbres, ardores,
amante brutal, oh Fuego.
Nada guardes para luego
pues ya, entre requiebros tantos,
morimos pariendo espantos:
se desatan de nosotras,
que en la pira ardemos, otras:
brujas de humo y leves mantos.

El Escribano lee en voz alta un papel que dice:
Juan de la Vega ha muerto.
Dice la Carne: Cotita de la Encarnación,
la Reina de los mayates,
ha muerto.
Dice la Naturaleza: La Reina de las mariposas nocturnas
ha sido seducida por la llama.
Dice la Santa Doctrina: Amén.
El Escribano
prende fuego al papel que dice
Juan de la Vega ha muerto. Y dice: Juan de la Vega
que en vida no fue
más que las permisivas orillas de un agujero
es ya
un agujero sin orillas.
Dice la Naturaleza:
Lamento por Juan de la Vega.
Dice la Carne: Lamento por Cotita de la Encarnación.

Dice la Naturaleza:
Memoria de los ajusticiados y Fábrica de las alegorías.
Dice
la Carne: Hagamos un requiem
que sea al mismo tiempo lo contrario: la canción
del deseo: la dolorosa canción del deseo en la voz de un castrati.
Canta el Otro fingiendo voz de soprano contra natura:
Tú, que de amor pereces,
pues en ti ensaña sus dardos Cupido,
San Sebastián pareces:
hermoso y sólo de flechas vestido.
Dulce martirio que de ti te arranca:
¡no es roja tu sangre, milagro, es blanca!
Dice
la Carne: Hagamos un altar
donde todas las imágenes estén de cabeza:
el altar de los santos invertidos: el retablo de los sodomitas.
Dice la Naturaleza:
Memoria de los ajusticiados y Fábrica de las alegorías.

No es extraño, digo yo, que en las redes sociales se patalee y se libren escaramuzas: tercos algunos, militantes otros, ingenuos otros más: defender la «otra historia», la «otra versión»; peor aún: «la verdadera historia». Obsesiones, afanes desde la fragilidad humana.

Dice
el Escribano:
De este modo termina
el “Retablo de los sodomitas novohispanos”:
perdonen sus yerros, sus ripios, sus versos farragosos.
Dice: De este modo termina el poema
y vuelve a comenzar
el mundo.

«Vuelve a comenzar el mundo», escribe el poeta Fabre. Y sí, vuelve a comenzar. Pero acaso que un poeta escriba sobre catorce ajusticiados de hace 350 años,;que vuelva a contar una historia que sigue ahí, en el Archivo de Indias, acaso sea la mejor justicia: no dejar que la huella de un pasado, por doloroso o indignante que sea, se desvanezca ni que se vuelva exclusivo patrimonio de la comunidad de entendidos.

03
Mar
16

Don Guillermo Prieto poeta tierno, amoroso patriota, liberal (casi) puro.

LOS VALIENTES NO ASESINAN LTG 4

A don Guillermo Prieto la historia lo congeló en ese día de marzo de 1859, cuando le salvó la vida a Benito Juárez, a su compadre Melchor Ocampo y al resto de aquel gabinete que gobernaba con facultades extraordinarias, en los primeros tiempos de la guerra de Reforma. Pero es también un personaje que deberíamos conocer más. Es uno de nuestros primeros economistas, aún antes de que existiera tal profesión; educado en la materia, a punta de pescozones y vigilancia, por don Manuel Payno padre, quien ponía a estudiar a su propio hijo -que luego alcanzaría la inmortalidad literaria con «Los Bandidos de Río Frío» y algunas otras hazañas– y al jovencito Guillermo, pues ambos periodistas fueron amigotes y compinches desde tierna edad.

Algunos de los poemas escritos por don Guillermo, son, al mismo tiempo, crónicas francamente sabrosas, como aquel llamado «Trifulca», que, con un ritmo fenomenal, cuenta la historia del matrimonio que agarrado del chongo en plena calle de Topacio, echa a gritos al bueno y decente tendero que intenta salvar a la mujer de los sopapos del marido. Tiradísimo al drama, reflejo de la condición femenina de sus tiempos es el Romance de la Migajita, flor del Barrio de la Palma y envidia de las Catrinas, que mi querido amigo, Guillermo Zapata, el Caudillo del Son, convirtió en sentida melodía que podría llegar hasta la última fila del Panteón de Dolores, junto a la barda, donde dice don Guillermo que enterraron a la desdichada mujer, muerta de amor y de celos del galán.

Es también el querido don Guillermo uno de los más brillantes periodistas satíricos del siglo XIX: como vivió tantos años, se dedicó a hacerle la vida de cuadritos a muchos personajes sonados de la vida política de nuestro país: fastidiar con constancia a Antonio López de Santa Anna le valió un emocionantísimo destierro a Cadereyta, Querétaro, donde se aburría como ostra. Como el ocio es mal consejero, tanta inmovilidad le dio la circunstancia apropiada para componer esa bomba ideológica que es «Los cangrejos» canción liberal que sobrevivió a Santa Anna y se convirtió en una de las canciones preferidas de aquello que después se iba a llamar La Gran Década Nacional -así, con mayúsculas. Sabemos que en diciembre de 1860, cuando las triunfantes tropas liberales entraron a esta, la sufrida Tenochtitlan, venían cantando Los Cangrejos. Naturalmente, don Guillermo, que siempre fue de lágrima fácil, chillaba, conmovido, a moco tendido, al ver su canción convertida en himno.

Varios fueron los clientes de don Guillermo: Maximiliano, desde luego, víctima materializada en uno de esos periódicos, hechos con las peores intenciones, que se llamó El Monarca. Otro de los periódicos indispensables para entender el periodismo de Prieto es La Chinaca, «hecho única y exclusivamente para el pueblo». Si Guillermo Prieto fue sangriento con alguien, fue con Juan Nepomuceno Almonte. En este caso, Prieto juega un papel importante en la construcción de la pésima imagen que el hijo de José María Morelos tiene hasta el día de hoy. Le deformó el nombre, imitando el habla de los indios de su tiempo; se refería a él como «Juan Pamuceno» o simplemente «Pamuceno»; lo más educado que le dijo fue «indio ladino», vendepatrias, traidor y mil lindezas más.

Era don Guillermo muy sentimental, llorón y sensible. Cuando se peleó, a fines de 1865 con Benito Juárez, se puso a escribir cartas azotadas y lacrimógenas, dirigidas a Pedro Santacilia, yerno del presidente, a quien ambas celebridades, en sus cinco minutos de divas, pusieron en la incómoda posición de recibir cartas de ambos, donde se cruzaban acusaciones, quejas y majaderías. Un poco pirado por el pleito, escribía don Guillermo: «Ni para servir a mi patria lo necesito; ni mientras pueda hilvanar una cuarteta tengo que buscar arrimo, mientras me llame Guillermo Prieto ni creo que en nuestro balance deba yo más a Juárez que Juárez a mí.» Disculpen el arrebato de mi tatarabuelo honorario, pero así se ponía cuando le herían el orgullo. Hay que agregar que, hasta la fecha, una de las ramas de descendientes de don Guillermo, se rehúsa a hablar del agarrón Juárez-Prieto, porque el susodicho abuelito le enseñó a toda su prole que de eso no se hablaba.

Fue don Guillermo, como se decía en su época, «perrito de todas bodas» o ajonjolí de todos los moles. Vio las epidemias de cólera de 1833,  fue, para vergüenza suya de toda su larga existencia, «polko»; Vio de cerca, aunque sin fusil en la mano (parece que era un pésimo tirador), la dolorosa invasión gringa en el valle de México y es el gran cronista de esos días en que los habitantes de Tenochtitlan decidieron vender caro su pellejo y resistieron la llegada de los gringos, peleando en las callejuelas y los barrios más populares y bravos de la época: por el rumbo de la Alameda, en el Salto del Agua, en las cercanías de Tlaxcoaque, en rumbos de los que apenas queda memoria porque queda una calle diminuta, una plazuela casi inexistente: San Salvador el Seco y San Salvador el Verde.

Fue don Guillermo diputado veinte veces y casi todas por Tacubaya; secretario particular de presidente, hijo adoptivo de reliquias de la patria como don Andrés Quintana Roo -no sabemos que opinaba doña Leona Vicario de tal alianza-, autor de libros de texto de historia y maestro del Colegio Militar. le daba lata un día y otro también, a Porfirio Díaz, con solicitudes de apoyo y apapacho que creía completamente legítimas y justificadas, dada su condición de último ministro de la Reforma.

Fue sufridísimo ministro de Hacienda, que quedó quemadísimo con el asunto de la desamortización y nacionalización de los bienes eclesiásticos, y lo peor, sin beneficio alguno. Mentaba madres porque los méndigos conservadores le quemaron los archivos antes de largarse de Palacio Nacional, y no tenía idea de lo que habían hecho con el erario. Tuvo, en su beneficio, algo que los funcionarios del ramo de este siglo XXI no tienen tan fácil: a don Guillermo no le temblaba la mano para tomar decisiones. Respiraba hondo, se encomendaba a la patria, y firmaba. Es de recordar que fue el autor del primer plan de choque económico del México independiente: en su primera gestión en Hacienda, en tiempos de Mariano Arista, decretó una rebaja de 50 por ciento a los sueldos de militares y de la burocracia. Casi lo linchan. Arista lo protegió, un tanto asombrado de la alocada temeridad de su ministro.

En fin, que hace 119 años que se fue al otro mundo, con un crucifijo en la mano y una enrevesada leyenda según la cual había al pie de su cama un cura que lo conminaba a arrepentirse de todas sus  tropelías liberales. Lo enterraron en la Rotonda de los Hombres Ilustres -que así se llamaba entonces- y el asunto fue otro fandango: el gobierno de Porfirio Díaz pagó la fosa, pero no el monumento, que tuvieron que pagar, a plazos y con esfuerzos,  la viuda de don Guillermo, Emilia Collard, y su hija María.

¿Sigue aquí don Guillermo? Desde luego. Está en el diorama del Museo del Caracol; en la estatua que le hicieron en la ampliación del Paseo de la Reforma, con un tambache de sus libros al lado y con un manto al desgaire. Estuvo en los primeros libros de texto gratuitos, de donde lo desterró en 1971 el equipo de especialistas del Colmex comandado por doña Josefina Zoraida Vázquez, para acabar colado (jeje) en el libro de lecturas de sexto año de esa misma reforma educativa. Hay al menos dos calles Guillermo Prieto en la ciudad de México, y en muchas ciudades del interior del país hay también calle Guillermo Prieto; en el palacio de Gobierno de Guadalajara, en el patio de los naranjos, está el relieve que lo representa cubriendo a Juárez con su cuerpo. En la Unidad Habitacional Tlatelolco hay un edificio Guillermo Prieto, y mejor aún, unas «Tortas Guillermo Prieto», puntada que le habría encantado de haberla presenciado. Cada vez que alguien dice «Los valientes no asesinan», don Guillermo sonríe, en algún lugar insospechado, feliz de seguir en boca de los mexicanos.

A mí, sin embargo, es otra frase suya la que más me gusta. La rescató de los soldados que custodiaban a don Benito y a su gabinete en su viaje hacia el norte; eso soldados que se acordaron un 15 de septiembre que era noche del grito y le dijeron al güero Prieto, para que ayudara a armar la conmemoración. Conmovido, Juárez le dio a Guillermo los pocos pesos que traía en el bolsillo para «la fiesta de los muchachos». A cambio ellos le dieron esta joya al poeta metido a político: «Y todavía nos acobijamos con la Patria».

 

 

02
Ene
16

Los números de 2015

Los duendes de las estadísticas de WordPress.com prepararon un informe sobre el año 2015 de este blog.

Aquí hay un extracto:

La sala de conciertos de la Ópera de Sydney contiene 2.700 personas. Este blog ha sido visto cerca de 60.000 veces en 2015. Si fuera un concierto en el Sydney Opera House, se se necesitarían alrededor de 22 presentaciones con entradas agotadas para que todos lo vean.

Haz click para ver el reporte completo.

17
Oct
15

Perro… ¿come perro?

buendia

Las generaciones de periodistas que podrían ser englobadas en lo que Jose Luis Martínez S llama «la vieja guardia» tenían un dicho que con frecuencia aparece, entre bromas y veras, en el habla cotidiana del gremio como es ahora: «perro no come perro». Con el paso de los años, naturalmente, la frasecita ha tenido que pasar por las pruebas del ácido y de la brecha generacional.
A algunos, «perro no come perro» les suena a contubernio, a complicidad en esos recovecos de valores entendidos que no se han ido de las redacciones y espacios similares. A otros, les suena retro, demodé.
Pero en tiempos en que asesinan periodistas y no falta alguien del gremio que diga dubitativo: «vayan a saber en qué andaba», a ratos parece que este mismo gremio anda, en muchas cosas -moral, profesional, operativamente- algo, bastante desamparado.
A como andan las cosas, no volveremos a ver esas reuniones multitudinarias en las que los periodistas arropaban a un colega amagado por el poder político o fáctico teñido de prepotencia. Es decir, «mostraban músculo».

Así lo hicieron en 1945 cuando a Martín Luis Guzmán -tan reportero como el que más- se le ocurrió bronquearse con el clero cuando a los honorables señores se les ocurrió andar haciendo procesiones en Semana Santa, estando prohibidas las manifestaciones de fe públicas.
En aquella ocasión, donde se invitó a 600 periodistas y yerbas afines y según Salvador Novo llegaron «como 3 mil», algunos acelerados hasta propusieron crear un «periódico liberal» que no se hizo realidad porque la concurrencia -con excepción de Siqueiros, que se cayó al punto con mil pesotes de los de entonces- andaba corta de fondos.

Así lucía don Martín Luis en su despacho del Semanario de la Vida y la Verdad.

Así lucía don Martín Luis en su despacho del Semanario del a Vida y la Verdad.

Bastantes años más tarde, los suficientes como para que algunos se acuerden y otros no tengan la más remota idea de lo que aquí digo, un gobernador de Guerrero -caramba, qué coincidencia- llamado Rubén Figueroa, tuvo la mala ocurrencia de amenazar al columnista Manuel Buendía. La solidaridad gremial se manifestó en otra reunión, igualmente masiva, en el restaurante del desaparecido Hotel del Prado, en julio de 1979.
Durante ese encuentro solidario, Buendía, a quien yo no conocí -lo mataron el mismo año que entré a la licenciatura- dijo algo que aún es válido, a pesar del tiempo transcurrido: “Allá, en los pueblos del interior, es donde el periodismo requiere auténtica valentía personal, porque las banquetas son demasiado estrechas para que no se topen de frente -por ejemplo- el periodista y el comandante de policía de quien aquél hizo crítica en la edición de esa misma mañana. Aquí la incomodidad más seria que sufrimos es la de no encontrar mesa en nuestro restaurante favorito de la Zona Rosa.»
En 1984, cuando le pegaron de balazos a Buendía a la salida de su oficina en la colonia Juárez, el gremio, además de indignado, muy asustado, convirtió el funeral del columnista en una demanda generalizada de justicia y seguridad para el gremio. Pero de ese momento, una señora con décadas en este oficio a la que me honra llamar amiga, le dijo a otro cercanísimo amigo: «entonces, fue el miedo el que nos unió».
Pienso todas estas cosas al enterarme que el columnista Jorge Fernández Menénez -que tiene sus fans y sus malquerientes- acusa al columnista Julio Hernández -que tiene sus fans y sus malquerientes- de encabezar y promover uno de esos recursos ciudadanos que están tan de moda para darle corporeidad al derecho de pataleo, una petición colectiva enchange.org, que exige prohibir la difusión del documental «La noche de Iguala» realizado por Fernández Menéndez. Un integrante del gremio que promueve la censura al trabajo de otro integrante del gremio. Tantos años después, ¿resulta que perro sí come perro?
O, acaso, ¿hay integrantes del gremio que en los momentos pertinentes encuentran más rentable y/o conveniente y/o preferible el activismo al periodismo? Entonces no es un caso de «perro sí come perro», sino uno de «activista ex-perro pretende comer perro».
Como siempre ha sido en esta tribu, cada quién sus intereses y cada quién sus mieditos. Porque ese gran miedo que alguna vez acicateó el movimiento colectivo -y que, admitámoslo, nos ha llevado también a hacer osos espectaculares, como el que protagonizamos cuando unos guerrilleros mandaron al otro mundo a los vigilantes de la puerta del viejo edificio de La Jornada- no ha aparecido.

De modo que la polarización gremial sembrada hace unos cuarenta años en una historia que merece ser contada en otra ocasión,  ahora fructifica en la censura pública ejercida entre pares, de balcón a balcón. Es en días como estos que, con alguna melancolía, mi entrañable don Pepe Fonseca y yo volvemos a decirlo: ya no los hacen como antes.

25
May
15

«A Gremlin from the Kremlin» o disfrutemos la propaganda antinazi

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Corría 1944. La Warner Brothers, que ya había producido abundantes caricaturas de propaganda antinazi, alcanzó un nivel altísimo de humor corrosivo y despiadado, como corresponde al mejor espíritu de la caricatura, como se había cultivado en el siglo XIX y como se había afinado en las primeras décadas del siglo XX. El resultado fue una verdadera delicia, tanto desde el análisis de  la propaganda, como desde la simple gana de disfrutarlo. Se llamó «Russian Rhapsody».

La Warner, que a la par de los estudios Disney, había producidos diversos materiales animados de tipo propagandístico, había ensayado diversos recursos: El pato Lucas (Daffy) peleando con una negra águila alemana, del mismo modo que el Pato Donald se había alistado en el ejército estadounidense e incluyo había tenido un sueño absurdo donde vivía en la Alemania nazi, lejos de la tierra de promesas y libertad que estaba en América. Incluso, hay por ahí unas muy medianas caricaturas de Superman peleando contra japoneses. Pero la Warner  acertó cuando volvió a uno de sus conceptos fundamentales en materia de animación: las Merrie Melodies, historias animadas que se creaban a partir de una pieza de música de concierto, en busca de la concordancia y la armonía.

Se trata de piezas impecables, donde música y acción se ensamblan de manera disfrutable. Las hay tiernas, simpáticas, burlonas o simplemente entretenidas. Pero cuando la Warner aplicó toda la mala fe de la que podía ser capaz su estudio de animación, sin emplear a sus personajes consagrados, brotó una pequeña joya.

Esa pequeña joya es la «Russian Rhapsody», donde, con un fondo de música clásica que se transforma, facilona, en acordes que brincotean en el swing y el jazz, unos perversos duendes rusos sabotean de manera bárbara el avión que pilotea Adolf Hitler y con el que pretende bombardear Moscú, después de anotarse un muy risible discurso -los amigos del sitio Dangerousminds.net consignan que el batiburrillo verbal del Hitler de la caricatura está inspirado en una filmación de la célebre Leni Riefenstahl conocida como Triumph of the Will, e incluye los nombres de los dibujantes del estudio que les dieron vida, a los protagonistas de esta caricatura que dura 7 minutotes de completo delirio.

La caricatura incluye un diario que anuncia la intención de Hitler de bombardear Moscú.

La caricatura incluye un diario que anuncia la intención de Hitler de bombardear Moscú.

La caricatura es absurda, alucinante de principio a fin, y con un ritmo explosivo, entre cancioncillas que anuncia la inminencia del desastre, se dedica a pulverizar a Hitler gesto por gesto, palabra por palabra: se burla de su oratoria, de su exaltación, de sus decisiones. Los duendes, que son unos verdaderos desgraciados, son definidos como «A Gremlins from the Kremlin», definición que agarran como bandera de guerra para fastidiar el avión de Hitler, y de paso, a Hitler también.

El asunto es aún más interesante si se mira cómo la caricatura señala a Stalin como el gran espantapájaros de Hitler: ante una máscara del personaje, Adolf, a esas alturas ya bastante histérico, grita como quinceañera aterrada; pero ya no hay remedio: los duendes ya hicieron de las suyas, el avión se cae a pedazos y a Adolf no le queda otra que intentar, sin éxito, salvar el pellejo.

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La caricatura podría haberse llamado, con perfecta coherencia, «Gremlins from The Kremlin» y ser igualmente efectiva. Pero, en fin: disfrútenla. Los que tuvimos de niños la suerte de que en el Canal 5 no se fijaran mucho en estos matices de la programación de los productos de la Warner, la vimos unas pocas, poquísimas veces en televisión. Yo creo que a estas alturas es un objeto de culto del mundo de la animación.

 

Ahora que vuelvo a bucear en lo que fue la entrada de México en la Segunda Guerra Mundial, señalaba en una conversación con los amigos de Twitter, que una de las grandes líneas de estudio de aquel conflicto es, a no dudarlo, la propaganda. La que se hizo en Europa, la que se hizo en Estados Unidos, poderosísima y recreada en muchos países, la alemana, desde luego. Todavía no se acaba de trabajar mucho material sobre estas acciones propagandísticas en el caso mexicano, y hay cosas formidables, algunas de las cuales les contaré después.

Una pieza más que merece una lectura detallada, es «The Ducktators» de la Warner también, pero en blanco y negro y de 1942. Evidentemente, el propósito es el mismo: fastidiar y revelar  al respetable auditorio quiénes son estos líderes del Eje… transformados en patos. El pato-Mussolini es una pequeña genialidad. Acá está:

 

La verdad, con este tipo de caricaturas, agudas, con propósitos definidísimos, las aventuras de Lucas, Donald y Porky -Disney tuvo el buen gusto de no involucrar en esto a Mickey- están bien a secas, y eso explica que, a la distancia, el largometraje que aspiraba, en ese contexto de guerra a promover la unidad de los países latinoamericanos y la hermandad con los Estados Unidos, «Los Tres Caballeros», iniciada a fines de 1942 y estrenada en 1944, parezca hasta aburrida. La verdad.

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18
Abr
15

Postal del pasado reciente: recordamos al reportero García Márquez

Se agradece esta hermosa imagen a los amigos de ClasesdePeriodismo.

Se agradece esta hermosa imagen a los amigos de ClasesdePeriodismo.

Por todas las páginas de reportajes, de crónicas, de notas, de columnas y de artículos, recordamos con ese amor que se tiene a las figuras entrañables, a las que tuvieron que ver con nuestros años de descubrimiento del mundo, al reportero Gabriel García Márquez.

 

 

19
Feb
15

Capítulos marginales de la Decena Trágica: El Honor Nacional

BALDERAS EN DECENA TRAGICA4

En esos días que los mexicanos aprendimos a llamar la Decena Trágica, se despliegan, como hilos paralelos, numerosas historias; evidentemente, algunas más trascendentes que otras. Con el paso de los años, muchas de ellas se perdieron, otras permanecieron, pero se disfrazaron y hasta se distorsionaron para convertirse en cosas raras, gracias a la flojera de algunos investigadores y a la facilidad con que se repiten datos que acaban por volverse lugares comunes en ciertas narrativas históricas. Tal es el caso de un fantasma, el fantasma de un periódico, que solamente ganó materialidad postrera gracias a un personaje entrañable para este Reino: don Martín Luis Guzmán.

LA IMAGEN FUGAZ DE EL HONOR NACIONAL

Todas las semblanzas de Martín Luis Guzmán mencionan su participación en la publicación de un periódico, editado en los días más oscuros de la Decena Trágica y la caída del maderismo: El Honor  Nacional. El dato, a falta de referencias más sólidas, e independientes del dicho del escritor y periodista, se ha repetido de uno a otro de los trabajos biográficos sobre Guzmán, sin mayor avance o indagación sobre el tema.

Solamente el ingeniero y político, amigo personal del joven Martín Luis, y a la sazón su jefe en la Dirección de Obras Públicas del Distrito Federal, ofrece algunas claves para saber de los avatares de aquella fugaz publicación. Según refiere Alberto J. Pani, que era el funcionario en cuestión, la hechura de esta hoja suelta –que así la define- de vida brevísima, fue una de las acciones que una combinación de militares y civiles leales al régimen de Francisco I. Madero desarrollaron para enfrentar la crisis política que generó el levantamiento de Félix Díaz y Bernardo Reyes:

«…ese grupo de civiles, al que cada día se incorporaban nuevos adherentes, desempeño, durante la Decena Trágica, difíciles y peligrosas labores complementarias o supletorias de la acción desarrollada por la Comandancia Militar contra los alzados de la Ciudadela. Entre ellas cabe mencionar –por ejemplo- las de aprovisionamiento de las tropas –deficientemente hecho por la Comandancia Militar- las de la instalación de la red telefónica de dicha Comandancia con los jefes de las diversas fuerzas que atacaban la Ciudadela y las de redacción y publicación de una hoja suelta diaria, titulada “El Honor Nacional” y encaminada a contrarrestar el efecto depresivo que sobre la masa de la población y, principalmente, sobre la parte leal del Ejército pudiera producir la activa propagación de mentiras con que los reaccionarios y clericales contribuían, cobardemente, al derrocamiento del régimen democrático.«

En ese grupo de militares y civiles, Pani menciona algunos nombres, aunque no el de Martín Luis Guzmán, no obstante que éste era su secretario particular en la Dirección General de Obras: están Juan F. Urquidi, hermano del subsecretario de comunicaciones Manuel Urquidi; están dos miembros más del clan Pani, Arturo y Julio, hermanos del Director  de Obras, Miguel Alessio Robles, el diputado Carlos Argüelles, el doctor Ramón Puente, Samuel Vázquez, los ingenieros Modesto C. Rolland, Froilán Álvarez del Castillo y Efraín R. Gómez. Llegan también Luis M. Hernández y el profesor Enrique Peña –que se hará cargo de la corrección de pruebas de El Honor Nacional. Y, aunque no le menciona en esa relación breve de los hechos, es improbable que Guzmán fuese ajeno o no estuviese involucrado en el proyecto, cuando las circunstancias del momento exigían la cercanía y presencia de todos aquellos que, de probada lealtad, apoyaran al gobierno maderista en crisis.

Durante años, los biógrafos o aspirantes a biógrafos de Martín Luis Guzmán, empezando por Fernando Curiel, aseguran que no hay rastro del tal periódico, y sospecho, entre otras cosas, porque no se ha buscado a profundidad, o porque no lo hemos buscado donde realmente habría probabilidades de que estuviera. Susana Quintanilla afirma que hasta la fecha «nadie ha dado con un ejemplar» y yo creo que se debe a que no nos hemos puesto a buscarlo, ninguno de los que hemos escrito sobre don Martín Luis, con la debida seriedad.

El hecho de que, hasta la fecha no se hayan localizado ejemplares de la edición, tiene que ver con el perfil del material y el propósito para el cual se realizó. Atenidos a la descripción de Pani, -al que por alguna razón que desconozco y me intriga, nadie le hace el menor caso, ni lo consulta como fuente en las biografías de  don Martín Luis, con excepción de Jaime Ramírez Garrido y una servidora- para hacer El Honor Nacional se optó por su brevedad, rasgo característico, manejable y de rápida distribución, de mano en mano, y como un material de claros propósitos contrapropagandísticos, destinado a frenar la desconfianza entra la población y la defección de las tropas leales.

Pani agrega que la hoja suelta estaba dirigida, principalmente, a las tropas leales al régimen maderista, en un intento por evitar posibles defecciones, y, sólo en segundo término, a la población de la ciudad de México. Si se considera que durante la Decena Trágica, muchas familias se encerraron en sus hogares y hubo quienes, hallándose fuera de ellos, se quedaron encerrados en sitios tan extravagantes como el Café de Tacuba, sin animarse a salir a la calle en esos diez días, resulta comprensible que El Honor Nacional tuviera una circulación limitadísima.

Para El Honor Nacional, Francisco I. Madero dictó un artículo el 17 de febrero de 1913, que debió aparecer en la edición que debió aparecer hoy hace 102 años, el día 18. Pero el periódico ya no pudo circular, pues, no bien Alberto J. Pani salió a la calle, después de  cerrar la edición, se enteró de la aprehensión del presidente Madero por el general Aureliano Blanquet. Allí se acabó la circulación de la hoja suelta. Incluso, la última edición, estimaba Pani, se quedó sin distribuir, y consideró que la corrección de las pruebas de esa última edición de El Honor Nacional, hecha por él y por su hermano Julio, fue también la última de las actividades «oficiales» que desempeñó durante la Decena Trágica.

El artículo de Madero fue escrito porque, convencido de los leales estaban ganando la batalla en la Ciudadela, “estaba tan de buen humor que me ofreció su colaboración para El Honor Nacional” -pobrecito, don Pancho- en uno de esos casos de desfortuna que nos impide leer las últimas frases políticas del presidente Madero, y a diferencia de otros materiales periodísticos que sí copió Pani para su libro, éste no fue reproducido en»Mi contribución al nuevo régimen», escrito en una época en que intentaba tundirle a José Vasconcelos -que lo detestaba, lo despreciaba y le apodaba «Pansi»- por las abundantes majaderías que contra él había escrito el tempestuoso Ulises Criollo. Eso sí, Pani reseña que el texto comparaba las acciones y lealtades del Senado y de la Cámara de Diputados con respecto al régimen maderista.

Azarosa, como aquellos días, fue la existencia de El Honor Nacional. Se imprimía en los talleres que poseía la Secretaría de Comunicaciones, en la Aduana Vieja de Santo Domingo, hoy la parte antigua del edificio de la Secretaría de Educación Pública, y si no se ha localizado aún, ejemplar alguno se debe, precisamente, a su materialidad de hoja suelta, generada y distribuida a las volandas, en momentos donde la mera distribución de ese impreso recién hecho, implicaba riesgo para la vida.

Don Martín Luis, en sus años mozos. Tenía 25 años en los días de la Decena Ttrágica.

Don Martín Luis, en sus años mozos.

Tiempo después, Martín Luis Guzmán escribiría en «El Águila y la Serpiente», inspirado en los días previos a su partida hacia el norte del país junto con Pani, los riesgos que se corrían al hacer resistencia, con la “guerrilla de pluma” tan cara a los decimonónicos, ejercicio que no sólo tenía que ver con la fugaz hoja suelta, sino con las actividades, que, separados de sus empleos en el gobierno, desarrollaron en los primeros meses del régimen huertista, y que, evidentemente, no les eran nuevos; muy probablemente, tenían como origen los mil y un artificios desarrollados para hacer circular El Honor Nacional. Leídos un siglo después resultan de una temeridad que no deja de tener un toque de suicida ternura:

«En la capital de la República, Alberto J. Pani y yo actuábamos, motu proprio, como avanzada de la Revolución –avanzada sin armas, se entiende, mas no sin pluma ni, sobre todo, sin dactilógrafa-. Documento subversivo que caía en nuestras manos era documento destinado a circular profusamente. Hacíamos las copias cuándo en el despacho del ingeniero Calderón, cuándo en nuestras casas, y las distribuíamos por procedimientos de propaganda tan primitivos como audaces. Solíamos ir por la calle y detener, de pronto, como frase perentoria, al transeúnte de aspecto propicio: “Tome usted: léalo y páselo a sus amigos”. Solíamos también, en las oficinas del Correo y del Telégrafo, dejar olvidados en las mesas los papeles vengadores… Así fue como algunos escritor revolucionarios conocieron más lectores que El Imparcial.»

Esos “escritos revolucionarios” no eran parte de El Honor Nacional. Algunos investigadores han señalado como fecha de muerte del periódico mayo de 1913, fecha en la cual intenta Guzmán su primera salida del país, con la pretensión de unirse a la rebelión que, contra Victoriano Huerta, se gesta en el norte. Errores de apreciación y falta de recursos lo devolverán a la ciudad de México al poco tiempo; y es, tras su regreso, en que se convierte, junto con Pani, en  agente propagandístico de los opositores al régimen nacido del cuartelazo. Pero esa circunstancia no significa la resurrección de El Honor Nacional. Huerta nunca mandó cerrar el periódico (como se atreve a escribir Julio Patán por andar repitiendo sin investigar)  por la sencilla razón de que la hoja suelta nunca tuvo una redacción propia, que su producción resultó relativamente escasa, y que se había terminado el día en que Francisco I. Madero fue aprehendido por los golpistas. Es probable, incluso, que el nuevo presidente, al calor de los acontecimientos, nunca hubiese visto el impreso.

De lo que sí tenemos testimonios es de la reunión sostenida entre Pani y José Vasconcelos, en la cual ambos personajes definen, en sus difíciles circunstancias, las “actividades revolucionarias contra la dictadura de Huerta”, que en adelante habrían de emprender. Guzmán explicará en qué consistió parte de esas “actividades revolucionarias”, en El Águila y la Serpiente, con detalles acerca de las circunstancias en las que sobreviviría en aquellos días, cuando él y Pani hacían su trabajo subversivo con tal éxito, que los agentes huertistas “empezaron a pisarnos la sombra”.

En adelante, la ruta hacia la Revolución sería el norte del joven Guzmán. Con la mirada adiestrada del joven repórter que ya era, recorrió el país para unirse a los hombres de las tierras desérticas de Sonora y Coahuila, No sólo es el escritor que ha hacho sus primeras armas en la revista Nosotros, ni es únicamente el joven inquieto que ve en la política el sino del resto de sus existencia. Viaja también el lector cuidadoso de aquellos días complejos: lee, lee el mundo y lo piensa; sus metas políticas y  su indignación lo guían; camina hacia adelante, a buscarse un mejor destino del que ha tenido hasta el momento.

Nadie más hablaría después del El Honor Nacional. Es perfectamente comprensible. Guzmán lo recuperará, en los recuentos de su vida, no todos, ciertamente. Pero en la amplia nota necrológica que en 1976 abarcará 26 páginas de Tiempo, dando cuenta de “La Muerte de Axkaná”, y que repite, en buena parte, la nota biográfica publicada en el mismo Semanario de la Vida y la Verdad en octubre de 1967, en ocasión de los 80 años del Director Gerente, está consignado. Probablemente, en algún repositorio, en un archivo aún no trabajado a fondo, aún se conserven algunos ejemplares de El Honor Nacional.

 

 

 

 

 

 

 

14
Feb
15

Melancolía de febrero: Liverpool esquina Berlín, colonia Juárez

El hogar de la familia Madero en el lejano junio de 1911, cuando todo parecía teñirse de optimismo y esperanza.

El hogar de la familia Madero en el lejano junio de 1911, cuando todo parecía teñirse de optimismo y esperanza.

Mirar los testimonios fotográficos de la Decena Trágica siempre me produce un poco de melancolía. Ya he contado a los visitantes de este Reino que las calles que aparecen en esas imágenes me son caras y cercanas: son los caminos de una parte de mi infancia,  hasta dimensiones recientemente descubiertas. Por eso miro con un dejo de tristeza el viejo edificio de la Ciudadela, descafeinada para siempre de las huellas de los tiros en su fachada, como yo la conocí hace muchos años.

Hace una semana me di cuenta que alguien con una rara idea del pasado, decidió quitar, de la casa de Turín, en su confluencia con Marsella y Versalles, en la orilla de la colonia Juárez, la placa que hasta hace muy poco consignaba que allí estuvo la embajada cubana y la residencia de Manuel Márquez Sterling. Así se va raspando, limando el pasado, la memoria, con la desaparición de sus rastros materiales. Por eso nos queda solamente el consuelo de la historia y de contarles a los más jóvenes lo que allí pasó, para que sea algo más que unos pocos párrafos en los libros de historia.

Con el paso del tiempo, algunos nuevos sitios se integraron a mi iconografía personal de la Decena Trágica, en particular algunos inmuebles de la Colonia Juárez de la ciudad de México, que aún existen y que fueron escenarios de días que parecían luminosos y que luego se convirtieron en jornadas de profunda oscuridad. Uno de ellos se encuentra en la esquina de las calles de Liverpool y Berlín: allí  estuvo el hogar de la familia Madero.

Por lo que sabemos, era una hermosa casa. Con un amplio balcón sobre Berlín, donde, en junio de 1911, don Pancho se dirigió a los entusiastas que lo siguieron, después de su entrada a la ciudad de México y su recorrido triunfal, hasta la colonia Juárez, donde habitaban fortunas porfirianas, familias «bien», diplomáticos y personajes varios que, en las horas oscuras de 1913, mucho tendrían que decir.

Un breve recorrido por las calles de la colonia Juárez muestra qué pequeño era el microcosmos de los personajes que algún papel desempeñaron en la Decena Trágica. Dos o tres espacios permanecen como fueron hace 102 años. Otros han desaparecido y su huella en los acontecimientos casi se ha perdido. En otros casos, como el hogar de los Madero,  queda el rastro que manos nobles, me parece, han querido conservar.

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No es sino una placa, una huella de memoria pequeñísima que no fue puesta por el aparato histórico-cívico-gubernamental. Manos probablemente piadosas que decidieron conservar la huella del pasado, aunque fuera tan amargo.

Hoy día, esta casa pertenece a la Orden de Malta. Tiene una peculiaridad: carece de los letreros que identifican las calles.  Es la única de las cuatro esquinas del cruce de Liverpool y Berlín que carece de ellas. Por lo tanto, no es un caso de gandulería, como en tantos rumbos de la ciudad inmensa, donde ni por asomo aparece un mísero letrero que nos permita determinar si ya nos perdimos o seguimos en rumbo, no. Es, de alguna manera, un gesto de respeto a lo que hubo y hoy ya no está.

Porque si miramos con atención la imagen que encabeza esta entrada, veremos que, sobre la cabeza de don Pancho, están, perfectamente identificables y legibles, las placas con los nombres «Liverpool» y «Berlín». Allí estuvieron y en el desastre del incendio y la posterior demolición de los restos de la casa, desaparecieron, entre ladrillos y cascajo. Como podemos ver en la fotografía de aquí abajo, pasada la quemazón, ahí seguían.

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Por respeto, por silencioso pesar, por peculiar impulso de las autoridades capitalinas, el caso es que esas placas no se han repuesto. Es cierto que los señalamientos están en las otras tres esquinas del cruce. En el fondo, resulta que no son tan necesarias. Pero, ¿esa falta de necesidad es la que explica su ausencia? Querría pensar que no. Preferiría pensar que es tan oscura la huella de lo que allí pasó, por más que nadie de la familia Madero haya salido lesionado y todos hayan vivido para contarlo, que, calladamente, los actuales propietarios del predio, en vez de gestionar la reposición de los señalamientos, han preferido colocar esa otra pequeña placa, que habla de un incendio de otros días.

Tres días después de que el hogar de los Madero se consumiera en el fuego y se redujera a un esqueleto mutilado, los fotógrafos de la Casa Miret fueron a fotografiar el lugar de los hechos. Así la imprimieron como tarjetas postales que circularon con amplitud, casi como una curiosidad, que, acaso, algún despistado pudiera comprar para enviarla a la familia. Don Pancho murió asesinado, como sabemos; para enterrarlo, su familia debió vender su caballo. El dinero alcanzó para pagar otra tumba en el Panteón Francés de la Piedad, destinada a Gustavo Madero. Todo el clan escapaba al exilio, para salvar la vida, pero dejaron lista una fosa para arropar al otro hijo, cuyo cadáver estuvo desaparecido para la familia por varios días. De la casa incendiada, en esos momentos, se ocuparon bastante poco. Había que huir, había que irse. En México se quedaron los vendedores de postales -personajes que a los tres meses de ocurrida la muerte de Madero, se convirtieron en estelares de la obra «El País de la Metralla»- vendiendo, entre su mercancía, la imagen de la destrucción causada por la rabia torcida y la traición, que el día de mañana cumple 102 años de haber ocurrido.

 




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